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Sobre el concepto de decrecimiento

Fuentes: Rebelión

Este texto resume una exposición más completa y documentada sobre las tesis del decrecimiento que publicaré en un libro próximo. Aquí trataré de mostrar de la manera más breve e intuitiva posible algunas inconsistencias que a mi modesto modo de ver presenta el concepto de decrecimiento, aunque quisiera señalar antes que nada que tengo una […]

Este texto resume una exposición más completa y documentada sobre las tesis del decrecimiento que publicaré en un libro próximo. Aquí trataré de mostrar de la manera más breve e intuitiva posible algunas inconsistencias que a mi modesto modo de ver presenta el concepto de decrecimiento, aunque quisiera señalar antes que nada que tengo una gran simpatía por las personas que lo defienden. Comparto su paradigma de cambio social anticapitalista basado en el desarrollo de nuevas formas de producir, de distribuir, de consumir y de pensar. Simplemente discrepo del concepto de decrecimiento que utilizan para definir tales estrategias porque creo que carece de rigor, que no puede hacerse operativo, porque creo que no responde a la realidad del capitalismo de nuestros días y porque, por esas razones, me parece que solo puede servir para estimular una creencia o simples acciones testimonialitas pero no para combatir eficazmente el capitalismo.

El mito del crecimiento pero al revés  

 

 Quienes defienden el decrecimiento pueden decir que están pensando en otra cosa pero es innegable que cuando utilizan ese término están hablando de disminuir los indicadores que miden la dimensión cuantitativa y monetaria de la actividad económica y más concretamente el PIB.

Es verdad que los decrecentistas nos dicen que además de eso, además de reducir el PIB, la producción y el consumo, el decrecimiento es algo más (redistribución, decrecimiento solo para los ricos, valores de austeridad…) pero eso no niega la mayor: el decrecimiento es, antes que nada, la disminución de la magnitud que mide la producción, el consumo o ambas cosas a la vez.

Para los defensores ortodoxos de la economía convencional, todo lo que tienen que hacerse para que las economías funcionen bien es recurrir al «termómetro» del crecimiento y hacerlo crecer. Naturalmente, como les pasa a los decrecentistas en el lado contrario, ningún economista ortodoxo defensor del mito del crecimiento admitiría que se limita a promover solamente que crezca la actividad porque afirmaría que no es suficiente con crecer sino que siempre hace falta algo más: una combinación apropiada de mercado y estado, instituciones eficientes, incentivos adecuados, etc.

Se quiera o no, defender el concepto de decrecimiento es recurrir al mismo instrumento, al termómetro, aunque -a diferencia de los ortodoxos- para decirle ahora al enfermo que sus males desaparecen simplemente si baja su temperatura, la tasa de crecimiento.

El concepto de decrecimiento o no se puede poner en práctica o significa lo contrario de lo que propone

El segundo gran problema que plantea el concepto de decrecimiento es que hay que hacerlo operativo. Si se le dice a la sociedad que la solución a sus problemas es que decrezca la producción y el consumo debe decírsele en qué cuantía concreta deben bajar porque, lógicamente, no puede dar igual que baje un 5 que un 50 o un 500%.

Para ser consecuente con la propuesta de decrecimiento que se hace, éste ha de manifestarse en una determinada variación negativa de una magnitud concreta que lo refleje. Más exactamente, en una magnitud que exprese la cantidad total de la producción y del consumo que ha de decrecer para poder determinar así en qué cantidad proponen que se reduzca.

Es decir, el decrecimiento necesita exactamente el mismo tipo de indicador que necesitan los partidarios del crecimiento y, de hecho, en los ejemplos que utilizan se refieren incluso al mismo término: el Producto Interior Bruto. Un indicador sobre cuyas carencias y limitaciones no creo que sea necesario insistir aquí.

Los partidarios del crecimiento lo utilizan porque asumen una ficción: que la actividad económica es solo el proceso de producción/consumo de bienes y servicios con expresión monetaria. Y el problema del concepto de decrecimiento es que, al utilizar también el PIB como magnitud de referencia, se está asumiendo también esa ficción, aunque los decrecentistas no quieran reconocerlo.

Para responder a esta objeción, los decrecentistas responden que entonces, en lugar de utilizar el PIB, podrían recurrir a otro indicador.

Pero la cuestión estriba en que es sencillamente imposible disponer de un indicador que proporcione ese «cómputo final» que nos indique lo que ocurre con «la economía en conjunto».

La razón de esta imposibilidad es que los factores que inevitablemente hemos de tomar en consideración si queremos poner sobre la mesa una propuesta política integral de progreso social (monetarios, materiales, físicos, energéticos, éticos, emocionales…) y no una puramente economicista (basada en una simple medición de la actividad con expresión monetaria), son heterogéneos y no se pueden integrar en una magnitud homogénea que proporcione un resultado de crecimiento o decrecimiento que sea inequívocamente satisfactorio o indiscutible.

Un concepto «ricocéntrico»

Cuando se plantea la estrategia del decrecimiento se suele poner cuidado en señalar que se trata de que disminuya la producción y el consumo de los ricos. Pero también aquí aparecen varios problemas.

En primer lugar, es muy difícil, por no decir imposible, poder separar la producción y el consumo de «ricos y pobres» (o de mujeres y hombres, que también sería pertinente, por cierto) sobre todo, cuando no se está haciendo por parte de sus defensores un análisis de clases sociales o de género del decrecimiento.

En segundo lugar, yo creo que, aunque analíticamente fuese posible (que creo que no lo es y desde luego los defensores del decrecimiento no demuestran que lo sea), discernir entre la producción y el consumo de los ricos y el de los pobres que debe subir o bajar independientemente uno del otro, la población empobrecida tendría muchas dificultades para asumir como propio un proyecto que se presenta como de reducción general de la posibilidad de satisfacer en mayor medida sus necesidades.

Lo diré más claro anticipándome a lo que señalaré más adelante: lo que necesita la inmensa mayoría de la sociedad que hoy día está insatisfecha y que se supone es lo que debería apoyar un movimiento como el del decrecimiento es que crezca la producción de bienes y servicios a su disposición, y no al contrario. Aunque eso haya que hacerlo, eso sí, con otro modo de producir, de consumir y de pensar.

En este punto se me podría argumentar que una gran parte de las clases trabajadoras son consumistas y que están dominadas por la ideología del consumo y el gasto y que lo que acabo de decir contribuiría a exacerbar aún más ese fenómeno. Pero, aunque no puedo desarrollar este asunto aquí, creo que se podría argumentar fácilmente que el consumismo no tiene que ver con la cantidad de bienes disponibles o efectivamente dispuestos. Se puede ser consumista con un salario de 700 euros mensuales pero lo que precisamente demuestra eso es que para combatir el consumismo no basta con disminuir la provisión de bienes, sino que más bien es necesario, por el contrario, es que crezca la de aquellos que pueden contribuir a la mejor formación, a la autonomía personal, al buen criterio, etc. de los seres humanos. Aunque, lógicamente, procurando que eso se lleve a cabo sin provocar daños añadidos a la vida, al equilibrio social y al del planeta.

Un concepto ajeno a la realidad del capitalismo actual

En el trasfondo de la propuesta del decrecimiento late la idea de que el capitalismo ha provocado un crecimiento de la producción inmenso e insostenible que se debe detener. Y quien escucha la propuesta del decrecimiento en general no puede sino confirmar la idea de que la abundancia sin límite de nuestra sociedad va a provocar un gigantesco descalabro que hay que tratar de parar.

En mi opinión, eso es otro error de graves consecuencias políticas porque no me parece cierto que la Humanidad viva en la civilización de la abundancia. El daño al medio ambiente, el peligro indudable que nuestro modo de vivir y de organizar la sociedad produce en el planeta hipotecando la vida y el bienestar de las generaciones futuras no se deben a que se produzca demasiado para todos y haya, por tanto, que detener la producción y el consumo de todos, sino a que se produce y se consume mal y de una forma muy desigualmente distribuida entre los distintos seres y grupos humanos.

Los datos que nos indican que una parte importantísima de la población mundial carece de los bienes más esenciales son bien conocidos y no me voy a detener en ellos.

Ni siquiera es correcto afirmar que las economías capitalistas estén registrando tasas elevadas de crecimiento. De hecho, lo que viene ocurriendo es lo contrario y conviene explicarlo bien a la población y a la hora de hacer propuestas políticas. Las políticas neoliberales han provocado precisamente una disminución de los ritmos de crecimiento de la actividad económica incluso medidos a través del PIB provocando así más desempleo y carencias de todo en gran parte de la población (y no solo en la posesión de bienes superfluos sino en la disposición de educación, sanidad, cuidados, cultura…).

No nos confundamos: el capitalismo neoliberal produce mucho pero para pocos, muy poco para muchos y, sobre todo, bastante mal para todos.

El error que yo encuentro en el discurso de los partidarios del decrecimiento es que confunden la insostenibilidad que produce un mal modo de producir y una lógica desigual de reparto con un problema de cantidad. Se falla al caracterizar la realidad y entonces se aplica la terapia inadecuada.

Por eso, la alternativa no puede ser simplemente disminuir cuantitativamente la actividad económica sino producir lo necesario de otro modo y distribuir con justicia, y para ello reorientar la actividad económica hacia la satisfacción que tiene que ver con la vida humana en el oikos, liberándola de la esclavitud que le impone el mercado al universalizar el intercambio mercantil y el uso del dinero (la «puta universal», como Marx recordaba que lo llamó Shakespeare) como equivalente general.

Ni siquiera debería darnos miedo el verbo crecer. Todo lo contrario. Es deseable crecer (e incluso creo que ello comporta un mensaje más humano y optimista) en la satisfacción de las necesidades humanas, en la producción de todo aquello que las satisface de un modo equilibrado y natural. Hacer crecer la satisfacción solidaria y pacífica de las necesidades humanas no es algo indeseable sino una aspiración lógica que no tenemos derecho a frustrar, aunque, eso sí, tenemos que aprender a conjugarla en la práctica con la austeridad, con el equilibrio, con el amor a la especie y a la naturaleza y, sobre todo, con el respeto indeclinable al derecho que todos los seres humanos tenemos a estar igual de satisfechos que los demás y que es el que obliga a negociar y establecer de un modo democrático la pauta del reparto de la riqueza.

Una propuesta desmovilizadora y políticamente inocua, aunque esté llena de buenas intenciones

El problema de confundir la naturaleza del capitalismo de nuestros días no solo lleva a proponer una estrategia inadecuada para resolver el problema objetivo de la destrucción ambiental y del mal uso de los recursos. Además, comporta un discurso que confunde a la población, que le impide entender la naturaleza del mundo en que vive y que, al proponerle medidas que nunca pueden resultar atractivas cuando a la mayoría de ella tiene insatisfechas la mayor parte de sus necesidades, no permite concitar apoyo ni generar movilización política suficientes para cambiar el estados de cosas actual.

Como dice José Manuel Naredo, un término con pretensiones políticas (como el de decrecimiento) que pretende articular un enfoque económico alternativo al actualmente dominante «necesita tener a la vez un respaldo conceptual y un atractivo asegurados, de los que carece el término decrecimiento (…) De ahí que el movimiento ecologista que defiende el decrecimiento tiene que empezar a ponerle apellidos para que el objetivo resulte inteligible y razonable desde fuera del enfoque económico ordinario» (José Manuel Naredo, «Luces en el laberinto», La Catarata, Madrid 2009, pp. 214-217).

Conclusión  

Todo lo que acabo de señalar no quiere decir que la actividad que despliegan los defensores del decrecimiento sea inútil. Entiendo, como dije al inicio de este texto, que el discurso añadido a la propuesta del decrecimiento y que implica la puesta en práctica de nuevas relaciones de consumo (formas distintas de producción, y nuevos valores humanos de solidaridad, austeridad, justicia, cooperación, etc.) es hoy día imprescindible. Pero mientras la formulación que dé pie a este discurso y a estos valores sea la del decrecimiento tal y como hoy se mantiene, y a la que he dedicado este texto, lo que en mi opinión se estará generando será un movimiento en torno a una creencia y no en torno a un concepto riguroso y que pueda ser llevado a la práctica de modo coherente con dicha filosofía. Se estará promoviendo un movimiento testimonial, muy necesario sin duda y ejemplar si se quiere desde el punto de vista del compromiso personal y colectivo, pero que nunca podrá promover una solución efectiva, operativa y políticamente viable frente a los problemas contra los que se quiere actuar. En definitiva, con el precario arsenal teórico del que hoy día dispone el decrecimiento podrá ser un movimiento atractivo pero que solo puede ofrecer una creencia, una apuesta moral, una filosofía o una práctica personal, como acabo de decir, muy valiosas pero incapaces de concretarse en un proyecto político y, por tanto, en una acción social colectiva realmente transformadora.

Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla. Miembro del Comité Científico de ATTAC España. www.juantorreslopez.

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