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Reseña del libro El juicio de los nueve de Catonsville de Daniel Berrigan

Sobre el enfrentamiento contra las leyes injustas y las prácticas políticas inadmisibles

Fuentes: El Viejo Topo

Daniel Berrigan, El juicio de los nueve de Catonsville. Editorial Hiru, Hondarribia, 2008. Introducción de Andrés García Inda; traducción de Bárbara Aritzi Martín, 165 páginas. Se trataba y se trata de hacer cosas concretas, no basta con adoptar posturas abstractas. Se trata de decir no, porque, como ha señalado Jorge Riechmann y recuerda Andrés García […]

Daniel Berrigan, El juicio de los nueve de Catonsville.

Editorial Hiru, Hondarribia, 2008.

Introducción de Andrés García Inda; traducción de Bárbara Aritzi Martín, 165 páginas.

Se trataba y se trata de hacer cosas concretas, no basta con adoptar posturas abstractas. Se trata de decir no, porque, como ha señalado Jorge Riechmann y recuerda Andrés García Inda en su documentada introducción, en ese NO está precisamente el principio generador del ámbito ético y de la resistencia política bien entendida.

El juicio de los nueve de Catonsville es una obra de teatro, una obra de teatro político que toma pie en una acción de resistencia y denuncia contra la guerra de Estados Unidos contra Vietnam. La posición poliética que vertebra todo su desarrollo se resume en unas palabras del autor que García Inda ha escogido para encabezar su introducción: «A los juristas les complace creer -o creerse- que el hombre es la suma de sus leyes (…) Para llegar a acatar profunda e inteligentemente la ley, es necesario enfrentarse a ella.»

La acción que describe, y que fue llamada la de «la banda de los Berrigan», la reflexión que construye, se convirtió rápidamente en un punto de referencia y de discusión del movimiento pacifista norteamericano, y de la comunidad cristiana en particular, que acabaría desencadenando un movimiento de resistencia civil conocido como «la nueva izquierda católica», y que contaba, sin duda, con antecedentes en la propia tradición americana de desobediencia civil: Paine, Henry David Thoureau y Jefferson, de quien precisamente se recuerdan en el capítulo «El día del juicio», estas palabras:

    Que Dios nos libre de que pasen veinte años sin una rebelión. ¿Qué país puede preservar sus libertades si no se advierte de vez en cuando a sus gobernantes que su pueblo conserva el espíritu de resistencia?

El juicio de los nueve de Catonsville está compuesta por una introducción y cinco capítulos-actos: el día de la selección del jurado, el día de los hechos del caso, el día de los nueve encausados, el día de las conclusiones, el día del veredicto. Finaliza con un poema del autor, Daniel Berrigan, uno de los encausados: «[…] Imagine. ¡Imagine! Todo lo anterior / Fue una gran mentira./ Philip; tu libertad, estatura / Sencillez, el gueto donde los niños/ Se hacen los enfermos, mueren. / El juez Thomsen, golpea con un martillo al rojo vivo / La hora, la verdad. La verdad ha nacido. / Toda verdad anterior debe morir. Todo /Lo anterior -la fe, la esperanza, el amor mismo-/ Fue una gran mentira».

Los hechos base de la obra remiten al año, a otro año que también conmocionó al mundo. Revueltas estudiantiles anticapitalistas; primaveras de renovación socialista aniquiladas por tanques rusianos; un México nuevamente insurgente; una Guatemala en la que un cruel estado de emergencia intenta parar revueltas populares; Martín Luther King asesinado el 4 de abril de 1968. Mientras tato, en Vietnam las tropas norteamericanas desplegaban una nueva ofensiva. La criminal guerra imperial parecía prolongarse indefinidamente. El 17 de mayo de ese mismo año, siete hombres y dos mujeres irrumpieron en una oficina del servicio de reclutamiento militar de Catonsville, condado de Baltimore (Maryland, USA). Vaciaron el contenido de algunos archivos en una papeleras de metal, salieron corriendo al aparcamiento que había en el exterior, rociaron con napalm casero los expedientes de movilización militar que contenían los archivos, les prendieron fuego y luego se santiguaron y se pusieron a rezar mientras esperaban la llegada de la policía. Ningún golpe hasta entonces, ningún herido, ninguna situación dramática, sólo los expedientes quemados y los pequeños destrozos anexos inevitables.

Los nueve activistas antibélicos mantenían creencias religiosas católicas y algunos de ellos, si bien no todos, había sido sacerdotes o monjas. Thomas Lewis era un artista joven de 27 años, que trabajaba como profesor en Baltimore; George Mische, de 30 años, habían trabajado como cooperante internacional en América Latina; John Hogan, Thomas Melville y Marjorie Melville habían abandonado sus correspondientes órdenes religiosas; Mary Moylan era una enfermera de 32 años que había trabajado en Uganda en una orden católica. El autor, Daniel Berrigan, hermano de Philip Berrigan, un sacerdote que participó también en la acción y que había destacado en el movimiento de defensa de los derechos civiles, tenía entonces 47 años, era jesuita y probablemente fuera el más conocido de todos. Era miembro de la prestigiosa Universidad de Cornell.

Algunos de los citados llevaron atuendos clericales en su acción. Probablemente fuera una forma de dejar constancia del enfrentamiento y distanciamiento entre la base eclesiástica y la jerarquía católica. Su máximo representante en Estados Unidos, el cardenal Francis Spellman, había bendecido la guerra de agresión imperial contra el pueblo vietnamita. Uno de los activistas, hermano del autor, Philip Berrigan, era un sacerdote católico, el primero que fue condenado por un delito político.

El movimiento pacifista de los sesenta, el movimiento de los derechos civiles, había apostado por violar la ley como método de cambio y en la repercusión de sus acciones a través de medios de comunicación no siempre entonces totalmente entregados a los dictados del Capital y afines. La acción de Catonsville buscaba, precisamente, impactar socialmente y, al mismo tiempo, la eficacia simbólica. La acción estaba incluida en ese marco del movimiento, si bien surgió en un lugar inesperado y perturbaba en cierto modo los vértices de lo comúnmente aceptado por las opciones políticas e ideológicas del momento. De hecho, unos críticos pensaron que era una deriva hacia acciones violentas; otros rechazaron la presencia de liturgias religiosas en la acción; un tercer grupo pensó que la acción era ineficaz por su aceptación del castigo y promovieron formas más pragmáticas de lucha y resistencia. Pero la acción, sin atisbo razonable de duda, supuso un revulsivo: como señala el introductor del volumen, los nueve ponían en cuestión el carácter sagrado de algunas formas de propiedad, afirmaban que algún tipo de propiedad no tenía derecho a existir y que, como manifestó Berrigan en el juicio para justificar su acción, era preferible quemar papeles -en definitiva, eso era lo que ellos habían hecho- que quemar niños, que eso era lo que el ejército usamericano, entre otras barbaridades, estaba haciendo en Vietnam.

El proceso por los sucesos de 17 de mayo tuvo lugar en Baltimore, bajo la presidencia del juez Roszel Thomsen, entre el 8 y el 10 de octubre de 1968. La defensa de los encausados estuvo dirigida por William Kunstler un letrado radical que se convertiría más tarde en el abogado de las Panteras Negras. Los cargos fueron: mutilar documentos del gobierno, destruir propiedad gubernamental e interferir en la administración del sistema de reclutamiento. Los encausados interpretaron el juicio desde el primer momento como otra fase de la resistencia. Philip Berrigan lo expresó así en su diario: «En el tribunal, oponemos valores contra la legalidad, de acuerdo con las reglas legales y con poca oportunidad de éxito legal. No hay que hacerse ilusiones con la justicia: no debemos esperar sino un foro en el que comunicar un ideal, una convicción y una angustia». El propio autor de la obra, Daniel Berrigan, hace que él mismo diga en el juicio su posición de fondo:

    Se ha excluido nuestra pasión moral. Es como si nos hubieran sometido a una autopsia, como si hubiéramos sido desmembrados por gente que se preguntaba si teníamos o no alma. Nosotros estamos convencidos de tener alma. Es nuestra alma la que nos trajo aquí. Es nuestra alma la que nos metió en problemas. Es nuestra concepción del hombre. Pero nuestra posición moral se ha proscrito en esta sala. Es como si el proceso legal fuera una autopsia (p. 154).

No andaba errado Berrigan: los nueves acusados fueron encontrados culpables de los cargos que les imputaban. El proceso fue una autopsia, hecha, como suele ocurrir, al dictado de otros intereses y valores no estrictamente jurídicos.

Cuatro semanas después del juicio volvieron a la sala para ser sentenciados. Cuatro de ellos lo fueron a dos años de prisión; tres de ellos, incluido el autor, a tres años de cárcel, y finalmente, Philip Berrigan y Thomas Lewis a tres años y medio.

El recurso no tuvo éxito y la corte de apelación confirmó el 15 de octubre de 1969 la sentencia anterior con argumentos similares a los que la acusación y el juez habían mantenido durante el proceso.

Dar cuenta de ese ideal, de esa convicción y de esa angustia, es el eje de esta obra de teatro que está dedicada, por lo demás, al más joven de los encausados, David Darst, fallecido en 1969, «porque la obra se acabó con esa llamarada».