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Saramago y Cuba:

Sobre conciencia y revolución

Fuentes: Rebelión

Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Así arrancaba José Saramago un breve artículo publicado -cómo no- en EL País el pasado 14 de abril. En este texto, el escritor portugués afincado/exiliado (sic) en Lanzarote, uno de los iconos de la izquierda moral -si acaso existe tal […]

Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Así arrancaba José Saramago un breve artículo publicado -cómo no- en EL País el pasado 14 de abril. En este texto, el escritor portugués afincado/exiliado (sic) en Lanzarote, uno de los iconos de la izquierda moral -si acaso existe tal cosa-, fijaba su posición respecto a los últimos acontecimientos ocurridos en la isla caribeña. El autor de El año de la muerte de Ricardo Reis y otros libros de interés que le valieron el premio Nobel, expresaba en ese brillante texto una digna posición de conciencia.

Ignoro si el insigne escritor conoce la expresión la conciencia era verde y se la comió un burro. La voz interior, esa que algunos escuchan apoyando el mentón contra la palma de la mano resuena, en ocasiones, como canto de sirena. Y es sabido que si uno se deja llevar por la música celestial que emana del yo -ése pronombre cuyo uso deploraba W. Benjamin-, acaba estrellándose en un acantilado. De ahí a la vida íntima y al recogimiento que produce el pensamiento profundo, media un paso. Esta visto que eso de tener conciencia y exhibirla con gallardía -un lujo al alcance de algunos privilegiados con salarios garantizados- debe ser asunto moral de mucho fundamento. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia, apunta José Saramago. Aunque más parece, en este caso, que don José ha tenido un desliz de conciencia, unas ligeras fiebres individualistas: el ego, ese señor tan serio de terno gris.

Tras unas semanas de agitación y coincidiendo con la invasión de Iraq, el gobierno cubano ordenó la detención de docenas de opositores (con sus consiguientes procesos judiciales y largas condenas penales) y el fusilamiento, tras un juicio sumarísimo, de unos secuestradores. Como es costumbre entre nosotros, la derecha – dolida por el espontáneo comportamiento pacifista de numerosos colectivos durante la reciente guerra- exigió al personal notorio y bienpensante (artistas, directores de cine, intelectuales de oficios varios, diseñadores, huéspedes de Hotel Glamour, cantantes de Operación Triunfo, etc.) que se manifestara en contra de estas drásticas medidas, dignas de la represión tiránica del comunismo internacional. Y así lo hicieron.

La política de oposición interna financiada -y reconocida en algunos casos- con el dinero de la CIA, los numerosos atentados que ha sufrido Fidel Castro, la guerra encubierta o declarada (frustrados intentos de invasión militar), la propaganda anticomunista, el histórico acoso económico al socialismo cubano o las leyes Helms- Burton, no deben ser asunto que requiera un detenido examen de conciencia. Ni siquiera dolor de constricción. El grito ahogado de Saramago y su conciencia libre, Hasta aquí he llegado, resonó como un pistoletazo de salida en las limpias mentes de sus colegas. El icono moral había hablado. Oráculo de la serenidad, el compromiso y la palabra justa, si él lo decía -tan alto y claro- todo estaba permitido. Saramago, por tanto, investido del poder simbólico que la izquierda le otorgó no hace demasiados años (detalle éste a tener en consideración en la creación de su figura universal como símbolo moral de resistencia anticapitalista, al margen de los indiscutibles méritos literarios del escritor) ha usado, atendiendo su criterio personal y a su conciencia libre, la tribuna de su magnífico pedestal para alimentar -quiero creer que él no es consciente- los peores demonios de nuestro jardín particular.

Las reacciones no se hicieron esperar y muchos -deseosos de expresar una posición de equilibrio o como pago a los infinitos servicios prestados por sus respectivas empresas- corrieron a firmar manifiestos, escribir artículos, enviar cartas a los periódicos. El caso era dejarse ver, firmar donde hiciera falta, condenar con violencia de verbo fácil las atrocidades del sátrapa del caribe. En definitiva, utilizando el poder mediático de sus nombres y los mecanismos de denuncia y figuración, se lanzaron contra el comportamiento dictatorial y represivo de nuestro -antiguo- hombre en La Habana. Quizás estar consciente sea un olvido, escribió Pessoa.

La violenta y repetida acción del sistema de protección/defensa de la propiedad privada, la opresión del capitalismo histórico en su fase más cruel y destructiva, el control sobre los medios de producción y sobre la circulación de la información a que estamos sometidos no pueden ni deben justificar las decisiones de las autoridades cubanas. Ni siquiera en caso de legítima defensa. Que el socialismo cubano requiere mejoras y reformas resulta indudable. Todo sistema que no encuentre su razón de ser en la explotación y la plusvalía requiere permanentes renovaciones. El socialismo, o es una revolución permanente o tiende, como la experiencia histórica ha demostrado, a la inoperante burocracia. Así lo han declarado desde la misma isla. Los valores de occidente, incluida la conciencia individual como expresión del libre albedrío no olvidemos, son los valores defendidos desde las trincheras del capitalismo. El pensamiento dominante es el pensamiento de la clase dominante.

Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir. Parece mentira que el autor de La caverna, todo un alegato anticapitalista, incurra en errores de tamaña naturaleza. ¿Quién puede disentir, don José? ¿Dónde se puede disentir? ¿En qué declaración de derechos humanos está recogido el derecho a disentir? ¿No estaremos hablando de derechos formales? Es cierto que un parado occidental puede disentir, incluso por escrito. ¿Qué empresa editorial publicará su protesta? ¿Qué periódico dará publicidad a su expresión de desamparo? Y, ya puestos, ¿con qué consecuencias personales y laborales? ¿Cambiarán las cosas por el mero hecho de que exista el derecho formal a la crítica o a la oposición, dentro de los límites que concedan – eso sí- los textos legales? Es muy posible, incluso probable, que la asunción individual de los derechos formales -esa gran conquista de la burguesía liberal y por extensión del capitalismo- consiga que algunos se sientan libres: mujeres y hombres con autonomía de la voluntad. Somos, en principio y según rezan las ordenanzas, dueños de nuestra palabra y nuestra conciencia. Nos protege el celebrado derecho a la libertad de expresión. Pero, ¿de qué estamos hablando? ¿En qué consiste ese derecho que, según parece, no pueden ejercer los ciudadanos en Cuba?

La construcción de pensamiento y de la acción colectiva, del socialismo, no es una broma académica o un ejercicio de estilo que se pueda despachar con suficiencia, apelaciones a la conciencia individual y desprecio desde las tribunas de los medios de comunicación libres a los que tan acostumbrados estamos en nuestro país. Se requiere, para subsistir frente al enemigo todopoderoso, una fuerte determinación, confianza, valor y resultados. El permanente acoso que los EEUU lleva a cabo sobre Cuba desde 1959 ha provocado en numerosas ocasiones excesos. Cuando uno vive a escasas millas del declarado enemigo, cuando cualquier movimiento es juzgado por millones de seres en la tierra a través de la propaganda de la maquinaria imperialista, cuando el socialismo cubano -con sus infinitos defectos, abusos y errores- está sometido a la presión más grande que haya conocido país alguno, resulta comprensible -no justificable- alguna actitud hostil de defensa. Mi vida es como si me golpearan con ella, anotó Pessoa, tan querido de José Saramago. La vida de todos los que quisieran alzarse del suelo, de todos los explotados, es también como si nos golpearan con ella. Cuando cualquier trabajador del mundo enarbola una bandera cubana está diciendo muchas cosas. Y nunca, pese los errores, hasta aquí he llegado.

Renunciar al futuro, a la construcción de una alternativa al capitalismo, renegar de la Revolución pese a las carencias e imperfecciones, jugar a crítico aséptico en nombre de los derechos humanos y la (supuesta) libertad, es ponerse un mandil sobre el cuerpo desnudo, regado por el sudor y los sofocos casi tropicales, y servir hamburguesas de rata a turistas de falo tan inquieto como arrugado, gusanos de créditos blandos e inconfesables esfuerzos, que alientan, golpe a golpe, un nuevo tipo de colonialismo.

Existen países que escriben su historia en letras de molde, alambicados discursos, jornadas de puertas abiertas y flexibles textos legales de imposible modificación capaces de organizar guerras en el tercer mundo en busca de sus recursos naturales y otros que, menos solemnes, redactan los hechos constituyentes de su identidad colectiva en papeles manchados con prisa de aguacero y letra crispada. Existen países pequeños con ideas, empeños y esperanzas. Existen países alineados con el capital internacional y otros, como Cuba, que eligieron hace tiempo la escabrosa senda de la soledad. Y en el camino siguen. Como recordó Alejo Carpentier: Hombre de mi tiempo, soy de mi tiempo y mi tiempo trascendental es el de la Revolución Cubana.