1. El experimento de Milgram es un clásico experimento de psicología destinado a demostrar en condiciones . experimentales algo que la experiencia de los totalitarismos dejó claro desde un punto de vista empírico: que hombres y mujeres comunes, obedeciendo a una autoridad que consideran legítima, pueden convertirse en ejecutores voluntarios de torturas o genocidios. El […]
1. El experimento de Milgram es un clásico experimento de psicología destinado a demostrar en condiciones . experimentales algo que la experiencia de los totalitarismos dejó claro desde un punto de vista empírico: que hombres y mujeres comunes, obedeciendo a una autoridad que consideran legítima, pueden convertirse en ejecutores voluntarios de torturas o genocidios. El experimento original consistía en seleccionar a diversas personas para un experimento de lmaboratorio en el que tendrían que aplicar como «profesores» una nueva técnica de enseñanza consistente en hacer preguntas a un «alumno» (en realidad un actor) atado a una especie de silla eléctrica. Si el «alumno» respondía correctamente, no pasaba nada, pero si se equivocaba, recibía, primero una descarga eléctrica aplicada por el «profesor». La intensidad de la descarga aumentaba a cada nuevo error, hasta llegar a una dosis potencialmente mortal de 450 voltios. El actor, que no recibía ninguna descarga, fingía el dolor mediante expresiones faciales y gritos sumamente realistas. Mientras tanto, los psicólogos que organizaban el experimento (la autoridad legítima) incitaban a los profesores a seguir adelante, en interés de la ciencia («el experimento tiene que seguir»). El resultado estadístico fue que 65% de las personas sometidas al experimiento llegaron a los 450 voltios. Años después, ya en el siglo XXI, el experimento se repitió bajo la forma de un falso concurso televisivo: el porcentaje de personas capaces de ir hasta el límite fue aún mayor: 85%.
2. El experimento de Milgram es a la vez revelador y peligroso. Por un lado nos muestra que la bestialidad no es algo externo a la civilización ni al individuo «normal» como pretendía, por ejemplo, Aristóteles en el capítulo VII de la Ética a Nicómaco, donde afirmaba que «la bestialidad es rara en el hombre. Sobre todo se encuentra entre los bárbaros, pero en ciertos casos surge, sea a consecuencia de una enfermedad, sea por una tara.» Aristóteles intenta así expulsar la bestialidad de la ciudad (los bárbaros) y del individuo sano y en pleno uso de sus facultades. El psicoanálisis mostrará, sin embargo, que, frente a este ideal aristotélico de completud y perfección del ser humano y de la ciudad, los individuos y las sociedades reales están íntimamente divididos y que hasta los individuos más sanos y las sociedades más civilizadas albergan una parte importante de bestialidad. Para Freud, en un texto como ¿Por qué la guerra?, su famosa respuesta al pacifismo huma,nista de Einstein, la bestialidad es un elemento de la humanidad, incluso de aquella parte de la especie humana que desde siglos pretende representar a la Humanidad.
El experimento tiene, sin embargo otra ambición: pretende sentar una tesis no psicoanalítica sino psicológica o antropológica, pues su objetivo es mostrar o demostrar que todos nosotros somos en potencia unas bestias nazis. Que cualquiera puede, siguiendo las reglas de un juego mortal y bajo la autoridad de quien lo organiza, enviar a otra persona una descarga eléctrica crecientemente dolorosa y que podría causar su muerte. En sí misma, esta conclusión no es falsa y parece coincidir con la de Freud en sus pavorosos escritos sobre la guerra o sobre las masas, pero existe una importantísima diferencia entre los presupuestos y las conclusiones del experimento de Milgram y la posición freudiana. Para Freud, el lado bestial del hombre no se puede suprimir,pero la civilización logra canalizarlo hacia formas de actuación productivas, y la propia pulsión de muerte no deja de ser un aspecto esencial de la creatividad política e incluso artística. La pulsión de muerte es, incluso, lo que nos permite romper el orden monótono de una economía regida por la articulación del principio de placer y del instrumento de este último que es el principio de realidad. La tesis freudiana sobre la pulsión de muerte es, por lo tanto, sumamente ambivalente: no es ni puede ser la base de ningún «pesimismo antropológico», de ninguna afirmación de que todos, en el fondo, somos nazis. No es ni puede ser la base de una antropología: no es una teoría sobre la esencia del hombre, sino sobre la falla que necesariamente atraviesa todo intento de formular una teoría de este tipo. Por ello mismo, sobre la tesis de la pulsión de muerte no puede fundarse un Estado encargado de hacer que los hombres rediman un supuesto pecado original de bestialidad. La pulsión de muerte, que sirve de fundamento a la bestialidad humana no es un vicio que se pueda corregir, sino un dato permanente de la condición humana. Existen así formas de organización social que favorecen un despliegue destructivo de la bestialidad humana. Son aquellas que fomentan el goce inmediato y sin barreras directamente asociado a la pulsión de muerte y sin mediación simbólica con el otro.. El capitalismo neoliberal es una de ellas, pues llama constantemente a los sujetos a un goce sin limitaciones: desde un punto de vista neoliberal, todo lo que se pueda convertir en mercancía y ser objeto de una transacción consentida por las partes es legítimo. El militarismo y el nacionalsocialismo son otras modalidades de esa «suelta» de la bestia humana, cuyo marco no es una aplicación rigurosa de la ley del mercado, tal como ya la propugnaban Kant y el marqués de Sade, sino unas estrictas condiciones de obediencia y disciplina.
3. El experimento de Milgram tiene como presupuesto inicial la separación de los individuos y su fusión en la masa. Lo que se funde en una masa homogénea es un individuo al que el poder (neo)liberal llama a gozar y a superar todo límite al goce, lo que, de paso nos muestra que la masa y el individuo distan de ser términos opuestos. Se trata, en el experimento de poner entre paréntesis todas las relaciones horizontales de cooperación basadas en lo común y sustituirlas a la hora de entender la articulación social por el mandato de un amo que impulsa a gozar. El goce, que se nos presenta como una libertad, es, sin embargo, el más exigente de los imperativos, aquél que, como explica Lacan, hace del imperativo categórico kantiano algo todavía muy condicionado y «patológico», en comparación con el imperativo sádico. En este goce sin límites al que se nos invita, está siempre implícita la posibilidad de matar. No tenemos mejor ni más próximo ejemplo de ello que las últimas guerras televisadas en las que hemos podido contemplar desde nuestros sofás los bombardeos de Iraq y e Afganistán como un acontecimiento casi festivo. Como afirmaba el comentarista de la CNN en la primera guerra del Golfo, cuando Bagdad se encontraba sometida a un salvaje bombardeo: «Bagdad brilla como un árbol de Navidad» (like a Christmas tree). Las imágenes de matanzas en Iraq o Afganistán difundidas por la leal oposición al régimen que constituye Wikileaks sirven exáctamente para lo mismo. La fascinación por la imagen en el neoliberalismo guerrero es el equivalente de la censura de toda imagen del exterminio durante el nazismo. El negacionismo no es, como se dice, un fenómeno neonazi, sino algo ya inscrito en la propia práctica del nazismo, el cual se presentaba ante el pueblo alemán como un régimen biopolítico bondadoso que fomentaba la prosperidad del pueblo alemán (Volkswagen autopistas, seguridad social) y ocultaba la violencia brutal del exterminio y de la represión.
Era fundamental para el nazismo que no se supiera nada de Auschwitz, aunque nadie ignorase que, bajo el velo del silencio oficial, «algo» estaba pasando. Hoy, ocurre lo mismo, pero al revés: hoy se trata de que se vea todo o casi todo (se ocultaron los cadáveres de la víctimas del 11 de septiembre y de los soldados americanos muertos en Iraq y Afganistán), pues mediante la imagen se hace comulgar a los ciudadanos consumidores en la bestialidad del poder. El velo de silencio sobre Auschwitz se sustituye por la falsa transparencia de la pantalla de televisión, que permite contemplar el horror que perpetran «los nuestros» e incluso disfrutar de él inmunizándonos del dolor que para los otros supone. La televisión produce así un reparto racista de la realidad, en el sentido que Michel Foucault da al concepto de racismo. De un lado están las vidas protegidas por el régimen biopolítico, de otro las vidas que no merecen vivir de los bárbaros y las razas «inferiores» que purgan su «bestialidad». El reparto constitutivo del racismo se consiguió durante el colonialismo gracias a las grandes distancias entre las metrópolis europeas y un exótico Ultramar. El nazismo, que introdujo peligrosamente en Europa la bestialidad del colonialismo durante la ocupación de la Europa Oriental y el exterminio de los judíos, recurrió, al no poder contar ya con la distancia, al silencio oficial y a una amplia cadena de silencios cómplices, a un «no querer saber » de masas.
4. Hoy, lo que antes se conseguía con el silencio nazi o con la distancia de las matanzas coloniales, se opera a través de las pantallas de televisión e Internet que permiten una «democratización» del genocidio, pues cada uno puede cómodamente hacerse partícipe de él como espectador. Del mismo modo que los actos políticos del parlamento y del gobierno que representan nuestra voluntad son, como sostiene Hobbes, los nuestros, los actos de violencia y de genocidio de nuestros gobiernos son también oficialmente nuestros y, por consiguiente, se nos embarca a todos a través de la televisión y del parlamento en los cazabombarderos que exterminan a miles de personas en los nuevos espacios coloniales de Iraq o Afganistán. Los alemanes, durante la segunda guerra mundial y la Shoah no veían nada, pero suponían que estaba ocurriendo «algo» no muy defiinido y que más valía no determinar . Nosotros, hoy, lo vemos todo: las peores bestialidades del poder no se ocultan, sino que se proclaman y reivindican abiertamente siguiendo el modelo israelí de «comunicación» que no duda en reivindivar la muerte de niños y de personas desarmadas como un acto de defensa. El nazismo protegía la «dignidad» del poder ocultando sistemáticamente sus crímenes, aunque Hitler proclamaba abiertamente sus objetivos genocidas; el neoliberalismo exhibe sus crímenes sin pudor, pero pretende ocultar una razón profunda que los justifica. Claramente, hemos entrado en otro régimen de legitimación del Estado y de su violencia en el cual el velo más opaco y el mayor enemigo de la verdad es la propia transparencia.
El experimento de Milgram es sumamente interesante y, sin embargo, es como dijimos, peligroso: por un lado, es cierto que lo realizamos todos los días ante ese laboratorio conductista permanente que es la televisión (e Internet), pero no es cierto que represente una verdad antropológica con validez universal. La bestia que hay en nosotros puede salir a la luz y expresarse como tal con crueldad sádica y rabia destructiva o , cuando su energía no se centra en obedecer al imperativo de goce individual y logra canalizarse políticamente a través de la palabra y de la construcción de lo común a partir de lo común, ser el resorte de la producción de lo nuevo. El régimen actual centrado en el imperativo de goce es contrario al deseo y muy particularmente al de sociedad y de política. Juega directamente con la dimensión oscura del animal hablante, aquella que, precisamente, no se expresa en el lenguaje. Es posible, sin embargo, que una sociedad se base no en el goce inmediato y tendencialmente destructivo propio de nuestra civilización inmunitaria, sino en el deseo, en la demanda dirigida al otro singular o colectivo a través del lenguaje; en otros términos en lo que la lengua latina denominaba communitas, ese intercambio recíproco constitutivo del vínculo social.
http://iohannesmaurus.blogspot.com/2010/12/sobre-el-experimento-de-milgram.html
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.