Los mitos de la ortodoxia: el dinero-lubricante «Hay que preguntarse si la economía pura es una ciencia o si es «alguna otra cosa», aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor científico. La teología muestra que existen actividades de este género. También la teología parte de una serie de hipótesis y […]
Los mitos de la ortodoxia: el dinero-lubricante
«Hay que preguntarse si la economía pura es una ciencia o si es «alguna otra cosa», aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor científico. La teología muestra que existen actividades de este género. También la teología parte de una serie de hipótesis y luego construye sobre ellas todo un macizo edificio doctrinal sólidamente coherente y rigurosamente deducido. Pero, ¿es con eso la teología una ciencia?» (Antonio Gramsci)
No debiera resultar difícil concitar acuerdo unánime acerca de la consideración del dinero como el elemento más importante de la vida social. En su extraordinario fresco del mundo económico precapitalista, el reputado maestro de la escuela de los Annales, Fernand Braudel, recoge la lapidaria sentencia de Scipion de Gramont: «El dinero, decían los siete sabios de Grecia, es la sangre y el alma de los hombres y aquél que no lo tiene es un muerto que camina entre los vivos». Similar dramatismo desprende la famosa cita marxiana : «El dinero, en cuanto tiene la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es, pues, el objeto por excelencia. Es la alcahueta entre la necesidad y el objeto, entre la vida humana y su medio de subsistencia».
En el tiempo transcurrido desde tan descarnadas afirmaciones, el ‘vil metal’ ha penetrado, en una escala sin precedentes, en todos los aspectos de la reproducción social. No deja por tanto de resultar pasmosa, como señala la economista postkeynesiana Ann Pettifor, autora del best seller ‘La producción del dinero’, la ignorancia entre los usuarios del ‘poderoso caballero’ acerca del papel neurálgico que juega en los engranajes de la maquinaria económica que determinan sus propias condiciones de vida: «Una de las constataciones más impactantes de la última fase de la evolución del capitalismo es la total incomprensión de la naturaleza del dinero en nuestras sociedades».
Diríase pues que no hemos avanzado mucho en el conocimiento común sobre la materia pecuniaria desde la irónica reflexión de un arbitrista francés del siglo XVII, recogida por el historiador marxista, experto en historia monetaria, Pierre Vilar : «Como la justicia, la moneda es una necesidad de todos; tiene que inspirar confianza a todos; posee el mismo valor en el bolsillo del pobre que en el del rico; la única diferencia está en la cantidad (sic)». Hasta ahí todos estaríamos sin duda de acuerdo. ¿Pero qué ocurre cuando escarbamos un poco más allá del conocimiento trivial sobre ‘el objeto por excelencia’? Un páramo de confusión y falsos mitos se extiende ante nosotros. En ninguna época ha sido mayor el contraste entre la relevancia del dinero en la financiarizada vida cotidiana y la incomprensión de los mecanismos de su creación y de las funciones que desempeña en las calderas de la sala de máquinas del capitalismo neoliberal. Tratándose de un elemento tan relevante para una ciudadanía endeudada y bancarizada hasta las cejas -el 96% de la población tiene algún tipo de producto bancario- un mayor conocimiento sobre el particular parecería sin duda más apropiado. La cosa empeora aún más cuando se constata que la ofuscación y las falsedades acerca de la cuestión monetaria campan por sus respetos entre el respetable.
Según los resultados de una encuesta promovida por el Cobden Centre , organización británica en pos del dinero «honesto» y el progreso social, alrededor del 61% del público sostiene la idea de que los bancos son simples intermediarios que canalizan el ahorro hacia los esforzados emprendedores y una proporción similar cree que el dinero lo crea el Estado o un banco público -la poderosa metáfora de la impresora de billetes-. Nada más lejos, en ambos casos, de la realidad. ¿Cómo explicar pues que un asunto que concierne, de forma perentoria, a la totalidad de la población concite asimismo tales niveles de confusionismo? ¿A qué achacar el grueso velo de misterio y mistificación que cae sobre lo que es una imperiosa ‘necesidad de todos’? Quizás la confidencia del magnate criptofascista Henry Ford no anduviera tan desencaminada: «Si la gente entendiese cómo funciona nuestro sistema financiero, creo que habría una revolución antes de mañana«. Pettifor avanza una hipótesis similar acerca de tan sorprendente fenómeno: «esta incomprensión se deriva de los esfuerzos deliberados del sector financiero para oscurecer sus actividades con el objetivo de mantener su omnipotencia». ¡Bum! ¿El elemento esencial de la vida económica queda totalmente excluido del debate público y alejado del escrutinio de sus propios usuarios para preservar los turbios privilegios del sistema financiero global? No se trata obviamente de una tesis peregrina pero, ¿podemos contentarnos con una hipótesis de clara estirpe conspiratoria? ¿Habrá alguna causa más profunda que explique el apagón generalizado en el conocimiento ciudadano acerca de las formidables implicaciones del hecho monetario?
El asombro que produce el fenómeno -en una sociedad sojuzgada, para más inri, por la dependencia de las finanzas que, a través de la «deuda a muerte «, condicionan las decisiones claves de consumo e inversión de familias y empresas- se reduce enormemente al indagar en la visión canónica sobre el funcionamiento de la banca y la naturaleza y las funciones del dinero que puebla todos los textos académicos de la teoría económica ortodoxa. El éxito abrumador del empeño de oscurantismo monetario sería pues imposible sin la activa complicidad de la disciplina -reforzada con sus potentes altavoces político-mediáticos- cuya función principal sería precisamente iluminar los intrincados engranajes que acciona la maquinaria financiera en las economías modernas. Valgan, como botón de muestra de la manera en la que se atizan los mitos populares sobre la creación de dinero, las siguientes declaraciones de Milton Friedman , el pope del monetarismo, la doctrina en boga en la profesión, en las tribunas mediáticas y -aunque ahora se considere de buen tono renegar sonoramente de sus rígidos y crueles preceptos- en los altos despachos de los banqueros centrales: «La función mayor de la Reserva Federal es determinar el suministro de dinero. Tiene poder para aumentar o disminuir el suministro de dinero de todos los modos que ella escoge». El hecho de que actualmente el 97% del circulante en las economías desarrolladas sea dinero-deuda «fabricado» por la banca privada ilustra la magnitud de la falacia cometida -sin duda con pleno conocimiento de causa- por el alma mater de los Chicago boys, el economista más influyente del último medio siglo. El heterodoxo John Kenneth Galbraith , autor de un ameno texto divulgativo sobre la historia del ‘poderoso caballero’, resalta el trasfondo del cambalache: «El estudio del tema del dinero, por encima de otros campos económicos, es el tema en el cual la complejidad se utiliza para disfrazar la verdad o para evadirla, en vez de revelarla».
¿En qué consiste la grosera deformación del funcionamiento del sistema financiero y la naturaleza del dinero perpetrada por el paradigma teórico que la curia de la iglesia neoclásica disemina por todos los foros y plataformas mediáticas sobre la ignara ciudadanía? La respuesta no puede dejar de producir perplejidad: para la escuela marginalista -neoclásica -y para su descendiente bastardo, el monetarismo friedmaniano- el dinero y la deuda son cuestiones accesorias, innecesarias en la descripción del sistema económico, en la asignación de los recursos productivos y en el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios. Aunque pueda resultar increíble para un profano, como refiere el economista Jordi Llanos , «el dinero y el sistema financiero carecen de importancia para el paradigma dominante, que sólo se preocupa por describir de forma trivial sus funciones en la circulación». Así pues, para la ortodoxia, ‘el dinero no importa’ en la determinación de las variables económicas básicas. Se trata de un elemento exógeno y neutral, sin influencia en los aspectos reales, como la producción y el empleo, y totalmente ignorado en los sofisticados modelos que describen los sacrosantos equilibrios en los mercados y la determinación de los precios relativos. El economista británico John Stuart Mill , más conocido por sus teorías político-morales que por el rigor de sus análisis económicos, resume elocuentemente la posición oficial: «En resumen, no puede haber una cosa intrínsecamente más insignificante (sic) en la economía de la sociedad que el dinero: un artilugio para ahorrar tiempo y trabajo. Es una máquina para hacer rápida y cómodamente lo que se haría, aunque de manera menos rápida y cómoda, sin ella». No resulta pues extraño que, tratándose de algo tan ‘insignificante’, no se considere necesario profundizar en el conocimiento de su papel en la vida económica y pueda desaparecer alegremente del debate público y del conocimiento común.
No siempre ha sido así. El dinero -y con él, el otro «elefante en la habitación» de la ortodoxia neoclásica: la generación del excedente y el origen del beneficio empresarial- ha sido un elemento significativo en el análisis económico a lo largo de la historia: Petty, Quesnay, Ricardo, Marx, Schumpeter, Fisher y Keynes, entre otros, han considerado el dinero como un engranaje fundamental en el funcionamiento del motor económico del circuito monetario de producción que es el capitalismo. El lema ‘el dinero importa’ -opuesto a la insignificancia del numerario para la ortodoxia- en el funcionamiento de la sala de máquinas del sistema podría ser un mínimo común denominador de las posiciones heterodoxas postkeynesianas y marxistas -e incluso en algún ilustre representante del mainstream como Knut Wicksell -. Que una afirmación de este tenor, considerada una obviedad por cualquier lego en la materia, sea la marca de la heterodoxia en teoría económica, frente al axioma de la «neutralidad» postulado por el credo neoclásico, da una idea del nivel de enajenación alcanzado por la teoría dominante. Las investigaciones acerca de la naturaleza del dinero y la riqueza provocaron en todas las épocas ríos de tinta y violentas polémicas. La contundente cita de Aristóteles – base de su clásica distinción entre economía y crematística- sirve de marco para las discusiones escolásticas sobre el fenómeno monetario: «El tipo más odiado, y con mayor razón, es la usura, que extrae provecho del dinero mismo, y no de su objeto natural. Pues el dinero se creó para emplearse en intercambios, y no para crecer con intereses -el dinero no engendra dinero-«. Tomás de Mercado y el resto de los arbitristas españoles del siglo XVI, obsesionados con la investigación acerca de la relación entre la llegada masiva de metales preciosos americanos y los infaustos ‘males de España’; los clásicos de la filosofía moderna -Hume, Locke o William Petty-, con sus disquisiciones en torno a la teoría cuantitativa y la relación entre la abundancia de circulante y la malhadada inflación, o las interminables disquisiciones teológicas sobre la usura y la prohibición del interés, inseparables del desarrollo de la banca moderna en los albores de la reforma protestante, muestran palmariamente que las reflexiones acerca del fenómeno monetario y sus interrelaciones con la producción, la riqueza de las naciones y los niveles de precios dominan los albores de la economía política. Pierre Vilar ilustra con una anécdota la virulencia de las disputas monetarias: en la novela picaresca «El diablo cojuelo» se describe a un «arbitrista», tan absorto en su obsesión por la inflación galopante en la que se ahoga la España del siglo de Oro, que se ha vaciado un ojo con su pluma pero sigue escribiendo sin haberlo notado.
Todavía en una fecha tan tardía como 1658, un siglo después de que se aceptara el cargo del ignominioso interés como algo legalmente aprobado y socialmente aceptado, se declara oficialmente en los calvinistas Países Bajos que «las prácticas financieras sólo estarán sujetas al poder civil». Como ironizaba, según relata Vilar, el Primer Ministro británico Gladstone, en medio del fragor de los debates sobre la política monetaria en los albores de la revolución industrial inglesa: «En un debate parlamentario sobre las Bank-Acts de Sir Robert Peel, introducidas en 1844 y 1845, Gladstone hacía notar que la especulación sobre la esencia del dinero había hecho perder la cabeza a más personas que el amor».
El bello símil, con el que define el papel del dinero en la economía moderna el historiador francés -uno de los fundadores de la escuela de los Annales – Marc Bloch, nos sirve de somero resumen de las múltiples aristas del fenómeno monetario: «se trataría de algo así como un sismógrafo que, no contento con indicar los terremotos, algunas veces los provocase». Magnífica síntesis.
Inflación: la coartada perfecta
«La inflación es una enfermedad, una peligrosa y a veces fatal enfermedad que, si no es controlada a tiempo, puede destrozar una sociedad» (Milton Friedman)
¿Cómo se ha llegado, precisamente cuando el dinero -junto con su «madrastra», la deuda- se ha convertido, en una economía financiarizada en una escala sin precedentes, en el primum mobile de la vida económica, a la formidable deformación de su neurálgica función llevada a cabo por los usurpadores de la ‘ciencia lúgubre’ de los clásicos?
La fenomenal maniobra de ocultación tiene su origen en el relato mítico primigenio, omnipresente en los manuales de cabecera de la corriente dominante, que constituye la visión canónica sobre la evolución económica de nuestra laboriosa especie: la ‘natural’ propensión al intercambio y a la división del trabajo del homo oeconomicus , hilos conductores del desarrollo del comercio y de la producción de mercancías para la satisfacción de las insaciables necesidades humanas. En los albores del capitalismo industrial británico, el fundador de la economía política moderna, el escocés Adam Smith , sienta las bases de la fábula destinada a la entronización del capitalismo como el destino ineludible de la evolución natural de las sociedades primitivas: «el ser humano tiene una inclinación natural a intercambiar». En esta mitológica configuración socio-histórica, construida anacrónicamente a imagen y semejanza del sujeto económico funcional al capitalismo naciente, se inserta como anillo al dedo la concepción del dinero-mercancía-medio de cambio, que funge como mero agilizador de las transacciones (como «vehículo para transportar el valor de las cosas», decía el economista clásico, John Babtiste Say, autor de la homónima ley que fue objeto del despiadado ataque de Marx y Keynes). Se «degrada» pues el dinero a la condición de «velo», cuyo fulgor no hace sino ocultar los mecanismos reales que determinan las magnitudes económicas -precios relativos y cantidades de equilibrio en los beatíficos mercados- y la «equitativa» distribución de la renta entre los afanosos participantes en el libre juego de la oferta y la demanda. La fábula del origen del dinero como medio de superación del «trueque», tan funcional a la idílica descripción del capitalismo como un sistema de producción e intercambio de bienes y servicios progresivamente perfeccionado y autorregulado -la ‘mano invisible’ de Smith- para la satisfacción de necesidades a través de la división del trabajo fue definitivamente entronizada en el panteón marginalista tras la mutación radical de la disciplina acaecida en la década de 1870. Carl Menger, fundador de la rama austriaca del marginalismo, que desembocará en los delirios libertarianos de la poderosísima secta de Mont Pelerin de Hayek y Friedman -falsa heterodoxia que, bajo un manto de radicalismo e iconoclastia, comparte los postulados básicos de los apologistas del capital-, resume el dogma hegemónico en un famoso panfleto : «El dinero no ha sido generado por la ley. En sus orígenes es una institución social y no estatal ligada al intercambio». De hecho, esta teoría deduce la existencia de un primitivo mundo idílico -las famosas ‘ robinsonadas ‘, objeto de la mofa implacable de Marx- en el que surge la ‘propensión natural’ al intercambio sólo a partir de consideraciones lógicas y abstractas, sin considerar en ningún momento la información proporcionada por el registro histórico y arqueológico. La conclusión de Menger tiene un intenso regusto a ‘petición de principio’: «Por eso los seres humanos, con creciente conocimiento de sus intereses, sin convención ni compulsión legal, ni consideración por los intereses generales, empezaron a intercambiar sus mercancías por los bienes más vendibles. Por lo tanto, el dinero es el resultado espontáneo, no premeditado, de esfuerzos individuales de los miembros de la sociedad». Es lo que expresa, en una actualización del mito marginalista al paradigma neoclásico actual, la famosa sentencia de Samuelson y Nordhaus: «el dinero no se busca por sí mismo, sino por las cosas que se pueden comprar con él».
¿Y qué decir del papel del Estado, omnipresente desde los tiempos babilónicos, con sus perentorias exigencias fiscales en numerario, causa recurrente de revueltas sociales a lo largo de la historia? ¿O de los prestamistas de todas las épocas, con su permanente tráfico de títulos de crédito y múltiples signos monetarios y unidades de cuenta para el registro y el pago de las deudas? Silencio sepulcral. Alfred Marshall , gran valedor de la ortodoxia a finales del siglo XIX -su canónico manual, con mínimas modificaciones, sigue siendo la base del catecismo inculcado en todas las facultades de economía- popularizó definitivamente el símil del dinero-lubricante que resume la postura oficial sobre el ‘poderoso caballero’: «Puede, pues, compararse al aceite necesario para que una máquina funcione fácilmente. Una máquina no puede funcionar a menos que se engrase, de lo que un novicio pudiera inferir que cuanto más aceite se ponga mejor funcionará, pero, en realidad, si se pone más aceite del necesario la máquina quedará obstruida». Esta música celestial, propalada machaconamente desde todas las tribunas mediáticas y presente en todos los manuales con los que se lava el cerebro a los cachorros de economistas, es la principal responsable del velo de misterio e ignorancia popular que cubre todas las cuestiones relacionadas con el ‘objeto por excelencia’. El análisis de la naturaleza del dinero y la deuda y su interrelación con la progresiva financiarización del sistema de la mercancía corrió el mismo destino que el estudio del origen de la ganancia del capital, condenado al ostracismo junto con la teoría objetiva del valor trabajo, pilar de la economía política clásica desde Adam Smith. En la idílica nebulosa de los equilibrios de los modelos neoclásicos, la «impureza monetaria» fue extirpada -en el canónico modelo de equilibrio general de Walras , el numerario representa únicamente la vara de medir que permite la comparación de precios y cantidades de equilibrio- en aras de la perfección de la modelización matemática característica de la economía vulgar -así descrita por Marx por su empeño en borrar cualquier referencia a la teoría clásica del valor y la distribución de la renta que pudiera contaminar de contenido social la aséptica fábula marginalista-. Como concluye el economista poskeynesiano Steve Keen en su notable obra «La economía desenmascarada», una demoledora crítica de los fundamentos de la ortodoxia, esta «ligera omisión» pone a la economía neoclásica fuera de la realidad: «si estás construyendo un modelo sin dinero, no estás modelizando el capitalismo». Esteban Cruz Hidalgo , uno de los mayores adalides de la teoría monetaria moderna, en cuyo seno recalan en la actualidad los más conspicuos reformistas monetarios, refleja la omnipresencia de la doctrina dominante: «Esta postura constituye la visión predominante sobre el dinero en los manuales de macroeconomía, los cuales mantienen con profusión el legado histórico y artificial del dinero-mercancía y del patrón oro, lo que entendemos es un fatal malentendido para la comprensión de la importancia del dinero para la producción, y por tanto, para el empleo.» No se trata, sin embargo, de un ‘fatal’ malentendido. Tal deformación de un elemento esencial del funcionamiento del modo de producción capitalista no es en absoluto absurda ni inocente, sino que tiene unas implicaciones políticas e históricas de enorme calado.
El antropólogo británico David Graeber, autor de un monumental estudio histórico sobre el dinero, ‘ En deuda ‘, donde defiende la tesis del origen y evolución de los usos del dinero principalmente como unidad de cuenta para el pago de obligaciones e impuestos, describe, con suma perspicacia, las nada inocentes implicaciones políticas del mito del dinero-lubricante: «Es esta concepción la que nos permite continuar hablando sobre el dinero como si fuera un recurso limitado como la bauxita o el petróleo, para decir simplemente ‘no hay suficiente dinero’ para financiar programas sociales y para hablar de la inmoralidad de la deuda gubernamental o del gasto público». La obra de Graeber -y de los economistas de la teoría monetaria moderna como Randall Wray – apunta, en las antípodas del relato canónico, a un origen estatal del dinero, refrendado por un apabullante aparato probatorio basado en el registro histórico-antropológico. La relevancia del dinero metálico-mercancía, en comparación con cualquier signo monetario aceptado por la comunidad como reflejo de las obligaciones contraídas, queda pues enormemente reducida: el mercado primitivo no sería un espacio para el trueque ni el núcleo central de las relaciones económicas, como postula la ‘música celestial’ marginalista-neoclásica, sino un lugar para la obtención de los medios de pago de las deudas contraídas con el Estado y entre particulares.
Ahí reside el quid de la cuestión: el relato mitológico no se sustenta por sí mismo sino por su papel legitimador de la política del capital y de su función encubridora de la auténtica naturaleza del dinero y de la deuda en la fase actual del capitalismo neoliberal. El hecho pasmoso es que la doctrina dominante pone sólo el acento en el control del déficit y la deuda públicos, en su ardoroso afán por prevenir la ominosa inflación, ignorando olímpicamente el papel crucial de la enorme pirámide de deuda privada en la gestación de las burbujas de activos causantes, sin ir más lejos, del colapso de la última década. Pero las fábulas incorporadas al acervo popular mantienen su poder persuasivo más allá de la refutación racional. Cualquiera puede aceptar, y así se ha inoculado en el inconsciente colectivo como algo a todas luces evidente, que si el dinero es el lubricante de los intercambios, al echar demasiado, cuál si de una biela se tratara, «la máquina quedará obstruida». En el capítulo titulado ‘¿Cómo curar la inflación?’ de su exitosa, y profundamente manipuladora, serie televisiva «Libre para elegir» el apóstol de la ortodoxia monetarista Milton Friedman se recrea -apareciendo repetidas veces con la impresora que fabrica los dólares en la cámara acorazada de la Reserva Federal- en la idea del dinero como stock, que se vuelca irresponsablemente a la circulación por el gobierno despilfarrador provocando inflación -‘el peor de los males’- y miseria rampantes. Existe pues un hilo conductor entre el mito ortodoxo del dinero-lubricante y las políticas del austericidio neoliberal. Las pertinaces patrañas acerca de la ‘consolidación fiscal’ y la acuciante necesidad de reducción del déficit, esgrimiendo el espantajo de la inflación como ‘herramienta disciplinaria’, encajan a la perfección con las leyendas inoculadas en la «sabiduría» popular. Al relacionar el dinero únicamente con ‘la circulación’ -sosteniendo, contra toda evidencia, la irrelevancia e inocuidad de la deuda privada en la generación de actividad económica, al considerar a los bancos como meros intermediarios que canalizan el ahorro hacia la inversión-, resulta evidente que si se vierte demasiado al cauce de los intercambios, no hay otra cosa que el caudaloso flujo pueda hacer salvo desbordarse. ¿No resulta un razonamiento de una lógica aplastante? ¿Cómo negar el irresistible atractivo del sano sentido común de la identificación del Estado con una familia que ha de apretarse dolorosamente el cinturón después de los excesos cometidos? Recordemos que la sacrosanta estabilidad de precios sigue siendo el ‘target‘ primordial de toda la banca central actual -con el integrista BCE en posición destacada- y la coartada omnipresente para estigmatizar las políticas redistributivas de estirpe keynesiana. El economista Marco Antonio Moreno resume el punto esencial del trampantojo inflacionario: «El control de la inflación ha sido la trampa del modelo económico vigente. Y, como muestra de ello, basta revisar los datos de la distribución del ingreso en todos los países que han seguido la norma: en todos se ha ampliado la brecha entre ricos y pobres, con la omnipresente coartada del cuidado de los precios». El deletéreo pero irresistible influjo de tales planteamientos recuerda a las palabras de Keynes sobre la descarnada aspereza de la ‘ciencia lúgubre ‘ de Ricardo y Malthus, dos de los padres de la economía clásica: «Que sus conclusiones aplicadas a la realidad sean austeras y desagradables le confiere una virtud moral. Que presente muchas injusticias sociales y otras crueldades evidentes la justifica como el inevitable tributo a pagar para proseguir en la marcha hacia el progreso. Que provea ciertas justificaciones a la actividad del capitalismo individual le permite obtener el apoyo de las fuerzas sociales dominantes agrupadas en apoyo de dicha autoridad».
Evitemos pues, como destaca Clarke , caer en la trampa de entrar en una discusión científica honesta de los fundamentos de la fábula monetarista pues ello sólo supondría «atribuir muchísima coherencia y poder a teorías que sirven más para legitimar que para guiar la práctica política. Las ideas del monetarismo son importantes pero su importancia es ideológica, proporcionando coherencia y dirección a las fuerzas políticas que poseen raíces más profundas».
Legitimar la política del capital en la fase neoliberal y esconder bajo siete llaves la función real de las finanzas en la sala de máquinas del sistema deviene pues la agenda oculta tras el mito del dinero-lubricante y su correlato político neoliberal-monetarista basado en el ataque al Estado del bienestar a través del espantajo inflacionario. Un somero recorrido por el desarrollo histórico del sistema financiero moderno, mostrando su progresiva adaptación a las necesidades de rentabilidad del capitalismo crecientemente financiarizado, mostrará la enorme utilidad del relato hegemónico en pos de camuflar los dos motores que propulsan actualmente la acuciante búsqueda de la rentabilidad del sistema de la mercancía: la creciente explotación del trabajo y el uso del poder colosal que proporciona el control privado de la generación de dinero-deuda como matrices de la, crecientemente degenerativa, pugna por la reproducción del sistema.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2018/11/04/sobre-el-dinero-i/
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