Ponencia para el debate «El sujeto y la construcción de la alternativa», celebrado en León el sábado día 22 de Febrero, en el Ateneo Varillas.
- PRESENTACIÓN
- ORDEN VERSUS DIALÉCTICA
- MARX Y LA TEORÍA DEL CONCEPTO
- LENIN Y LA TEORÍA DEL CONCEPTO
- EL CONTENIDO Y SUS FORMAS REALES
- EL BLOQUE SOCIAL BURGUÉS
- LAS LLAMADA CLASES MEDIAS
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (I)
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (II)
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (III)
- ALGO SOBRE LA ALTERNATIVA
1.- Presentación
El texto que sigue es la ponencia presentada al debate que se anuncia en la NOTA de arriba. Pero la parte dedicada a la alternativa se presenta en el último apartado, y de forma muy sintética porque la elaboración de una alternativa ha de ser obra colectiva, obra basada en la experiencia colectiva sostenida en la acción práctica. Sería pretencioso y contraproducente presentar una detallada alternativa sin un sostén práctico anterior basado en una serie de debates colectivos, críticos y autocríticos. Marx vino a decir que un avance práctico en la emancipación humana valía más que cien programas. Es por esto que en el Resumen se ofrecen algunos puntos esenciales de reflexión, sobre los que debatir. Ahora bien, sí es conveniente leer la ponencia porque en ella se desarrolla el método teórico-político que explica y da sentido a los puntos expuestos en el último apartado.
La ponencia forma parte de un texto mayor que se encuentra en proceso de elaboración, siendo aún un borrador, en el que se van a incluir otros dos capítulos: uno sobre la teoría de la organización revolucionaria y otro sobre la teoría del Estado. La ponencia que se aquí se presenta trata sobre la teoría que debe emplearse para definir el sujeto revolucionario en el modo de producción capitalista, en sus formaciones económico-sociales y a lo largo de sus fases sucesivas. Como se aprecia, en el índice se anuncian desarrollos sobre la dialéctica, la teoría del concepto y la categoría del contenido y de sus formas reales. También expone las contradicciones antagónicas entre el capital y el trabajo en las que éste, el sujeto revolucionario, ha de volcar su práctica política y teórica destinada a la conquista del poder.
El debate sobre el sujeto revolucionario no es otro que el debate sobre la crítica marxista de la economía política burguesa, sobre la teoría de las clases sociales y de su lucha permanente. La elucidación de estas cuestiones exige el empleo simultáneo de la teoría materialista del conocimiento, tan odiada por las versiones del kantismo, y a la vez el concurso de la teoría marxista del Estado y de la organización revolucionaria de vanguardia. Praxis del sujeto revolucionario, sus formas de organización, su lucha contra el poder estatal, y su método de pensamiento, estas cuatro cuestiones son inseparables, resultando imposible aislarlas entre ellas, pero resultando también imposible pensarlas sin sustentarse en todo momento en la crítica de la economía política burguesa, del capitalismo.
La razón por la que he concluido este capítulo para presentarlo como ponencia específica para el debate sobre El sujeto y la construcción de la alternativa, es bien simple: no se puede elaborar, o mejor decir reelaborar una alternativa al capitalismo actual sin confrontar abiertamente con los tópicos burgueses al respecto, sobre todo con las más recientes modas intelectuales que proliferan en estos años de crisis. Una confrontación teórica y política, que no ideológica, hueca y metafísica. En los momentos actuales la teoría marxista empieza a demostrar de nuevo su inagotable potencial práctico; sin embargo existen fuerzas mediáticas necesitadas de silenciar o minimizar ese potencial. La caída en picado de las condiciones de vida y de trabajo, de los derechos sociales y democráticos, y la multiplicaciones de las formas de explotación, todo esto está generando malestar social entre las clases y pueblos explotados, aunque todavía el denominado «factor subjetivo» no está a la altura de las contradicciones objetivas manifiestas y aplastantes.
El marxismo es la única praxis que puede elevar la conciencia subjetiva a decisiva fuerza política de masas. Una de las exigencias previas es la de actualizar el concepto de sujeto revolucionario teniendo en cuenta que el sujeto colectivo, el trabajo explotado en cualquiera de las formas directas o indirectas, sólo se constituye radicalmente como sujeto cuando su conciencia se materializa en la interacción entre la experiencia organizativa y la experiencia autoorganizativa, en la interacción entre las luchas espontáneas, las coordinadas en base a la experiencias estables, y las luchas políticamente guiadas a la destrucción del Estado burgués y su sustitución por el Estado obrero. A lo largo de esta dinámica, la teoría juega siempre un papel insustituible, papel que va acrecentándose conforme avanza el proceso de masas y va debilitándose conforme este retrocede.
Puede darse el caso, y así ha sucedido varias veces, que determinados grupos intelectuales de izquierda revolucionaria siguen profundizando en determinadas reflexiones que enriquecen aspectos concretos de la teoría en su generalidad una vez que se ha iniciado el reflujo de la oleada revolucionaria, pero más temprano que tarde estos logros parciales empezarán a enfriarse sufriendo la misma esclerotización que la sufre la teoría en su conjunto. Solamente un reinicio sostenido de la lucha de clases puede insuflar calor, vida y radicalidad a la teoría.
Por suerte, tras la derrota muchas veces sobreviven en la semiclandestinidad o en grupúsculos personas revolucionarias que mantienen vivos los rescoldos de la teoría, e incluso la enriquecen en aspectos sustanciales mediante esfuerzos meritorios y titánicos, pero de nuevo hay que decir que esas aportaciones intelectuales no se convertirán en fuerza material hasta que no resurja la lucha de clases y, sobre todo, hasta que una organización revolucionaria que ha sobrevivido en los peores momentos logra introducirlos pedagógicamente entre las clases y los pueblos oprimidos.
Otra aparece la teoría de la organización y el papel del Estado, sin cuyo concurso el sujeto revolucionario se disuelve en una abstracción. Esas dos partes vitales –la teoría del Estado y de la organización– terminarán de dar cuerpo al texto completo.
2.- Orden versus dialéctica
S. Amin inicia su reciente libro denunciando la vaguedad de los análisis y definiciones que se hacen sobre lo «nuevo» en el capitalismo, novedades que afectarían a las clases sociales, a la lucha de clases, a los denominados movimientos sociales, a los partidos políticos, a las formas ideológicas, a la revolución informática, a la producción «inmaterial» o «no material», a la economía del conocimientos; también sostiene que el término «post» oculta generalmente una dificultad para designar una «proposición positiva» de la realidad que dice estudiar: post-capitalismo, post-modernismo, post-industrial. Afirma sin tapujos que: «La moda que acompaña al discurso sobre la sociedad post-industrial se ha apresurado a declarar «superados» los conceptos de clase y de lucha de clases» y tras demostrar una a una la inútil vaguedad de esas modas termina hundiendo el manido tópico del capitalismo cognitivo, más aún de la «economía cognitiva» en general, concluye indicando que: «La economía ha sido siempre «cognitiva», pues la producción siempre ha implicado la puesta en práctica de saberes, incluso en el más primitivo de los cazadores- recolectores de la prehistoria» [1].
Más adelante, se extiende un poco más en la crítica del capitalismo cognitivo. Después de haber estudiado la importancia que tiene para el proyecto socialista el desarrollo planificado y racional de todos los servicios y sectores públicos opuestos a la racionalidad capitalista del máximo beneficio privado, burgués, al margen de sus desastrosas consecuencias, S. Amin sostiene que el capitalismo cognitivo es un oximorón, es decir una contradictio in terminis , y sostiene que «la economía del mañana, la del socialismo, sí que será «cognitiva»» [2] en el sentido de integrar plena y definitivamente la inteligencia colectiva, social, es decir, el pensamiento libre de la explotación en el proceso productivo no explotador. En el capitalismo eso es imposible porque se basa en la sumisión y explotación del trabajo.
Hace algo más de una década, M. Husson destrozó el entonces incipiente mito del «capitalismo cognitivo» junto con el de la llamada «nueva economía» [3], por lo que ahora S. Amin hace lo correcto en rematar estas vaguedades vacías profundizando en su crítica hasta llegar a la raíz, a la dialéctica entre el saber humano y la producción económica como base de la antropogenia, o sea del papel del trabajo y de la praxis mano/mente en la evolución humana tal cual dejo en claro Engels, praxis creativa que se materializa en el desarrollo de la pluridimensinalidad del ser humano genérico mediante su trabajo creativo, incompatible con cualquier propiedad privada, especialmente con la burguesa. Sin embargo, insistiremos brevemente en esta cuestión porque es esencial para todo lo que se expone en esta ponencia: la centralidad de las relaciones sociales de producción y de las formas de propiedad en cualquier debate sobre el sujeto.
Un ejemplo remoto y a la vez actual de «economía cognitiva» no constreñida por la propiedad privada lo encontramos en el aún no superado estudio de A. Spirkin sobre la formación de la conciencia humana, en especial el salto cualitativo que se produjo entre la producción de herramientas de los monos antropoides y la utilización sistemática del fuego por el sinántropo [4], ya que el uso accidental del fuego es mucho más antiguo, aproximadamente de hace 1.500.000 en Kenia. Otro lo tenemos en el estudio de A. Léroi-Gourhan sobre la progresiva celeridad de la ley de la productividad del trabajo desde el período abbevillense, de hace más de 500.000 años, y el magdaleniense, de entre -30.000 y -12.000 años. Mientras que en el abbevillense con un kilogramo de sílex se hacían sólo 10 centímetros de filo útil, al final del magdaleniense con ese mismo kilogramo de sílex se hacían 20 metros de filo útil [5].
La ley de la productividad del trabajo o ley del ahorro de energía o del mínimo esfuerzo, funciona como verdadera economía cognitiva antes de la instauración de la propiedad privada, y después de su expropiación durante el salto al socialismo. Durante los pocos milenios de dictadura de la propiedad privada, y de los pocos siglos de propiedad burguesa, estas leyes tendenciales son sometidas a la ley de la ganancia mercantil y cada vez más a su expresión interna, la ley del valor-trabajo, con repercusiones totales en los sucesivos métodos sociohistóricos de pensamiento.
La irrupción de la propiedad privada rompe la unidad socionatural entre conocimiento y antropogenia, que caracteriza a la economía cognitiva, e impone la irracionalidad ascendente del mercado. La antropogenia es inseparable de la «organización social de la conducta», de la mutua interdependencia conductual, según explica J. B. Fuentes al estudiar el conocimiento como hecho biológico [6], pero con la socialización de la conducta, y con sus contradicciones internas, el conocimiento como hecho antropológico [7] refleja las contradicciones sociales entre por un lado, la ciencia como fuerza revolucionaria [8] y por el lado opuesto, la máquina, la tecnociencia como capital fijo, como fuerza antiobrera [9].
En sus investigaciones sobre el trabajo como «categoría antropológica», P. Rieznik constata el valor humano del ocio, del tiempo libre y propio, mostrando que el concepto de «trabajo» con todas sus derivadas de crecimiento y progreso no ha existido en las sociedades precapitalistas [10], aunque en las sociedades basadas en la propiedad privada y en la explotación social «no-trabajo es siempre un derecho perteneciente a los hombres que integran la clase dirigente de la sociedad» [11]; el no-trabajo es el opuesto liberado e irreconciliable del trabajo alienado, explotado e injusto: «Que haya demasiado tiempo libre, fuera del trabajo, es incompatible con su cualidad de labor alienada y explotada» [12]. Después de repasar las ideas del socialismo premarxista, el autor concluye:
«Para Marx, en cambio, la «emancipación de los trabajadores», es el punto de arranque de la «emancipación del hombre del propio trabajo», como trascendencia de su ámbito de vida, más allá de la restricción propia de la necesidad. En este caso, Marx sustituyó el deseo y la voluntad abstractamente concebida, sea por un trabajo agradable, sea por un ocio creativo, por el análisis concreto del capital, de la potencia material que éste creaba como requisito ineludible para la conquista de la «libertad». La conquista de un mundo humano por el hombre se presenta, entonces, como consecuencia de la metamorfosis del trabajo (y el no-trabajo social), derivado de la superación de las relaciones de explotación propias del capitalismo» [13].
Verdaderamente, una de las bases de la crítica de Marx al capitalismo es la crítica radical del mismo «trabajo asalariado», al margen de sus formas, y en general del «trabajo» en este modo de producción, diferente a los precapitalistas. Parte fundamental de la fuerza teórica que tiene su radical crítica a la civilización burguesa radica en que ataca al trabajo tal cual existe en el capitalismo, y no sólo a la propiedad privada [14], que también. Al relacionar internamente el trabajo vivo con el capital variable, y el trabajo muerto con el capital constante, Marx sienta la finita y mutable historicidad del ser-humano-burgués y de su sistema ideológico de interpretar el mundo de forma invertida.
Insistimos en esta unidad de contrarios antagónicos –método de pensamiento racional y crítico contra irracionalidad global capitalista– porque es una de las realidades objetivas estructurantes que desaparecen ocultadas por las vaguedades de las modas ideológicas denunciadas por tantos marxistas, además de S. Amin y M. Husson. Una muestra de tales vaguedades la encontramos en el texto de Y. Stravrakakis sobre las causas y efectos de la deuda en las sociedades capitalistas contemporáneas [15]: deambulando por una selva de términos ambiguos, sin referencia alguna a la función del capital financiero y dinerario, sobre todo ficticio, función estudiada desde Marx hasta hoy porque atañe fundamentalmente al origen de las crisis, al papel del crédito, del Estado, de las políticas públicas y del militarismo [16]. Otra muestra la encontramos en T. Negri cuando intenta convencernos de que nos encontramos ante un «nuevo» capitalismo, el «biocapital» [17], sin hacer referencia alguna a la constante dialéctica entre lo natural, lo biológico y lo social que recorre el marxismo desde su origen. Términos como «biopoder». «biocapital» y otros sólo pueden desarrollar su fuerza teórica si están integrados los niveles analíticos y sintéticos [18] en una visión genético-estructural del modo capitalista de producción, como hace J. Osorio en su obra sobre las mismas cuestiones.
Las fútiles modas intelectuales de usar y tirar que inundaron el mercado de las ideologías desde la década de 1960 fueron minusvalorando la importancia clave de las relaciones sociales de producción, de las formas de propiedad, de los modos de producción y de sus contradicciones. Pero la realidad es tozuda, mientras que estas modas acaparaban los escaparates y la producción académica, las contradicciones capitalistas se agudizaban. J. Fontana nos recuerda que la crisis sistémica actual tiene una de sus causas en la crisis estadounidense de 1987 y en las decisiones tomadas entonces, así como en la incompetencia del FMI, que no fue capaz «ni de prever las crisis ni de aliviarlas» ya que el sistema se encontraba en una «alegre inconsciencia» [19] que aceleraba la gestación de la pavorosa crisis de 2007. Nos recuerda también que en 2004 y 2005 estos y otros dirigentes «se daban palmaditas en la espalda por haber resuelto el problema del crecimiento indefinido» [20] del capitalismo, algo parecido a resolver el enigma del perpetuum mobile.
La euforia triunfalista de aquellos años engrasaba la perfecta maquinaria del control del pensamiento, generalizándose lo que lo que alguien definió muy correctamente como «la voluntad de no saber»: «»capitalismo», «imperialismo», «explotación», «dominación», «desposesión», «opresión», «alienación»… Estas palabras, antaño elevadas al rango de conceptos y vinculadas a la existencia de una «guerra civil larvada», no tiene cabida en una «democracia pacificada». Consideradas casi como palabrotas, han sido suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los tribunales como en las redacciones, en los anfiteatros universitarios o los platós de televisión» [21]. La voluntad de no saber se escuda muchas veces en la fuerza de la burocracia académica que lo domina casi todo, ya que en la academia, en la universidad, «el pensamiento crítico está altamente burocratizado […] el respeto al sistema de protocolos y autorizaciones académicas, «capital simbólico» que asegura la competencia formal del texto y su textualidad, para decir que la crítica en tanto que tal se ha burocratizado» [22].
Muy frecuentemente se nos olvida el poder castrador de la burocracia. Debemos tener una idea clara de su poder de disciplinarización mental y cognitiva para comprender la profunda efectividad de su represión cognitiva, y, desde luego, la mejor definición nos la ofrece Marx: «La burocracia es un círculo del que nadie puede escapar. Su jerarquía es una jerarquía de saber […] El espíritu general de la burocracia es el secreto, el misterio guardado hacia dentro por la jerarquía, hacia fuera por la solidaridad del Cuerpo» [23]. La jerarquía de saber estructura lo pensable y lo impensable mediante el poder de la burocracia cognitiva, casta sostenida por el Estado burgués y por las fábricas privadas de producción ideológica. Es esta burocracia del saber jerarquizado la que echa espuma por la boca cada vez que oye nombrar la bicha, la palabra dialéctica, que «[…] provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada» [24].
Además de otras secundarias, dos son las razones básicas que explican la voluntad de no saber de la jerarquía burocrática: la primera y fundamental, el efecto del fetichismo, de la alienación y de la ideología, que invierten la realidad e imponen la falsa conciencia necesaria con efectos demoledores sobre la correcta comprensión de la teoría del concepto y de la negatividad absoluta que luego veremos.
En segundo lugar y partiendo de lo anterior, el hecho de que la burguesía ya no es desde finales del siglo XVIII y primer tercio del XIX una fuerza emancipadora [25], interesada en la verdad sino en la mentira, en la necesidad obvia de ocultar deliberadamente la explotación de la que vive. Hablando de las condiciones de vida del proletariado, Engels dice que «la burguesía no debe decir la verdad, pues de otro modo pronunciaría su propia condena» [26]. Marx nos dejó una descripción demoledora de la «prudente moderación» de los economistas vulgares de su época, a quienes «no les importan las contradicciones […] y acaban formando un lío sobre la mesa de los compiladores» [27]. Como dice T. Shanin refiriéndose a los modelos interpretativos dominantes: «Los burócratas y los doctrinarios de todo el mundo aman la sencillez de estos modelos e historiografías y hacen todo lo posible para imponerlos por medio de todos los poderes que tienen a su alcance» [28].
Para esta burocracia, y para la clase social a la que sirve, la burguesía, el método dialéctico es un peligro mortal que no está dispuesta a dejar enseñar y menos a practicar. Dos definiciones muy adecuadas de lo que es la dialéctica, y de lo que por tanto implica para el poder nos la ofrece Raya Dunayevskaya: Una, «El modo en que estos dos movimientos funcionan juntos -el objetivo y el subjetivo, las ideas de libertad y las personas que luchan por la libertad– (…) A esto se le llama dialéctica» [29], y otra: «¿Qué es la dialéctica sino el movimiento tanto de las ideas como de las masas en movimiento para lograr la transformación de la sociedad?» [30]. Las dos entran de pleno en lo que pensaba Marx de la dialéctica: «Reducida a su forma racional, provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada» [31]. Es muy comprensible, por tanto, que la dialéctica materialista fuera uno de los monstruos atroces a destruir por la burguesía y por el reformismo revisionista de finales del siglo XIX comienzos del XX:
«… el objetivo más importante a atacar de la filosofía marxista era la dialéctica. A los reformistas les parecía incomprensible y engañosa. La imagen dialéctica del mundo partía de que todo estaba constituido a base de contradicciones y de que toda evolución se hallaba condicionada por la «lucha» de los contrarios. Para los revisionistas, que en general querían conciliar a las clases entre sí y llevarlas a la colaboración, una teoría como ésta era, ya por motivos políticos, sospechosa. Bernstein, que normalmente no acostumbraba a dar rienda suelta a sus sentimientos, se irritaba con sólo pensar en la «trampa del método hegeliano-dialéctico». Consideraba la dialéctica también como el correlato filosófico de la política revolucionaria. (…) En general, los revisionistas se planteaban el desarrollo social en términos de un proceso evolutivo en el que de lo viejo se pasaba insensible y gradualmente a lo nuevo (…) En los socialistas revolucionarios veían aventureros, demagogos, exaltados y representantes del lumpemproletariado (…) La meta y el medio de la lucha de la clase obrera era la democracia y ésta suponía la existencia de un equilibrio entre las clases. El equilibrio se mantenía con el concurso del parlamentarismo que era una garantía para que la mayoría no oprimiese a la minoría. La lucha de la clase obrera no había de fijarse, desde luego, en modo alguno objetivos excesivamente políticos (…) Bernstein aconsejó una aproximación entre la Socialdemocracia y el liberalismo» [32].
Es muy importante para el debate actual sobre el sujeto colectivo revolucionario el dato último según el cual Bernstein –y otros reformistas que no cita– aconsejó un acercamiento al liberalismo de la época, padre del neoliberalismo actual. Los drásticos recortes de los derechos de las clases explotadas casi siempre han encontrado justificación en la ideología liberal individualista e insolidaria en extremo, enemiga de cualquier derecho colectivo del pueblo trabajado. El principio de «el individuo y su propiedad» [33] empezó a tomar cuerpo desde que los comerciantes errantes del Medievo reivindicaron sus derechos de propiedad individual segura e intransferible frente a la arbitrariedad señorial, eclesial y monárquica, y frente a los ataques de los bandoleros. La urbanización acelerada desde el siglo XII por la expansión de la economía mercantil sentó la base de la victoria del naturalismo, racionalismo e individualismo propietario en el siglo XVIII [34]. La ideología de la libertad burguesa creada en estos siglos fue luego utilizada para legitimar la escuela neoliberal desde 1947 en adelante [35], sobre todo desde que se aplicaron mediante el terror y la represión sus recetas para salvar al capitalismo, recetas fabricadas en el «laboratorio de laissez-faire« [36].
Con el tiempo, el revisionismo socialdemócrata terminó imponiéndose abriendo las puertas a pactos con el liberalismo, matrimonio que engendró el monstruo del «social-liberalismo», criticado por reformistas [37] que añoran un pasado que no volverá. L. Gill explica que: «Desde 1974 en Alemania, el Banco central (Bundesbank) bajo la presidencia del socialdemócrata Karl Otto Pohl volvió la espalda a la política de estimulación keynesiana llevada por el gobierno de coalición del SPD y del Partido Liberal (FDP) y comenzó un viraje monetarista que iba a sacrificar el empleo en la lucha contra la inflación» [38]. Fue la socialdemocracia alemana la primera en aplicar un monetarismo que una década más tarde empezaría a denominarse neoliberalismo; después de la socialdemocracia, fue el presidente norteamericano Carter, del Partido Demócrata, el que lo aplicó con el ingrediente añadido de un ataque más duro aún que el alemán a los derechos sindicales de la clase trabajadora; por fin en la mitad de los ’80 fueron los conservadores británicos y los republicanos yanquis quienes remataron la faena, aunque un poco antes la socialdemocracia española en el gobierno desde finales de 1982 aplicó el monetarismo férreamente.
No es este el momento para extendernos en las conexiones entre la escuela económica neoclásica y luego neoliberal, el naturalismo mecanicista y la filosofía kantiana, y mostrar su antagonismo absoluto con la crítica marxista de la economía política y con su teoría materialista del conocimiento, que desarrollaremos más adelante en su vertiente de la teoría del concepto y de la negatividad absoluta. A pesar de que la jerarquía de saber burocrático lleva más de un siglo atacando al «método hegeliano-dialéctico», tarde o temprano las contradicciones sociales destrozan los muros de contención. Tenemos el ejemplo del sistema patriarco-burgués vital para el capitalismo. Entre otras muchas revolucionarias, también Raya Dunayevskaya expone la ágil unidad de «la dialéctica de la revolución y de la liberación de la mujer» [39].
La ideología liberal sólo admitía con muchas dificultades el feminismo burgués, pero ahora el neoliberalismo ataca todo derecho básico de la mujer, como es el del aborto, porque éste debilita el proceso de reproducción ampliada del capital [40]. Vamos a poner otro ejemplo que confirma cómo la ideología liberal en su forma actual, neoliberal, refuerza el sistema patriarco-burgués, sistema imprescindible para alienar y dividir al sujeto revolucionario. Hablamos de la pasada asamblea de Davos, en la que disminuye la presencia de la mujer burguesa, por no hablar de la mujer trabajadora:
«… la 44ª edición del Foro de Davos reúne hasta este sábado en la idílica ciudad suiza a 2.500 personalidades de casi un centenar de países, entre ellos 30 jefes de Estado, 1.500 del mundo de los negocios, 288 participantes de gobiernos, 225 líderes de medios de comunicación y 230 de bancos (…) la participación de las mujeres en el Foro Económico Mundial se ha reducido este año un punto porcentual, hasta el 16%, en comparación con 2013, a pesar de que el foro ha declarado en muchas ocasiones que iba a contribuir en la igualdad de género (…) el Foro Económico Mundial del 2014 solamente hay una mujer por cada siete hombres, a pesar de que se comprometió a una cuota del 20% de mujeres hace tres años (…) Menos del 3% de los presidentes de las 500 compañías que encabezaban entonces la lista de la revista Fortune eran mujeres, y éstas ocupaban poco más del 15% de las posiciones ministeriales y parlamentarias a nivel mundial, según datos del propio foro. (…) En toda Europa, las mujeres obtienen mejores resultados académicos que los hombres y tienen una presencia similar en el mercado de trabajo, pero ocupan menos del 15% de los puestos en las juntas directivas» [41].
Necesitaríamos suficiente espacio para desarrollar la demoledora castración intelectual que la jerarquía de saber patriarcal realiza en lo relacionado con la explotación sexo-económica de la mujer en el capitalismo, por lo que nos remitimos, entre otras obras, al extenso capítulo sobre el terrorismo patriarcal [42] de C. Tupac. Y más en concreto, en lo relacionado con la «posición de clase» de la mujer trabajadora los datos estadísticos son aplastantes, como el ofrecido por el sindicato LAB que demuestra que la mujer asalariada en Hego Euskal Herria cobra un 24,8% menos que los trabajadores por el mismo empleo [43]. La burocracia doctrinaria vigila también para que críticas feministas de componente sexo-afectivos que inciden en la explotación sexo-económica capitalista apenas tenga posibilidad de llegar al debate colectivo, excepto casos meritorios como es el de la radicalidad transfeminista [44] que pretende socavar algunas bases profundas del poder patriarco-burgués. Entre la mucha literatura sobre la pertenencia de clase de la mujer, tenemos el resumen realizado por E. Feito sobre cuatro enfoques al respecto: convencional, de dominación, conjunto e individualista [45]. Como punto de contrastación, conviene recordar que el Manifiesto Comunista de 1848 definía a la mujer como «instrumento de producción» propiedad de los hombres.
M. Roytman Rosenmann ha descrito muy acertadamente la ofuscación de la élite intelectual:
» Los detractores del socialismo no pueden oír hablar de la existencia de explotación, imperialismo o explotadores. Se muestran iracundos cuando algún comensal o interlocutor les hace ver que las clases sociales son una realidad. Los portadores del nuevo catecismo posmoderno dicen tener argumentos de peso para desmontar la tesis que aún postula su validez y su vigencia como categorías de análisis de las estructuras sociales y de poder. Lamentablemente, sólo es posible identificar, con cierto grado de sustancia, dos tesis. El resto entra en el estiércol de las ciencias sociales. Son adjetivos calificativos, insultos personales y críticas sin altura de miras. Yendo al grano, la primera tesis subraya que la contradicción explotados-explotadores es una quimera, por tanto, todos sus derivados, entre ellos las clases sociales, son conceptos anticuados de corto recorrido. Ya no hay clases sociales, y si las hubiese, son restos de una guerra pasada. Desde la caída del muro de Berlín hasta nuestros días las clases sociales están destinadas a desaparecer, si no lo han hecho ya. El segundo argumento, corolario del primero, nos ubica en la caducidad de las ideologías y principios que les dan sustento, es decir el marxismo y el socialismo. Su conclusión es obvia: los dirigentes sindicales, líderes políticos e intelectuales que hacen acopio y se sirven de la categoría clases sociales para describir luchas y alternativas en la actual era de la información, vivirían de espaldas a la realidad. Nostálgicos enfrentados a molinos de viento que han perdido el tren de la historia» [46].
La realidad es tozuda y todas las vaguedades han sido barridas por el capitalismo realmente existente, el que con sus atrocidades está provocando la emergencia de nuevas luchas sociales y populares, «protestas populares» [47] que con múltiples expresiones, ritmos e intensidades van recorriendo todo el planeta. A la fuerza, sectores de la intelectualidad no han tenido más remedio que empezar a enfrentarse a las contradicciones tantas veces negadas. Hablando sobre crisis e intelectuales, E. Barot sostiene que: «Los procesos más avanzados son golpes a la superestructura política de las clases dominantes, que si bien se presentan en un primer momento con consignas democráticas, tienen una reivindicación de clase también. Ante esto la mayor parte de los intelectuales hablan de «pueblo», pero no hablan del «proletariado» ni de la clase obrera. Es importante entender cómo en el segundo tipo de fenómenos, en la intervención del «pueblo», actúa el proletariado» [48]. Luego, tras avanzar en la teoría del concepto y de la negatividad absoluta, o negación de la negación, profundizaremos un poco en el concepto de «pueblo» como término abierto e incluyente de integra a todas las capas sociales y clases explotadas.
E. Barot ha puesto el dedo de la crítica en la llaga del tema que tratamos, el sujeto revolucionario organizado políticamente, al plantear las relaciones entre el proletariado y el pueblo. Está en lo cierto cuando dice que el grueso de los intelectuales sólo habla de «pueblo» pero sin profundizar en este concepto, en las relaciones que tiene con otros, como el de clase obrera. Una de las razones que explican esta negativa o esta incapacidad de la mayor parte de la casta intelectual para enriquecer el concepto de pueblo es su dependencia salarial de las instituciones burguesas; otra es su dependencia ideológica de la síntesis social burguesa; tampoco debemos olvidarnos de su dependencia política como efecto de lo anterior. No nos extendemos ahora en estas causas parciales ya analizadas en otros textos, en especial sobre la incompatibilidad entre marxismo y sociología [49].
Sintetizando estas y otras razones, podemos decir que la fábrica burguesa de mercancías intelectuales se activa especialmente en determinados períodos históricos, según las necesidades del capitalismo. D. Bensaïd nos ha recordado que:
«La evaluación del papel histórico de la lucha de clases fluctúa con la lucha misma. Después de la Comuna de París, la naciente sociología oponía a la noción de clase social un vocabulario que privilegiaba a los grupos sociales: élites, clases «intermedias», «dirigentes», «medias». Mayo 68, el mayo reptante italiano y la revolución portuguesa volvieron a poner brutalmente a la lucha de clases en el primer plano. El discurso dominante de los años ochenta insistía de nuevo en las categorías y las clasificaciones. El concepto de clase fue entonces gustosamente redefinido como «un concepto ante todo clasificatorio» o como un «filtro informativo» que permite poner un poco de orden en la heterogeneidad social y establecer «clasificaciones formalmente adecuadas» [50].
Es la lucha de clases, como proceso total, la que determina a grandes rasgos la evolución de la sociología en general y en especial de sus elucubraciones sobre las clases sociales y sobre los sujetos. Los ritmos y derivas relativamente autónomas de las diferentes modas intelectuales no anulan esa sobredeterminación general, sino que muestran la capacidad productiva de la fábrica burguesa de ideología para abastecer al mercado intelectual con productos de usar y tirar, casi con obsolescencia programada, siempre bajo la presión planificadora de las necesidades capitalistas. Pero hay una característica que identifica a la casta intelectual en sí misma: el rechazo de la dialéctica materialista y más en especial de su teoría del concepto. No es de extrañar. Por razones en las que no podemos extendernos ahora, dialéctica e ideología son términos antagónicos, irreconciliables en todos los sentidos. Uno de ellos es que la complejidad objetiva de la lucha de clases nos obliga a tomar partido subjetivo por uno de los polos de la unidad de contrarios en lucha permanente. Debido a esta necesidad ontológica, epistemológica y axiológica, la casta intelectual huye refugiándose en cualquier forma de positivismo, por muy disimulado que sea.
3.- Marx y la teoría del concepto
Es sobradamente reconocida la ecuanimidad de Marx y Engels a la hora de evaluar los méritos y deméritos de otros investigadores. Sobre la evolución de la teoría de las clases sociales, Marx dijo que: «…Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases…» [51].
Los críticos del marxismo se han basado en esta y en otras referencias directas al concepto de «necesidad» para sostener que el marxismo es un determinismo economicista y que, por tanto, su teoría de la lucha de clases y de los sujetos queda anulada por ese abrumador determinismo que niega la libertad humana. Estas críticas ocultan la constante presencia en el marxismo del llamado a la acción consciente, a la práctica consciente de la libertad como la única garantía que puede impedir el colapso social. Estas críticas ocultan o desconocen que cuatro años antes de la cita anterior Marx y Engels advirtieron en el Manifiesto Comunista que la permanente lucha de clases puede concluir con la victoria de una de las clases en lucha, o con «el hundimiento de las clases en pugna» [52]. La victoria de una u otra clase, o el hundimiento de ambas, estas tres posibilidades dependen de la evolución de la lucha de clases, del choque brutal en los momentos decisivos de voluntades sociales antagónicas. De hecho, el Manifiesto entero es un exhorto al ejercicio organizado de la libertad revolucionaria para acabar con la propiedad capitalista [53]. Por tanto, el contenido de «necesidad» de la dictadura del proletariado consiste en que de la misma forma que es necesaria una medicina para una persona enferma, para la humanidad trabajadora es necesaria la dictadura del proletariado si quiete conquistar su libertad. Es una necesidad asumible o no, opcional, a sabiendas de que el futuro depende de si se la acepta o se la rechaza.
Para la teoría del sujeto revolucionario este contenido libre y crítico de la conciencia de posibilidad de superación de su necesidad social, es decisivo porque explica el papel crucial de lo subjetivo en cualquiera de sus formas. Ahora bien, entender la dialéctica entre la necesidad, la libertad y la posibilidad –«La libertad no es comprensión de la necesidad en el sentido de que nunca se puede hacer más que un única necesidad. Sino que sólo tenemos libertad verdadera cuando nuestro hacer y omitir se encuentra ante una ancha escala de posibilidades» [54]–, es requisito necesario para entender qué son las clases sociales, cómo, por qué y para qué luchan entre ellas. No se puede definir el sujeto colectivo de la revolución al margen del contexto de posibilidades, libertades y necesidades que de un modo u otro impulsan, frenan o impiden el tránsito de su conciencia-en-sí a su conciencia-para-si. De aquí la rica complejidad de la teoría de la lucha de clases, de la teoría del sujeto revolucionario.
R. Candy nos dice que: «Para Marx «clase» es una idea de gran sutileza, más compleja de lo que muchos suponen. La clase no es homogénea. Tiene fracciones que operan autónomamente en el contexto de sus intereses básicos de clase […] Los estados de ánimo de las masas se transforman, se desplazan, fluyen; las clases se fraccionan y concentran; los partidos se dividen en fracciones; los dirigentes olvidan sus principios e inventan otros nuevos. El análisis de clases no es una tarea fácil y Marx no ofrece ninguna fórmula sencilla para el estudio de la sociedad« [55]. T. Andréani nos advierte de que «El concepto de clase es a la vez simple y muy complejo, sin duda el más difícil de toda la teoría social, puesto que pone en juego la mayor parte de sus demás conceptos» [56]. R. Antunes nos habla de que hace falta disponer de una «concepción ampliada del trabajo» para poder estudiar con efectividad «el diseño complejo, heterogéneo y multifacético que caracteriza a la clase trabajadora» [57]. Interacción de conceptos cada uno de los cuales estudia una parte de la realidad compleja y a la vez simple, multifacética y heterogénea, la misma realidad que se presenta bajo tantas múltiples formas que ofuscan nuestra mente y nos hacen creer que ha desaparecido la realidad social: «el proletariado parece, pues, desaparecer en el momento mismo que se generaliza» [58], nos avisa S. Amin.
El proletariado parece desaparecer de la escena social cuando lo reducimos a una cosa y no a una relación objetiva de lucha de clases. Cuando lo analizamos como una parte de la unidad y lucha de contrarios clasistas enfrentados, inseparablemente unida a la burguesía, entonces el proletariado aparece al instante como una compleja, viva y contradictoria realidad objetiva que puede ser conocida rigurosamente. Pero la ideología burguesa no lo puede entender porque «los economistas no conciben el capital como una relación» [59]. E. P. Thomson aplicaba el método correcto de pensamiento científico-crítico cuando sostuvo que: «una clase es una relación, un sistema de relaciones en suma, y no una cosa» [60]. Y también lo hacía Á. García Aguilera cuando afirmaba que: «La definición de clase en el Manifiesto es procesual, no estática, no juridicista, ni tecnicista. El capital es una relación social, no un grupo de personas con ciertas cualidades personales» [61]. Hace muy bien este segundo autor en referirse directamente al capital, a la burguesía, en vez de al proletariado, porque así confirma que la definición de clase nos remite siempre a la unidad y lucha de contrarios dentro de una relación social, en este caso de explotación.
Definir a las clases como un sistema de relaciones, en vez de como una cosa estática y cerrada, es verlas dentro de la totalidad social en movimiento, como una parte activa de esa totalidad móvil. Por relación, por sistema de relaciones, debemos entender el movimiento internos de la lucha de contrarios en una totalidad concreta, en este caso en la economía capitalista y más específicamente en la unidad y lucha irreconciliables entre las clases explotadoras y explotadas. Lo relacional no puede ser nunca pensado desde lo estático. Tiene razón M. Musto cuando sostiene que la riqueza del pensamiento de Marx consiste en que es » problemático, polimorfo, y de largo horizonte « [62], un pensamiento que, como dice Engels, rechaza las » líneas duras y rígidas « [63] que pretenden aislar las contradicciones e inmovilizarlas. J. Muñoz nos dijo que » …la síntesis de Marx nunca es algo consumado, sino algo más bien en proceso de realización constante « [64], porque la lucha de contrarios es constante.
Nos hacemos una idea más plena de la importancia del concepto de «sistema de relaciones» al ver que las clases no son entidades aisladas, lo que permitiría hablar sólo de la burguesía sin citar en absoluto al proletariado y viceversa, sino como unidad de contrarios irreconciliables en lucha permanente, de modo que el cambio en una de ellas supone otro cambio opuesto en la contraria, siendo imposible hablar de la burguesía sin a la vez hablar del proletariado; por ello mismo son un conjunto de relaciones en choque, relaciones en las que una parte, la clase burguesa, dispone de un instrumento clave como es el Estado, lo que le permite reforzar su centralidad y romper a la vez la centralidad de la clase expropiada: «una clase, internamente cambiante a su vez, es una de las fuerzas en liza dentro de la lucha de clases, tomando en consideración todos los planos -económico, social, cultural, ideológico- en que esta lucha se produce y la estructura de clases debe ser vista como un modelo dinámico e históricamente condicionado» [65].
Un modelo dinámico condicionado históricamente porque en su evolución interviene la burguesía y de forma decisiva en muchos momentos, que no es una clase inerte e inane. Al contrario: «la burguesía es una clase viva que ha retoñado sobre determinadas bases económicoproductivas. Esta clase no es un producto pasivo del desenvolvimiento económico, sino una fuerza histórica, activa y enérgica» [66]. De entre los cuasi infinitos ejemplos que lo demuestran tenemos uno especialmente relacionado con la lucha de clases a nivel mundial, y con su correspondiente definición de clase burguesa, ya que atañe a las grandes diferencias formales, externas, que no de fondo e internas, entre las burguesías anglosajonas, árabes, sionistas, y en general a todas las potencias interesadas en debilitar a la URSS -incluida China Popular– armando a la más fanática contrarrevolución fundamentalista islámica en lo que J. Fontana ha denominado «la trampa afgana» [67]. Una burguesía pusilánime nunca hubiera organizado esta y otras trampas sangrientas y atroces.
Ahora bien, ¿significa todo lo hasta aquí visto sobre el movimiento permanente de la realidad, el que ésta es por ello mismo incognoscible en su esencia? ¿Significa que no podemos saber con rigor qué son las clases concretas que luchan entre sí? Engels recurre a una cita de Hegel para fijar la categoría de «esencia» sin la cual no existiría praxis científico-crítica alguna: «»En la esencia todo es relativo» (por ejemplo, positivo y negativo, que sólo tienen sentido en su relación, y no cada uno por sí mismo)» [68]. La esencia es relativa ¿entonces son relativas la explotación social, el imperialismo, la tasa de desempleo y de subempleo, las sobreganancias fabulosas de la gran burguesía incluso en períodos de crisis como el actual? ¿Si todo es relativo, dónde queda el valor normativo, axiológico, de la teoría del concepto arriba expuesta? No obtendremos respuesta alguna, u obtendremos una reaccionaria, si nos atamos a la metafísica positivista, entendiendo por metafísica la «ciencia de las cosas, no de los movimientos» [69].
Debemos por tanto bucear un poco más en la teoría del concepto que tiene tres determinaciones básicas: singularidad, particularidad y universalidad [70]. Por ejemplo, la singularidad de una clases trabajadora en un país concreto en un período concreto, la particularidad de varias clases trabajadoras en varios países del mismo nivel de antagonismo social en el mismo período concreto, y por último, la universalidad de toda la clase trabajadora internacional en el capitalismo de esa misma época. Para comprender la interacción de estas tres determinaciones, podemos recurrir a J. Osorio quien nos explica que : «el método de conocimiento en Marx implica partir de las representaciones iniciales, o concreto representado, para pasar a la separación o análisis de elementos simples, proceso de abstracción, que permita descifrar las articulaciones específicas, y a partir de ellas reconstruir «una rica totalidad» con «sus múltiples determinaciones y relaciones», esto es, un nuevo concreto, pero diferente al inicial, en tanto «síntesis» y «unidad de lo diverso», que organiza y jerarquiza las relaciones y los procesos, lo que nos revela y explica la realidad societal» [71].
Se puede decir de otro modo: se trata de un movimiento doble en su unidad que abarca lo esencial, lo genético del problema, es decir, lo que le identifica como estructura y sistema estable –lo genético-estructural–, y lo histórico, el movimiento y el cambio permanentes –lo histórico-genético–, de manera que en todo momento, en cada parte del problema, aparecen expuestas su esencia y sus formas externas, en cuanto unidad real [72]. Así la relatividad histórica de la esencia nos remite a la esencia interna de lo relativo. P. Vilar desarrolla la interacción entre lo genético-estructural y lo histórico-genético, en su explicación de que, en Marx, se fusionan y se separan a la vez dos niveles, el básico y común al modo de producción capitalista, nivel en el que sólo existe la lucha entre el capital y el trabajo, la burguesía y el proletariado, y el nivel de formaciones económico-sociales concretas, de los países y de los Estados, con sus clases, fracciones de clases, categorías sociales, etc., específicas que existen en esos momentos precisos [73].
Si nos detenemos un instante en la interacción entre lo genético-estructural y lo histórico-genético vemos que, en realidad, estamos ante el desenvolvimiento de la totalidad concreta que investigamos, la que fuere. Pero la realidad es una porque existe lo que correctamente se denomina «unidad material del mundo» aunque con infinitas formas de materialización ante nuestra praxis, que además crea formas nuevas, inexistentes hasta entonces. Podemos utilizar el símil de la caja de muñecas rusas en la que dentro de la primera se encuentran otras cada más pequeñas y diferentes. Cada muñeca es una totalidad concreta en sí misma pero a la vez dentro de otra totalidad mayor, que determina el tamaño objetivo de la menor que a su vez determina a las progresivamente más pequeñas que ella contiene. Recuérdese que utilizamos un símil, porque la realidad es cualitativamente más compleja. Pues bien, en el momento de estudiar la historia de los sujetos colectivos aplicando el método del materialismo histórico y el concepto abstracto de modos de producción, es conveniente leer a Raya Dunayevskaya:
«Marx también concluyó que la forma de desarrollo llamada gens es superior como forma de vida humana que la sociedad de clases, aunque la gens también mostraba el comienzo, de forma embrionaria, de relaciones de clase. Y lo más importante de todo es que el desarrollo humano multilineal no presenta una línea derecha, es decir, no etapas fijas de desarrollo. Las mujeres iroquesas, las mujeres irlandesas anteriores al imperialismo británico, los aborígenes de Australia, los árabes de África, han desplegado mayor inteligencia, mayor igualdad entre hombre y mujeres que los intelectuales de Inglaterra, de Estados Unidos, Australia, Francia y Alemania» [74].
Vemos aquí como las diferentes totalidades o modos de producción, el del sistema de la gens como tránsito del comunismo primitivo al modo de producción tributario, nombre que se emplea ahora para superar la deficiencias de lo que Marx definió como modo de producción asiático, evolucionan no linealmente, no son fijas sino cambiantes en un desarrollo multilineal, abierto a varias posibilidades. Pero cada modo de producción es una totalidad concreta en sí misma, relacionada con otras que tienen la misma esencia: tras el sistema de gens y con la aparición de las relaciones de clase, de la explotación de clase y de la propiedad privada, desde entonces todos los modos de producción están determinados por esa naturaleza interna básica: la propiedad privada de las fuerzas productivas en manos de una clase explotadora minoritaria. Cada modo concreto tiene una forma concreta y transitoria de propiedad y una forma precisa de relaciones de clases antagónicas y de lucha entre ellas, pero en la medida en que la propiedad privada y la opresión, explotación y dominación recorre a todos esos modos de producción, en esa medida todos ellos forman una unidad esencial, una totalidad concreta que les integra en lo esencial: la injusticia.
El principio de totalidad concreta es decisivo para entender la definición marxista de las clases sociales y de la lucha entre ellas. Ha sido uno de los principios metodológicos más atacados y desprestigiados por la casta intelectual burguesa en su conjunto, porque rompe la unilateralidad y linealidad mecanicista consustancial a la ideología capitalista. R. Vega Cantor ha definido así el concepto de totalidad aplicado al estudio de las clases sociales: «Cuando se habla de totalidad, desde luego, no se está diciendo que se deba hablar de todo sin ton ni son, sino que simplemente se quiere enfatizar en la necesidad de precisar la diversidad de cuestiones que inciden en los procesos históricos reales y que ameritan ser considerados en el análisis histórico para poder acercarse a la comprensión de esos procesos. Ello obliga al historiador a traspasar las fronteras de las especializaciones restringidas y aventurarse en un terreno abierto en el cual se ve compelido a recurrir a múltiples instrumentos analíticos procedentes de diversas disciplinas del análisis social» [75]
Más en detalle, en los niveles más concretos y detallados de la totalidad concreta de la lucha de clases, el accionar mutuo de los conceptos más particulares es inseparable de una visión más general del problema en el que intervienen todos los diversos niveles e esa realidad específica. Según D. Bensaïd : «No se encuentra entonces en Marx ninguna definición clasificatoria, normativa y reductora de las clases, sino una concepción dinámica de su antagonismo estructural, a nivel de la producción, de la circulación como de la reproducción del capital: en efecto, las clases jamás son definidas solamente a nivel del proceso de producción (del cara a cara entre el trabajador y la patronal en la empresa), sino determinadas por la reproducción del conjunto donde entran en juego la lucha por el salario, la división del trabajo, las relaciones con los aparatos del Estado y con el mercado mundial» [76]. Por su parte, S. Amin hace exactamente lo mismo cuando nos explica que:
«Marx definió al proletariado de una manera rigurosa (el ser humano obligado a vender al capital su fuerza de trabajo) y supo que las condiciones de esta venta («formales» o «reales», para retomar la terminología del propio Marx) han sido siempre diversas. La segmentación del proletariado no es ninguna novedad. Se comprende entonces que la cualificación haya sido más visible para determinados segmentos de la clase, como los obreros de la nueva maquinofactura del siglo XIX, o aún mejor, la de la fábrica fordizada del siglo XX. La concentración en los lugares de trabajo facilita la solidaridad en las luchas y la maduración de la conciencia política, lo que alimentó el obrerismo de determinados marxismos históricos. La fragmentación de la producción producida por las estrategias del capital aprovechando las posibilidades que ofrecen las tecnologías modernas pero sin perder por ello el control de la producción subcontratada o deslocalizada, debilita por supuesto la solidaridad y refuerza la diversidad en la percepción de los intereses» [77].
La multidivisión y parcialización del proceso productivo es parte de la fragmentación de la realidad social capitalista en miles de trozos, como indica D. Harvey [78], La clase burguesa sabe que la pulverización social masiva, y sobre todo de la clase obrera le ayuda a incrementar su tasa media de ganancia, por lo que le es un objetivo vital fraccionarla hasta individualizarla, atomizarla. Sólo puede triturarse lo que previamente está compactado con anterioridad, es decir, sólo puede atacarse la centralidad obrera y popular si previamente ella existe. Pero la existencia de una clase asalariada básicamente idéntica en su esencia en el modo capitalista de producción y a la vez, la existencia de múltiples formas diferentes de clases trabajadoras en las sociedades particulares, en las áreas regionales más o menos grandes con parecidos grados de desarrollo, esta obliga a que nuestro pensamiento aplique simultáneamente dos niveles o áreas de conceptos específicos, dentro de la misma teoría del concepto.
R. Gallissot lo expresa así: «En Marx y Engels, se diga o no, existen fluctuaciones terminológicas: es que, bajo las mismas palabras, los objetos hacia los que se apunta no son los mismos: la fórmula se relaciona, sea con la sociedad capitalista en sus fundamentos generales, sea con sociedades particulares en el seno del capitalismo, sea solamente con la combinación de las relaciones de clase y de fuerzas políticas en una sociedad dada (…) No hay escándalo alguno en reconocer que, continuamente en Marx y Engels, hay encabalgamiento de vocabulario y de sentido, interferencia entre el uso vulgar (el modo de producción es la forma de producir -la palabra «formas» se repite), y el empleo típico […] subsiste la impresión de que hay usos preferenciales que irían de lo particular a lo general: formas, formaciones, formación económica « [79].
Es tarea del militante marxista el saber calibrar correctamente el sentido, alcance y limitación de cada encabalgamiento conceptual, del contexto al que se aplica, para no extrapolarlo más allá de su alcance. A. Guétmanova advierte que «a veces no se pueden establecer divisiones precisas, por cuanto todo se desarrolla, modifica, etc. Toda clasificación es relativa, aproximativa, y revela de forma sucinta las concatenaciones entre los objetos clasificados. Existen formas transitorias intermedias que es difícil catalogar en un grupo determinado. Semejante grupo transitorio a veces constituye un grupo (especie) autónomo» [80]. Además, la dialéctica entre el uso vulgar de un concepto en comparación a su empleo típico ha dado paso a la lógica borrosa que, según M. Hernando Calviño: «opera con conceptos aparentemente vagos o subjetivos, pero que en realidad contienen mucha información» [81].
La metodología dialéctica exige, como dice Rosental, un relativismo conceptual flexible y a la vez concreto porque » cada fenómeno posee muchos vínculos e interacciones con otros fenómenos y donde la interacción condiciona que aparezcan ora unos rasgos, propiedades y aspectos de las cosas, ora otros. Por esto tampoco puede la ciencia operar a base de un simple esquema: o verdad o error. Las cambiantes propiedades de las cosas exigen del concepto de verdad una flexibilidad y un carácter concretos máximos, pues también el concepto de verdad es relativo: lo verdadero en determinado tiempo y en cierta conexión, se convierte en error en otro tiempo y en una conexión distinta« [82]. Las asalariadas hilanderas de las máquinas de vapor de la mitad del siglo XIX han desaparecido, pero en esencia pertenecían a la misma fracción de clase trabajadora mundial a la que pertenecen ahora las maquiladoras explotadas hasta la extenuación en la periferia capitalista, por no hablar de la identidad de la opresión sexo-económica de entonces y de ahora.
En el momento de aplicar el método dialéctico al problema de las clases sociales, debemos recurrir a las tesis de G. Gurvitch sobre que: «El método dialéctico es un método de lucha contra toda simplificación, cristalización, inmovilización o sublimación en el conocimiento de los conjuntos humanos reales y, en particular, de las totalidades sociales. Pone de relieve complejidades, sinuosidades, flexibilidades, tensiones siempre renovadas, así como giros inesperados que la captación, comprensión y conocimiento de estos conjuntos deben tener en cuenta para no traicionarlos» [83]. Las siempre renovadas tensiones de la realidad se expresan en la problemática de la lucha de clases mediante los cambios continuos que éstas sufren, ante los que debemos estar siempre prevenidos, pero sin negar su partencia al modo capitalista de producción como un todo que exige de un concepto abstracto-general.
Aplicado este método dialéctico que insiste en la flexibilidad, sinuosidad y complejidad, al estudio de la clase burguesa en concreto, vemos que, además de tener que definir simultáneamente a la clase trabajadora, tenemos que recurrir a lo que C. Katz denomina «definiciones ampliadas», ya que «la clase dominante registra procesos constantes de mutación» [84]. Por definiciones ampliadas debemos entender las no «cerradas» ni estáticas, sino las que permiten abrir los espacios conceptuales a las nuevas realidades, a las mutaciones que se producen en todo momento en la realidad. Pero que la burguesía esté en permanente mutación no significa que, en el nivel abstracto del modo de producción capitalista, haya mutado tanto como para negar su esencia explotadora.
E. Hobsbawm malinterpreta y en cierto modo reduce el poder teórico del método dialéctico, al sostener que «hay una cierta ambigüedad en Marx cuando trata las clases sociales» [85]. No existe ambigüedad alguna en Marx sino un escrupuloso y metódico plan de estudio de la realidad capitalista a dos niveles que en realidad son uno, el de su esencia profunda y el de su apariencia externa. No tuvo tiempo para concluir su proyecto y por eso en determinadas áreas parece que existen vacíos, cortes absolutos, entre sus diferentes componentes, por ejemplo, el problema del Estado, de las clases, del colonialismo, de la filosofía dialéctica, etc., cuando en realidad fue carencia material de tiempo para elaborar teorías más plenas, pero nunca definitivas. Esta es la razón que explica que en el caso de las clases sociales parezca que existen dos niveles incomunicados entre sí, el de la definición económica y el de la política, como el mismo E. Hobsbawm sostiene inmediatamente después. Sin embargo, la unidad del método aparece expuesta prácticamente para quien quiera estudiarla en uno de los últimos textos escritos por Marx, su imprescindible Encuesta Obrera [86]. Aquí la dialéctica entre lo económico y lo político es ampliada y profundizada hasta sofisticados niveles de investigación de la vida cotidiana de la clase obrera tal cual existía en noviembre de 1880, unida de manera irrompible con la clase burguesa por lazos de explotación.
De hecho, en el fondo, este mismo método lo aplicó Marx al problema nacional, al utilizar diversos nombres y conceptos en diversos momentos del análisis con resultados específicos en la síntesis teórico-práctica. Así lo explica S. F. Bloom: » Sólo muy incidentalmente Marx fue un teórico de la nacionalidad o de la raza. Nunca intentó definiciones de la raza o de la nacionalidad que las distinguieran de otros agregados de los hombres. Empleaba términos como «nacional» y «nación» con considerable vaguedad. A veces «nación» era un sinónimo de «país»; a veces de esa entidad diferente que es el «estado». Ocasionalmente como «nación» designaba a la clase dominante de un país (…) Si Marx se interesó sólo indirectamente por las teorías de la nacionalidad, se interesó muy de cerca por el carácter y los problemas de naciones modernas específicas (…) Así vista y así limitada, «nación» –en el sentido empleado por Marx– puede caracterizarse como una sociedad individual que funciona con un grado considerable de autonomía, integración y autoconciencia « [87].
Marx no sólo emplea el «encabalgamiento conceptual» cuando estudia el problema de las clases sociales y de la opresión nacional, sino también cuando estudia el Estado burgués y lo somete a una crítica demoledora en su totalidad: «Hay ocasiones en las que Marx escribe como si el Estado no fuera más que un instrumento directo de la clase dominante. En sus escritos de contenido histórico, sin embargo, suele mostrar muchos más matices. La labor del Estado político no es simplemente la de servir a los intereses inmediatos de la clase dirigente: debe actuar también para mantener la cohesión social» [88]. O sea, en el nivel del modo de producción en sí, cuando Marx debe estudiar al Estado capitalista, centra su foco de atención en lo genético-estructural, en lo básico y obligado a todas las formaciones económico-sociales, es decir, el Estado como pieza clave en general; en el nivel de las sociedades, países y áreas más específicas, entonces Marx centra el foco de sus investigaciones sobre el Estado en otros matices más sutiles y precisos que exigen una sofisticación analítica más detallista. Como resultado de esa flexibilidad de movimiento conceptual –«encabalgamiento»– la teoría marxista del Estado es de una potencialidad revolucionaria aún no explorada del todo.
La efectividad de este método tan ágil aparece manifiestamente cuando Marx –o Engels– escribe esas verdaderas obras maestras de lo que podemos definir como historia global en acción. Tiene razón D. Bensaïd cuando sostiene que:
«Desde el punto de vista de Marx no existe dificultad alguna en reconocer la existencia de conflictos no directamente reductibles a la lucha de clases. Sus análisis políticos o históricos concretos están llenos de antagonismos que se relacionan de manera mediata con las clases fundamentales. Admitida esta autonomía relativa, el verdadero problema consiste en dilucidar las mediaciones y articulaciones específicas de las diferentes contradicciones. Semejante trabajo no debería culminar en el nivel de abstracción del que derivan las relaciones de producción en general. Se juega en el nudo de la formación social, en las luchas concretas, en una palabra, en el juego de desplazamientos y condensaciones donde el conflicto encuentra su verdadera expresión política. En este nivel, intervienen no solamente las relaciones de clase, sino también el Estado, las redes institucionales, las representaciones religiosas y jurídicas» [89].
Estado, clase social, opresión nacional… no son los únicos problemas que Marx –y Engels– estudia aplicando el método de la fluidez dialéctica. Como veremos al extendernos algo más en la teoría del concepto, el esencial problema del valor, en toda su complejidad, es igualmente resuelto mediante este método, porque para él: «el valor es un concepto complejo, flexible, multiforme, que expresa la diversidad de los aspectos de la realidad misma. El valor refleja fielmente las peripecias por las que atraviesan las relaciones de la producción mercantil en su desarrollo histórico, en el momento en el que la extensión del modo capitalista de producción transforma la producción mercantil simple en producción capitalista» [90]. Para desarrollar un concepto multiforme y complejo que exprese la rica multifacética del objeto estudiado hay que aplicar un método con la libertad de movimiento suficiente para seguir las interacciones, contradictorias o no, antagónicas o no, entre las partes del objeto.
De hecho, el propio Marx lo reivindicó al poco de publicarse el Libro I de El Capital, cuando un lector de su obra llamó la atención positivamente sobre la libertad de movimientos –«la más rara libertad»– del método que estructuraba la obra, mérito que Marx atribuyó al «método dialéctico» [91]. S. Garroni ha escrito a este respecto que: «En suma, la «totalidad» de la que habla Marx, necesariamente, es un objeto desflecado (ausgefranst): si su dialéctica permite tematizarlo como un nudo dinámico y no casual de relaciones; su «fluidez» hace imposible fijarlo, cristalizarlo en una definición que se pretenda definitiva» [92]. No se puede fijar una definición cerrada y definitiva porque el movimiento de la totalidad determina que lo nuevo siempre presione sobre lo ya dado. Esta tensión creativa recorre no sólo la obra de Marx y Engels sino de la práctica científica.
Conviene insistir en que la fluidez del pensamiento también caracteriza al método científico en el llamado «sentido fuerte», que no sólo a la filosofía dialéctica, porque cuando no se tienen argumentos para sostener la invalidez absoluta de la dialéctica se reduce su alcance «sólo a lo social» y a veces ni eso. C. Allègre muestra que los actuales modelos teóricos de las ciencias biológicas: «son maleables, plásticos, evolutivos, provisionales, se modifican en la medida en que los experimentos lo van exigiendo. No se trata de cortapisas o trabas al progreso, sino de guías, de marcos conceptuales. Quienes las construyen aceptan el rigor dentro de lo provisional, lo cual caracteriza sin duda el verdadero progreso científico» [93]. El «rigor dentro de lo provisional» no es otra cosa que el rigor del concepto de clases sociales y de lucha clases sólo es aplicable a la provisionalidad histórica del capitalismo y, con precauciones, de todos los modos de producción basados en la explotación de la mayoría por la minoría. Es un «rigor provisional» porque la historia humana, la antropogenia, cambia.
C. Allègre está dando la razón a H. Lefebvre, cuando éste afirmó años antes que » para el pensamiento vivo, ninguna afirmación es indiscutible y enteramente verdadera; como tampoco es indiscutible y enteramente falsa. Una afirmación es verdadera por lo que afirma relativamente (un contenido) y falsa, por lo que afirma absolutamente; y es verdadera por lo que niega relativamente (su crítica bien fundada de las tesis adversas) y falsa por lo que niega absolutamente (su dogmatismo, su carácter limitado y restringido). El pensamiento vivo, al confrontar las afirmaciones, busca la unidad superior, la superación « [94]. Comentando los esfuerzos loables pero baldíos de Leibniz, Frege, Russel y otros muchos logicistas por hallar sistemas acabados y definitivos, A. Guétmanova sostiene que «La evolución de todo conocimiento, incluida la lógica, se revela en que es imposible meter toda la lógica del pensamiento humano en un solo sistema acabado» [95].
Ya casi es un tópico que debe repetirse en los textos que deseen mostrar alguna seriedad metodológica el reivindicar una forma de pensamiento capaz de estudiar los «fenómenos múltiples, contradictorios, antitéticos, de globalización», y también se acepta que «las respuestas simples si pueden tener sentido y ser necesarias en las escalas llamadas menores de la vida en el planeta, por ejemplo, en la cotidianeidad de los individuos. Pero a partir de la complejidad, los entrecruzamientos, las movilidades, la permeabilización de los diferentes procesos globalizantes, las respuestas exigirán, cada vez más de una imaginación creativa (no simplemente asociativa)» [96].
La presión de la jerarquía de saber, de la burocracia académica, del poder tecnocientífico y cultural es tan aplastante que muchos científicos practican la dialéctica en general y la ley de la negación de la negación en particular en silencio, sin asumirlo públicamente. Un caso entre miles es el de G. Binning, premio Nobel de Física de 1986, que no emplea nunca, salvo error nuestro, el concepto de dialéctica, y frecuentemente retrocede a la superada tesis de la «dualidad como principio original […] Claro-oscuro, caliente-frío, bueno-malo; o en medicina: simpático-parasimpático, tesis-antítesis o también simplicidad-caos, con la multiplicidad como valor intermedio» [97]. La «dualidad como principio original» nos lleva a comprender que «la vida se ha ido desarrollando a saltos; no con una explosión sino con varias. Siempre se trata de saltos» [98], o también que: «Me imagino una gran evolución, en la que se han producido pequeños y grandes avances. Los grandes avances podrían calificarse de «explosiones originarias» que han motivado grandes evoluciones» [99]. Elevado esto al método dialéctico, debemos decir: la unidad y lucha de contrarios, el aumento cuantitativo y el salto cualitativo, y la negación de la negación bullen en el automovimiento de la creatividad. Y por no extendernos, una frase que parece cogida directamente de Hegel: «Qué idea más curiosa la de que una constante no sea constante» [100].
Hay otros científicos geniales, como J. Wagensberg que sostienen con razón que:
«Un objeto y la sospecha de una descripción no trivial, he aquí el móvil que puede poner en marcha la tarea científica. Se empieza por la elección del objeto y se termina cuando tal elección ha alcanzado cierta plenitud. Porque no se puede elegir un objeto sin definirlo y no hay buena definición que no incluya el mismo número de propiedades capaz de distinguirlo de todos aquellos otros a excluir de nuestro estudio. Entre una cosa y otra, entre el principio de elegir y el fin de elegir plenamente, media el esfuerzo de observar, experimentar, modelar, teorizar, generalizar. Todo hacer científico torna a la línea de salida, es redondo, las últimas frases de un ensayo científico suelen versar sobre las primeras. Cuando el círculo nos sale vicioso significa que el ejercicio ha fracasado; si virtuoso, entonces que ha triunfado. Y el círculo es vicioso cuando el punto de llegada coincide exactamente con el de partida, cuando la definición ensayada no logra enriquecerse en ningún sentido. Se trata entonces de un movimiento circular perfecto y por ello condenado a la eterna y boba rotación trivial. Un círculo virtuoso, en cambio, no se cierra. El punto de llegada es el principio de otro círculo ligeramente desplazado. Se forma una espiral, hay precesión, hay virtud. Hay ciencia» [101].
La elección del objeto nos remite al problema de la definición de la totalidad concreta. Alcanzar cierta plenitud nos remite a la teoría de la verdad objetiva, absoluta y relativa. El símil de la espiral y el concepto de precesión nos remite directamente a Lenin, al recorrido en espiral ascendente o descendente del borde de un cono. La figura del círculo abierto, virtuoso, y del punto de llegada que es el inicio de otro avance, a la ley del salto cualitativo y de la negación de negación; la frase «el esfuerzo de observar, experimentar, modelar, teorizar, generalizar», nos remite a la praxis como criterio de verdad, a las categorías filosóficas de lo general y lo particular, de la esencia y el fenómeno, etc. El punto de llegada y de inicio de otro círculo nuevo y superior nos remite a la ley del salto cualitativo, de lo viejo a lo nuevo. Por no extendernos, la expresión final «Hay ciencia» nos lleva, además de a la categoría de análisis y síntesis, inducción y deducción, lógico e histórico, teoría e hipótesis, etc., también y sobre todo a la teoría del concepto.
Respondiendo a unas preguntas sobre la actualidad del marxismo, y refiriéndose en concreto a la actualidad de la dialéctica, D. Bensaïd sostuvo que:
«La renovación de las categorías dialécticas a la luz de controversias científicas en torno al caos determinista, la teoría de sistemas, las causalidades holísticas o complejas, las lógicas de lo viviente y del orden emergente (a condición de proceder con precaución de un dominio al otro), ponen a la orden del día un diálogo renovado entre diferentes campos de investigación y una renovada puesta a prueba de las lógicas dialécticas. Una necesidad acuciante de pensar la mundialización y la globalización desde el punto de vista de la totalidad (de una totalización abierta), para comprender las nuevas figuras del imperialismo tardío e intervenir políticamente en el más desigual y peor combinado desarrollo que jamás existiera en el planeta» [102].
No vamos a seguir por este camino ya trillado e incuestionable de volver a confirmar la relación entre método dialéctico, método científico y dialéctica de la naturaleza, demostradas las «sorprendentes confirmaciones» de la dialéctica por los avances científicos tras la muerte de Engels en 1895: «Los contrarios coexisten inseparables y se transforman el uno en el otro; sin comprender este principio de la dialéctica es imposible resolver, en lo esencial, los principales problemas que tienen planteados las ciencias naturales modernas» [103]. Dejado esto en claro, avanzamos un paso más al volver, desde este conocimiento, al pensamiento humano, social e histórico, o a eso que llaman «ciencias sociales», o «menores», pero también en las «ciencias duras». Según Ilyenkov: «La dialéctica consiste exactamente, en la habilidad de comprender la contradicción interna de una cosa, el estímulo de su autodesarrollo, donde el metafísico ve sólo una contradicción externa resultando de una colisión más o menos accidental de dos cosas internamente no contradictorias» [104]. De este modo tenemos ya los dos componentes de la fluidez dialéctica del pensamiento humano, pero para desarrollar su contenido revolucionario debemos profundizar un poco más en la teoría del concepto y en especial de la ley de la negación de la negación.
4.- Lenin y la teoría del concepto
Es cierto que Marx no dejó escrita ninguna publicación sobre el método dialéctico, aunque tenía la intención de hacerlo, y los escritos de Engels y sus borradores tampoco fueron eso que la ideología burguesa define como «obra completa», «acabada». Aun así es innegable que en su obra entera, de principio a fin, el método dialéctico está presente en su mejor forma expresiva, en el interior mismo de los problemas que estudian, enriqueciéndose conforme varían y cambia. La ley de la negación de la negación también lo está, ley imprescindible e implícita en toda la obra de Marx y explícita en los Manuscritos de París de 1844, en el final del Libro I de El Capital, en la Crítica del programa de Gotha, e incluso en sus Manuscritos matemáticos. La importancia de la ley de la negación de la negación es tal que para evitar su manipulación por ignorancia o interés reaccionario Engels no dudó en aclararla en el Anti-Dühring [105] pero con alguna limitación por la forma pedagógica del texto, aunque más adelante lo corrige precisamente al analizar la presencia interna de la negación de la negación en la lucha política [106]. A pesar de esto, «Aparte del propio Marx, toda la cuestión de la negación de la negación fue ignorada por todos los «marxistas ortodoxos». O peor, esta cuestión fue convertida en un materialismo vulgar, como con Stalin, quien negó que fuera una ley fundamental de la dialéctica» [107], chocando así frontalmente con Lenin como vamos a ver ahora mismo.
Lenin, exponiendo los 16 elementos de la dialéctica, introduce la negación de la negación entre los elementos 13 y 14: «La repetición, en una etapa superior, de ciertos rasgos, propiedades, etc., de lo inferior y el pretendido retorno a lo antiguo» [108]. Fijémonos que Lenin habla de retorno «pretendido» a lo antiguo, es decir, de un falso retorno porque en realidad lo que siempre se produce es un salto a lo nuevo. Que no se vuelva al pasado no quiere decir que la negación sea inútil, al contrario: «Ni la negación vacía, ni la negación inútil, ni la negación escéptica, la vacilación y la duda son características y substanciales de la dialéctica –que, sin duda, contiene el elemento de negación y, además, como su elemento más importante–, no, sino la negación como un momento de la conexión, como un momento del desarrollo, que retiene lo positivo, es decir, sin vacilaciones, sin eclecticismo alguno» [109]. R. Dunayevskaya sostiene que uno de los méritos incuestionables del revolucionario bolchevique fue el de aplicar la negación de la negación como núcleo de su método dialéctico, método decisivo sin el cual no hubiera elaborado sus teorías del imperialismo, de la opresión nacional, del Estado, de la filosofía revolucionaria, etc., desde 1914 hasta su Testamento [110] y hasta de la teoría de la «organización« [111], cuestión inseparable de la problemática del sujeto que aquí debatimos, pero en la que tampoco vamos a entrar por razones de tiempo.
Pero ahora no podemos profundizar en los debates sobre la valía o limitaciones [112] de la segunda negación, sobre las razones de Stalin para no incluirla en su célebre texto sustituyéndola por otra [113], siendo una de ellas la que asegura que tal ley dialéctica es incompatible con la casta burocrática a la que Stalin representaba [114]. ¿Pero qué dice esta ley en su sentido fuerte? Según I. Mészáros:
«No es simplemente el acto mental de «decir no», tal como la filosofía formalista/analítica la considera en su circularidad, sino que se refiere principalmente a la base objetiva de tal proceso mental de negación sin el cual «decir no» sería una manifestación gratuita y arbitraria de capricho, más que un elemento vital del proceso cognoscitivo. De este modo, el sentido fundamental de la negación se define por su carácter como un momento dialéctico inmanente de desarrollo objetivo, «convirtiéndose» en mediación y transición.
«Como momento integrante del proceso objetivo con sus leyes internas de despliegue y transformación, la negación es inseparable de la positividad -de ahí la validez de la frase de Spinoza: «omni determinatio es negatio»- y todo «reemplazo» procede de la «preservación». Tal como dijo Hegel: «Desde esta faceta negativa, lo inmediato queda sumergido en el Otro, pero el Otro no es esencialmente negativo vacío, la Nada que se considera como el resultado habitual de la dialéctica, sino que es el Otro del primero, lo negativo de la inmediatez; por lo tanto, está determinado como lo mediado y en general contiene en sí la determinación del primero. El primero está así esencialmente contenido y conservado en el Otro.
«Es así como, a través de la negación de la negación, la «positividad» de los primeros momentos no reaparece tan sólo: es preservada/reemplazada, junto con algunos momentos negativos, en un nivel cualitativamente diferente y socio-históricamente superior. Según Marx, la positividad nunca puede ser un complejo directo, ni problemático ni mediatizado. Tampoco puede ser una simple negación de una negatividad dada producir positividad autosustentada, dado que la formación resultante depende de la formación previa, pues cualquier negación particular depende necesariamente del objeto de su negación. De acuerdo con esto, el resultado positivo de la empresa socialista debe constituirse a través de etapas sucesivas de desarrollo y transición» [115].
Mészáros tiene razón en todo lo que expone, si bien ahora debemos resaltar su crítica a las limitaciones de lo que define como circularidad de la filosofía formalista/analítica, incapaz de romper ese cerco que le impide no sólo ver qué hay más allá de él, en una totalidad concreta más amplia y envolvente, sino sobre todo qué palpita y bulle en su interior por la lucha de contrarios. Según A. G. Spirkin, la ley de la negación de la negación «expresa también el proceso de cambio radical de la vieja cualidad, es decir, la tendencia fundamental del desarrollo y la sucesión de los viejo a lo nuevo» [116]. Aquí tenemos una de las definiciones más válidas de la esencia de esta ley: el «cambio radical» que separa lo viejo de lo nuevo. La lógica formal no está preparada para comprender el «cambio radical», el salto revolucionario, sino a lo sumo la evolución lenta y unilineal de cosas aisladas. Es por esto que la jerarquía del pensamiento burocrático hace malabarismos intelectuales para no profundizar en esta ley decisiva que nos obliga no sólo a pensar el «cambio radical» sino sobre todo a intervenir anticipadamente para intentar guiarlo hacia determinadas alternativas en el momento crítico en el que hemos llegado al «límite», a la «frontera» [117] en donde la contradicción estalla en el potencial creativo de su negatividad absoluta.
En efecto, basta leer cuatro de los más empleados diccionarios, compendios y enciclopedias para constatar las limitaciones insalvables de la jerarquía del saber ordenancista. En dos de ellos, el coordinado por D. D. Runes [118], y el coordinado por L. Boni con la ayuda de G. Vattimo [119], el término «negación» es reducido a las variaciones posibles de la lógica formal sin la mínima alusión a su aplicabilidad a las contradicciones sociales, a los conflictos humanos y a la dialéctica de la naturaleza. En el tercero, el ya citado Compendio de Epistemología, ni siquiera aparece citada como parte de la dialéctica, si bien se puede entender como una indirecta referencia a ella cuando se habla de la «dialéctica negativa« [120] de de Th. W. Adorno. Por último, en La Enciclopedia sólo se habla de la negación en la lógica bivalente como conectiva singular, citando las investigaciones de M. N. Sheffer de 1913 sobre la negación conjunta y la negación alternativa [121]; pero sin referencia alguna a la negación de la negación como el momento dialéctico de subsunción de parte de lo negado e inicio de lo nuevo.
Mientras que M. N. Sheffer realizaba sus investigaciones bivalentes Lenin estudiaba a Hegel y a la negación de la negación. En su valoración del aporte del revolucionario bolchevique a la teoría del conocimiento, R. Dunayevskaya insiste en la importancia decisiva de la teoría del concepto o Doctrina del Concepto [122] según Hegel, inseparable de la praxis liberadora, del valor de la subjetividad como fuerza material revolucionaria que no sólo refleja científicamente la realidad, que también, sino que a la vez la crea [123], poniendo como ejemplo el que Lenin, en su estudio de la Ciencia de la Lógica, dedicase trece páginas de su manuscrito al Prólogo y a la Introducción, veintidós a la Doctrina del Ser, treinta y cinco a la Doctrina de la Esencia, y por fin setenta y una a la Doctrina del Concepto [124].
Lenin releyó con sistematicidad casi desesperada a Hegel –«el más grande de los genios filosóficos» [125]–, sin hacer caso de que «Los filósofos no le han «perdonado» aún a Hegel que colocase a la contradicción en el centro de la realidad» [126]. La unidad y lucha de contrarios, la negación de la negación y la teoría del concepto, por no extendernos, fueron comprendidas por Lenin desde 1914 con una nueva profundidad, que le llevó a «reorganizar su propio método de pensamiento» [127] resultando de ello las impresionantes construcciones teórico-políticas, filosóficas, organizativas y éticas insertas esencialmente en sus ideas sobre el partido político, el imperialismo, el Estado, la opresión nacional, la filosofía, como hemos dicho. En la totalidad de este método, que era el de Marx y Engels adaptado a las nuevas condiciones mundiales generadas por la fase imperialista y por la bancarrota total de la II Internacional socialdemócrata, la teoría del concepto y la ley de la negación de la negación juegan un papel clave.
Otro estudioso de Lenin sostiene exactamente lo mismo, reafirmando su conocido «sentido dialéctico» que le permite «sacar partido de «lo contrario», de la «negación de la negación» y de aprovechar aquello que de verdad puede existir en el error propio o ajeno (…) Desde esta consideración no mecanicista ni economicista de la realidad -compleja, movible, contradictoria» [128], ya que Lenin sabía perfectamente que «La revolución es la negación de una negación que se llama capitalismo» [129]. Este estudioso insiste en la importancia que tuvo para Lenin la lectura sistemática de Hegel y el aprendizaje práctico de cómo tratar el desarrollo de las contradicciones.
En efecto, Lenin afirma en sus Cuadernos que «La dialéctica es la teoría que muestra cómo los contrarios pueden y suelen ser (cómo devienen) idénticos, en qué condiciones son idénticos, al transformarse unos en otros, por qué la inteligencia humana no debe entender estos contrarios como muertos, rígidos, sino como vivos, condicionales, móviles, que se transforman unos en otros» [130]. Y también: «Multilateral y universal flexibilidad de los conceptos, una flexibilidad que llega hasta la identidad de los contrarios, tal es la esencia del asunto. La flexibilidad aplicada subjetivamente, =eclecticismo y sofistería. La flexibilidad aplicada objetivamente, es decir, si refleja la multilateralidad del proceso material y de su unidad, es la dialéctica, es el reflejo correcto del eterno desarrollo del mundo» [131].
Pero no se trata de un reflejo mecánico y directo, sino complejo y variable, que, como veremos, se produce en un proceso de creación de lo nuevo mediante la intervención de la subjetividad humana y de su contenido axiológico, valorativo, liberador. Analizando la dialéctica entre la esencia y el fenómeno, Lenin recurre a este símil: «El movimiento de un río –la espuma por arriba y las corrientes profundas por abajo. ¡Pero incluso la espuma es una expresión de la esencia!» [132], y más adelante: «La forma es esencial. La esencia está formada. De uno u otro modo, en dependencia también de la esencia…» [133], y:
«El río y las gotas de ese río. La posición de cada gota, su relación con las otras; su conexión con las otras; la dirección de su movimiento; su velocidad; la línea del movimiento -recto, curvo, circular, etc.–, hacia arriba, hacia abajo. La suma del movimiento. Los conceptos como registro de unos u otros aspectos del movimiento de cada gota (=»cosas»), de una u otras «corrientes«, etc. He ahí à peu près la imagen del mundo según la Lógica de Hegel -desde luego que sin Dios y lo absoluto» [134].
Si aplicamos esta síntesis de la Lógica hegeliana realizada por Lenin al problema del sujeto revolucionario vemos que el río es la unidad y lucha de contrarios irreconciliables en el interior del capitalismo; que las gotas son los diferentes componentes, fracciones, sectores, etc., en los que se expresan las clases sociales enfrentadas, con sus prácticas e intereses particulares, con sus expresiones socioeconómicas manifestadas en corrientes políticas; y que los conceptos son los registros teóricos de los múltiples aspectos del movimiento de la totalidad, o del río. De esta forma, podemos estudiar lo general y lo particular pero siempre en el interior del proceso en automovimiento, en este caso el río de la historia. Aún así, las leyes internas que este método descubre nunca son definitivas e inmutables, eternas, ya que «… la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada» [135].
Por tanto, no se puede elaborar una especie de «teoría acabada» de la lucha de clases, del sujeto revolucionario, sino que sólo una teoría lo más aproximada posible al movimiento de lo real que estudia, ya que «El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe se entendido, no «en forma inerte», «abstracta», no carente de movimiento, no libre de contradicciones, sino en el eterno proceso de movimiento, del surgimiento de las contradicciones y de su solución» [136]. El conocimiento no es un reflejo abstracto, sino activo y contradictorio, y sobre todo que propone soluciones activas, ya que «La conciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que lo crea» [137]. Crear el mundo objetivo implica la praxis, la dialéctica entre la mano y la mente, entre lo objetivo y lo subjetivo, pero en esta dialéctica «la práctica es superior al conocimiento (teórico), porque posee, no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la realidad inmediata» [138].
Sólo la práctica puede seguir la velocidad del movimiento contradictorio de lo real, aunque siempre con un cierto retraso, y muchas veces choca con la «»imposibilidad»» objetiva que surge de la superioridad de lo real sobre la inferioridad del conocimiento. Y frente a la imposibilidad objetiva aparece la fuerza de lo subjetivo, del conocimiento, que es un valor ético-moral: «El bien, lo bueno, los buenos propósitos, quedan como UN DEBER SER SUBJETIVO….» [139]. La interacción entre la autoexigencia subjetiva de aplicar bien, crítica y creativamente, el conocimiento, por un lado y por otro, la práctica objetiva de la acción sobre lo real, esta unidad se expresa en que «La actividad del hombre, que ha construido para sí un cuadro objetivo del mundo, cambia la realidad exterior, suprime su determinación (=modifica tal o cual de sus aspectos o cualidades) y le elimina así los rasgos de apariencia, exterioridad y nulidad y la torna ser en sí y para sí (=objetivamente verdadera)…. El resultado de la acción es la prueba del conocimiento subjetivo y el criterio de LA OBJETIVIDAD QUE VERDADERAMENTE ES« [140]. Pero la subjetividad no desaparece engullida por la objetividad que es verdadera, sino que ella misma es a su vez verdadera porque se enriquece a la vez ya que al aumentar las interacciones concretas entre los fenómenos determina ocurre que «Lo más rico es lo más concreto y lo más subjetivo« [141].
La insistencia de Lenin en la interacción entre lo subjetivo y lo objetivo es clave para entender el papel de la actividad humana en el momento crítico del salto de lo viejo a lo nuevo, en la aparición de lo nuevo que subsume parte de lo viejo, y en el desarrollo de la negación de la negación. La crítica de los valores dominantes, en el actual grado de antagonismo, es crítica negativa y destructiva en primer lugar, aunque dentro de todo lo negativo late un componente positivo, constructivo, que tenderá a desarrollarse positivamente en la medida en que la lucha de clases vaya logrando conquistas que permitan vislumbrar atisbos del futuro, porque la negación positiva, o sea, la negación de la negación siempre termina planteando la decisiva pregunta sobre ¿qué sucede después? [142]. Sin entrar ahora al debate sobre el valor de la «utopía roja» como posible respuesta positiva, tenemos que reflexionar sobre lo que E. Bloch llama la «materia de la esperanza», que impulsa a las gentes explotadas a levantar la bandera roja: «derrocar todas las realidades en las que el hombre es un ser humillado, esclavizado, abandonado, despreciable» [143], y «El marxismo no una anticipación (función utópica) sino el «novum» de un proceso concreto (…) la unidad de la esperanza y el conocimiento del proceso» [144].
La unidad del conocimiento del proceso histórico, por un lado, con la esperanza de poder cambiar la historia, por otro lado, esta unidad perfectamente puede ser equiparada a lo que plantea K. Kosik sobre la capacidad humana para intervenir en la historia, es decir, «en los procesos y en las leyes de continuidad histórica», porque el ser humano «de hecho, es ya producto de la historia y, al mismo tiempo, potencialmente, creador de la historia» [145]. Le definición del sujeto histórico está estrechamente conectada con la potencialidad y con la esperanza, virtudes insertas en la subjetividad como fuerza material. De hecho, la explotación es historia presente cuyo proceso es conocido críticamente, y la esperanza de su extinción depende de que las clases explotadas desarrollen su potencial revolucionario. Desde otra perspectiva pero diciendo lo mismo sobre el fondo de la lucha por la recuperación de lo común, S. Neuhaus habla de la «reserva simbólica» [146] transformadora acumulada en la historia de las luchas sociales, que mantiene una visión crítica de la realidad. Por esto, el concepto crítico sobre la clase burguesa exige explicar el proceso de extracción de plusvalía, es decir, de explotación asalariada, y el conjunto de procesos que interrelacionados que garantizan la acumulación ampliada de capital, a la vez que explicar el proceso de toma de conciencia y de lucha revolucionaria de la clase trabajadora.
Afirmar que la contradicción es el núcleo de lo real, que la negatividad absoluta es la precondición para el avance creativo, que la segunda negación es el momento necesario para el salto a la libertad, que el concepto es a la vez razón teórica y fuerza política resultando de ello la capacidad praxística de nuestra especie para crear lo real, afirmar esto y más, es inaceptable para el pensamiento vulgar, formal, explotador, es algo obvio a estas alturas; pero también hay que decir que aceptarlo resulta imposible para el materialismo mecanicista. Lenin lo sufrió en sus propios debates al ver cómo el grueso de la militancia bolchevique y del movimiento revolucionario internacional, incluidos los comunistas holandeses, los luxemburguistas, los internacionalistas mencheviques, etc., no pudieron comprender su enorme avance desde el Materialismo y empirocriticismo, que expone el método filosófico tal cual era en 1908, y las nuevas visiones de la dialéctica desarrolladas ininterrumpidamente desde 1914 hasta su muerte: «con sus interminables referencias a la dialéctica: la dialéctica de la historia, la dialéctica de la revolución, la dialéctica de la autodeterminación que abarca el problema nacional y la revolución mundial, la relación dialéctica entre teoría y práctica y viceversa, y hasta la relación dialéctica de la conducción bolchevique con la teoría y con la autoactividad de las masas, especialmente cuando ésta está dirigida contra el imperialismo» [147].
La negación de la negación explica que parte de lo viejo queda subsumido e integrado en lo nuevo, y el poder crítico del concepto nos permite intentar dirigir la lucha de contrarios en la dirección adecuada, siendo entonces cuando interviene el potencial de la heurística dialéctica para, aplicándola, ensanchar el marco de posibilidades, algunas de las cuales pasarán a probabilidades, y de éstas algunas a logros materiales. De los seis principios generales de la heurística dialéctica que enumera J. R. Díaz, es el quinto el que ahora nos ilumina más: «En los conceptos que se toman como punto de partida para la búsqueda creativa en cualquier dominio de la vida social existe un contenido «implícito», «no revelado», «oculto», factible de ser «reconocido», «revelado», «concientizado» mediante procedimientos heurísticos dialécticos» [148].
Lenin rezumaba heurística. Ya en el ¿Qué hacer? de 1903, escribió que «¡Hay que soñar!», y sigue diciendo: «He escrito estas palabras y me he asustado» [149] para de inmediato parodiar ácidamente la cuadratura mental y cegata de quienes no aceptan la vital tarea de la imaginación y del sueño, del deseo, en la elaboración teórica, denunciando la pobreza mental y la impotencia en la imaginación de un mundo nuevo que ahoga al movimiento revolucionario en aquel tiempo. Años después, vuelve a insistir en el papel de la imaginación, la fantasía y hasta la capacidad onírica en el proceso de pensamiento al leer a Aristóteles [150], como elementos necesarios para el método dialéctico. Y más tarde: « Debemos estudiar minuciosamente los brotes de lo nuevo, prestarles la mayor atención, favorecer y «cuidar» por todos los medios el crecimiento de estos débiles brotes […] Es preciso apoyar todos los brotes de lo nuevo, entre los cuales la vida se encargará de seleccionar los más vivaces» [151]. L a imaginación y otras potencialidades psicológicas juegan un gran papel en la creación intelectual, papel reducido o negado por la lógica formal y por toda forma de kantismo [152].
La heurística busca crear todos aquellos conceptos que puedan explicar la complejidad creciente de los brotes nuevos, conceptos que subsumen lo que sigue siendo válido del anterior pensamiento en base a la negación de la negación [153] , para, con este enriquecimiento cualitativo, iluminar la espiral del conocimiento. Desde la perspectiva del pensamiento complejo en la versión de E. Morin, no existe fenómeno simple alguno. Parafraseando a Lenin, sin citarlo, E. Morin reconoce que el conocimiento es una «aventura en espiral» [154] que no se detiene nunca, y que el saber establecido, oficial, presenta una resistencia muy fuerte cada vez que se ve enfrentado a la «irrupción de la complejidad» ya que el «problema es combinar el reconocimiento de lo singular y de lo local con la explicación universal. Lo local y lo singular deben cesar de ser expulsados como residuos a eliminar» [155]. Más adelante, y como ejemplo, el autor recurre a la autoridad del Marx «complejo y dialéctico» cuando resuelve la falsa contradicción entre la «superestructura» y la «infraestructura» demostrando que la ideología actúa como una fuerza material en la historia [156].
C. Massé, en sus investigaciones sobre las relaciones entre el método dialéctico y los recientes desarrollos de la teoría de la complejidad, sobre todo en la versión de E. Morín, tras mostrar que la «ciencia parcializada es cada vez menos capaz de conocer la esencia de los sistemas complejos» [157] plantea la necesidad de lo que denomina «epistemología dialéctica crítica» en la que el sujeto forma parte del objeto: «como una propuesta de conocimiento enriquecedora en términos de ofrecer una forma diferente y potente de apropiación de lo real. Pues no se ciñe a la rigidez metodológica, sino que propugna por una apertura del pensamiento a la realidad, sin ataduras procedimentales; pues otorga al objeto, «la cosa misma», toda la apertura mental posible, en aras de apropiarse de todo el desenvolvimiento de dicho objeto, el cual nos conducirá al descubrimiento de su lógica. Objeto del que el sujeto con el andamiaje epistemológico que propondremos, también forma parte» [158].
Dialéctica, complejidad y revolución son un todo. Se cree erróneamente que la apariencia coincide con la esencia, cuando en realidad lo que ocurre es que la evolución camina hacia el aumento de la complejidad [159] y por tanto hacia la distancia creciente entre la apariencia y la esencia, ya que «cuanto más complejo sea el sistema, más alejados estarán la causa y el efecto entre sí, tanto en el espacio como en el tiempo» [160]. Asumir la complejidad social es asumir que el método de pensamiento ha de bucear desde el efecto hasta la causa, teniendo en cuenta su distanciamiento creciente. En sentido general, comprender la tendencia al desarrollo de lo simple a lo complejo es asumir la tendencia a la aparición de lo nuevo, del salto cualitativo a lo nuevo, y el papel de la heurística en la creatividad.
Hemos especificado lo de versión moriniana porque existen versiones aún más reformistas, e incluso reaccionarias de la teoría de la complejidad y del caos [161], que a pesar de que critican injusticias innegables -pobreza, dependencia, marginalidad, exclusión, control social, globalización, etc.-, sin embargo evitan citar el proceso de explotación asalariada, la propiedad privada, el imperialismo y sus guerras contrarrevolucionarias y dictaduras, la lucha de clases y de liberación nacional, etc., de modo que, al final, el potencial crítico de la teoría de la complejidad [162] queda reducido a otra moda ideológica reformista [163] para ocultar sobre todo los efectos de la crisis oficialmente desatada en 2007. El que las teorías de la complejidad y del caos, así como la teoría de la catástrofe, puedan ser utilizadas en un sentido u otro según los intereses particulares de sus intérpretes añade una prueba más de la corrección de la dialéctica y en especial de su teoría del concepto, como indican R. Lewontin y R. Levins:
«Ninguna de estas teorías, enfiladas todas a domeñar la diversidad y el cambio, y –lo que es más importante– a suprimir la contingencia histórica, conciben la alternativa de que los seres vivientes se encuentran en el nexo de un número muy grande de fuerzas débilmente determinantes, de manera que el cambio, la variación y la contingencia son las propiedades básicas de la realidad biológica. Como dijera Diderot: «Todo pasa, todo cambia; sólo permanece la totalidad»» [164].
La complejidad, la catástrofe, el caos, la incerteza, la contingencia, etcétera actúan en la lucha de clases y por eso en sus sujetos, pero bajo presiones sociohistóricas que se expresan tendencialmente siempre dentro de la totalidad concreta. Definir un sujeto social sin tener en cuenta esa totalidad es pura metafísica. El ascenso no lineal de lo simple a lo complejo plantea la necesidad de ampliar los conceptos, de crearlos e interrelacionarlos cada vez más ágilmente. En este proceso la dialéctica de la negatividad absoluta nos recuerda que en el interior de las contradicciones siempre lo viejo tiende a forzar la aparición de varias posibilidades de lo nuevo, de las cuales sólo una puede terminar materializándose. De entrada, todo debate serio sobre la teoría del concepto ha de partir de la advertencia que hace M. Martínez Mígueles:
» Los conceptos, al expresar las nuevas realidades, se enfrentan con un grave obstáculo: o son términos ya existentes y en este caso están ligados a realidades «viejas», o son términos nuevos acuñados expresamente; pero, si es así, hay que explicarlos recurriendo al lenguaje corriente, igualmente «viejo» (…) El estudio de entidades emergentes requiere de una lógica no deductiva; requiere una lógica dialéctica en la cual las partes son comprendidas desde el punto de vista del todo. En este proceso, el significado de las partes o componentes está determinado por el conocimiento previo del todo, mientras que nuestro conocimiento del todo es corregido continuamente y profundizado por el crecimiento de nuestro conocimiento de los componentes. La lógica dialéctica supera la causación lineal, unidireccional, explicando los sistemas auto-correctivos, de retro-alimentación y pro-alimentación, los circuitos recurrentes y aun ciertas argumentaciones que parecieran ser «circulares»» [165].
Quiere esto decir que los conceptos siempre están sometidos a una doble tensión: ante lo nuevo, que deben explicar con palabras viejas, y ante lo viejo que deben superar con palabras nuevas que deben crear a poder ser en el mismo desarrollo. Los conceptos, si son tales, están siempre luchando con ellos mismos, con lo viejo que tienen y que frena su enriquecimiento y con lo nuevo que empiezan a representar con dificultades Los conceptos están en lucha interna, en lucha con ellos mismos. Esta es la razón de fondo que explica por qué «La noción de concepto es una de las más problemáticas de la teoría del conocimiento, de la epistemología y de la psicología» porque es el nudo de dos articulaciones, la que existe entre «el sujeto y el objeto, y la que existe entre el lenguaje y la mente». El debate sobre el concepto se encona cada vez más y enfrenta a «realistas, nominalistas, psicologicistas, logicistas, racionalistas, empiristas, idealistas, materialistas y, en general, a todos los partidos que pugnan en el marco de la teoría del saber» [166].
Antes de profundizar más en el potencial emancipador del concepto, según la dialéctica materialista, queremos ofrecer otras dos definiciones básicas del concepto. La primera pertenece a Alexandra Guétmanova:
«El concepto es una forma del pensamiento abstracto. Los objetos concretos y sus propiedades se reflejan mediante las formas del conocimiento sensitivo: sensaciones, percepciones y nociones (…) En el concepto sólo se reflejan los indicios sustanciales de los objetos (…) El concepto es la forma del pensamiento que refleja los indicios sustanciales y distintivos de un objeto o clase de objetos homogéneos (…) La formación de conceptos tiene por modos lógicos básicos el análisis, la síntesis, la comparación, la abstracción y la generalización. Los conceptos se forman a base de la generalización de los indicios sustanciales (es decir, propiedades y relaciones) inherentes a una serie de objetos homogéneos. Para destacar los indicios sustanciales es necesario abstraerse de los insustanciales que abundan en cualquier objeto. Lo evidencia la comparación o confrontación de los objetos. Para destacar algunos indicios, se requiere hacer un análisis, es decir, desmembrar mentalmente el objeto entero en partes, elementos, lados o indicios componentes para efectuar, luego, la operación inversa: síntesis (reunión mental) de partes del objeto, de indicios separados, pero sustanciales, en un todo único» [167].
La segunda a E. de Gortari:
«En su existencia, todo proceso es un tránsito continuo en el cual se resuelven los conflictos surgidos constantemente entre fuerzas e influencias opuestas, para dar lugar a la creación de formas superiores, siempre condicionadas por otros procesos y, a su vez, condicionantes de ellos. Este movimiento contradictorio de cambios y reacciones recíprocas que conectan a unos procesos con otros de manera intrínseca e indisoluble, se refleja en los conceptos que constituyen su expresión. Por ello, los conceptos se encuentran enlazados de forma inseparable y en su determinación, que se amplía y mejora sin cesar, reproducen de un modo definido a la acción recíproca que opera entre los procesos existentes. La determinación de un concepto se produce siempre en conjugación con otros conceptos, dentro de un proceso cognoscitivo en el cual cada concepto desempeña simultáneamente la función de determinante de los otros conceptos y de determinado por ellos. En rigor, todo concepto se encuentra sujeto incesantemente a este proceso de determinación, a través del cual se penetra en las manifestaciones inagotables de la existencia. Por lo tanto, el concepto no es un recipiente pasivo e indiferente de los conocimientos adquiridos, sino que representa en todo momento al proceso activo en el que se determina la existencia, como resultado de la mutua acción entre el hombre y los procesos exteriores, ya sean sociales o naturales» [168].
Desde estas dos definiciones válidas pero parciales del concepto podemos avanzar hacia una visión plenamente dialéctica de este término. Al calificar de definiciones parciales a las dos citadas arriba nos referimos a que no penetran en la cuestión de la normatividad inherente al concepto, en la cuestión de su poder axiológico, lo que nos lleva ineludiblemente al problema del poder en sí, por las razones que iremos viendo y que en parte hemos adelantado antes. Es verdad que al final de la segunda definición, la de E. de Gortari, se insinúa la carga axiológica del concepto pero de forma un tanto tímida. En realidad aquí nos enfrentamos a un problema permanente en toda teoría del conocimiento, que es la que envuelve la teoría del concepto: las relaciones entre conocimiento y poder establecido. Hay una forma de eludir el problema del poder aparentando un democraticismo cívico y responsable: reducir la cuestión del poder al conocido «principio de precaución» ante los riesgos del desarrollo tecnocientífico en abstracto: el estudio de la dialéctica entre la «subjetividad del riesgo «objetivo»» y la «objetividad del riesgo «subjetivo»», huyendo de los extremos positivistas y constructivistas sociales para aceptar la complejidad socionatural y la lucha entre intereses sociales en conflicto, de modo que el debate sobre los riesgos es también «moral y político» [169].
M. Roitman da un paso significativo cuando habla de la «unidad dialéctica contradictoria» entre «ciencias de la certidumbre» y «ciencias de la incertidumbre», «De esta contradicción surge la necesidad de un diálogo, de aproximación de posiciones. El objetivo del conocimiento y del saber no estriba en apoyar el poder o fundar academias de ciencias, artes o humanidades. Su razón se encuentra en la búsqueda que nos facilite desarrollar los principios éticos contenidos en la condición humana» [170]. Por tanto, los conceptos han de ser elaborados y empleados buscando el desarrollo de la ética emancipadora, es decir no neutral, como sostiene C. Katz en una conversación con R. Vega Cantor y M. Hernández, en la que el primero afirmó y demostró que «cuando hablamos de imperialismo no podemos tomar un punto de vista neutral» [171].
R. Levins plantea incluso una hipótesis sobre una epistemología crítica a desarrollar urgentemente, y en ella el primer punto sostiene que «Sería francamente partidista. Propongo la hipótesis de que son erróneas todas las teorías que promueven, justifican o toleran la injusticia. El error puede estar en los datos, en su interpretación o en su aplicación, pero si indagamos lo que es erróneo, ello nos conducirá a la verdad». Los otros cuatro puntos serían, una ciencia democrática, policéntrica, dialéctica y autorreflexiva [172]. El desarrollo necesario de esta propuesta agudiza la importancia de resolver el problema de las relaciones entre el método de conocimiento y el Estado existente, no en su sentido muy coyuntural y localizado espacio-temporalmente, sino en el sentido más amplio, tal cual lo expresa J. Samaja cuando estudia las conexiones entre el método científico, la propiedad privada y el Estado burgués [173].
Envolviendo y cohesionando estas y otras tesis, M. de la Torre nos recuerda que «La cosmovisión dominante en una cultura juega un papel fundamental en el mantenimiento y la reproducción de las relaciones de poder en la medida en que asegura la cohesión social y la conformidad en torno a las estructuras y modos de funcionamiento de la vida social de ese momento; juega este papel porque se trata de una interpretación que explica las relaciones de poder existentes como parte necesaria de la realidad, porque impide, convirtiéndola en irracionalidad, cualquier otra interpretación que suponga como posibles una estructura social y unas relaciones de poder diferentes; porque presenta como natural y necesario, lo que es resultado de prácticas sociales y correlaciones de fuerzas históricamente determinadas» [174].
En la medida en que la teoría marxista del concepto y de la negatividad absoluta bucea en las relaciones de poder social que determinan muchas veces y otras condicionan lo pensable –recordemos la efectividad de la jerarquía burocrática de saber anteriormente analizada–, en esta medida la negatividad absoluta descubre la naturaleza explotadora de lo impuesto como pensable, y por tanto, en su negatividad crítica, ya está anunciando la necesidad de una norma ética revolucionaria inserta en el mismo desarrollo del concepto científico-crítico. V. Morales Sánchez lo expresa así:
«Criticar es juzgar con valentía, es identificar méritos y debilidades; develar lo oculto, actuar de forma abierta y no dogmática; llamar a las cosas por su nombre. Es una actividad que implica riesgos porque el ser humano (autor también de las obras criticadas) es un ser contradictorio y orgulloso que construye, inventa y progresa, pero teme los juicios que puedan descubrir sus errores y debilidades. La crítica es, por naturaleza, polémica; genera discordias y enemigos, pero también amigos. Puede producir ideas y conocimientos, así como cambios, siempre necesarios, en las obras y en los seres humanos. De allí que lo normal es que el poder establecido o dominante trate siempre de suprimir o de ocultar la crítica […] Ser crítico no es fácil. Por eso no existen cursos ni recetas para formar críticos como sí los hay para evaluadores. Tampoco hay o se pueden construir instrumentos para hacer crítica como sí hay cuestionarios, escalas y técnicas para hacer investigaciones. Y es poco probable que una institución o persona se arriesgue a proporcionar recursos para desarrollar una crítica de sí misma, pero muy probable que sí lo haga para criticar al enemigo.» [175].
Dicho con la radical claridad que caracterizó a Raya Dunayevskaya: «La teoría del concepto elabora las categorías de la libertad, de la subjetividad, de la razón, la lógica de un movimiento por medio del cual el hombre se hace libre. Sus universales, pese a que son universales del pensamiento, son concretos (…) La doctrina del concepto expresa la determinación subjetiva del hombre, la necesidad de hacerse dueño de sí. Lo que se elabora en las categorías del pensamiento es la historia real de la humanidad. Que el concepto hegeliano de autorrealización se «subvierta» -la revolución en la «traducción» de Marx- o no, lo cierto es que también para Hegel constituye una constante transformación de la realidad y del pensamiento, que prepara un «nuevo mundo». De ahí, que desde el comienzo de la doctrina del concepto, vemos a Hegel tratando constantemente de separar su dialéctica de la de Kant» [176].
La necesidad de superar las «extravagancias» [177] kantianas surge del hecho de que con ellas es imposible pensar el desarrollo de conceptos ya que, como explica Ilyénkov en su estudio de la crítica de Schelling a Kant: » (…) la limitación kantiana, que da a la ley de la identidad y al veto de la contradicción un carácter de premisas absolutas de la posibilidad de pensar en conceptos. El momento del paso de los contrarios de uno en otro no cabe en los marcos de estas reglas, las destruye (…) Schelling descubrió el carácter estático de la lógica kantiana. Y si no propuso la tarea de reformar la lógica de modo radical, sí le preparó bien el terreno a Hegel» [178]. No es casualidad, sino causalidad necesaria, el que el kantismo fuera y es la filosofía que legitima y da prestigio intelectual al reformismo y revisionismo [179] ya desde finales del siglo XIX con su rechazo frontal de la teoría materialista del conocimiento. Al comienzo nos hemos referido a la filosofía kantiana del revisionismo así que no nos extendemos.
Lo que está en juego en la que respecta al rechazo o aceptación de la teoría materialistas del conocimiento es la negación o aceptación de posibilidad de conocer materialmente el mundo, o sea, de transformarlo, recorre toda la historia del pensamiento revolucionario desde Hegel hasta hoy mismo, porque lo que está en juego es la propia praxis, la dialéctica entre la mente y la mano en el proceso de creación de una nueva realidad. Por esto, D. Dunayevskaya concluye su exposición de la doctrina del concepto de Hegel y su impacto decisivo en Lenin, aludiendo precisamente a que éste desarrolla su teoría sobre el imperialismo como «la era de las revoluciones», es decir, como el momento crucial en el que los pueblos se autoemancipan, indicando que «La doctrina del concepto revela lo que era inherente al movimiento objetivo: éste era su «propio otro» (…) Precisamente donde Hegel parece más abstracto, donde parece cerrar totalmente las puertas al movimiento general de la historia, allí deja él entrar la savia de la dialéctica: la negatividad absoluta» [180].
En palabras marxistas, el «propio otro», la negatividad absoluta del imperialismo no es sino la «era de las revoluciones» en la que la emancipación nacional de los pueblos es la precondición de las revoluciones proletarias. La «determinación subjetiva del hombre» es el otro componente de la unidad que forma la praxis, de manera que la creación de lo nuevo mediante la revolución surge de las entrañas de la determinación objetiva de la realidad. Si no empleamos la dialéctica del concepto no podremos resolver este misterio aparentemente irresoluble: lo subjetivo como fuerza objetiva, la liberación nacional como fuerza de liberación internacional, la lucha por la independencia como lucha de la nación trabajadora. S. Azeri ha sintetizado de esta forma las aportaciones de Ilyénkov, al que hemos recurrido varias veces, sobre la teoría del concepto:
«… la naturaleza contradictoria de los conceptos pone de manifiesto el aspecto normativo de la actividad conceptual: conceptos, y así, sistemas conceptuales, no son solamente contradictorios sino que además son normativos. La normatividad es un aspecto necesario del desarrollo conceptual cuando pone los conceptos a trabajar, es decir, facilita la resolución de las contradicciones inherentes a la realidad y así provoca el desarrollo tanto de la esfera real como de la conceptual; este desarrollo se revelará en sí mismo como una forma nueva y más alta de contradicción. (…) Los conceptos, revelando la esencia de lo real y del objeto y como instrumentos de la actividad cognitiva, facilitan así el acceso a la esencia de lo real y la actuación sobre ella, y desvelan las conexiones necesarias entre los aspectos de la objetividad diversa. (…)
«El concepto confiere «significado», o mejor dicho, «extrae» y «expresa» el significado de un elemento específico de la totalidad de la realidad. Tener significado, como dice Vygotsky, es convertirse en una herramienta, es decir, en un universal concreto, que no es únicamente aplicable dentro del sistema del que este significado forma parte, sino también aplicable dentro de otros sistemas y que se sumerge dentro de nuevas áreas de la realidad y nuevos significados. El concepto es concreto porque es el instrumento sine qua non de una forma específica de acción; es universal porque es una herramienta que tiene aplicación más allá del contexto inmediato en el que se ha producido
» Es en este sentido que un concepto científico (un «concepto verdadero» como dice Vyotsky) siempre incluye un aspecto normativo. En otras palabras, la normatividad es un aspecto indispensable de la verdad de un concepto. Esto está íntimamente relacionado con lo que Marx define como «este lado» del pensamiento y con su idea de «cambiar el mundo». La medida de verdad de concepto es su capacidad y éxito de cambiar la realidad. En términos epistemológicos, uno puede hablar de la verdad del concepto en la medida en que cambia la racionalidad existente, en la medida en que muestra la irracionalidad de la situación presente, y en la medida que puede proponer una nueva racionalidad en lugar de la vieja. La normatividad es un aspecto necesario de la actividad humana. Desde que el concepto es la herramienta o el órgano de la actividad cognitiva humana, determina la verdad de lo real; porque determina la producción práctica y la alteración práctica de la realidad (al igual que los medios de producción determinan las relaciones de producción y a su vez están determinados por estas relaciones). » [181].
Para concluir este capítulo conviene recordar la tesis de M. Rosental sobre el papel de los conceptos y categorías en El Capital, explicando cómo Marx denunciaba el pensamiento metafísico de los economistas de su época porque despreciaban la historia, a la vez que sostenía que las categorías y conceptos que él desarrollaba sólo podían surgir después de la evolución práctica y material del capitalismo, nunca antes. Esta perspectiva materialista y dialéctica le permitió a Marx revelar el «carácter de clase» [182] de los conceptos burgueses.
Teniendo esto en cuenta, «el concepto de «clase» no es un concepto afirmativo sino crítico» [183], no quiere definir neutralmente una parte estática de la realidad, según la metafísica positivista, sino que quiere poner al descubierto el movimiento y choque permanente de sus contradicciones internas, la interacción de todas las facetas del problema clasista y su tendencia objetiva a la agudización de la lucha hasta estallar en oleadas revolucionarias, si no son aplastadas o desviadas previamente por el capitalismo. Un concepto crítico es un concepto negativo, en el sentido de la negatividad dialéctica que contiene su positividad crítica, o segunda negación, como hemos visto. Es negativo porque además de penetrar en las contradicciones de la realidad, también extrae su contenido normativo, axiológico, de valores humanistas que se enfrentan a los valores dominantes, que los critica y contra los cuales empieza a ofrecer una alternativa revolucionaria.
5.- El contenido y sus formas reales
Antes que nada debemos saber que: «Todo objeto tiene, además del contenido, una forma determinada. La forma es el modo de organización de los elementos del contenido, la ley de su estructura, de su concatenación, y también el modo de manifestación del contenido. En el modo de producción, por ejemplo, las fuerzas productivas son el contenido, y las relaciones de producción, la forma. El cambio esencial de la forma está vinculado al cambio de la calidad. La forma es el sistema de relaciones mutuas entre las partes del todo (…) la unidad de la forma y del contenido presupone la independencia relativa de ambos y el papel activo de la forma respecto al contenido. La independencia relativa de la forma se expresa, por ejemplo, en que puede rezagarse un tanto del desarrollo del contenido» [184].
En determinados momentos críticos, el contenido y la forma coinciden por un instante y es en ellos cuando la praxis revolucionaria aparece en un bello esplendor. En el marco de la lucha de clases, esa fugaz identidad sólo se vive plenamente si vemos la totalidad del contexto en el que se materializa. Por esto es tan importante disponer de una teoría del concepto que integre, en su movimiento contradictorio, sus componentes decisivos, incluida la axiología, los valores que conectan lo objetivo con lo subjetivo y el contenido con sus formas reales. El concepto de clase como concepto crítico, permite profundizar en todas las realidades cotidiana en las que las clases sociales son explotadas o son explotadoras, sostienen sus luchas y gozan de sus derrotas y victorias; y en el caso específico de la clase obrera, cuando malviven alienada e inconsciente en su miseria, o bajo un muy consciente miedo causado por el peligro de desempleo, de empobrecimiento, de paro prolongado, o peor aún, de terror en los momentos de represión estatal implacable tras una derrota aplastante (poner ejemplo) Para comprender que es la totalidad vivencial de una clase social, muy especialmente de la explotada, conviene leer este párrafo de Á. García Linera:
«Las clases en el capitalismo (pero también en cualquier otra forma social de organización del proceso de producción y reproducción de la vida material fundada en el antagonismo social entre una de las formas de trabajo vivo y su enajenación), tenemos que verlas, por tanto, como condensación de fuerzas, de intenciones, de comportamientos, de voluntades, de prácticas, de representaciones, de disfrutes, de acontecimientos dirigidos a desplegar el poderío del trabajo-en-acto, del trabajo vivo en sus diferentes especialidades y componentes (comenzando, claro, desde el proceso de producción de bienes materiales que sostienen la vida, pero abarcando también y mayoritariamente las otras formas de riqueza social como el placer, la política, la imaginación, la salud, la educación, el sacrificio, la convivencialidad, el ocio, la contemplación, el consumo, la procreación… todo lo que es creatividad humana en estado de realización); y a supeditarlo al proceso de valoración del capital» [185].
Partiendo de esta definición entenderemos mejor, más dramática o incluso trágicamente, lo que verdaderamente está en juego en cada medida burguesa contra la clase trabajadora, en cada recorte de derechos y de libertades, de recursos sociales, económicos y culturales. Y nuestra comprensión dramática y hasta trágica en determinadas situaciones se hace más aguda en la medida en que los resultados de todas las investigaciones mínimamente serias sobre al aumento de la clase trabajadora mundial. M. Husson ha resumido y sintetizado varios estudios sobre este particular que demuestran cómo a pesar de los descensos puntuales y breves en la tendencia al alza del trabajo explotado, asalariado, aumenta en número de personas asalariadas en todo el mundo, aumenta bastante más en los países llamados «emergentes», «subdesarrollados», etc., que en los países imperialista, en los que también se incrementa aunque menos:
«La misma constatación se produce en un estudio reciente del FMI que calcula la fuerza de trabajo en los sectores exportadores de cada país. Se obtiene una estimación de la fuerza de trabajo mundializada, la que está directamente integrada en las cadenas de valores globales. La divergencia es aún más marcada: entre 1990 y 2010, la fuerza de trabajo global así calculada ha aumentado un 190% en los países «emergentes», frente al 46% en los países «avanzado» (…) La tasa de salarización (la proporción de asalariados en el empleo) aumenta de forma continua, pasando del 33% al 42% en el curso de los últimos 20 años. Se verifica igualmente que esta tendencia es más marcada en el caso de las mujeres (…) Esta clase obrera mundial está extraordinariamente segmentada, debido a diferencias salariales considerables, pero su movilidad está limitada mientras que los capitales han obtenido una libertad de circulación casi total. En estas condiciones, la mundialización tiene por efecto poner potencialmente en competencia a los trabajadores de todos los países. Esta presión de la competencia se ejerce tanto sobre los asalariados de los países avanzados como sobre los de los países emergentes y se traduce en una bajada tendencial de la parte de los salarios en la renta mundial» [186].
Utilizando la caja de herramientas de la dialéctica, su radicalidad crítica, podemos ver que los cambios que ahora desconciertan a muchos ya fueron estudiados hace tiempo: sin retroceder demasiado en la historia, e n la década de 1960 se publicaron varios textos de diversas corrientes marxistas sobre la lucha de clases que, vistos en perspectiva, brillan ahora como premonitores a pesar de las críticas que podamos y debamos hacerles, pero reafirmando que acertaron en las dos cuestiones decisivas en aquellos años: ¿qué cambios se estaban viviendo dentro de las clases sociales en el capitalismo desarrollado?, y ¿qué perspectivas de futuro existían en esos años?
En la primera cuestión marcaron las grandes líneas de transformación de las clases acertando de forma brillante en lo esencial y en muchas de sus formas externas. En la segunda, acertaron en que se estaba produciendo un aumento de la conciencia sociopolítica de las clases trabajadoras en todo el capitalismo imperialista, cosa que se demostraría cierta desde finales de esa década de los años 60. La sociología burguesa fracasó estrepitosamente en las dos cuestiones. Gracias a su rigor, estos y otros textos desbordaron con creces la verborrea superficial sobre las clases elaborada por la sociología del momento, y en especial su corriente funcionalista, mayoritaria de forma abrumadora.
Vamos a dejar de lado, por cuanto son los más conocidos y recordados en la actualidad, los realizados por el marxismo italiano situado claramente a la izquierda del reformismo interclasista del Partido Comunista Italiano (PCI). Su insistencia en «abrir» el concepto de clase obrera a sectores explotados más amplios, no estrictamente fabriles, sino de la denominada «fábrica difusa», «sociedad fábrica» u «obrero social», integrando a las mujeres, estudiantes, emigrantes, pequeña burguesía empobrecida, etc., según el potencial teórico inserto en el concepto marxista de «trabajador colectivo». Aunque tales desarrollos conceptuales pecaron de un defecto reconocido sólo más tarde. En efecto, Tronti asume que el obrerismo italiano de los años 60 no supo comprender a tiempo los mecanismos de desactivación de los conflictos sociales y de integración de la clase obrera en el capitalismo, ya que tuvieron una visión lineal y mecánica, creyendo que la conciencia de clase y la lucha revolucionaria aumentaría por sí misma como simple respuesta al aumento de la explotación [187].
Y si tuviéramos espacio también nos extenderíamos a la izquierda marxista norteamericana escindida del trotskismo que incluso con antelación a los años 60 planteó cuestiones muy importantes sobre cómo relacionar las ascendentes luchas etno-nacionales, feministas, estudiantiles, de movimientos vecinales y de derechos sociales, etc., con el movimiento obrero [188]. La valía de las ideas esenciales de estas tesis ha quedado demostrada pese al ataque capitalista contra la centralidad obrera, ataque que se inició a comienzos de los años 70 en Chile, con el golpe militar de Pinochet, que luego que extendería a otros Estados hasta generalizarse a escala mundial en los años 80. Además de otros objetivos, la contraofensiva del capital denominada «neoliberalismo» buscaba también el de romper la unidad y centralidad de la clase trabajadora que con su lucha había acelerado el estallido de la crisis mundial. La recomposición actual del movimiento obrero está confirmando algunos de los puntos centrales adelantados en ambos libros.
Hemos preferido limitarnos exclusivamente a tres textos del marxismo de la década de 1960 porque muestran cómo también entonces se hicieron aportaciones valiosas. En texto colectivo titulado La estructura de la clase obrera en los países capitalistas, de 1963, realizado tras un largo debate de dos años entre organizaciones de diversos tipos pertenecientes a trece Estados podemos ver cómo, tras precisar desde el inicio del texto que «las grandes masas populares» se agrupan en torno a la clase obrera [189], actualiza el concepto de «obrero colectivo» de Marx al capitalismo de la época:
«Por cuanto el proceso de producción capitalista tiene un carácter dialéctico complejo, el proletariado no es totalmente homogéneo. Consta de diferentes grupos, idénticos por su composición de clase, pero que desempeñan distinto papel en el proceso de producción […] el «obrero colectivo» abarca a los que están dedicados al trabajo manual (peones y obreros de las máquinas) y a quienes aplican en la creación del producto su trabajo mental o ejecutan diferentes funciones auxiliares sin las cuales no es posible el proceso de producción. Como la división del trabajo se desarrolla sin cesar, no sólo en el marco de una empresa aislada, sino también en la órbita de toda la sociedad, surgen constantemente nuevas profesiones y nuevas ramas de la economía. En la misma medida se amplía la composición del «obrero colectivo»» [190].
Muy poco tiempo después, M. Bouvier y G. Mury sostuvieron que:
«En todos los frentes donde se libra el combate entre ricos y pobres, entre los pequeños y los grandes, la organización revolucionaria se propone demostrar teóricamente y realizar prácticamente el frente único de todos aquellos que, al fin de cuentas, son explotados por los mismos explotadores. La vasta categoría de los explotados incluye seguramente elementos muy diversos que no son todos productores de plusvalía, que no ocupan todos dentro de la producción social el lugar del proletariado obligado a elegir entre sus cadenas y la revolución. No deja de ser menos cierto que esta inmensa masa humana de los explotados se puede definir científicamente como el conjunto de aquella cuya fuerza de trabajo, es decir, la aptitudes físicas, la habilidad manual o el conocimiento intelectual, es puesta finalmente al servicio de la minoría capitalista. El artesano que en forma progresiva es despojado de su libertad de acción, el campesino amenazado en la propiedad de su explotación agrícola familiar, el asalariado que no produce valor, sino que está reducido a presentarse en el mercado de la mano de obra, sólo pueden descubrir sus verdaderos intereses si toman partido contra un sistema dentro del cual les está prohibido todo futuro creador. El mecanismo inexorable de la sociedad burguesa, que se apropia de la plusvalía del obrero, constituye truts que aplastan a la empresa artesanal así como al pequeño campesino y al campesino medio. El mismo asalariado no productivo se encuentra en una situación particularmente cercana a la del productor, puesto que, al fin de cuentas, contribuye, si no a crear plusvalía, a asegurar a su patrón una parte de la plusvalía ya producida» [191].
En 1969 H. Frankel publica una rigurosa investigación sobre el papel de la sociología en la ocultación y manipulación de la lucha de clases; dedica un capítulo a las relaciones entre «el proletariado, la clase trabajadora y el pobre» en el capitalismo británico de aquella época, insistiendo muy correctamente en la necesidad de emplear el concepto marxista de alienación [192] para poder definir las clases sociales, un problema que se irá agravando con el tiempo en la medida en que el neoliberalismo impuesto a los pocos años de esta investigación multiplicará los efectos destructores de la alienación en las clases explotadas. Pues bien, H. Frankel, que realiza su estudio en plenos años de expansión económica, se atreve a avisar que como efecto de la subterránea agudización de las contradicciones internas del capitalismo de la época, no visibles a simple vista: «Entonces, a largo plazo, el capitalismo no puede permitir la continuación indefinida del pleno empleo. Necesita tener el depósito de desempleados, como una palanca para tratar de mantener bajos los salarios» [193]. Un pequeño error del autor que agranda la corrección incuestionable de su obra: el ataque burgués para imponer de nuevo el paro masivo, destruyendo en lo posible el pleno empleo, este ataque no sobrevino «a largo plazo» sino a los muy pocos años contra el proletariado, la clase trabajadora y los empobrecidos.
Posteriormente se explicó que: «La clase obrera se ha transformado en su estructura. Anteayer los mineros del Norte formaban el grueso de las tropas guesdistas, ayer la metalurgia constituía el bastión del stalinismo triunfante, hoy los bastiones tienden a desplazarse hacia la electromecánica pesada y ligera, la metalurgia altamente automatizada, siguiendo con esto el mismo movimiento del gran capital. Así, sería falso conservar una imagen fija de la clase obrera, compuesta únicamente de obreros manuales, y verter en las capas medias y los sectores marginales este nuevo proletariado en vías de constitución» [194]. Por otra parte: «El proletariado no es un grupo homogéneo, inmutable […] es el resultado de un proceso permanente de proletarización que constituye la otra cara de la acumulación del capital […] Es pues la formación del «trabajador colectivo» de la gran industria capitalista […] Finalmente, es la constitución del ejército industrial de reserva« [195].
A comienzos de los años 70 R. Bartra ofreció esta definición de clases sociales:
«Las clases son grandes grupos de personas que integran un sistema asimétrico no exhaustivo dentro de una estructura social dada, entre los cuales se establecen relaciones de explotación, dependencia y/o subordinación, que constituyen unidades relativamente poco permeables (escasa movilidad social vertical), que tienden a distribuirse a lo largo de un continuum estratificado cuyos dos polos opuestos están constituidos por oprimidos y opresores, que desarrollan en algún momento de su existencia histórica formas propias de ideología (sea de manera no sistematizada y rudimentaria o con plena conciencia de sí) que expresan directa o indirectamente sus intereses comunes, y que se distinguen entre sí básicamente de acuerdo a: I) El lugar que ocupan en el sistema de producción históricamente determinado […]; y II) Las relaciones que mantienen con el sistema de instituciones y órganos de coerción, poder y control socioeconómico […] Se trata de un sistema de clases y no de una simple suma o agregado de grupos sociales; es asimétrico pues contiene una distribución desigual de los privilegios y discriminaciones de cada golpe; no es exhaustivo puesto que no todos los miembros de una sociedad pertenecen a una clase, sino que pueden existir capas de elementos desclasados. Las fronteras entre las clases no son rígidas: existen grupos intermedios que participan de características de dos clases diferentes, y aunque por lo general su existencia es transitoria y cambiante, su presencia de da al sistema el carácter de un continuum« [196].
Esta definición es valiosa, primero, porque su esencia dialéctica es innegable porque en todo momento insiste en el movimiento, de las interacciones, en los cambios y en el sistema de relaciones; segundo, porque puede ser aplicada con precauciones a todos los modos de producción basados en la propiedad privada de las fuerzas productivas; tercero, porque además es especialmente aplicable al capitalismo; y cuarto, porque también es innegable su carga crítica sociopolítica y ética al afirmar la existencia de relaciones de explotación, dependencia y/o subordinación.
A mediados de los años 90 surgió, entre otras, la teoría de las infraclases: «sectores sociales que se encuentran en una posición social marginal que les sitúa fuera, y por debajo, de las posibilidades y oportunidades económicas, sociales, culturales, de nivel de vida, etc., del sistema social establecido» [197]. Las infraclases que empezaron a aparecer a finales de los años 80 crecieron durante toda la década de los 90, de modo que a comienzos del siglo XXI se había constituido «un «núcleo duro» de salarios bajos» [198] en el seno de las masas trabajadoras, con demoledores efectos entre la juventud emigrante de los grandes guetos de las ciudades industriales, siendo ésta la causa de las sublevaciones urbanas masivas tanto contra la sobreexplotación y marginación, como contra el racismo profundamente anclado también en la burocracia político-sindical [199] . Las «infraclases» y el llamado «precariado» del que luego hablaremos, son dos de tantos términos inventados para dar cuenta de las nuevas formas que van adquiriendo las «gentes del trabajo», el «pueblo obrero» o el «pueblo trabajador», expresiones empleadas por los bolcheviques a comienzos de la revolución de 1917, cuando el hambre, la enfermedad y el frío se unían a la invasión imperialista que acudía en ayuda de la contrarrevolución interna.
La tendencia creciente a la asalarización ha sido confirmada por todos los estudios algo serios, como también la tendencia a la asalarización de las nuevas franjas de las clases medias, ya que: «numerosas profesiones liberales se convierten cada vez más en profesiones asalariadas; médicos, abogados, artistas, firman verdaderos contratos de trabajo con las instituciones que les emplean» [200]. Más recientemente, Antunes ya avisó hace más de una década que en el capitalismo contemporáneo se está viviendo un proceso de «desproletarización del trabajo manual, industrial y fabril; heterogeneización, subproletarización y precarización del trabajo. Disminución del obrero industrial tradicional y aumento de la clase-que-vive-del-trabajo» [201]. Pocos años más tarde, este mismo autor escribía lo que sigue:
«Más allá de los clivajes entre los trabajadores estables y precarios, de género, de los cortes generacionales entre jóvenes y viejos, entre nacionales e inmigrantes, blancos y negros, calificados y descalificados, empleados y desempleados, tenemos todavía, las estratificaciones y fragmentaciones que se acentúan en función del proceso creciente de internacionalización del capital. Para comprenderla es preciso, entonces, partir de una concepción ampliada de trabajo, abarcando la totalidad de los asalariados, hombres y mujeres que viven de la venta de su fuerza de trabajo y no se restringe a los trabajadores manuales directos; debemos incorporar la totalidad del trabajo social y colectivo, que vende su fuerza de trabajo como mercancía, sea ella material o inmaterial, a cambio de un salario. Y debemos incluir también el enorme contingente sobrante de fuerza de trabajo que no encuentra empleo, pero que se reconoce como parte de la fuerza de trabajo desempleada (…) hoy debemos reconocer (y saludar) la desjerarquización de los organismos de clase. La vieja máxima de que lo primero venían los partidos, después los sindicatos y por fin, los demás movimientos sociales, no encuentra más respaldo en el mundo real y en sus luchas sociales. Lo más importante hoy, es aquél movimientos social, sindical o partidario que consigue llegar a las raíces de nuestros engranajes sociales. Y para hacerlo es imprescindible conocer la nueva morfología del trabajo y los complejos engranajes del capital» [202].
Como mínimo, esta cita nos permite hacer tres anotaciones necesarias: la primera trata sobre lo que hemos comentado al comienzo de este texto acerca de la necesidad del método dialéctico, de las categorías flexibles, de una «concepción ampliada» que nos permita abarcar la totalidad del trabajo en movimiento en sus múltiples formas de expresión. La segunda, es la cita nos pone en la antesala del concepto de pueblo trabajador, preparándonoslo, ya que al introducir en la categoría dialéctica de trabajo a todas las formas en la que éste se materializa, aunque sea o no explotado asalariadamente, abre la vía de conexión con las masas explotadas que circundan a la clase-que-vive-del-trabajo, que entran y que salen de ella según los avatares socioeconómicos y políticos. Y por último, la tercera, es que como se lee al final de la cita, las transformaciones habidas también impactan sobre la forma organizativa, abriendo la vía de reflexión sobre qué sistema organizativo es más eficaz en el capitalismo del siglo XXI, el de la forma-partido dirigente vertical que dirige a la clase obrera en su sentido tradicional, o la forma-movimiento cohesionado estratégicamente en sus objetivos históricos que lucha en el interior del pueblo trabajador. Sobre estas dos últimas cuestiones hablaremos más adelante.
Vega Cantor, investigador de sobra conocido, ha sintetizado en cuatro características los efectos de la política neoliberal sobre la composición de la clase-que-vive-del-trabajo a nivel mundial: Uno, «la degradación laboral«, el empeoramiento salvaje de las condiciones de explotación en todos los sentidos. Dos, «la feminización del trabajo» al incorporar a las mujeres al proceso productivo en peores condiciones que los hombres. Tres, «la informalización del trabajo» que expresa cómo la gente empobrecida, desempleada estructuralmente, no tiene otra forma de subsistencia que la autoexplotación, la creación de diminutas empresas familiares o individuales, que subsisten en muy precarias condiciones, muchas de ellas sin regulación alguna, que ni existen en la estadística oficial. Y cuatro, «la casualización del trabajo«, relacionada con la anterior pero que expresa el que las masas explotables son cambiadas de puesto de trabajo como tuercas, sin derechos de ningún tipo, precarizando los puestos fijos y con contrato seguro, echándolos al desempleo [203]. La síntesis de estas transformaciones es la «macdonalización laboral«:
«Homogeneización en las peores condiciones de trabajo; salarios miserables (que en muchos países no alcanzan ni para comprar una hamburguesa); ritmos infernales de trabajo que originan una «polivalencia salvaje» (los mismos empleados descongelan las hamburguesas, las preparan, atienden al público, manejan las cajas y reciben el dinero); inexistencia de sindicatos, de protestas y de huelgas o de cualquier tipo de resistencia organizada; flexibilidad absoluta del personal que puede ser reemplazado en cualquier momento y bajo cualquier pretexto; igualdad salarial, con pésimos ingresos, de hombres y de mujeres; exiguas condiciones de calificación pues cualquiera con sus cinco sentidos puede desempeñarse en un Mc Donald’s. Estas características que se repiten de una forma increíblemente monótona en cualquier país del mundo (con el televisor de fondo) dan la apariencia de que los trabajadores son autómatas sin ningún tipo de identidad colectiva, ni social, ni laboral» [204].
Ch. Harman, por su parte, estudió las transformaciones de la estructura de clases bajo la ofensiva capitalista, demostrando cómo aumenta cuantitativa y cualitativamente, e indicando que las diferencias entre las fracciones internas del proletariado mundial varían dependiendo de las fases del proceso productivo capitalista. Muy pertinente para nuestro estudio es la definición abierta y dialéctica, flexible, que hace de la categoría del llamado sector servicios:
«La categoría «servicios» incluye muchas cosas que no tienen importancia intrínseca para la producción capitalista (por ejemplo, las hordas de sirvientes que proveen placer a los parásitos capitalistas individuales). Pero siempre ha incluido cosas que son absolutamente centrales para ésta (como el transporte de mercancías y la provisión de software para ordenadores). Más aún, una parte del vuelco de la «industria» al «sector servicios» se debe más a un cambio de nombre, dado que los trabajos son esencialmente similares. Una persona (normalmente un hombre) que trabajaba con una máquina de escribir para un periódico hace 30 años hubiera sido clasificado como un tipo particular de trabajador industrial (un trabajador gráfico); una persona (normalmente una mujer) que trabaja en una terminal de procesador de textos para un periódico hoy será clasificada como una «trabajadora de servicios». Pero el trabajo desempeñado sigue siendo esencialmente el mismo, y el producto final más o menos idéntico. Una persona que trabaja en una fábrica, poniendo comida en una lata para que la gente pueda calentarla y comérsela en su casa, es un «trabajador manufacturero»; una persona que trabaja en un McDonalds, que provee idéntica comida a la gente que no tiene tiempo de calentarla en su casa, es un «trabajador de servicios». Una persona que procesa pedazos de metal para hacer un ordenador es un «trabajador manufacturero»; alguien que procesa el software para este ordenador en un teclado es un «trabajador de servicios»» [205].
Ahora bien, en contra de lo que pudiera creerse según la lógica formal, las tendencias fuertes aquí descritas no hacen sino aumentar lo que P. Cammack ha definido como «proletariado global explotable» [206], que puede permanecer a la espera de ser puesta a trabajar malviviendo en la miseria. Una parte del proletariado global explotable es condenado a ser la «población sobrante» [207] que como veremos al final forma parte de la clase obrera mundial, aunque la intelectualidad reformista lo niegue; otra parte constituye el amplio sector de los «excluidos» [208], abandonados a su suerte por el capital. Luego volveremos al problema de la «exclusión» y su importancia para el concepto de pueblo trabajador. Y también tenemos al «pobretariado» [209] que es esa fracción creciente de la fuerza de trabajo social empobrecida por la reducción de los salarios directos e indirectos, por la reducción de las ayudas sociales si las ha habido, por el aumento de la carestía de la vida.
Hemos iniciado este capítulo recurriendo a la categoría filosófica de la esencia y del fenómeno porque nos explica cómo los cambios en las formas externas, que siempre reflejan cambios secundarios en la esencia interna, sólo pueden ser comprendido en su pleno sentido si los analizamos comparándolos con su esencia. Al fin y al cabo en esto radica el método de pensamiento racional y científico-crítico. Pues bien, A. Piqueras nos muestra cómo cambian las formas y luego cómo, pese a todo, se mantiene la esencia de la explotación asalariada:
«También en su aspecto organizacional las formas de lucha adquieren expresiones congruentes con el capitalismo tardío («informacional») en el que nacen, cobrando vida a través de formas organizativas virtuales, reticulares (tras la descomposición de las formas físicas de reunión y organización tradicionales). De ahí la prevalencia actual de los «arcoiris», «rizomas», «redes», «webs»… formas de organización muy blanda, muy flexible, con relativamente leve operatividad y poca constancia hasta ahora, y que señalan, como ha dicho algún autor, la confluencia, al menos en parte, del «precariado» con el «cibertariado».
«Igual que en el primer capitalismo industrial, cuando todavía no se habían creado los mecanismos de fidelización ni conseguido derechos, cuando el salariado fue confluyendo y fortaleciéndose a través de incipientes organizaciones reticulares, horizontales, la historia se repite en el capitalismo tardío degenerativo, o senil, que al arrasar con lo instituido en dos siglos fomenta en consecuencia la reproducción parcial de aquellas primigenias formas de resistencia y lucha» [210].
D. Losurdo sostiene que uno de los datos que confirman la vigencia de la lucha de clases es que: «ha retornado la figura del «working poor» (trabajador pobre), habitual en el siglo XVIII y principios del XIX. Se trata de personas que, a pesar de contar con un puesto de trabajo, no disponen de recursos suficientes para vivir. A ellos hay que agregar los parados y los excluidos. Pero también en el ámbito de la política puede advertirse la lucha de clases. «Por ejemplo, en la competencia electoral», apunta el filósofo italiano. «El peso de la riqueza es tal hoy en día, que asistimos a situaciones similares a las del siglo XIX, donde existía la discriminación censitaria, es decir, sólo se tenían derechos políticos si se alcanzaba un nivel de renta determinado». Además, hace una década Losurdo ya hablaba de un «monopartidismo competitivo», con formaciones políticas que representaban a la misma burguesía y exhibían la misma ideología neoliberal» [211].
En realidad, la lógica interna, esencial a la expansión capitalista, que impulsa tanto esta recuperación parcial de iniciales formas de explotación y de resistencia, como la permanente necesidad de innovación en los métodos de explotación, esta lógica no es otra que la necesidad ciega de acumulación ampliada, y que se muestra en la tendencia a subsumir el tiempo improductivo en el tiempo productivo [212], a mercantilizarlo todo, a convertirlo todo en fuerza de trabajo, valor de cambio y valor, y en mercancía. La lógica interna al capital es la que nos explica por qué ahora mismo se puede demostrar contundentemente la identidad sustantiva entre las «crisis de ayer y de hoy» [213] ya que surgen de las contradicciones definitorias de este modo de producción específico.
La relación entre la esencia, del capitalismo y sus formas diversas, aparece expuesta en el texto de N. Álvarez sobre las constantes básicas que reaparecen durante las crisis socioeconómicas [214], pero sobre todo en el Engels «maduro», cuando en el Prefacio de de 1892 a la segunda edición de Situación de la clase obrera en Inglaterra, de 1844, da cuenta de todos los cambios acaecidos ene l capitalismo en ese casi medio siglo transcurrido, entonces, comparando la diferencias de la situación obrera inglesa de entonces con la alemana y francesa de 1892, y sobre todo con la norteamericana, sostiene que, a pesar de esas diferencias, sin embargo «como en uno y otro sitio rigen las mismas leyes económicas, los resultados aunque no sean idénticos en todos los aspectos, tienen que ser del mismo orden» y sigue exponiendo las luchas por la reducción del tiempo de trabajo, etc., llegando a hablar de «los mismos engaños de los obreros con pesas y medidas falsas, el mismo sistema de pagos en productos, los mismos intentos de quebrantar la resistencia de los mineros poniendo en juego el último y más demoledor de los recursos utilizados por los capitalistas: desahucio de los obreros de las viviendas que ocupaban en las casas de las compañías» [215].
Los desahucios son prácticas represoras y terroristas que reaparecen durante las crisis, y cuanta más devastadora sean éstas más numerosos son los aquellos. Por ejemplo, en el primer trimestre de 2012 el promedio de desahucios en el Estado español ha sido de 517 diarios [216]. Las relaciones de los desahucios con la explotación asalariada y en concreto con el desempleo son innegables. Según estadísticas oficiales, del INI del Estado español de finales de 2012, resulta que el 45% de las personas desahuciadas durante ese año lo eran porque habían perdido su trabajo asalariado y se encontraban en la total indefensión económica y precariedad vital [217]. Este estudio confirma además la teoría marxista de las clases sociales al demostrar que la mayoría inmensa de la población sólo tiene como medio de vida el salario que obtiene al vender su fuerza de trabajo, cayendo en la miseria y hasta en el vagabundeo cuando agota todos los ahorros disponibles y las ayudas sociales, públicas y privadas.
Volviendo rápidamente al pasado reciente, en la época victoriana, es decir, viviendo Marx y Engels, las condiciones de vida de la clase obrera británica estaban mejorando por razones obvias que no podemos exponer aquí; sin embargo y a pesar de ello seguían existiendo «los estigmas sociales de la existencia proletaria: inseguridad, incertidumbre y riesgo de pobreza» [218], estigmas de los que no terminaban de librase los estratos obreros mejor pagados ni entonces ni ahora. Es este código de la civilización burguesa el que explica el que ahora «Pobre puede ser cualquiera, o casi» como no tiene más remedio que reconocer el vocero del socialiberalismo español [219].
El riesgo creciente de empobrecimiento y de desahucio, la incertidumbre vital y la inseguridad por el futuro, o sea, vivir en precario, el «precariado» en suma, son características esenciales del capitalismo que reaparecen con toda su crudeza durante las crisis: el 20% de la infancia irlandesa se va a la cama con hambre en comparación al 17% de hace seis años [220], y el 38% de la infancia de las Islas Canarias, bajo dominación española, malvive por debajo del umbral en la pobreza [221]. En Grecia, la catástrofe está llegando a una situación tal que se puede afirmar sin exageración que: «Estar desempleado equivale a la muerte» [222] porque la privatización de los servicios públicos unida al aumento de los costos y al empobrecimiento masivo, imposibilitan que las personas sin un salario tengan posibilidad de atender a las necesidades elementales suyas y se su familia. En Italia «se dispara la pobreza» [223].
Como venimos diciendo, la teoría marxista de las clases sociales interrelaciona siempre dos niveles, uno, el genético-estructural, que se mueve en el plano de la explotación asalariada necesaria e imprescindible para la clase burguesa en cualquier parte del mundo, y por eso inseparable del riesgo de empobrecimiento, hambre, desahucio, inseguridad e incertidumbre en todo el mundo; y otro, el histórico-genético, que se mueve en el plano de los países y momentos concretos, particulares, en las cuales es la lucha de clases específica la que determina la masividad e intensidad del hambre, del desahucio, de la pobreza. Ambos niveles son parte de la definición de las clases sociales y de su lucha, y sus efectos materiales reaparecen en cada crisis. En los últimos tiempos se han cerrado 23.000 empresas del llamado «sector público» del capitalismo español con la pérdida de 370.000 empleos [224]. La vida asalariada es precaria en sí misma y tiende a serlo más independientemente de las formas concretas de explotación, pero las crisis endurecen y masifican esa precarización consustancial al sistema en su conjunto.
La tesis que sostiene que el precariado es la «nueva clase explotada» confunde la esencia con una de sus formas reales; confunde la esencia básica capitalista de la precariedad como tendencia objetiva en realización, con las formas concretas reales de precariedad multiplicada en tal o cual región específica, en tal o cual formación económico-social capitalista. La evolución de la pobreza en EEUU desde 1965 y 1973 hasta mediados de 2012 [225] muestra que sobre el fondo objetivo de la precariedad vital dada de toda persona asalariada directa o indirectamente, sobre esta base estructural en empeoramiento tendencial, las formas reales de precarización van evolucionando concretamente según los resultados de la lucha de clases. Desde verano de 2012 la precarización ha aumentado especialmente con el empeoramiento de las condiciones de trabajo y desempleo de la juventud [226] norteamericana, y también en grandes conurbaciones en proceso de desindustrialización como Chicago desde hace años, o más recientemente en Los Ängeles «una ciudad en declive internacional (…) con un 28% de los trabajadores que no reciben una paga suficiente para vivir»» [227].
O. Alfambra hace una crítica muy correcta pero algo breve a la moda intelectual del «precariado metropolitano» como supuesto nuevo sujeto revolucionario que sustituye al supuestamente viejo y extinto: la clase proletaria [228]. La precarización de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera es una ley tendencial capitalita solamente contrarrestada por la lucha de las clases trabajadoras. Engels, al hablar de la depauperación relativa o absoluta sostiene que Pero lo que sí se produce de cualquier manera es la precarización social, tal como explicó Engels: «La organización de los obreros y su resistencia creciente sin cesar levantarán en lo posible cierto dique ante el crecimiento de la miseria. Pero, lo que crece indiscutiblemente es el carácter precario de la existencia« [229].
G. Standing sostiene que el precariado surge una vez que se pierden alguna de las siete formas de seguridad en el trabajo asalariado: seguridad en el mercado laboral; seguridad en el empleo; seguridad en el puesto de trabajo; seguridad en la reproducción de las habilidades; seguridad en los ingresos; y seguridad en la representación [230]. Tiene razón en las formas reales, pero yerra al extender estas manifestaciones concretas a la esencial, al sostener al menos en el título de su obra que el precariado «una nueva» clase obrera, como si pudiera existir «otra clase obrera» que no sufriera una vida precaria en sí misma al margen de sus cuantía salariales directas e indirectas, al margen de las conquistas sociales logradas por pasadas luchas victoriosas y luego perdidas por otras tantas derrotas en la lucha de clases. Bien es verdad que, leyendo el libro, todo parece indicar que la clase trabajadora británica es la misma en sí misma, variando sus expresiones externas reales, pero el título del libro introduce ese interrogante de duda.
La excelente reseña que de este libro realizada por J. Aller sirve para poner las cosas en su sitio en el sentido de que, en realidad, no nos encontramos ante una nueva clase obrera en sí misma en la historia del capitalismo, diferente en lo cualitativo a la clase obrera anterior al thatcherismo [231], sino que el ataque del capital contra el trabajo en Gran Bretaña, entre otras cosas, está haciendo retroceder a la clase trabajadora a las condiciones del siglo XIX, pero con los medios de explotación, represión y alienación del capitalismo de comienzos del siglo XXI.
Pensamos que otra forma de mostrar la dialéctica entre el contenido de las clases y sus formas reales, es analizando un complejo y laberíntico movimiento de protesta que está surgiendo en Italia empobrecida y que sintetiza y expresa todas las cuestiones que aquí debatimos. Hablamos del movimiento de los «forconi». Según C. Colonna [232] son sobre todo un movimiento de las clases medias empobrecidas y de sectores obreros con algunas ideas neofascistas, y con buenas relaciones con la policía y la prensa berlusconiana. Por su parte A. da Rold sostiene que:
» El perfil de los Forconi se va definiendo en las protestas, son: «Aristócratas en Jaguar y agricultores. Empresarios y obreros parados. Camioneros ahogados por las multas de Equitalia y nuevos ideólogos del fascismo o jóvenes de centros sociales de izquierda. Exsimpatizantes de Grillo y exsimpatizantes de la Liga. Exsimpatizantes del Partido Democrático y críticos de Matteo Renzi [reciente ganador de las primarias del PD]. Sindicalistas de base o exsindicalistas de la CGIL. Objetores de Hacienda e independentistas vénetos. Inmigrantes y ultras de equipos de fútbol» (…) Todas las capas sociales se ven representadas, desde médicos a parados o empleados en baja técnica. Gente que se levanta a las cuatro de la mañana, que vuelve a casa a las diez de la noche y que ni siquiera llega a final de mes, porque no les queda ni un céntimo que valga en el bolsillo» [233]:
A finales de 2013 M. Ravelli acudió a una concentración de Forconi o «rebelión de las orcas» en Turín que aglutina a franjas empobrecidas, movimiento que algunos comentaristas relacionan con el neofascismo, relación que el autor relativiza muhco ofreciendo una interpretación más detenida; en un momento de su análisis M. Ravelli se pregunta «La verdadera pregunta que hay que hacerse es por qué precisamente aquí se ha materializado este «pueblo» hasta ayer invisible. Y por qué una protesta en otro momento puntual y selectiva ha tomado un carácter tan masivo…?», Y sigue diciendo:
» La primera impresión, superficial, epidérmica, fisionómica -el color y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el modo de moverse- ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de «empobrecidos». Las numerosas caras de la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es nueva. Podríamos decir de la clase media empobrecida: los endeudados, los prejubilados, los fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños comerciantes obligados por los requerimientos a quedarse en descubierto bancario, u obligados al cierre, artesanos con los requerimientos de Equitalia (agencia tributaria) y con el crédito cortado, transportistas, «pequeños patronos» con el seguro caducado y sin dinero para pagarlo, desempleados de larga y corta duración, ex albañiles, ex peones, ex empleados, ex mozos de almacén, ex titulares del CIF que ya no pueden soportar ese impuesto, precarios sin renovación gracias a la reforma de la ex ministra Fornero, trabajadores con contrato limitado, despedidos de las obras ya paradas o de las tiendas cerradas.
«Si echamos un vistazo al mapa de los grandes ciclos socio-productivos ocurridos en el tránsito hacia el siglo XX, está en crisis toda la composición social que la vieja metrópolis de producción fordista había generado en su pasaje hacia el post-fordismo, con la retroversión de la gran factoría centralizada y mecanizada en un territorio, la diseminación de las subcontratas, la multiplicación de empresas individuales que se emplean en aquello que quedaba del ciclo productivo automovilístico, las consultas externalizadas, el pequeño comercio como sucedáneo del welfare, junto con las prejubilaciones, los contratos por programa, los empleos interinos de bajo nivel (no los cognitarios de la creative class sino el peonaje de bajo costo). Era una composición frágil, que sobrevivía en suspensión dentro de la burbuja del crédito fácil, de las tarjetas revolving, del crédito bancario blando, del consumo compulsivo. Y así ha ido hasta que la presión financiera ha puesto sus manos en el cuello de los marginales, y cada vez más fuerte y cada vez más hacia arriba» [234].
¿Cómo se ha hecho visible el pueblo invisible de la nueva pobreza? Apenas hace falta imaginación para responder a esta pregunta que provoca debates sobre la presencia neofascista en su interior, trae a colación, entre otros, los debates sobre las relaciones de la pequeña burguesía en proceso de proletarización, las clases medias arruinadas, la clase obrera en proceso de reorganización y concienciación, los conceptos diferentes y hasta opuestos de pueblo y nación, el papel del reformismo político-sindical, y el decisivo papel de las organizaciones comunistas de vanguardia militante, por citar las cuestiones más necesarias y urgentes de resolver. En este punto debemos recordar el texto arriba visto sobre estas luchas de masas. Fabiana Stefanoni ha intentado responder a algunas de ellas, insistiendo sobre todo en el carácter pequeño burgués del movimiento:
» Comerciantes, artesanos, pequeños empresarios, profesionales liberales, pequeños productores rurales, campesinos, etc., son sujetos que, en la fase de crisis económica aguda como la que estamos viviendo, sufren el fenómeno de proletarización. Sus condiciones, objetivamente, tienen a aproximarse a aquella de la clase obrera. Es por eso que donde existe un fuerte movimiento obrero, este consigue, si adopta un programa transitorio lo suficientemente fuerte para atraer también a la pequeña burguesía, arrastrar consigo a amplios sectores de esta. Esto ocurre porque la pequeña burguesía, por su naturaleza, es, parafraseando a Trotsky, «pobre de humanidad», no tiene un programa propio y oscila entre extremos opuestos. Así, si no existe una propuesta revolucionaria del movimiento obrero organizado, la pequeña burguesía vuelve su mirada para otro lado, se junta con la reacción» [235].
La autoria sostiene que si bien el movimiento obrero se va fortaleciendo y extendiendo, todavía carece de la fuerza y sobre todo del proyecto estratégico capaz de integrar a los forconi arriba descritos:
» Veamos la situación social de la Italia de hoy. Vamos a buscar en la situación del movimiento obrero las razones para este «éxito» (por ahora predominantemente mediático) de las movilizaciones de los «forconi». Hoy, la clase trabajadora está privada de una dirección política lo suficientemente fuerte para unir y desarrollar sus luchas. Es verdad, el proletariado también, en los últimos meses, dio vida a luchas importantes y llenas de coraje. Basta citar la última: las luchas de los ferroviarios de Génova y Firenze, de los trabajadores (en gran parte inmigrantes) de la Logística, de las trabajadoras de la limpieza, de los movimientos por el derecho a la vivienda. Muchos otros sectores de la clase organizaron, en los años anteriores, durísimas batallas. De los obreros de la Fiat a los precarizados de las escuelas, de los obreros de la Fincantieri a las trabajadoras de la industria textil, de los metalúrgicos a los químicos, hasta los empleados públicos: la clase trabajadora en Italia demostró gran capacidad de movilización. Lo mismo se aplica para el movimiento estudiantil, con centenas de ocupaciones, manifestaciones, protestas» [236].
Con otros nombres, respuestas así resurgen en las crisis capitalistas. Podemos remontarnos incluso a algunos contenidos de los análisis de Marx y Engels del lumpemproletariado en la segunda mitad del siglo XIX, o a los «freikorps» y «escuadras fascistas» salvando todas las distancias.. El contenido básicos de todos ellos es la desesperación por el empobrecimiento y la precariedad; el rechazo abstracto y sin contenido teórico y político del orden establecido; la tendencia a rechazar la pertenencia de clase para aceptar la de «masa», «pueblo», «nación» en su sentido reaccionario; la tendencia a aceptar la ideología burguesa en sus formas autoritarias, machistas, imperialistas y racistas; la necesidad de un líder, Duce, caudillo, führer, que les homogeneice y dirija, o sea la obediencia a «la figura del Amo» [237].
La experiencia general que el movimiento de los «forconi» italianos ha reactivado muestra que el contenido de la lucha de clases se expresa mediante formas reales operativas en los rincones más ignotos de la vida cotidiana, de la vida despolitizada que es la más politizada de todas. Sectores de la pequeña burguesía, de las llamadas clases medias, de la clase trabajadoras, del lumpen, etc., se atraen y se repelen, coinciden y se distancian en un laberinto de actos frecuentemente subconscientes y hasta irracionales. W. Reich estudio la psicología de masas de estos movimientos y extrajo lecciones básicas que son hoy más actuales que entonces, pero que no podemos exponer aquí, sino sólo algunos puntos clave: «Imaginar en calzoncillos a la policía y a otros adversarios a los que se teme. E igualmente a toda autoridad temida» [238].
También: «Llevar la conciencia de clase a las masas no en forma de sistemas de teoremas, como maestrillos de escuela, sino desarrollarla a partir de la experiencia de la masa. Politización de todas las necesidades» [239]. Incluso «Sobre el destino de la revolución decide siempre la gran masa apolítica. Por consiguiente: politizar la vida privada, la vida pequeña en los parques de atracciones, en las salas de baile, los cines, los mercados, los dormitorios, albergues, agencias de apuestas. La energía revolucionaria reside en la pequeña vida cotidiana» [240]. Y «Dejar claramente sentado que el proletariado, cuando defiende sus propios intereses, defiende simultáneamente los intereses de todos los trabajadores. Ninguna oposición entre proletariado y clase media. En el capitalismo avanzado, el proletariado industrial es una minoría en cuanto al número y está además aburguesado» [241].
Para finiquitar este capítulo sobre el contenido y sus formas reales, podemos leer esto:
«Las clases sociales no son homogéneas internamente: existen contradicciones y conflictos dentro de cada clase social. Un error típico, por ejemplo, es pensar que el proletariado en su total conjunto persigue los intereses de su clase. La contradicción resalta a la vista cuando vemos la cantidad de personas consideradas como «trabajadoras» que votan a partidos conservadores.
«Las clases sociales no son compartimentos estancos: otro error típico es pensar que las clases sociales designan a personas de una manera estática y hasta «natural.» De tal forma, se tiende a pensar que si una persona nace en el barrio madrileño de Vallecas (por ejemplo) y trabaja de peón en la construcción es, de forma automática, «clase trabajadora» y por ello aúna las características conceptuales que se le asignan a dicha clase.
«No solamente hay dos clases sociales (o tres si se quiere incluir a la manida «clase media»): pensar la sociedad capitalista en términos binarios (proletariado vs capitalistas), o con una triada (trabajadores, clase media, y capitalistas), es a todas luces un análisis simplista que reduce demasiado la complejidad de las dinámicas humanas que se dan en el capitalismo» [242].
6.- El bloque social burgués.
Por bloque social burgués se entiende el compuesto por la muy reducidísima minoría propietaria de las fuerzas productivas, la gran burguesía, que disponen del apoyo de más sectores de «hermanos de clase» –todas las fracciones burguesas y casi todas de la pequeña burguesía–, así como en muchos y largos períodos de las llamadas clases medias y en menor medida pero también de las clases trabajadoras. Según el último informe de Oxfam Intermón:
«Sólo las 85 personas más ricas acumulan todo el capital de que dispone la mitad más pobre de la Humanidad. En la actualidad, el 1% de las familias más poderosas acapara el 46% de la riqueza del mundo. (…) se estima que 21 billones de dólares se escapan cada año al control del fisco a nivel mundial, porque «las personas más ricas y las grandes empresas ocultan miles de millones a las arcas públicas a través de complejas redes basadas en paraísos fiscales». Como resultado, en la actualidad casi la mitad de la riqueza mundial está en manos del uno por ciento más rico de la población, (110 billones de dólares) y la otra mitad se reparte entre el 99% restante. En Europa, la fortuna de las 10 personas más ricas supera el coste total de las medidas de estímulo aplicadas en la UE entre 2008 y 2010 (217.000 millones de euros frente a 200.000 millones de euros)» [243].
Para comprender cómo se ha llegado a semejante nivel de crueldad e injusticia, debemos volver al método dialéctico aquí expuesto, y en concreto al papel relativamente autónomo de una de las parte de la totalidad capitalista, al papel del Estado y de otras instituciones burguesas. No vamos a exponer la teoría marxista del Estado, sin la cual no entendemos nada de nada, solamente vamos a recordar aquella escueta frase de Engels de 1893 en la que refiriéndose a los obsoletos Junkers prusianos, dijo: «Desde hace doscientos años, esas gentes no viven más que de las ayudas del Estado, que les han permitido sobrevivir a todas las crisis» [244]. Además de para otras más cosas, una función clave del Estado es prolongar la vida de la clase explotadora, y es tanta su eficacia que en algunos casos logra mantenerla viva más de dos siglos.
Otra de las funciones clave de los Estados concretos es facilitar la unidad de poder de la gran burguesía en extensas geográficas: en 1909, el todopoderoso empresario alemán W. Rathenau dijo que «Trescientas personas, que se conocen muy bien entre sí, dirigen los destinos económicos del continente» [245]. ¿Cómo, por qué y para qué actuaban muy pocos Estados europeos para lograr que sólo 300 personas dirigieran el continente a comienzos del siglo XX? La respuesta es simple en su complejidad: porque el Estado es la «forma política del capital» [246]. Tal es el misterio resuelto. Y gracias a ello sabemos por qué:
» Tan solo 1.000 empresas son responsables de la mitad del valor total de mercado de las más de 60.000 empresas del mundo que cotizan en bolsa. Virtualmente controlan la economía global (…) En 1980 las 1.000 mayores empresas del mundo tenían unos beneficios de 2,64 billones $, o 6,99 billones en dólares del 2010, ajustados según el índice de precios al consumidor. Empleaban a unos 21 millones de personas directamente y tenían una capitalización total de mercado de cerca de 900.000 millones $ (2,38 billones en dólares del 2010), o 33 % del total mundial (…) Hacia 2010 las 1.000 mayores empresas del mundo tenían unos beneficios de 32 billones $. Empleaban a 67 millones de personas directamente y tenían una capitalización total de mercado de 28 billones $. Esto supone un 49% del total de la capitalización mundial de mercado, habiendo descendido desde un 64 % respecto al 2.000, en el punto culminante de la burbuja de internet y antes de la crisis del 2008. Asimismo hay una concentración substancial dentro de las primeras 1.000. Ochenta y tres empresas representan un tercio de los 32 billones $ de los beneficios del grupo. Las primeras 172 empresas representan cerca de la mitad de ellos. La 172ª mayor empresa, la petrolera rusa Rosneft Oil, tuvo una beneficio equivalente al PIB del 74º país del mundo, Uruguay (…) Los grandes inversores constituyen también un poderoso cuerpo electoral que pide un cambio. La riqueza está todavía más concentrada por lo que respecta a la gestión de activos que respecto a la de empresas. Los 500 mayores gestores de fondos tienen más de 42 billones $ en activos para gestionar. Los 10 primeros gestores de fondos representan un tercio de esta cantidad; los 50 primeros los dos tercios. Esto significa que un pequeño número de inversores institucionales podría ocasionar un gran cambio en los negocios. Están haciendo progresos» [247].
Dado que el Estado es la forma política del capital, las necesidades de éste, es decir, el desarrollo del contenido del capital más temprano que tarde determina las formas reales de los Estados, de manera que la ley básica de la centralización y concentración de capitales termina condicionando las formas de los Estados, su apoyo relativo y contradictorio, pero apoyo, a la creciente concentración del poder socioeconómico y político en cada vez menos manos, como acabamos de ver. Si en 1909 eran 300 las personas que dirigían Europa, ahora son menos, pero el capitalismo es el mismo en su esencia, en su contenido, variando sus formas reales; y es el mismo en su contenido porque el desarrollo del capital dinero [248] ha seguido y sigue realizándose dentro de los cauces descubiertos por Marx en el último tercio del siglo XIX.
Incluso aunque recurramos a métodos de definición de las clases que se centran más en el reparto de la riqueza que en las relaciones de propiedad de las fuerzas productivas y de explotación de la fuerza de trabajo social, como es el caso del, por demás excelente, texto de A. Damon [249]; e incluso si lo estudiamos con métodos no marxistas, que llegan a relativizar o negar indirectamente la existencia de la burguesía como clase social, los resultados también son aplastantes. Lo mismo sucede si relativizamos algo el concepto de «burguesía», entrecomillándolo: leamos esto: «(…) empresarios y gerentes de grandes empresas y de la banca, entre otros. En realidad, estos dos últimos grupos (a los que se les solía llamar la burguesía industrial y de servicios y la burguesía financiera) representan sólo el 0,1% de toda la población y tienen un enorme poder, no sólo económico y financiero, sino también mediático y político. La gran mayoría de los mayores medios de información y persuasión (tanto en EEUU como en España) tienen miembros de tal «burguesía» en sus Consejos de Dirección (…)» [250].
Vaya o no entrecomillada la burguesía existe como clase social antagónicamente unida y en lucha permanente con la clase trabajadora. Además de la comprensión correcta de la unidad y lucha de contrarios entre el capital y el trabajo, también y sobre todo la acción revolucionaria dentro de dicha unidad contradictoria requiere del conocimiento de la teoría del Estado por cuanto que es la forma política del capital. Veamos tres ejemplos directos sobre la función capitalista del Estado: uno, para finales de 2013 el Estado español había ejecutado el 90% de las medidas de austeridad y recortes de derechos impuestos por Bruselas [251]. Dos, la política estatal española ha hecho que cada súbdito de su monarquía «preste» 5.500 € a la banca privada [252], «préstamo» que apenas se va a recuperar. Y tres, la forma política del capital, el Estado, ha impuesto en los dos últimos años una «reforma salarial» [253] que además aumentar la pobreza, ha multiplicado la inseguridad, la precarización vital y el miedo a las represiones que contra quienes luchan por sus derechos. La lucha de clases es directamente afectada por estas y otras muchas medidas impuestas por el Estado.
La fracción más poderosa de la burguesía suele tener el apoyo de sus hermanas menores, incluida la más pequeña, gracias entre otras cosas a la permanente acción del Estado que media entre ellas con su autonomía relativa, pero favoreciendo en lo decisivo a la mayor, lo que no deja de generar algunos celos pueriles y quejumbrosos en la más pequeña. La opresión nacional descarnada y cruda, pero también la encubierta e indirecta, tensiona la unidad de clase de la burguesía, reapareciendo entonces el debate clásico sobre la existencia o no de la llamada «burguesía nacional». R.M. Marini hizo un brillante estudio de esta cuestión en el Brasil de la segunda post guerra, desde las iniciales políticas de sustitución de importaciones implementadas incluso por la alta burguesía y la llamada «burguesía antiimperialista», hasta su final con la reunificación de todas ellas para aplastar el pueblo trabajador:
«Sin embargo, como los hechos demostraron, lo que estaba en juego, para todos los sectores de la burguesía, no era específicamente el desarrollo, ni el antiimperialismo, sino la tasa de beneficios. En el momento en el que los movimientos de masas pro elevación se los salarios se acentuaron, la burguesía olvidó sus diferencias internas para hacer frente a la única cuestión que le preocupa de hecho: la reducción de sus ganancias. Eso fue tanto más verdadero cuanto no solamente el alza de los precios agrícolas, que había aparecido a los ojos de la burguesía como un elemento determinante en las reivindicaciones obreras, pasó a segundo plano, en virtud de la autonomía que ganaron tales reivindicaciones, sino también porque el carácter político que éstas asumieron puso en peligro la propia estructura de dominación vigente en el país. A partir del punto en el que reivindicaciones populares más amplias se unieron a las demandas obreras, la burguesía –con los ojos puestos en la Revolución cubana– abandonó totalmente la idea de frente único de clase y se volcó masivamente en las huestes de la reacción» [254]
La experiencia fracasada de la «burguesía nacional» brasileña reafirma la experiencia mundial vivida hasta entonces y anuncia la que vendría después, sobre todo en los pueblos que por mil circunstancias diversas no pudieron llevar al culmen una revolución social, al margen de su geográfica en el área imperialista o no. Lecciones idénticas extrae V. Prashad del llamado Tercer Mundo «A falta de una revolución social auténtica los líderes del Tercer Mundo empezaron a recurrir a las clases hacendadas y a las élites comerciales para cimentar su propio poder (…) una importante consecuencia de la ausencia de una verdadera revolución social fue la persistencia de diversas formas de jerarquía dentro de las nuevas naciones. La inoculación del sexismo y las escalonadas desigualdades de clan, casta y tribu, inhibieron el proyecto político del Tercer Mundo» [255]. Llegado el momento crítico de optar por una independencia nacional de contenido obrero y popular, que avance en la socialización de las fuerzas productivas, o una dependencia burguesa bajo tutela imperialista abierta u oculta, que les garantiza su propiedad de clase, las «burguesías nacionales» optan por lo segundo.
Para comprender por qué esta constante histórica tiene muy contadas e inciertas excepciones que provienen de sectores muy reducidos de pequeñas burguesías conscientes de que el imperialismo les puede hacer más daño que la democracia socialista de su Estado independiente, lo mejor es recurrir al marxismo, y debemos empezar por la crítica de Marx a a Proudhon:
«En una sociedad avanzada el pequeño burgués se hace necesariamente, en virtud de su posición, socialista de una parte y economista de la otra, es decir, se siente deslumbrado por la magnificencia de la gran burguesía y siente compasión por los dolores del pueblo. Es al mismo tiempo burgués y pueblo. En su fuero interno se jacta de ser imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio, que proclama diferente del término medio. Ese pequeño burgués diviniza la contradicción, porque la contradicción es el fondo de su ser. No es más que la contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo es en la práctica […] la pequeña burguesía será parte integrante de todas las revoluciones sociales que han de suceder» [256].
La descripción de la pequeña burguesía realizada por Marx y Engels desde la mitad del siglo XIX nos recuerda en lo esencial a la crítica demoledora hecha por F. Braudel a la cobardía traicionera de la burguesía del siglo XVI: «Aunque el orden social parece modificarse, el cambio es, en realidad, más aparente que real. La burguesía no siempre es eliminada o descartada brutalmente; es ella misma la que traiciona su destino. Traición inconsciente, pues no existe todavía, en realidad, una clase burguesa que verdaderamente se sienta tal. Tal vez porque es todavía muy poco numerosa» [257]. Braudel nos informa que a finales del siglo XVI la burguesía veneciana justo era entre el 5% y 6% de la población de la ciudad. No podemos profundizar ahora en la evolución de esta clase y en la de su hermana menor, la pequeña burguesía, pero sí debemos decir que ahora la burguesía tampoco supera cuantitativamente esa tasa de población, y que, sobre todo, su miedo y cobardía siguen siendo consustanciales a su clase, sobre todo en la pequeña burguesía.
Entre finales de 1847 y comienzos de1848 ambos amigos ya adelantan en el Manifiesto Comunista una idea clave sobre qué relaciones mantener con la pequeña burguesía y sus organizaciones democráticas: participar en todas las luchas por la democracia y contra la opresión pero insistiendo siempre en que el problema decisivo es el de la propiedad privada de las fuerzas productivas y en que el antagonismo decisivo es el que separa de manera irreconciliable a la burguesía del proletariado [258]. Recordemos que estas palabras están escritas antes de la oleada revolucionaria internacional de 1848-1849. Pues bien, veamos uno de los muchos momentos en los que Marx y Engels recurren sin complejos a diversas definiciones amplias e intercambiables.
El que vamos a explicar es un ejemplo especialmente valioso por dos razones, una, porque es un estudio exquisito y sofisticado de la revolución de 1848 en París, y, otra, porque nos aportan un método dialéctico enormemente creativo para encuadrar el debate sobre las relaciones entre proletariado, clase obrera y pueblo, o sea, sobre el pueblo trabajador parisino enfrentado a muerte con la burguesía. Desde las primeras «noticias de París» del 25 de junio de 1848, el concepto de «pueblo» es opuesto radical e irreconciliablemente al de «burguesía». Al poco, afirman que esta lucha revolucionaria conecta con las sublevaciones de los esclavos en Roma, y con la lucha de Lyon de 1834. Dicen que «los habitantes de los suburbios» acudieron en ayuda de los insurgentes, y cuentan cómo «el pueblo se lanzó furiosamente contra los traidores» que habían intentado infiltrarse, pero más adelante constatan que: «una vez más el pueblo había sido demasiado generoso. Si hubiese replicado a los cohetes incendiarios y a los obuses con incendios, hubiese sido el vencedor al atardecer. Pero ni pensaba en emplear las mismas armas de sus adversarios» [259].
También explican que «la burguesía declaró a los obreros no enemigos comunes, a los cuales se vence, sino enemigos de la sociedad, a los que se aniquila […] los insurgentes tuvieron en su poder gran parte de la ciudad durante tres días, comportándose con suma corrección. Si hubiesen empleado los mismos medios violentos que los burgueses y sus siervos, mandados por Cavaignac, París sería un montón de escombros pero ellos hubiesen triunfado» [260]. Y más adelante: «La guardia móvil, reclutada en su mayor parte entre el proletariado en harapos parisino, se transformó en gran medida, en el breve lapso de su existencia y mediante una buena retribución, en una guardia pretoriana de los gobernantes de turno. El proletariado en harapos organizado libró su batalla contra el proletariado trabajador no organizado. Como era dable esperar, se puso a disposición de la burguesía, lo mismo que los lazzaroni de Nápoles se habían puesto a disposición de Fernando. Sólo desertaron aquellas secciones de la guardia móvil compuestas por trabajadores verdaderos« [261].
A lo largo de los sucesivos artículos en los que analizan la lucha en París en junio de 1848, Marx y Engels utilizan indistintamente los conceptos de «pueblo», «proletariado», «obreros», «clase obrera», «trabajadores», «suburbios», etc., para apuntalar cuatro criterios que serán decisivos en la teoría de las clases, del Estado, de la organización y de la revolución. Sobre las clases queda claro que además de la flexibilidad de los conceptos, siempre tienen en cuenta el problema de la propiedad privada de las fuerzas productivas como el que define y separa al capital, a la burguesía y a su sociedad, del pueblo, de la clase obrera y del proletariado, de modo que es la propiedad privada la que también define qué es la sociedad y a qué clase pertenece, a la capitalista. Sobre el Estado queda claro que las fuerzas represivas y su violencia brutal son vitales para la burguesía, y más aún, adelantan una de las grandes lecciones que se repetirá una y otra vez hasta ahora: la creación por la burguesía de fuerzas represivas especiales provenientes del lumpen, de los «proletarios en harapos», como sucederá en el militarismo, en el nazifascismo, etc.
Sobre la organización queda claro que ésta es la única garantía de victoria, estrechamente unida a la conciencia de clase, revolucionaria, que desarrollan los «trabajadores verdaderos«. Y sobre la revolución, está claro que una vez que «cesa el motín y se inicia la revolución« [262] el pueblo no debe dudar, detener su avance aun a costa de las imprescindibles prácticas de violencia defensiva, revolucionaria, que ha de aplicar para aplastar a cualquier precio a la violencia contrarrevolucionaria e injusta. Pensamos que de un modo u otro, estos cuatro componentes cohesionan la teoría de la lucha de clases, que es la teoría de las clases sociales del marxismo. Todas las teorías burguesas disocian, separan e incomunican, las clases sociales de la lucha de clases, y ambas de la teoría del Estado y de la teoría política.
Tras estudiar las razones del fracaso de esta oleada y convirtiendo su experiencia en razones teóricas que avalen una práctica posterior, a comienzos de 1850 Marx y Engels proponen a la Liga de los Comunistas lo siguiente: «La actitud del partido obrero revolucionario ante la democracia pequeño burguesa es la siguiente: marcha con ella en la lucha por el derrocamiento de aquella fracción a cuya derrota aspira el partido obrero; marcha contra ella en todos los casos en que la democracia pequeño burguesa quiere consolidar su posición en provecho propio» [263]. O sea, se trata de crear un bloque social que incluya a las fuerzas democráticas de la pequeña burguesía para luchar conjuntamente contra la opresión común que sufren todos los componentes de dicho bloque social.
Ahora bien, Marx y Engels insisten reiteradamente en las páginas posteriores que «para luchar contra ese enemigo común no se precisa ninguna unión especial […] es evidente que en los últimos conflictos sangrientos, al igual que en todos los anteriores, serán sobre todo los obreros los que tendrán que conquistar la victoria con su valor, resolución y espíritu de sacrificio. En esta lucha, al igual que en las anteriores, la masa pequeño burguesa mantendrá una actitud de espera, de irresolución e inactividad tanto tiempo como le sea posible, con el propósito de que, en cuanto quede asegurada la victoria, utilizarla en beneficio propio, invitar a los obreros a que permanezcan tranquilos y retornen al trabajo, evitar los llamados excesos y despojar al proletariado de los frutos de la victoria» [264].
Marx y Engels advierten a la Liga de los Comunistas, en base a las lecciones teóricas extraídas de la derrota internacional de 1848-1849 que para evitar la traición pequeño burguesa, que se producirá después de la toma del poder, los proletarios deben mantener su independencia de clase, política y organizativa, no dejándose absorber por la pequeña burguesía, planteando reivindicaciones específicamente proletarias que desborden por la izquierda a las de la pequeña burguesía, y exigiéndole a su aliada que las cumpla. Más aún, la organización proletaria aliada con la pequeña burguesía contra el enemigo común ha de ser «a la vez legal y secreta» [265], e «independiente y armada de la clase obrera» [266], para garantizar siempre tanto la independencia práctica como teórico-política de la clase trabajadora.
Los consejos a la Liga de los Comunistas fueron redactados por Marx y Engels mientras el primero de ellos estudiaba más en detalle el fracaso revolucionario en el Estado francés, publicando el texto a finales de 1850, en el que afirma que: «Los obreros franceses no podían dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha de la revolución no se sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la masa de la nación -campesinos y pequeño burgueses- que se interponían entre el proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su vanguardia» [267]. Marx estudiaba la concreta derrota francesa en la mitad del siglo XIX, siendo consciente de la todavía limitada evolución del capitalismo francés comparado con el británico, llegando a una conclusión estratégica que mantendrán en lo esencial tanto él como Engels a lo largo de toda su vida, adaptándola en sus formas externas y tácticas a cada lucha revolucionaria particular: el proletariado como vanguardia nacional que dirige al campesinado y a la pequeña burguesía.
Una conclusión teórica que ya venía anunciada en el Manifiesto Comunista cuando insistieron en que el proletariado, que no tiene patria, debe empero elevarse a clase nacional, constituirse en nación, «aunque de ninguna manera en el sentido burgués» [268]. Los objetivos a conquistar que se enumeran al final del Manifiesto nos dan una idea exacta sobre la diferencia cualitativa de la nación proletaria con respecto a la nación burguesa, pero no es este nuestro tema ahora. Sí nos interesa resaltar cómo Marx enlaza proletariado, campesinado y pequeña burguesía dentro del proceso revolucionario en cuanto «masa de la nación» enfrentada a la burguesía, «masa de la nación» dirigida por la vanguardia proletaria.
Entre diciembre de 1851 y marzo de 1852 Marx escribió una de sus fundamentales obras, El 18 Brumario de Luís Bonaparte, en la que desarrolla una de sus mejores descripciones de la pequeña burguesía y del lumpen, pero también y por ello mismo, de la cuestión nacional según se presentaba en el capitalismo europeo de la época, describiendo así al demócrata pequeño burgués dice que: «Pero el demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas reconocen que tienen enfrente a una clase privilegiada, pero ellos, con todo el resto de la nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan son los derechos del pueblo, lo que les interesa, es el interés del pueblo« [269].
Marx escribe en cursiva clase en transición al igual que derechos e intereses del pueblo. En el primer caso para recalcar que la pequeña burguesía no es una clase fundamental en el capitalismo, sino secundaria aunque muy importante en la lucha de clases porque, y esta es la segunda cuestión, a pesar de estar embotada entre la burguesía y el proletariado tiene un poder apreciable en la manipulación del pueblo, sujeto colectivo del que ella se presenta como único representante y defensor. O sea, la ideología democraticista pequeño burguesa tiene su propio concepto de pueblo, de sus intereses y derechos, interpretados según la pequeña burguesía democrática, concepto diferente al de la gran burguesía, pero también diferente al de la «nación trabajadora», la que con su esfuerzo sustenta y mantiene al todo el país. Es muy significativo que Marx cite a la «nación trabajadora» justo después de escribir una muy brillante descripción del lumpemproletariado organizado como fuerza de combate secreta del bonapartismo, que siente la necesidad de «beneficiarse a costa de la nación trabajadora» [270].
Marx hace una espléndida descripción de la compleja realidad clasista en un contexto de lucha de clases a varias bandas: por un lado, en la base productiva tenemos a la «nación trabajadora», explotada y oprimida; después, encima tenemos a la pequeña burguesía como «clase en transición» que tiene su propio concepto de «pueblo»; y arriba, en el vértice del triángulo de clases, tenemos al poder reaccionario bonapartista que se sustenta, además de en el Estado burocrático, controlador y armado –una exquisita definición no superada aún, sino confirmada a diario [271] — también en la fuerza del lumpen. Pues bien, en el momento crítico, cuando el futuro está por decidir si se toman medidas valientes y radicales, entonces, la pomposa Asamblea Nacional representante del poder burgués en su generalidad, pero no del proletariado que forma la nación trabajadora, entonces la Asamblea Nacional: «No se atreve a afrontar el choque en el momento que éste tiene una significación de principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación se mueva» [272].
La burguesía en cuanto clase dominante que tiene algunos litigios tácticos con la pequeña burguesía, en modo alguno irreconciliables, esta clase «nada teme tanto como el que la nación se mueva» porque sabe que es la nación trabajadora la que se pondría en marcha hacia delante si fuera movilizada por la Asamblea Nacional. La nación burguesa y el «pueblo» pequeño burgués tienen terror a la nación trabajadora, por eso lo mantienen paralizado, y por eso le restringen sus derechos y libertades: «Allí donde veda completamente «a los otros» estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad pública«, es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como ordena la Constitución» [273]. «Los otros» son las clases explotadas, la nación trabajadora, a la que se le vigila y controla, se le restringen los derechos, y cuando se le conceden su disfrute es siempre bajo el riesgo de las «celadas policíacas» que garantizan el orden del capital, la «seguridad pública«, la seguridad de necesita la nación burguesa para explotar eficazmente a la nación trabajadora.
Exceptuando adaptaciones formales tácticas, este criterio estratégico no sólo se mantendrá durante toda su vida sino que llegará a niveles de majestuosa exquisitez teórica en su estudio sobre la Comuna de París de 1871 que no podemos extendernos ahora, pero en el que se expone claramente el antagonismo entre la «verdadera nación», la formada por las comunas libres que integran a las clases explotadas, y la nación burguesa, la del capital francés colaboracionista con el ocupante alemán para, con su ayuda, exterminar mediante el terrorismo más sanguinario el proceso revolucionario.
En lo que ahora nos incumbe, las relaciones entre la clase obrera, el proletariado, y el pueblo trabajador, en su análisis de la Comuna Marx afirma que «era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso para la gran masa de la clase media parisina -tenderos, artesanos, comerciantes-, con la sola excepción de los capitalistas ricos». Detalla las razones por las que la «clase media», que había traicionado y aplastado la insurrección obrera en 1848 se había pasado ahora, tras 23 años, al bando del pueblo insurrecto.
Marx hace una descripción antológica de las causas económicas, políticas, ético-morales y hasta educativas que explican semejante cambio, y no se olvida de añadir otra causa: «había sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caída del Imperio» [274]. De este modo, vemos cómo la capacidad de aglutinación de la «masa nacional» y de la clase media se ejerce en todos los aspectos de la vida cotidiana, incluido el sentimiento nacional «aunque en ninguna manera en el sentido burgués».
Más todavía, la Comuna, en cuanto «auténtico gobierno nacional» formado por «los elementos sanos de la sociedad francesa», fue a la vez un «gobierno internacional» por su contenido obrero, lo que le granjeó de inmediato la solidaridad de «los obreros del mundo entero» [275]. La capacidad de aglutinación de otras clases sociales explotadas en diverso grado alrededor del proletariado, formando así un bloque revolucionario nacional no burgués, obrero e internacionalista, opuesto a la nación burguesa claudicacionista, esta capacidad práctica fue transformada en lección teórica por Marx.
En este mismo año, el debate sobre el contenido de clase de la nación estallaba al rojo vivo en Alemania, en donde las medidas burguesas estaban llevando a su dominio monopólico del sentimiento nacional abstracto, a la vez que atacan ferozmente a la socialdemocracia como apátrida: «Al constatar cómo las clases dominantes afirmaban que el movimiento obrero era «enemigo de Alemania», Wilhelm Liebknecht se vio obligado a declarar en octubre de 1871: «Nos acusáis de no tener patria, vosotros que nos la habéis quitado»» [276]. Efectivamente, la burguesía alemana no sólo ya había quitado la patria a la clase obrera, sino que empezaba a lograr que cada vez más sectores de la nación trabajadora empezaran a creerse miembros de la nación burguesa.
La influencia creciente del revisionismo dentro de la socialdemocracia fue la causa fundamental del avance del nacionalismo imperialista burgués, y no tanto las reformas sociales introducidas por el emperador Guillermo II a partir de 1888. La fracción revisionista pasó a defender el imperialismo alemán y la permanente negociación interclasista como la estrategia adecuada para obtener mejoras sociales [277]. Con ello reforzaba a la nación burguesa y debilitaba a la trabajadora hasta el extremo de su claudicación humillante en 1914.
Un ejemplo de la interacción de los dos niveles del método marxista del estudio de las clases sociales nos los ofrece Engels en su texto sobre Alemania escrito en 1852. Primero hace una descripción amplia, analizando la división clasista en los dos grandes bloques sociales enfrentados: el propietario de las fuerzas productivas y el que no es propietario, al que define como «las grandes masas de la nación». Engels dice: «Las grandes masas de la nación, que no pertenecían ni a la nobleza ni a la burguesía, constaban, en las ciudades, de la clase de los pequeños artesanos y comerciantes, y de los obreros, y en el campo, de los campesinos» [278], y después se extiende varias páginas en el estudio concreto de las principales clases no propietarias, explotadas en diversos grados, que constituyen «las grandes masas de la nación» alemana a finales de la primera mitad del siglo XIX.
Muchos años más tarde, en 1870, Engels vuelve a insistir sobre el mismo problema de fondo pero en el contexto de un capitalismo alemán más desarrollado. Sin embargo, ahora, en 1870, Engels profundiza más aún en cuatro cuestiones fundamentales para comprender el método marxista: Una, la continuidad de las contradicciones clasistas esenciales a pesar de los cambios en sus formas, es decir, muestra cómo lo genético-estructural se mantiene incluso entre los largos períodos que van desde 1525 hasta 1870: «Nuestros grandes burgueses obran en 1870 exactamente igual como obraron en 1525 los villanos medios. En lo que atañe a los pequeños burgueses, a los artesanos y a los tenderos, éstos siguen siendo siempre los mismos. Esperan poder trepar a las filas de la gran burguesía y temen ser precipitados a las del proletariado. Fluctuando entre la esperanza y el temor, tratarán de salvar sus preciosos pellejos durante la lucha, y después de la victoria se adherirán al vencedor. Tal es su naturaleza» [279].
Dos, tras explicar cómo funciona lo esencial y permanente que determina a grandes rasgos qué son y qué hacen la pequeña burguesía, los tenderos y los artesanos, Engels pasa a describir qué es genético-estructuralmente la clase trabajadora, la clase asalariada: «Pero tampoco el proletariado ha salido aún de ese estado que permite establecer un paralelo con 1525. La clase que depende exclusivamente del salario toda su vida se halla aún lejos de constituir la mayoría del pueblo alemán. Por eso, también tiene que buscar aliados. Y sólo los puede buscar entre los pequeños burgueses, el lumpemproletariado de las ciudades, los pequeños campesinos y los obreros agrícolas» [280].
Vemos por tanto que la definición básica de proletariado en cuanto al modo de producción capitalista en sí mismo, en cualquier parte del mundo y en cualquier momentos de su evolución no es otra que «la clase que depende exclusivamente del salario toda su vida»; pero también vemos que en el mismo párrafo, a la vez, formando parte del mismo concepto, Engels completa el análisis genético estructural con el histórico genérico al explicar por qué y con quienes el proletariado concreto, el de la Alemania de 1870, ha de de establecer alianzas interclasistas para avanzar a la revolución.
Tres, inmediatamente después, sin romper el método dialéctico concreto sino ampliándolo en sus interrelaciones, Engels procede a describir otras clases y fracciones de clase que existen en ese momento en Alemania: además de los pequeños burgueses –«Son muy poco de fiar, excepto cuando ya ha sido lograda la victoria. Entonces arman un alboroto infernal en las tabernas. A pesar de esto, entre ellos se encuentran excelentes elementos que se unen espontáneamente a los obreros» [281] –, el lumpemproletariado, del que hace una descripción exacta y profética que debemos reproducir aquí por su acierto histórico:
«El lumpemproletariado, esa escoria integrada por todos los elementos desmoralizados de todas capas sociales y concentrada principalmente en las grandes ciudades, es el peor de los aliados posibles. Ese desecho es absolutamente venal y de lo más molesto. Cuando los obreros franceses escribían en los muros de las casas durante cada una de las revoluciones: » Mort aux voleurs !», ¡ Muerte a los ladrones!, y en efecto fusilaban a más de uno, no lo hacían en un arrebato de entusiasmo por la propiedad, sino plenamente conscientes de que ante todo era preciso desembarazarse de esa banda. Todo líder obrero que utiliza a elementos del lumpemproletariado para su guardia personal y que se apoya en ellos, demuestra con este sólo hecho que es un traidor al movimiento» [282].
Después de definir a la pequeña burguesía y al lumpemproletariado, continúa con la compleja y heterogénea división de los pequeños campesinos, según sean feudales, arrendatarios o propietarios de «un pedazo de tierra», pero explicando que se refiere a los pequeños campesinos porque «los grandes pertenecen a la burguesía» [283], es decir, indicando que lo que define a una clase social no es la forma de su propiedad, si esta es la tierra o la industria o el comercio, o la banca, sino la existencia o no de una cantidad de propiedad privada que le hace ser grande o pequeño propietario.
Y por último, cuatro, Engels se extiende en el estudio del componente decisivo del campo capitalista: los obreros agrícolas, en la Alemania de 1870, indicando que la gran masa campesina actúa de forma objetiva pero inconscientemente como el instrumento represivo básico en manos del Estado burgués, y Engels insiste en que el proletariado ha despertar a esta clase e incorporarla al proceso revolucionario ya que: «El día en que la masa de obreros agrícolas aprenda a tener conciencia de sus propios intereses, ese día será imposible en Alemania un gobierno reaccionario, ya sea feudal, burocrático o burgués» [284].
Hemos visto cómo el método marxista integra en el mismo concepto de clase social por un lado la permanencia histórica de la lucha de clases entre el capital y el trabajo; por otro lado, lo que define a cada clase antagónicamente opuesta a su contraria, pero a la que está unida a muerte por la esencia básica del modo de producción capitalista, o sea, la propiedad de las fuerzas productivas; además, cómo se concreta en cada época y país esas clases y sus luchas, sus alianzas y sus programas; también, cuáles son sus formas psicológicas, costumbristas, éticas y culturales a largo y a corto plazo; y por último, cómo dependiendo de la toma de conciencia de las clases explotadas y de sus luchas puede cambiarse radicalmente la naturaleza reaccionaria del gobierno de la burguesía. A largo de todo el estudio aletea en su interior un concepto todavía más abarcador y decisivo, como es el de pueblo trabajador, que Engels utilizará brillantemente una década y media más tarde [285], como veremos.
Más concretamente, relativizando un poco las diferencias evolutivas entre la lucha de clases en el Estado francés y en Alemania, y al margen de las clases no proletarias a las que dedican sus análisis Marx y Engels, las clases medias francesas y el campesinado alemán, no se puede negar que por debajo de las preocupaciones concretas actúa el mismo método teórico y el mismo objetivo estratégico, a saber, la creación de un bloque social amplio que exprese las necesidades y reivindicaciones de las clases explotadas, de las «más amplias masas», como muy frecuentemente se escribe en la prensa marxista de todos los tiempos. Y es aquí en donde irrumpe con fuerza la problemática de las llamadas «clases medias».
Si queremos encontrar una síntesis muy precisa de las ideas de Marx y Engels sobre la pequeña burguesa, podemos leerle al Lenin de 1902, muy poco después de haber escrito el celebérrimo y decisivo ¿Qué hacer? al que volveremos en extenso en su momento. Siempre es necesario contextualizar la teoría, su marco espacio-temporal, pero ahora lo es más si cabe porque así se demuestra fehacientemente que la teoría de Lenin sobre la organización fue ideada en su primera forma expositiva en estrecha conexión con dos problemas decisivos para todo proceso revolucionario: el de saber qué es la pequeña burguesía, y el de saber qué papel juega ella, o sus formas concretas en cada época y sociedad, en la creación de un bloque social dirigido por la clase obrera, por el proletariado, que dirija a la «población trabajadora y explotada», a los «pequeños productores» y a la pequeña burguesía.
Sobre la primera cuestión, Lenin dice en un escrito realizado mientras concluye el ¿Qué hacer? que: «Podemos (y debemos) señalar de forma positiva el carácter conservador de la pequeña burguesía. Y únicamente en forma condicional debemos hablar de su carácter revolucionario. Sólo tal formulación responderá exactamente a todo el espíritu de la doctrina de Marx» [286]. Pero el mayoritario carácter conservador de la pequeña burguesía, y su minoritario carácter revolucionario, no debe ser obstáculo alguno para que las fuerzas revolucionarias intenten integrar a esta clase dentro de las masas trabajadoras y explotadas. Ahora bien, la condición que exigía Lenin menos de un mes después del texto citado no era otra de que se demarcarse con rigor e insistencia en que era el proletariado, la clase obrera, la que debe dirigir clara y decididamente al pueblo y a los pequeños productores [287].
Las dos citas de Lenin corresponden a la primera mitad de 1902, y las de Engels y Marx son del siglo XIX. Si exceptuamos la Comuna de París de 1871 y la oleada revolucionaria de 1848-49, y otros conflictos menores, la pequeña burguesía europea no había vivido aún crisis socioeconómicas y políticas demoledoras, y a pesar de ellos, los autores marxistas citados acertaron en lo básico sobre la esencia de esta clase social. Después vendría la oleada revolucionaria de 1905, el estallido de la IGM en 1914 y la oleada revolucionaria mundial que se iniciaría con la victoria bolchevique en 1917. La izquierda europea apenas estudió la revolución mexicana de 1910 y el comportamiento timorato de la pequeña burguesía en aquella gloriosa y magna revolución. En 1919 Bujarin y Preobrazhenski redactaron el manual de formación de la militancia bolchevique, en el que la pequeña burguesía urbana es definida de esta manera:
«A este grupo pertenecen los artesanos independientes, los pequeños tenderos, la «inteligentsia» menor, que comprende a los asalariados y pequeños funcionarios. En realidad, no constituyen una clase sino una multitud mezclada. Todos estos elementos son explotados más o menos por el capital y a menudo son esclavizados. Muchos de ellos son arruinados en el transcurso del desarrollo capitalista. No obstante, las condiciones de su trabajo son tales, que la mayor parte de ellos no se da cuenta de lo desesperada que es su situación bajo el capitalismo. Consideremos por ejemplo el artesano independiente (…) se siente «patrono»; trabaja con sus propias herramientas, y en apariencia es «independiente», aunque en realidad está completamente enredado en la tela de araña capitalista. Vive con una esperanza perenne de mejora, pensando siempre: «pronto podré ampliar mi negocio, entonces compraré para mí»; se cuida de no mezclarse con los obreros y en sus costumbres evita imitarlos, tomando las costumbres de la aristocracia, pues conserva la esperanza de convertirse en un «caballero» (…) Los partidos pequeño-burgueses se unen generalmente bajo la bandera de los «radicales» o de los «republicanos», pero algunas veces también bajo la de los «socialistas»» [288].
Pese a las distancias espacio-temporales y de desarrollo socioeconómico del capitalismo de 1919, a pesar de todo, si comparamos lo esencial de esta definición con nuestro presente vemos varias constantes básicas, sobre todo teniendo en cuanta que en 1919 y en 2014 las crisis azotaban con fuerte impacto a estas clases; pero además y al margen de las reacciones en los períodos de crisis, también son permanentes los comportamientos sociales cotidianos, los desesperados intentos de marcar públicamente sus diferencias con las clases trabajadoras, a las que desprecian. Aún así, habría que esperar a la crisis de 1929 para disponer ya de una experiencia mundial aplastante sobre las limitaciones de esta clase. Ahora bien, una constante del texto bolchevique es la insistencia en el trato correcto, pedagógico e integrador que hay que dar a la pequeña burguesía: «Los pequeños productores no deben ser llevados a garrotazos hacia el socialismo» [289].
Una de las mejores definiciones marxistas de lo que es la clase trabajadora la encontramos en este libro, que es mucho más que un simple manual: «Esta clase está formada por quienes «no tienen nada más que perder, sino sus cadenas»» [290]. O sea, en períodos de expansión e integración burguesa, la realidad obrera inmediata que vemos es la de una clase reformista y hasta conservadora, sobornada por las concesiones del sistema; pero esta realidad es fugaz y es realmente formal, aparente, porque sólo dura el corto período de bonanza en el que el capital puede engañar al proletariado.
Conforme esta fase inicia su declive y la burguesía endurece la explotación, la clase obrera va sufriendo su verdadera realidad objetiva: sólo tiene su fuerza de trabajo para malvivir. Durante la crisis la alienación reformista puede ir cediendo ante la conciencia cada vez más crítica, más política. Si se dan ciertas condiciones, la conciencia-en-si puede transformarse en conciencia-para-sí, revolucionaria: el concepto de clase trabajadora llega a ser pleno en su riqueza una vez que la conciencia subjetiva de clase explotada se vuelve fuerza objetiva, material, mediante la lucha revolucionaria contra el capitalismo. Este y no otro es el momento en que la definición de clase obrera adquiere su pleno contenido histórico.
Volviendo a la pequeña burguesía, R. Feito Alonso ha resumido en tres los principales componentes de la visión del mundo pequeño-burguesa:
«1. Una intensa fe en las ventajas de la independencia. Esto significa la valoración del trabajo por sí mismo, de tener éxito gracias a los propios esfuerzos, lo que refleja una valoración moral más que económica.
«2. Rechazo de los elementos racional-legales de la sociedad. Se trata de la desconfianza hacia las grandes organizaciones burocráticas, desde el Estado hasta los sindicatos.
«3. Rechazo del cambio. Lo que importa es la estabilidad y la continuidad en las maneras tradicionales de hacer las cosas» [291].
Este autor introduce a la péqueña burguesía dentro de las «clases medias» por lo que, al margen ahora de otras consideraciones críticas al respecto, podríamos decir que la concepción del mundo pequeño-burguesa también sería total o parcialmente la concepción del mundo de las «clases medias». Más adelante volveremos a esta discusión tan estudiada por el marxismo, en especial desde el ascenso del nazifascismo al poder.
Y otra definición muy acertada de pequeña burguesía la encontramos en D. Torres: «La pequeña burguesía es una capa de la población cuya fortuna, vida y muerte, depende en muchos casos de sus esfuerzos individuales, de un pequeño aspecto del mundo que no les lleva a considerar la realidad social como una totalidad. En el plano organizativo se trata no de conformar potentes organizaciones que puedan derrocar a su enemigo, sino de un movimiento con lazos informales y débiles entre sus miembros, las organizaciones grandes son «monstruos» que «ahogan la personalidad». En el plano discursivo no se rigen por orientaciones basadas en las leyes del movimiento de la formación económico-social capitalista, sino en modas como el altermundismo, la globalifobia, el poscapitalismo, «los indignados», etc.» [292].
7.- Las llamadas clases medias
La Sociología, como la forma menos tosca de la «ciencia social» burguesa [293], no llega a una definición unitaria sobre la clase media. U no de los mejores diccionarios de esta disciplina, el de L. Gallino, tiene que reconocer que sigue habiendo «muchas ambigüedades» [294] en el momento de definir las clases medias. En realidad, esta confusión irresoluble se arrastra desde los primeros estudios oficiales británicos sobre dónde introducir a las franjas obreras con altos salarios si entre el proletariado o entre la «clase media baja», como indica E. Hobsbawm [295]. A. Recio también sostiene de entrada que: » El concepto de clase media es bastante confuso y cada cual lo interpreta como quiere» [296] , pero luego ofrece una definición que reproduciremos en su momento. R. Feito realiza un recorrido bastante completo de la variedad de opiniones sobre «la nueva clase media» desde que Bakunin utilizase este término hasta mediados los ’90 del siglo XX [297]. D. Bensaïd habla sin tapujos de «el rompecabezas de las clases medias» [298]. Como ejemplo «de la arbitrariedad de las categorías sociológicas que emplean las instituciones internacionales» [299], tenemos la denuncia crítica de la definición de «clases medias» que utiliza la OIT, en la que la entrada o salida de esa «clase media» depende de si se cobran más o menos dólares según la coyuntura económica.
Según A. Ortega: » No hay pleno acuerdo entre los especialistas sobre la definición de clase media, cuyos límites son, por definición, ambiguos y relativos. Algunos sociólogos la circunscriben a satisfacer las necesidades básicas más algunos extras: desempeñar una ocupación cualificada en el sector industrial o de cualificación media en el sector servicios y/o tener alguna propiedad. Otros, para comparaciones internacionales, utilizan la medida de un gasto diario entre 10 y 100 dólares al día (62 euros, en paridad de poder de compra)» [300]. Un ejemplo de la superficialidad de los «análisis sociológicos» sobre las clases sociales lo tenemos en esa «investigación» según la cual el 0,7% de la población del Estado español reconoce que ha descendido de la «clase alta» a la «clase media»; el 7% dice haber descendido de la «clase media-alta» a la «clase media»; el 51% de la «clase media» a la «clase media-baja», mientras que el 42% afirma mantener la misma posición de clase [301]. El mismo criterio definitorio cuantitativo basado en el salario y no en la propiedad de los medios de producción, lo encontramos en M. Queiroz al analizar el «riesgo de extinción» de la «clase media portuguesa»:
» Miles de familias, desesperadas por no tener medios para pagar su alimentación y sus cuentas fijas, han debido recurrir a instituciones de caridad. Muchas veces lo hacen a escondidas ante el fenómeno cada vez más frecuente de la «pobreza avergonzada» (…) una quinta parte de los portugueses vivía en 2012 con menos de 478 dólares por mes, en un país donde el salario mínimo legal es de 14 sueldos por año, de 644 dólares mensuales (…) En muchas escuelas del país, los maestros relatan casos dramáticos, de mareos y desmayos de niñas y niños de clase media, porque no tenían nada para desayunar en sus hogares y escondían el hecho para evitar ser confundidos con los más pobres (…) Inmersa en una montaña de deudas que no logra pagar, la clase media está cada vez más cerca de la más baja, que ya constituye 24,4 por ciento de los 10,6 millones de portugueses, más de dos puntos por encima de 2009. El Instituto Nacional de Estadísticas sitúa en la clase media a aquellos cuyos ingresos oscilan entre 768 y 2.660 dólares, en un país donde la mitad de la población no gana más de 932 dólares. Oficialmente, a esa clase pertenece en torno a 60 por ciento de los portugueses» [302].
La denominada «teoría de la estratificación social» –clase alta, media y baja, con sus estratos intermedios– que constituye el núcleo duro de Sociología [303], sólo puede dar cuenta de los cambios externos provocados por las previas subidas o bajadas de los salarios, pero en modo alguno puede, primero, establecer la dependencia de los salarios con respecto a las contradicciones socioeconómicas y a incidencia determinante de la lucha de clases, y segundo y dependiendo de ello, relacionar los comportamientos sociopolíticos de las «clases medias», o sea, los cambios en su conciencia política, elemento este vital en la teoría marxista de las clases sociales. Por ejemplo, Engels realizó durante nada menos que veintiún meses un estudio muy riguroso y extenso sobre la clase obrera inglesa, publicado en marzo de 1845. En la Introducción el autor hace una directa referencia al egoísmo de «la clase media inglesa» [304], que pretende hacer pasar sus intereses particulares como los verdaderos intereses nacionales, aunque no lo consiga. Como veremos al final de este capítulo, la manipulación por el Estado burgués del «egoísmo» de las «clases medias», de sus ansiedades, angustias y temores [305], es uno de los instrumentos más efectivos para el mantenimiento del poder capitalista.
Aquí debemos recordar al lector lo arriba dicho sobre la teoría marxista del conocimiento, sobre la dialéctica de los conceptos móviles que se solapan e interpenetran según las diferentes relaciones de los procesos que se estudian. Partiendo de ella, Marx fue el primero en estudiar a las «clases medias» con el rigor que lo permitían las condiciones de la época. Criticó a D. Ricardo en este sentido diciendo que: «Lo que él se olvida de destacar es el incremento constante de las clases intermedias, situadas entre los obreros, de una parte, y, de otra, los capitalistas y terratenientes, que viven en gran parte de las rentas, que gravitan como una carga sobre la clase obrera situada por debajo de ellas y refuerzan la seguridad y el poder sociales del puñado de los de arriba» [306].
Pero Marx no se limita a constatar una realidad nueva, sino que en su crítica a T. Hodgskin estudia su génesis desde el interior del capitalismo bajo las presiones del aumento de la producción en masa con su correspondiente aumento de la división del trabajo que: «tiene, pues, como base la división y especialización de los oficios y profesiones dentro de la sociedad. La extensión del mercado implica dos cosas: una es la masa y el número de los consumidores, otra el número de los oficios y profesiones independientes. Puede darse, además, el caso de que el número de estos oficios y profesiones aumente sin que aumente aquél» [307], es decir el número de consumidores.
Marx sigue explicando luego las fuerzas internas que determinan el aumento de las clases medias, debido a la creciente rapidez de la circulación de las mercancías desde su producción hasta su venta de modo que: «la coordinación de distintas ramas industriales, la creación de centros destinados a determinadas industrias especiales, los progresos de los medios de comunicación, etc., ahorran tiempo en el paso de las mercancías de una fase a otra y reducen considerablemente el tiempo muerto» [308]. Pero además de estas razones, Marx añade otra fundamental consistente en la sabiduría de la clase dominante para reforzar su poder integrando a sectores de las clases explotadas para volverlas contra su propia clase: «una clase dominante es tanto más fuerte y más peligrosa en su dominación cuanto más capaz es de asimilar a los hombres más importantes de las clases dominadas» [309].
La presión de la ideología burguesa y del reformismo logra muchas veces anular la vital importancia de estas dos citas, imprescindibles para entender la teoría marxista de las clases. En realidad, una clase viva que asimila a los sectores mejor formados de las clases que explota tiene asegurada su perpetuidad, especialmente cuando desarrolla mecanismos de división y segregación dentro de las clases trabajadoras: un ejemplo lo tenemos en las medidas sociales de Bismarck tras la Comuna de París de 1871, destinadas, entre otras cosas, a romper la unidad entre los «trabajadores manuales industriales», los «trabajadores de cuello blanco» y los «trabajadores agrícolas y domésticos» imponiendo diferentes sistemas de seguridad social en beneficio de los segundos [310], de lo que ya eran las «capas intermedias».
Y también cuando estas capas intermedias son vitales para las técnicas de control social insertos en el mismo proceso productivo destinados a vencer las resistencias de los trabajadores y aumentar la productividad de su trabajo. Ahora bien, el crecimiento innegable de estas fracciones no anula la objetividad de una de las características genéticas del capitalismo: «la mayoría de la población se convierte en una masa de asalariados que comprende a los que antes consumían en especie una determinada cantidad de productos» [311]. Como en todo lo esencial del capitalismo, Marx descubrió el por qué del crecimiento de las clases medias y, a la vez y contradictoriamente, el crecimiento de la asalarización social, dinámicas enfrentadas que se explican por el desarrollo periódico de nuevas fracciones de las clases medias que suplantan a las viejas proletarizadas y que, a la inversa de estas, son cada vez más asalariadas.
Poco después de estos descubrimientos, Marx redactó a finales de 1880 La encuesta obrera [312] con 101 preguntas sobre la composición de clases en el capitalismo de la época y que posee una sorprendente actualidad para conocer el capitalismo neoliberal, desregulado y precarizado actual. La tendencia creciente a la asalarización ha sido confirmada por todos los estudios algo serios, como también la tendencia a la asalarización de las nuevas franjas de las clases medias, ya que: «numerosas profesiones liberales se convierten cada vez más en profesiones asalariadas; médicos, abogados, artistas, firman verdaderos contratos de trabajo con las instituciones que les emplean» [313]. La asalarización privada de muchas profesiones liberales se incrementa con la desregulación del funcionariado estatal y público, especialmente en sanidad, un mito cuidadosamente protegido por la burguesía, que descienden del funcionariado a simples trabajadores especializados de las empresas de la salud [314].
M. Nicolaus explica que es a partir de las consecuencias de la ley la tendencia decreciente de la tasa de plusvalía, que es parte de la ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia, cuando Marx elabora la demostración de la necesidad de la existencia de la «clase media» ya que:
«Por una parte, el aumento de la productividad requiere un aumento en maquinaria, de modo que la tasa de ganancia aumentará, y deben aumentar tanto la tasa como el volumen de plusvalía. ¿Qué ocurre con este excedente que crece? Permite a la clase capitalista crear una clase de personas que no son trabajadores productivos, pero que rinden servicios a los capitalistas individuales o, lo que es más importante, a toda la clase capitalista; y, al mismo tiempo, el aumento de la productividad requiere una clase de ese género de trabajadores no productivos que desempeñen las funciones de distribuir, comercializar, investigar, financiar, administrar, seguir la pista y glorificar el producto excedente en aumento. Esta clase de trabajadores no productivos, de trabajadores de servicios o de sirvientes en una palabra, es la clase media» [315].
B. Coriat presenta tres razones que explican, desde los esquemas de Marx, la aparición de «capas parciales de trabajadores bajo el dominio de las relaciones capitalistas de producción»: la división entre trabajo manual y trabajo intelectual; las necesidades de vigilar el proceso de producción, y de aumentar las tareas de gestión y comercialización; y, último, la necesidad de desarrollar la investigación científico-técnica [316]. Para no extendernos, y para volver a la línea argumental, diremos sólo que a mediados de los años 80 del siglo XX el grueso de la nueva clase media, compuesta por trabajadores cualificados intelectualmente se había masificado, asalarizado, degradado en su trabajo, concentrado en su trabajo, reducidas sus posibilidades de «ascenso» corporativo, insertado en el mercado de trabajo como cualquier otro asalariado y rota su anterior homogeneidad social [317]. No hace falta decir que estas tendencias se han agudizado de entonces a ahora.
Es aquí donde volvemos a la definición de «clases medias» que ofrece A. Recio, en el texto arriba citado:
«Las capas medias no asalariadas han tendido a desaparecer a medida que la concentración de capital, la industrialización de la agricultura y la transformación del comercio han reducido el peso de los no asalariados en la estructura social. La inmensa mayoría de la población es hoy asalariada, pero dentro de ésta se ha desarrollado una enorme segmentación y diferenciación social, asociada a los cambios en la organización empresarial, al sector público y al desarrollo tecnológico. Un desarrollo que ha generado un amplio segmento de empleos en los que se requiere un nivel elevado de educación formal y que suelen estar asociados a niveles salariales relativamente altos, cierto prestigio social, una idea de carrera profesional y mayor estabilidad en el empleo, en relación a los empleos comunes, «manuales» (todos los empleos suelen requerir implicación mental y física), de la industria y los servicios. El primer grupo es el que forma lo que podríamos llamar el bloque de las capas medias asalariadas, diferenciado en muchos aspectos de la clase obrera tradicional. Aunque en muchos casos se confunde clase media no sólo con este segmento de asalariados sino con el conjunto de los que han podido alcanzar ciertas cotas de consumismo gracias a un cierto nivel de ingresos y de estabilidad. En los años buenos, esto también estaba al alcance de una parte de la clase obrera tradicional, especialmente la de las grandes industrias o la élite de la construcción» [318].
Hemos comenzado este capítulo viendo lo que pensaban Marx y Engels sobre las contradicciones y los límites de la pequeña burguesía, sus miedos y sus dudas. El tiempo transcurrido desde entonces ha confirmado esta crítica marxista, y ha mostrado, además, que también las «clases medias» se caracterizan por las mismas indecisiones, por eso que un autor ha definido como la «estructura mental egoísta» de estas «clases medias» en países como Venezuela: «En este momento en la Venezuela revolucionaria la clase media es beneficiada de mil formas, repito, pero vemos perplejos como, amplios sectores de los mismos se adhieren sin vergüenza a sus verdugos y denigran del comandante Chávez y de la revolución que los salvó de estafas financieras e inmobiliarias y los incluye en todos los sectores socioproductivos que el Gobierno inventa y reinventa para todo el Pueblo» [319].
I. Brunet y M. L. Schilman han estudiado con rigor el comportamiento de la «clase media» argentina, los «ahorristas», inmediatamente después de la crisis del corralito en 2001, insistiendo en lo que denominan como «la volatilidad del derecho de propiedad de las clases medias», derecho sagrado para este sector social que quiere creerse burgués, y que al ver y sentir cómo la crisis destroza ese «derecho» cae en el miedo y en la ira, en la protesta espontánea carente de perspectiva histórico-política [320]. Aunque las especiales condiciones argentinas nos exigen ubicar y contextualizar esta investigación tan rigurosa, no es menos cierto que confirma la crítica general de las llamadas «clases medias» como franjas sociales oscilantes, dudosas, «egoístas» como decía el «joven» Engels.
Cuanto más duras sean las crisis socioeconómicas, más se empobrecen y desorientan las «clases medias». Las medidas antisociales impuestas por las burguesías no perdonan a ninguna fracción de estas llamadas «clases». Un caso paradigmático por lo que significa de destrucción del mito del ascenso integrador vertical entre las clases, mito básico de buena parte de la sociología, es el de la privatización de la enseñanza pública. No podemos extendernos en detalle en este muy importante aspecto de las capacidades del capitalismo, y de su voluntad, para integrar y acercar, disminuyendo las distancias entre las clases, o para aumentarlas aún más, para separarlas más, pero sí debemos decir que la privatización de la enseñanza no sólo responde a la necesidad ciega del capital por encontrar nuevas áreas en las que invertir sus excedentes dinerarios improductivos, sino lo que es más peligroso y significativo, que la irracionalidad egoísta y ciega del capital le lleva a que sea el capital-riesgo [321] el que cada vez busque con más desesperación nuevos espacios sociales que destrozar, en este caso el educativo.
Naturalmente, en estas condiciones se producen dos fenómenos que actúan a la vez contra la reproducción de las «clases medias»: por un lado, la privatización de la enseñanza y la irrupción del capital-riesgo en ella, además de otras causas, hace que disminuya el número de educadores. Según la UNESCO ahora mismo hacen falta dos mil millones de maestros más [322], para cubrir la actual demanda educativa en el mundo; y por otro lado, se está generalizando lo que V. Cantor define como «proletarización docente» [323], es decir, desaparece una de las fuerzas decisivas para el éxito del mito de las «clases medias», la de los maestros como funcionarios o como «trabajadores liberales», no explotados en su inmensa mayoría, que realizan la decisiva tarea de acelerar el ascenso vertical de la juventud trabajadora y su integración de parte de ella en las «clases medias» y tal vez en la pequeña burguesía.
La alarmante disminución de profesores en el mundo y su proletarización docente destroza el mito de la enseñanza como medio de integración social y ascenso interclasista. Esta proletarización ayuda a entender que l os «nuevos pobres» provengan en su gran mayoría de las «clases medias», como se confirma en Grecia [324], y en toda Europa según lo demuestra el estremecedor informe de Cáritas-Europa [325]. En el Estado español, en donde casi el 36% de las familias no tienen capacidad de afrontar gastos imprevistos, el empobrecimiento de la llamada «clase media-media» empieza ya a afectar a la «clase media alta» [326] Desde esta perspectiva realista se comprende a la perfección lo que ha escrito Beatriz Gimeno:
«Durante años nos hicieron creer que todos éramos clase media. Es cierto que vivíamos mucho mejor que nuestros padres y no digamos que nuestros abuelos, es cierto que vivíamos instalados en cierta prosperidad (aunque jamás alcanzo a todos), pero el aumento del consumo funcionó como un cebo que hizo creer a prácticamente todo el mundo que tenían control sobre sus vidas, característica de la clase media. Casi parecía no existir la clase trabajadora. Convencer a la gente que pertenece a la deseada clase media tiene el objetivo de enmascarar sus verdaderos intereses para que así puedan apoyar políticas que, en realidad, les perjudican; al perder la conciencia del lugar social al que se pertenece se reduce o se hace desaparecer el antagonismo de clase y así, los trabajadores más acomodados, en lugar de sentirse explotados por los poderosos se sienten amenazados por los que aun son más pobres que ellos. Se trata de enmascarar en lo posible las diferencias sociales, la desigualdad, sus causas y consecuencias. Si uno no sabe dónde está mal puede entender nada (…) Ya sabemos que no somos clase media. Nunca lo fuimos. Pertenecen a la clase media aquellas personas que pueden mantenerse con sus propias rentas, aunque sean pequeñas; aquellas que no dependen absolutamente de un único salario para poder vivir, aquellas que en caso de quedarse sin trabajo pueden razonablemente esperar encontrar otro sin que su nivel de vida se vea alterado. Es decir, sí, pertenecen a la clase medias aquellas personas que tienen control sobre sus vidas. Todas aquellas otras personas, la inmensa mayoría, cuya única fuente de ingresos es el salario, sea este bajo, muy bajo o normal, están vendidas» [327].
S obre las clases medias es oportuno recurrir a un texto escrito finales de la década de 1960, en modo alguno superado por la evolución posterior, sino al contrario. V. Fay estudió a las clases medias en el Estado francés haciendo insistencia en una constante que ha ido en aumento desde la época de Marx y Engels a la que ambos prestaron atención, y que también fue estudiada por Lenin en su momento: la de las llamadas ganancias o «beneficios diferenciales realizados en el mercado mundial» [328] por el imperialismo que permiten a éste sobornar con mejores salarios a una parte de la clase trabajadora lo que, unido a otros factores, impulsa la creación de una aristocracia obrera que es parte de las nuevas clases medias asalariadas. Fay también afirma que las clases medias se constituyen, además, para solucionar las necesidades de administración, control, dirección a medio nivel, del proceso productivo por trabajadores cualificados:
«Existen demasiados vínculos entre las clases medias asalariadas y la patronal. Se les confieren demasiadas funciones directivas. Gozan de excesivas ventajas. Sin hablar de la similitud del modo y del nivel de vida. Pero basta que intervenga una mutación brusca para que una parte de los cuadros superfluos o de edad más avanzada se vean brutalmente arrojados a la calle, como simples peones de albañil. Entonces, y sólo entonces, los cuadros se dan cuenta de todos los inconvenientes de su condición de asalariados, de los riesgos y del azar que eso implica.
«Se puede decir que en período de coyuntura favorable, las clases medias asalariadas se comportan como si fueran diferentes del proletariado propiamente dicho; y que en coyunturas desfavorables toman conciencia de su suerte de asalariados, sintiéndose solidarios con los intereses y con las luchas del proletariado.
«De todas maneras, es difícil precisar los límites exactos de una clase, porque en la realidad las formas de transición atenúan diferencias sociales. También en el caso de estas nuevas clases medias asalariadas que, tanto por sus funciones, como por la delegación de poderes que les concede la burguesía, como por el carácter mixto de sus ingresos y por su nivel de vida pueden emparentarse con ciertas categorías de las viejas clases medias y especialmente con las profesionales liberales.
«Ciertamente, no poseen medios de producción y, debido a ello, se acercan al proletariado. Pero ejerciendo funciones dirigentes, sustituyendo parcialmente a los capitalistas, chocan con la masa de los trabajadores que defienden intereses opuestos a los de los capitalistas» [329].
Como hemos dicho, esto está escrito hace casi medio siglo, pero cambiando algunos aspectos secundarios impresiona su actualidad. En efecto, desde la década de 1990 la liberalización financiera ha supuesto entre otros cambios el de la pérdida de peso del trabajador industrial clásico, el «grasiento de mono azul» y la aparición de cuadros técnicos especializados para acelerar la llamada «economía inmaterial», una verdadera «nueva clase media asalariada» que llegó a disfrutar de grandes prebendas. Pues bien, la crisis desatada oficialmente en 2007 está destrozado la «nueva clase media» que trabaja en el sector financiero de la famosa «Milla Cuadrada» de la City londinense que ha perdido ya un tercio de sus componentes [330], retrocediendo a los niveles de 1993.
Según recientes investigaciones, todo indica que la tradicional «clase media» formada por ejecutivos del sector industrial está empezando a desplazar en sueldos e importancia socioeconómica, política e ideológica a la «clase media» formada por ejecutivos del sector financiero [331], que retrocede social y salarialmente, como hemos visto arriba. Ciertas tesis sostienen que estos cambios son debidos a que el capitalismo vuelve a dar importancia al sector industrial, el que produce valor, mientras que tiende a reducir el peso del sector financiero, lo que explicaría en aumento de la «clase media» formada por altos técnicos y ejecutivos industriales, pero no es este el sitio y el momento para analizar si el capitalismo se encuentra ante un «cambio de paradigma» como sostiene el informe de ICSA la evolución de las retribuciones entre 2007 y 2012.
Muy recientemente se ha publicado una esclarecedora y necesaria investigación realizada por Saïd Bouamama sobre las revueltas de 2005 de parte de la juventud trabajadora francesa, estudio que nos viene muy bien para conectar nuestras reflexiones sobre las llamadas «clases medias» con todo lo relacionado con los conceptos de «revuelta popular», «clases populares», «movimiento popular», «barrios populares», «mundo popular», etc. El autor muestra cómo estas luchas han sido utilizadas por el poder para producir una «mentalidad de blancos de clase media» [332] racista y colonialista, reaccionaria, cuando en realidad es un amplio movimiento popular en el que han intervenido estratos explotados diferentes pero unidos por una misma crítica radical al orden burgués, crítica que se muestra en la destrucción de cuatro grandes símbolos materiales de la explotación que sufren desde la primera infancia: los medios de transporte públicos o privados; la escuelas, las empresas y las infraestructuras públicas [333].
Y por último, también es gran importancia para nuestro tema, la constatación del fracaso, de la incapacidad intelectual, teórica, organizativa y mental de las «izquierdas», de las ciencias sociales, del mundo de la cultura supuestamente crítica [334], para comprender qué estaba sucediendo con la irrupción de lo popular en la vida sociopolítica francesa y por extensión a toda Europa. Es cierto que Saïd Bouamama no emplea en concepto de «pueblo trabajador» en su excelente texto, pero en todo su escrito late internamente el poder científico-crítico que le caracteriza.
La brecha salarial en aumento refleja «la disolución de la clase media» [335] en el Estado español, basado en un estudio de nada menos que 80.000 encuestas sobre las variaciones salariales en 2013. V. Casas sostiene con razón que las «clases medias» son una falacia [336], viene a decir, para entendernos, que en realidad lo que ocurre es la interacción de dos dinámicas: una, la propia evolución del capitalismo en cuanto a sus necesidades estrictamente económicas, endógenas, y otra la dinámica sociopolítica de ataque deliberado de la burguesía para destruir la fuerza del movimiento obrero. Pone el ejemplo del ataque políticamente dirigido por el gobierno de M. Tatcher.
En estas condiciones extremas de empobrecimiento de fracciones trabajadoras que gozaban de relativamente altos salarios comparados con la media, hacen falta conceptos amplios, abarcadores e incluyentes que expresasen la dialéctica entre lo esencial de la explotación capitalista como las múltiples formas salariales diferentes en las que esa explotación se expresaba en las luchas diversas pero todas ellas todas ellas insertas en el único proceso de explotación de la fuerza de trabajo social. Ahora, salvando todas las distancias espacio-temporales pero no de sistema económico explotador, el capitalismo de entonces y de ahora, disponemos de esta tesis que sostiene que los cada vez más millones de personas empobrecidas, expulsadas del mercado de trabajo y sometidas a brutales condiciones de vida y de explotación, se insertan objetivamente en el pueblo trabajador en su conjunto:
«Esos hombres y mujeres no forman parte de la clase obrera en el sentido clásico del término, pero tampoco se sitúan completamente fuera del proceso productivo. Tienden más bien a entrar y salir ocasionalmente de él, a la deriva de las circunstancias, realizando por lo general servicios informales mal pagados, poco cualificados y muy escasamente protegidos, sin contratos, derechos, regulaciones ni poder negociador. Están ocupados en actividades como la venta ambulante, los pequeños timos y estafas, los talleres textiles, la venta de comidas y bebidas, la prostitución, el trabajo infantil, la conducción de rickshaws o bicitaxis, el servicio doméstico y la actividad emprendedora autónoma de poca monta. El propio Marx distingue entre diferentes capas de empleados, y lo que dice acerca del parado «flotante» o trabajador ocasional de su propia época -que para él contaba como un miembro más de la clase obrera- se parece mucho a la situación que viven hoy muchos de los habitantes de los barrios marginales» [337].
8.- Clases y pueblo trabajador (I)
Engels nos ofrece, en su texto sobre Alemania escrito en 1852, su opinión muy valiosa -las de Marx ya son conocidas- que nos prepara el camino mostrando la interacción de los dos niveles del método marxista del estudio de las clases sociales. Primero hace una descripción amplia porque analiza la división clasista en los dos grandes bloques sociales enfrentados: el propietario de las fuerzas productivas y el que no es propietario, al que define como «las grandes masas de la nación». Engels dice: «Las grandes masas de la nación, que no pertenecían ni a la nobleza ni a la burguesía, constaban, en las ciudades, de la clase de los pequeños artesanos y comerciantes, y de los obreros, y en el campo, de los campesinos» [338], y después se extiende varias páginas en el estudio concreto de las principales clases no propietarias, explotadas en diversos grados, que constituyen «las grandes masas de la nación» alemana a finales de la primera mitad del siglo XIX.
Sobre la misma revolución escribe que: «En todos los casos, las verdaderas fuerzas combativas de los insurrectos, las que empuñaron primero las armas y dieron la batalla a las tropas, eran los obreros de las ciudades. Parte de la población más pobre del campo, los jornaleros y los pequeños campesinos, se adherían a ellos por lo general después de que estallaba el conflicto. El mayor número de jóvenes de todas las clases inferiores a la de los capitalistas se encontraba, al menos por algún tiempo, en las filas de los ejércitos insurrectos, pero esta multitud, bastante abigarrada, de jóvenes, disminuyó rápidamente tan pronto como las cosas tomaron un giro algo serio», y más adelante explica que a pesar de las fases diferentes del proceso revolucionario, «la clase obrera representaba los intereses reales y bien entendidos de toda la nación» [339].
Sin extendernos a textos anteriores, en este escrito Engels insiste, entre otras cosas, en que las clases trabajadoras formas las grandes masas de la nación, expresando los intereses bien entendidos y reales de la nación, o con palabras de Marx a las que volveremos al final de este escrito: la «nación trabajadora». Sobre este mismo tema, es decir, sobre la contradicción de clase que mina a toda nación haciendo que en ella coexistan «dos naciones» socialmente opuestas, la burguesa y la proletaria, Engels refiriéndose a la pequeña burguesía que abandonó la lucha revolucionaria, se pregunta: «¿Qué se podía esperar de esos cobardes?», responde que se pasaron al lado contrarrevolucionario porque estaban convencidos que con esa traición al pueblo «salvaban al país» [340]
Muchos años más tarde, en 1870, Engels vuelve a insistir sobre el mismo problema de fondo pero en el contexto de un capitalismo alemán más desarrollado, en el que la gran masa campesina actúa de forma objetiva pero inconscientemente como el instrumento represivo básico en manos del Estado burgués, y Engels insiste en que el proletariado ha despertar a esta clase e incorporarla al proceso revolucionario [341].
Engels fue incluso más exigente en el rigor conceptual desde el principio de su obra, precisando la naturaleza de clase de la «multitud» cuando ante el problema del paro como ejército industrial de reserva, lo define como «ingente multitud de obreros» [342], adelantando así una de las críticas más profundas a la charlatanería sobre la «multitud» que se niega a precisar su naturaleza de clase. Hemos visto un poco más arriba cómo Engels hablaba de «masas populares» en su estudio sobre la violencia en la historia. Y en 1870 avanza todavía más en la exposición rigurosa del método marxista de definición de las clases sociales, de la lucha de clases y de la estrategia y táctica socialista revolucionaria. En el debate con el anarquismo español, escribe en febrero de 1871:
«La experiencia ha probado por doquier que el mejor medio de emancipar a los obreros de este dominio de los viejos partidos ha sido fundar en cada país un partido proletario con una política propia, una política que se distinga muy claramente de la de los otros partidos, puesto que debe expresar las condiciones de la emancipación de la clase obrera. Los pormenores de esta política podrá variar según las circunstancias particulares de cada país; pero como las relaciones fundamentales entre el trabajo y el capital son las mismas en todas partes, y el hecho de la dominación política de las clases propietarias sobre las clases explotadas existe por doquier, los principios y el objetivo de la política proletaria serán idénticos, al menos en todos los países occidentales. Las clases poseedoras, la aristocracia terrateniente y la burguesía, tienen en la servidumbre al pueblo trabajador no sólo con el poderío de sus riquezas y con la simple explotación del trabajo por el capital, sino también con la fuerza del Estado, con el ejército, la burocracia y los tribunales. Renunciar a combatir a nuestros adversarios en el terreno político, sería abandonar uno de los medios más poderosos de acción y, sobre todo, de organización y propaganda. El sufragio universal nos proporciona un medio de acción excelente» [343].
Engels emplea la categoría filosófica de lo general y de lo particular, de la esencia y del fenómeno, de las leyes comunes al capital y de sus pormenores de las circunstancias particulares, al menos en occidente. Además, esta categoría es reforzada con la del empleo del concepto de «pueblo trabajador» precisamente cuando se trata de resaltar dos cuestiones decisivas: una, la demarcación de los dos grandes bloques sociales en lucha, la clase propietaria por un lado y por el opuesto la clase explotada, el pueblo trabajador; y otra, cuando hay que resaltar que en esa lucha intervienen las fuerzas militares, burocráticas y judiciales de la clase propietaria organizadas en su Estado opresor, además de otros sistemas de sojuzgamiento. Por último, ambos niveles del análisis se refuerzan con un tercero, el de la necesidad de la política organizada y realizada mediante un partido proletario con una política propia, la del pueblo trabajador.
Varios años más tarde, el Engels «maduro» analizó la composición de clases de Alemania en un texto escrito durante el invierno de 1887-1888. Tras recorrer los vericuetos históricos y presentes de la historia de la lucha de clases, de las tácticas y maniobras de las sucesivas clases dominantes para dominar y explotar a las clases trabajadoras, Engels afirma que, sin embargo y a pesar de lo anterior: «el pueblo trabajador ha mostrado que tiene voluntad con la que no puede ni siquiera la fuerte voluntad de Bismarck» [344]. Engels recurre al concepto de pueblo trabajador cuando tiene que expresar sucintamente la capacidad de resistencia unitaria de las clases explotadas frente a las explotadoras.
Es muy ilustrativo que recurra a este concepto en un texto sobre la violencia en la historia y especialmente cuando muestra la unidad y lucha de contrarios dentro de Alemania, entre la «nación trabajadora» y la burguesa. Pero cuando debe dar un salto de lo concreto-presente a un nivel superior de síntesis histórica del irreconciliable antagonismo social dentro de la nación alemana, del choque entre el pueblo trabajador alemán y la minoría propietaria de las fuerzas productivas. Cuando Engels necesita volver al estudio concreto-presente recurre a una precisión más analítica y minuciosa de las clases sociales, de los grandes propietarios de tierras y burgueses, de la pequeña burguesía, y de los campesinos y obreros [345].
En una de sus últimas reflexiones teóricas, en 1894, hablaba de: «la población trabajadora -campesinos, artesanos, obreros agrícolas e industriales»; sigue diciendo que «el proletariado típico es numéricamente pequeño: está compuesto en su mayor parte por artesanos, pequeños patrones y pequeños comerciantes, que constituyen una masa fluctuante entre la pequeña burguesía y el proletariado»; continúa analizando el futuro previsible de la descomposición de la pequeña burguesía de los tiempos medievales. Dice Engels inmediatamente después que la revolución burguesa que se avecina puede ser pacífica o violenta y que el movimiento socialista debe, empero, luchar por su «gran objetivo primordial: la conquista del poder político por el proletariado, como medio para organizar una nueva sociedad» [346]. Para llegar a esta situación, sostiene que: «es nuestro deber apoyar todo movimiento popular verdadero» en contra de las alianzas reformistas e interclasistas, reafirmándose en que la victoria burguesa será para los socialistas «una nueva etapa cumplida, una nueva base de operaciones para nuevas conquistas; que a partir de ese mismo día formaremos una nueva oposición al nuevo gobierno […] una oposición de la más extrema izquierda, que bregará por nuevas conquistas, más allá de las obtenidas» [347].
Hasta aquí, Engels insiste en la dialéctica entre lo particular y lo específico del proletariado italiano, de sus clases y fracciones de clase, de sus alianzas, etc., y lo general, lo común y lo esencial a toda lucha socialista: la conquista del poder político por el proletariado y la naturaleza de la lucha revolucionaria como proceso permanente, es decir, las lecciones generales de la historia de la lucha de clases. Y poco más adelante concluye aconsejando que pese a que la «táctica general», o sea, la teoría aprendida de las luchas concretas, no ha fallado hasta ese momento, insiste: «pero respecto a su aplicación a Italia en las condiciones actuales, la decisión debe ser tomada en el lugar, y por aquellos que están en medio de los acontecimientos» [348].
Al poco de morir Engels, Lenin demostró su especial capacidad y sensibilidad para descubrir siquiera la esencia embrionaria de un problema que llegaría a ser decisivo. Por ejemplo, ya en 1900 Lenin denunciaba que la invasión de China por Rusia además de ser una agresión inaceptable contra el pueblo chino, también iba en detrimento del » pueblo trabajador » ruso [349]. Esta capacidad de ver la dialéctica entre en imperialismo zarista, la opresión nacional de China y la lucha de clases del pueblo trabajador ruso contra su burguesía se basaba sin duda en la flexibilidad de su método, aunque este estuviera todavía poco desarrollado en 1900. Además, para nuestro tema, el concepto de sujeto revolucionario, esta cita es también decisiva porque muestra cómo ya en una época tan temprana y en un problema que atañe a la totalidad social contradictoria, Lenin recurre al concepto de «pueblo trabajador», como volverá a hacerlo en otros momentos decisivos.
En 1900, Lenin ya se percató de que empezaban a surgir brotes nuevos en las luchas de los pueblos por su soberanía, en este caso del pueblo chino. Desde entonces su «sentido dialéctico» fue perfeccionándose por las exigencias de la lucha revolucionaria que con sus situaciones nuevas ponían a prueba las antiguas visiones. Los brotes nuevos son realidades vivas, palpitantes, en crecimiento, lo que exige al observador una mente abierta y flexible, también en movimiento. En su estudio de la Ciencia de la Lógica, de la que ya hemos visto arriba aspectos tan fundamentales como el de su Doctrina del Concepto, insiste en que la dialéctica muestra por qué y cómo los contrarios pueden ser idénticos, y que no deben ser entendidos como «muertos, rígidos, sino como vivos, condicionales, móviles, que se transforman los unos en otros».
A partir de aquí Lenin aplaude la inteligencia e ingenio de Hegel al demostrar que en los conceptos que parecen muertos hay movimiento: «Multilateral y universal flexibilidad de los conceptos, una flexibilidad que llega hasta la identidad de los contrarios, tal es la esencia del asunto. Esta flexibilidad, aplicada subjetivamente, = eclecticismo y sofistería. La flexibilidad, aplicada objetivamente, es decir, sí refleja la multilateralidad del proceso material y su unidad, es la dialéctica, es el reflejo correcto del eterno desarrollo del mundo» [350]. Sin extendernos ahora, más adelante Lenin advierte que el conocimiento es algo vivo, multilateral, con una cantidad de aspectos que aumentan eternamente » con un sinnúmero de matices de cada enfoque y aproximación a la realidad « [351].
En la temática que aquí tratamos, la definición del sujeto revolucionario será decisiva la flexibilidad de la teoría marxista del concepto, aplicada de forma brillante por Lenin precisamente, como veremos, en la interacción entre el concepto amplio pueblo trabajador, o de masas explotadas y trabajadoras, y el concepto igualmente amplio y abierto de clase social, dialéctica activada por el papel de la organización revolucionaria como engarce interno entre las múltiples mediaciones que dan coherencia a la totalidad del problema. La definición flexible y móvil de concepto de pueblo trabajador se basa en lo aquí dicho, como se explicará.
Mariátegui deja constancia de la flexibilidad política, teórica y práctica de Lenin, de su capacidad para adaptarse a los cambios de la realidad, adecuando su pensamiento a las nuevas necesidades. Presenta a Lenin como conductor de muchedumbres y de pueblos, mostrando su capacidad para contactar con las emociones y sentimientos de los pueblos y naciones más distantes en la geografía y en la cultura, pueblos que envían emisarios y delegaciones para hablar con él y ver cómo desarrolla su método de pensamiento: «Su dialéctica es una dialéctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario (…) la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante» [352]. Originalidad, radicalidad y profundidad, tres adjetivos certeros para definir el método dialéctico que le permitió a Lenin descubrir y mostrar la interacción permanente entre la opresión nacional y el imperialismo.
Uno de los logros de Lenin, que es parte y mejora del logro marxista anterior a él, consistió en anclar la importancia de la liberación nacional como componente de la lucha antiimperialista y comunista, logro alcanzado gracias al método dialéctico en general. Con razón, se ha definido a este avance de Lenin, y de otros marxistas como Gramsci y Mariátegui, como uno de los pasos en «grandes nacionalizaciones del marxismo» [353], es decir, el proceso por el cual el marxismo en su forma teórico-abstracta general se concreta en y se adapta a las diferentes culturas nacionales, a la historia de los pueblos, a sus matrices sociales, adaptación imprescindible para el triunfo revolucionario. Pensamos nosotros que las «grandes nacionalizaciones del marxismo» han sido más que las realizadas por estos tres revolucionarios, como veremos a lo largo de este texto.
Por otra parte, yerra quien pretenda separar artificialmente la problemática nacional de la lucha se clases obrera y popular, y ambas del método dialéctico, de su flexibilidad. Volveremos a ver esa flexibilidad adaptativa cuando repasemos las diferentes versiones de su teoría de la organización, del partido revolucionario. El pensamiento de Lenin es una unidad en movimiento, lo que dificulta su rápida comprensión ya que esa unidad sólo se descubre cuando se relacionan todos los momentos concretos, es decir, dado que Lenin primaba el análisis concreto de cada realidad concreta y luego, tras ese análisis particular, elaboraba la unidad teórica global sintetizando todo lo que había aprendido hasta entonces, por esto mismo es fácil manipular a Lenin o malinterpretarlo quedándonos con una parte en vez de con el todo [354]. O dicho más directamente: «…las posiciones de Lenin estaban en continuo movimiento, aunque eran fieles a una rigurosa lógica interna» [355].
Gracias a ese método, Lenin no tendrá ningún reparo en mantener un concepto muy amplio e incluyente: «El pueblo, es decir, los obreros y los campesinos…» cuando habla de los derechos «del pueblo trabajador y explotado» [356]. Y pocos meses más tarde, interviene activamente en defensa de los derechos del «pueblo trabajador y explotado», texto en el que las «definiciones flexibles» de la dialéctica aparecen una y otra vez entremezcladas: «explotación del hombre por el hombre», «todo el pueblo trabajador», «emancipación de las masas trabajadoras», «el pueblo contra sus explotadores», «El poder debe pertenecer integra y exclusivamente a las masas trabajadoras y a sus representantes autorizados: los Soviet de diputados obreros, soldados y campesinos», «las clases trabajadoras de todas las naciones de Rusia» [357].
De entre los opsitores a Lenin, destacaba Bujarin, uno de los jóvenes bolcheviques con más influencia, a quien Lenin criticaba por tener algo de escolástico en su pensamiento, y por no haber estudiado jamás la dialéctica: «jamás ha comprendido del todo la dialéctica» [358]. En el estudio del imperialismo, una de las diferencias sustantivas entre Lenin y Bujarin era precisamente el significado de la opresión nacional. Para Lenin, la opresión nacional era una fuerza impulsora de las revoluciones proletarias, pero para Bujarin una simple abstracción. Para Lenin: «el derecho de autodeterminación era no sólo un «principio» (que aceptaban todos los bolcheviques), sino «la dialéctica de la historia», una fuerza revolucionaria que sería el catalizador del socialismo» [359]. Su implacable aunque casi aislada lucha contra el economicismo chocaba una y otra vez contra la fuerza del dogmatismo mecanicista que fue incapaz de comprender que la gran sublevación irlandesa de 1916 no era únicamente un epifenómeno intranscendente para sus sesudos estudios sobre la «»economía imperialista»» sino el históricamente decisivo «automovimiento de las masas» [360], de modo que, en realidad:
«El descubrimiento por parte de Lenin de la dialéctica de la autoactividad, de la contraposición sujeto versus sustancia, en el momento mismo en el que sobrevenía el fracaso de la Segunda Internacional, reveló simultáneamente la aparición de la contrarrevolución desde el interior de los movimientos marxistas y las nuevas fuerzas de la revolución contenidas en los movimientos nacionales. Además, estas nuevas fuerzas estaban presentes no sólo en Europa sino también en todo el resto del mundo. Lo que el estudio económico del imperialismo realizado por Lenin reveló fue que el capitalismo había devorado más de quinientos millones de personas en África y Asia. Esta cuestión habría de convertirse en un punto de partida teórico totalmente nuevo después de la conquista del poder por los bolcheviques expresada de las Tesis sobre la cuestión nacional y colonial presentada a la Tercera Internacional en 1920. Aunque el holocausto alcanzó su mayor intensidad y Lenin quedó solo, se negó a retroceder ni una pulgada hacia el internacionalismo abstracto. El estallido de la rebelión de Pascual de 1916, mientras los proletarios se mataban aún entre sí, demostró el acierto de la posición de Lenin acerca de la autodeterminación de las naciones.
«Durante el período 1914-1915 Lenin volvió al estudio de Hegel, el «filósofo idealista burgués». Al margen de la razón que le impulsó, lo cierto es que no fue a buscar allí las fuerzas motoras de la revolución. Sin embargo, para interpretar la acción de las masas irlandesas que en 1916 asumían el control de su propio destino, la dialéctica hegeliana le fue más útil que los debates sobre la cuestión nacional con sus colegas bolcheviques» [361].
Partiendo de aquí, ofrecemos la clásica definición de Lenin, considerada por P. Vilar como «la más válida teóricamente» [362], y que dice así: «Las clases son grandes grupos de hombres que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran con respecto a los medios de producción (relaciones que en su mayor parte las leyes refrendan y formalizan), por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo, y, consiguientemente, por el modo de percibir y la proporción en que perciben la parte de riqueza social de que disponen. Las clases son grupos humanos, uno de los cuales puede apropiarse el trabajo de otro por ocupar puestos diferentes en un régimen determinado de economía social» [363].
Fijémonos que aquí Lenin se mueve en el plano de los modos de producción, que habla de grandes grupos humanos y de la apropiación del trabajo ajeno. Estamos ante la teoría básica y general del materialismo histórico sobre la unidad y lucha de clases opuestas. Pero muy poco después en el mismo escrito Lenin procede al estudio concreto del sistema capitalista de su época, y más aún, da el paso de la teoría a la propuesta práctica sobre cómo aumentar la fuerza política de la clase trabajadora indicando que tiene la tarea doble de, uno, «atraer a toda la masa de trabajadores y explotados, organizarla» para vencer a la burguesía; y, dos, «conducir a toda la masa de trabajadores y explotados, así como a todos los sectores de la pequeña burguesía» hacia el socialismo [364]. Es decir, la complejidad social queda confirmada por Lenin al insistir en que existen, además del proletariado, una «masa de trabajadores y explotados» que deben aliarse con «todos los sectores de la pequeña burguesía». Volveremos sobre esto al estudiar el concepto de pueblo trabajador como el recipiente teórico que integra a esa masa de trabajadores y explotados. Fijémonos también en que este programa práctico es enunciado inmediatamente después de haber ofrecido una definición esencial de la unidad y lucha de clases en el nivel de los modos de producción.
¿Cómo entiende y emplea Lenin el concepto de «masa de trabajadores y explotados, así como a todos los sectores de la pequeña burguesía»? Aquí interviene la segunda y fundamental definición de Lenin, sin la cual no entendemos absolutamente nada de su método general ni tampoco del papel clave de su teoría de la organización, o del partido. Conviene que advertir que la definición de clase social arriba citada proviene de finales de junio de 1919, y que la que vamos a presentar ahora es de dos años después, de comienzos de julio de 1921. Hay que contextualizar ambas porque así vemos cómo la agudización de la lucha de clases le obliga y le permite afinar más concretamente el potencial de la dialéctica al interaccionar diferentes niveles de la realidad. En efecto, en un debate con los italianos Lenin dice:
«El concepto de «masas» varía según cambie el carácter de la lucha. Al comienzo de la lucha bastaban varios miles de verdaderos obreros revolucionarios para que se pudiese hablar de masas. Si el partido, además de llevar a la lucha a sus militantes, consigue poner en pie a los sin partido, esto ya es un comienzo de la conquista de las masas. Durante nuestras revoluciones hubo casos en que unos cuantos miles de obreros representaban a la masa. En la historia de nuestro movimiento, en la historia de nuestra lucha contra los mencheviques, encontrarán muchos ejemplos en que bastaban en una ciudad unos miles de obreros sin partido que llevan habitualmente una vida pancista y arrastran una existencia lamentable, que nunca han oído hablar de política, comienzan a actuar a lo revolucionario, ya tienen ustedes delante a la masa. Si el movimiento se extiende e intensifica, va transformándose paulatinamente en una revolución (…) Cuando la revolución está ya suficientemente preparada, el concepto de «masas» es otro: unos cuantos miles de obreros no constituyen ya la masa. Esta palabra comienza a significar otra cosa distinta. El concepto de masa cambia en el sentido de que por él se entiende una mayoría, y además no sólo una simple mayoría de obrero, sino la mayoría de todos los explotados. Para un revolucionario es inadmisible otro modo de concebir esto; cualquier otro sentido de esta palabra sería incompresible (…) Si un partido así presenta en semejante momento –(aumento del malestar social)– sus propias consignas y logran que le sigan millones de obreros, ustedes tendrán delante un movimiento de masas. Yo no excluyo en absoluto que la revolución pueda ser iniciada también por un partido muy pequeño y llevada hasta la victoria. Pero es preciso conocer el método para ganarse a las masas. Para ello es necesario preparar a fondo la revolución (…) En ningún país lograrán ustedes la victoria sin una preparación a fondo. Es suficiente un partido pequeño para conducir a las masas. En determinados momentos no hay necesidad de grandes organizaciones» [365].
Esta definición enriquece y refuerza la anterior en cuatro cuestiones importantes: una, reafirma la naturaleza abierta y en espiral del conocimiento según se van dando saltos cualitativos en la realidad; dos, reafirma el carácter decisivo y central de la conciencia política para definir a las «masas» y por tanto a las clases y en concreto al pueblo trabajador; tres, reafirma la importancia de la preparación paciente y sistemática de la lucha revolucionaria futura ya desde y en el presente mismo, en el ahora como pre-figuración del mañana; y cuatro, refirma el valor cualitativo y no cuantitativo del partido, es decir, en contra del reformismo y de la izquierda blanda electoralista, que lo centran todo en la acción parlamentarista, aquí se reafirma el valor cualitativo del partido de militantes curtidos, formados, capaces y polivalentes.
Ahora bien, de nuevo Lenin da una muestra más de su flexibilidad y del principio de concreción al terminar afirmando que lo dicho sobre la pequeñez del partido sólo sirve «en determinadas momentos», es decir, que no es una ley absoluta y eterna, sino condicional, tendencial, concreta, contextual, flexible y adaptable a las necesidades específicas de la lucha revolucionaria. Nada de dogmatismo.
La contrarrevolución en el interior del marxismo de la época adquirió una de sus formas más ásperas y decisivas al materializarse en la aceptación del chovinismo nacionalista gran-ruso, enemigo acérrimo del internacionalismo, del antiimperialismo y del derecho de los pueblos a su independencia. La revolución bolchevique no pudo superar la profunda «mentalidad imperialista» heredada del zarismo. Marx y Engels se percataron muy pronto de las profundas fuerzas irracionales que existen en las clases de las naciones opresoras, en su cultura e identidad explotadora, chovinista y racista. Superar esta mentalidad requiere de un serio esfuerzo de desalienación y de asunción de los valores internacionalistas y solidarios, lo que siempre resulta difícil. Lenin fue dándose cuenta de ello con amarga clarividencia: «Corría 1922, el año de su actividad intelectual más intensa, que se prolongó hasta los primeros meses de 1923 y la última de sus grandes batallas contra la cúpula dirigente; sobre todo, contra los actos brutales, duros y desleales de Stalin, dirigidos principalmente contra los georgianos, una vez más sobre la cuestión nacional («raspad a un comunista y encontraréis un gran chovinista ruso»). No fue casual que Bujarin sustentara la misma posición sobre la cuestión nacional» [366].
En las naciones oprimidas la fuerza social ampliamente mayoritaria que luchaba por «el derecho de los pueblos a su independencia» era la masa explotada y explotable como realidad que cambia al calor de la lucha de clases, tal como la entendía Lenin, hasta llegar a constituir la mayoría de todos los explotados, que no sólo una «simple mayoría de obreros». No es casualidad que fueran Stalin y Bujarin, dos desconocedores casi absolutos del método dialéctico, lo que de un modo u otro dificultaran la práctica de ese derecho, o lo negasen. Llegados a este punto, podemos y debemos comparar las ideas de Lenin sobre la clase obrera, sobre las masas explotadas, sobre el pueblo trabajador con la tesis de la «multitud»:
«En la tradición del socialismo revolucionario el concepto de masas mantiene relaciones de vecindad o de frontera, nunca muy bien delimitada, con dos campos semánticos que tienden a invadirse o solaparse. El primero estaría ocupado por términos como los oprimidos, los explotados, los pobres, los desposeídos, «los miserables» de Victor Hugo en definitiva, que comparten la condición de carencia o ausencia de y tienen su origen en representaciones del mundo obedientes a la mirada propia de unas conciencias morales de corte pastoral laico, humanista o religioso. Curiosamente, o no tan curiosamente si bien se mira, Vattimo ha recuperado para el pensamiento actual esta línea semántica al poner en circulación hablar de «los débiles» como posibles sujetos de ese proceso de emancipación que se acogería bajo lo que él y Zabala denominan el «comunismo hermenéutico». En el otro gran campo semántico, masas convive con términos como el pueblo, los trabajadores, la plebe, clase obrera, proletariado, que comparten un denominador semántico común que apunta a su capacidad para intervenir, fundamentalmente como amenaza, en los acontecimientos históricos – no en vano es la Revolución Francesa la que pone en marcha ese campo de significación- a la vez que señala e incorpora la presencia del factor trabajo en su conformación. Como palabras-puente entre aquellas familias conceptuales que tienen como rasgos pertinentes la desposesión y aquellas que avisan de su potencia performativa podríamos citar los sans-culotte de Dantón o «la horda», «la chusma» tan en boca de las burguesías amedrentadas.
«Si bien en Marx conviven elementos de uno y otro campo semántico, cuando se refiere a las masas cabe deducir que se decanta por un entendimiento del concepto como conjunto de gentes de humillada y oprimida condición social en actitud de rechazo y enfrentamiento, latente o activo en determinadas coyunturas, contra las fuerzas al servicio de la opresión que sufren»
«¿Qué masas?: los explotados, aquella parte de la población que vive de vender su fuerza de trabajo al capital, la clase trabajadora. ¿Qué dónde están?: la mayoría trabajando; una buena parte en el paro, otra buena parte en período de formación para poder demandar trabajo y otro buena parte viviendo de las rentas de jubilación provisionadas durante sus años de trabajo activo » [367].
La teoría de las clases debe tener siempre en cuenta la tendencia al surgimiento de nuevas fracciones de clase dentro de un modo de producción, de nuevas «clases medias» -cuestión en la que Marx fue pionero como hemos visto-, de la nueva pequeña burguesía, etc., atendiendo a las fluctuaciones internas en esos imprescindibles conceptos flexibles y abiertos tan abundantes en el marxismo como «masas populares», «movimientos populares» y sobre todo «pueblo trabajador», incluido el de «multitud» [368]. Precisamente, un concepto abierto más valido que el de «multitud» es el de «proletariado» que, como sostiene D. Bensaïd:
«Yo pienso que la noción de multitud es inútil y nociva. Ella tiene un valor descriptivo, pero descriptivo en relación a una imagen estereotipada que se puede tener de la clase obrera, el tipo operario de la industria. Tal vez el término «proletariado» sea más conveniente. Él es más abarcativo y más antiguo. Por consecuencia, finalmente, él describe una realidad más basta y más compleja (…) En relación a esa desestructuración de relaciones sociales bajo el choque de la crisis y de la transformación técnica, comprendo que el concepto de multitud pueda ser un poco seductor, pues parece describir una realidad de manera cómoda. Personas que son pequeños vendedores ambulantes, etc., que no viven como los obreros, todo eso es claro. Ahora, como concepto estratégico, hay un punto, que no está totalmente claro para mí. Negri opone el concepto de multitud no al concepto de clase, sino al concepto de pueblo. Siendo el pueblo la homogeneidad y la multitud la diversidad. Esto ya sería discutible» [369].
Recordemos ahora, y antes de continuar con otras aportaciones marxistas posteriores a Lenin, cómo Marx y Engels utilizan el «encabalgamiento conceptual» para referirse a las múltiples formas de las clases obreras, de los pueblos trabajadores, de las naciones trabajadoras, etc., sin olvidar nunca que lo que cohesiona y da sentido interno a tanta variedad es precisamente la explotación asalariada. Además de Lenin, también Trotsky aplica y desarrolla el mismo método en su estudio sobre el papel del proletariado industrial en la revolución de 1905, sus fracciones internas a todas las escalas de la moderna producción capitalista, desde los textiles, los metalúrgicos, los tipográficos, los de ferroviarios, los de comunicaciones, etc., sin olvidarse de los campesinos y sus fracciones, de la pequeña burguesía vieja y hasta la «»nueva clase media», compuesta por los profesionales de la intelligentsia: abogados, periodistas, médicos, ingenieros, profesores, maestros de escuela» [370]. Tras varias páginas de un análisis sofisticado del que no se salva la gran burguesía: Trotsky dice sobre la formación del soviet:
«Era preciso tener una organización que gozase de una autoridad indiscutible, libre de toda tradición, que agrupara desde el primer momento a las multitudes diseminadas y desprovistas de enlace; esta organización debía ser la confluencia para todas las corrientes revolucionarias en el interior del proletariado […] el partido no hubiera sido capaz de unificar por un nexo vivo, en una sola organización, a los miles y miles de hombres de que se componía la multitud […] Para tener autoridad sobre las masas, al día siguiente de su formación, tenía que instituirse sobre la base de una representación muy amplia. ¿Qué principio había de adoptarse? La respuesta es obvia. Al ser el proceso de producción el único nexo que existía entre las masas proletarias, desprovistas de organización, no había otra alternativa sino atribuir el derecho de representación a las fábricas y talleres» [371].
Las cuatro medidas tomadas por el soviet, y las exigencias planteadas a la Duma municipal iban destinadas a la tarea dialéctica de fortalecer su centralidad proletaria y romper la centralidad burguesa asegurada por sus fuerzas represivas: «1) adoptar medidas inmediatas para reglamentar el aprovisionamiento de la masa obrera; 2) abrir locales para las reuniones; 3) suspender toda distribución de provisiones, locales, fondos a la policía, a la gendarmería, etc.: 4) asignar las sumas necesarias para el armamento del proletariado en Petersburgo que lucha por la libertad» [372]. Comida, centros de reunión y armas para el proletariado, y desarme para la burguesía. Conforme aumentaba la fuerza y el prestigio del soviet, los políticos advenedizos empezaron a acercarse a sus reuniones, pero «el proletariado industrial había sido el primero en cerrar filas en torno a él» [373]. En el durísimo invierno de 1917-1918, estas y otras medidas aceleraron la efectividad de la hegemonía de la clase obrera dentro del pueblo trabajador soviético.
Trotsky sigue usando palabras como «pueblo», «masa», «multitud», «muchedumbre», etc., pero siempre como sinónimos que reflejan el bajo nivel de organización, conciencia y centralidad de amplios sectores de la clase proletaria en su conjunto, e insistiendo siempre en la prioridad práctica y teórica del proceso de producción, y hasta del «oficio» cuando éste tiene especial trascendencia para centralizar y concienciar a los sectores sociales que dependen de ese «oficio» [374], en la que no podemos extendernos ahora, aunque sí debemos concluir este rápido repaso sobre las aportaciones de Trotsky con esta vibrante cita en la que muestra cómo y por qué la lucha revolucionaria se libra por objetivos muy materiales: «se trata de saber a quien pertenecerán las casas, los palacios, las ciudades, el sol, el cielo: si pertenecerán a las gentes del trabajo, a los obreros, a los campesinos, los pobres, o a la burguesía y los terratenientes, los cuales han intentado de nuevo, dominando el Volga y el Ural, dominar al pueblo obrero» [375].
Los conceptos de «gentes del trabajo» y de «pueblo obrero» son idénticos al de «pueblo trabajador»; además, dado que en ellos introduce a los «pobres», a los obreros y campesinos, entonces, tenemos un concepto flexible y muy abarcador. Pero lo que más nos interesa ahora es que Trotsky aplica la teoría marxista del concepto a una problemática que podemos definir como absoluta, total: la de la lucha revolucionaria por la clase de propiedad de la naturaleza en sí misma, la todavía no humanizada, como el sol y el cielo, y la humaniza, como los palacios, las casas y las ciudades. Es decir, los conceptos de «pueblo obrero» y de «gentes del trabajo» son empleados cuando se necesita precisar el absoluto choque irreconciliable entre la propiedad socialista y la propiedad capitalista en lo esencial, en la naturaleza en sí misma.
Más todavía, es empleado precisamente en medio de una lucha total, en la que se fusionan las necesidades obreras y las de liberación nacional dentro de un contenido de lucha internacional a muerte entre el capital y el trabajo. Cuanto más amplia, compleja y contradictoria es la realidad que se estudia para revolucionarla, tanto más flexible, elástico e incluyente ha de ser el concepto que se emplea, pero siempre en conexión dialéctica con los necesarios conceptos más concretos, más precisos, más particulares. O sea, la dialéctica entre los conceptos particulares de campesinado, pobres y obreros, y los generales de gentes del trabajo y pueblo obrero.
En su impresionante libro sobre la huelga de masas, escrito a raíz de las luchas de 1905, Rosa Luxemburg nos da una lección sobre el correcto uso de los conceptos científicos del marxismo. Tras un extenso y profundo análisis de las diversas categorías y fracciones internas de la clase obrera, de la masa trabajadora, que empezó a luchar en 1896 con la huelga de los hilanderos, pasando por el resto de textiles, por los obreros industriales, ferroviarios y de servicios, «por motivos diversos y cada uno bajo formas distintas», ascendiendo con los años e incluyendo a los panaderos y trabajadores de astilleros, tras todo esto, hace esta síntesis:
«Fermenta en el gigantesco imperio una lucha económica infatigable de todo el proletariado contra el capital, lucha que gana para sí a las profesiones liberales, la pequeña burguesía, empleados de comercio y de banca, ingenieros, artistas…, y penetra por abajo hasta llegar a los empleados del servicio doméstico, a los agentes subalternos de la policía y hasta incluso a las capas del «lumpen proletariado» desbordándose de las ciudades al campo y tocando inclusive a las puertas de los cuarteles. Inmenso abigarrado cuadro de una rendición general de cuentas del trabajo al capital, refleja toda la complejidad del organismo social, de la conciencia política de cada categoría y de cada región, recorriendo toda la larga escala que va desde la lucha sindical regular, a la explosión de la protesta amorfa de un puñado de proletarios agrícolas y la primera confusa rebelión de una guarnición militar excitada, desde la revuelta elegante y perfectamente realizada con tiralíneas y cuellos duros en las oficinas de un banco, a los murmullos plenos de audacia y de excitación de una reunión secreta de policías descontentos en una comisaría ahumada, oscura y sucia» [376].
Si leyéramos estas palabras ahora mismo, sin saber que fueron escritas hace un siglo por una marxista asesinada en la revolución alemana por escuadras paramilitares dirigidas por un gobierno socialdemócrata, creeríamos que expresan las más recientes luchas en ascenso dentro no sólo de los países capitalistas empobrecidos y sobreexplotados, sino también en el capitalismo más feroz, desarrollado e imperialista. Rosa Luxemburg sigue:
«La concepción estereotipada, burocrática y mecánica quiere que la lucha sea solamente un producto de la organización, y mantenida a un cierto nivel de la fuerza de ésta. La evolución dialéctica viva, por el contrario, considera que la organización nace como un producto de la lucha». Después, reafirmando la complejidad de las «diversas categorías de obreros», advierte que si las huelgas de masas quieren ser efectivas «es absolutamente necesario que se transforme en un verdadero movimiento popular […] que arrastre a las más amplias capas del proletariado […] del pueblo trabajador […] de las más amplias masas» [377].
Y por no extendernos, Rosa también recurre a los conceptos de pueblo trabajador, más amplias masas, y otros, cuando explica el sentido y la función del partido socialdemócrata, cuando elabora su teoría del partido [378] como luego veremos. Es decir, Rosa utiliza con fluidez diversos conceptos aparentemente contrarios -clase obrera versus movimiento popular, que ella resalta, etc. porque, en realidad, reflejan la unidad genético-estructural de la fuerza de trabajo asalariada explotada por la clase capitalista y su sofisticación en el análisis de las diversas categorías de la fuerza de trabajo la consigue gracias al momento histórico-genético de la dialéctica. Incluso, aplicando este método se permite el lujo de afirmar que: «lo mismo ocurrirá cuando las circunstancias se presenten en Alemania» [379], como así sucedió.
Es desde esta perspectiva histórico-general, corroborada por los hechos posteriores incluidos los presentes, como debemos comprender la decisiva cita siguiente de esta misma revolucionaria, realizada en un debate internacional sobre qué lecciones teórico-políticas debían extraerse de la oleada de luchas de 1905:
«El terreno de la legalidad burguesa del parlamentarismo no es solamente un campo de dominación para la clase capitalista, sino también un terreno de lucha, sobre el cual tropiezan los antagonismos entre proletariado y burguesía. Pero del mismo modo que el orden legal para la burguesía no es más que una expresión de su violencia, para el proletariado la lucha parlamentaria no puede ser más que la tendencia a llevar su propia violencia al poder. Si detrás de nuestra actividad legal y parlamentaria no está la violencia de la clase obrera, siempre dispuesta a entrar en acción en el momento oportuno, la acción parlamentaria de la socialdemocracia se convierte en un pasatiempo tan espiritual como extraer agua con una espumadera. Los amantes del realismo, que subrayan los «positivos éxitos» de la actividad parlamentaria de la socialdemocracia para utilizarlos como argumentos contra la necesidad y la utilidad de la violencia en la lucha obrera, no notan que esos éxitos, por más ínfimos que sean, sólo pueden ser considerados como los productos del efecto invisible y latente de la violencia» [380]
Rosa simultanea en 1906 los dos momentos o niveles del método dialéctico, ya que, arriba, al analizar la enorme complejidad y diversidad concreta de la clase trabajadora, del pueblo trabajador, del movimiento popular, de las más amplias masas explotadas, etcétera, cuando estudia la lucha de clases localizada en un marco espacio-temporal preciso y localizado, aplica aquí el momento histórico-genético, analítico y diacrónico de la dialéctica materialista, recurriendo a conceptos amplios, abarcadores e incluyentes, incluso laxos, que destrozan la rigidez burda y mecanicista de la lógica formal. Pero cuando Rosa debe sintetizar en una sola expresión teórica toda la abigarrada diversidad de fuerzas concretas que han luchado en la recién concluida oleada revolucionaria de 1905, salta de la sofisticada precisión analítica, minuciosa y hasta quirúrgica, a la denominación general pero a la vez esencial de clase trabajadora, de clase burguesa, de proletariado y de burguesía, de violencia obrera y de parlamentarismo burgués, etc.
Rosa pasa de lo histórico-genético a lo genético-estructural, dos niveles del estudio conectados en la totalidad del método: uno, el analítico exige rigor y profundidad en el momento de descubrir la riqueza extrema de fuerzas concretas que luchan en una sociedad, en un pueblo, en un momento determinado, lo que Lenin define como «análisis concreto de una realidad concreta», descubriendo cada matiz diferente de lo concreto, y en este nivel o momento del estudio es necesario recurrir a conceptos como movimiento popular, pueblo trabajador, amplias masas explotadas, y otros, porque muestran teóricamente la complejidad de la concreta lucha de clases. Este es el análisis histórico-genético porque conecta el tiempo presente, la historia concreta, con lo genético del capitalismo, lo que define la esencia de la lucha de clases, pero insistiendo y dando prioridad a los análisis concretos.
La síntesis genético-estructural es la que muestra la esencia del problema, de las contradicciones y leyes tendenciales estructurales del capitalismo que marcan los límites infranqueables y objetivos entre los que se desarrollan las luchas de clases. En esta área del método ya no sirven sino sólo secundariamente los conceptos anteriores, ya que ahora necesitamos los más generales y ricos en relaciones internas, como, básicamente, el de la unidad de contrarios en lucha antagónicos formada por el proletariado y la burguesía, la clase trabajadora y la clase burguesa, etc.
Conceptos válidos para todo el mundo siempre que se mantengan dentro de lo genético-estructural, dentro de la esencia estructurante del modo capitalista de producción, porque cuando pasamos a estudiar el proletariado y la burguesía de Suecia o de Sri Lanka debemos volver al método histórico-genético. Por ejemplo, la lucha parlamentaria en general requiere de la presencia disuasoria, preventiva y latente de la violencia obrera, pero esta verdad teórica asentada y confirmada por la experiencia mundial que emerge de las contradicciones genético-estructurales, permanentes y esenciales del capitalismo, debe ser siempre confirmada y mejorada, sometida a examen crítico por las luchas parlamentarias concretas y particulares de cada pueblo trabajador que lucha en un contexto histórico-genético preciso.
Kautsky, por su parte, estudió minuciosamente los cambios en la clase trabajadora alemana a comienzos del siglo XX, utilizando estadísticas fechadas entre 1882 y 1907, llegando a una conclusión que se ha visto confirmada hasta la actualidad: en la medida en que el capitalismo crece las grandes empresas tienden a estar controladas por el capital financiero, por pocas camarillas de capitalistas estrechamente emparentadas y entroncadas que entre sí llegan a fáciles entendimientos. Ahora bien: «Por el contrario, en el proletariado industrial, a medida que éste se dilata, se incrementa la diversidad de sus elementos y el número de aquellos sectores difíciles de organizar, los individuos provenientes de las regiones rurales, del extranjero, las mujeres» [381]. Después, esta costumbre de precisar las fracciones internas del proletariado, del campesinado, de la pequeña burguesía vieja y nueva, de las capas intelectuales y liberales que aparecen y desaparecen al calor de las fases expansivas o constrictivas del capitalismo, este método en suma, es consustancial al marxismo y se refuerza con el otro componente del método: junto a la minuciosa disección de las partes, la unión esencial de su naturaleza básica, a saber, la explotación asalariada.
La Internacional Comunista, especialmente sus cuatro primeros y fundamentales congresos, se esforzó en lo mismo. Dejando por falta de espacio a los dos primeros congresos, en el tercero podemos leer un detallado estudio sobre los «sectores medios del proletariado»: «empleados del comercio y de la industria, de los funcionarios inferiores y medios y de intelectuales» [382]. Un valor especial tiene lo que dice el Cuarto Congreso sobre el fascismo relacionado con lo que estamos viendo sobre la oposición al fascismo en ascenso, que debe basarse en la movilización de «las grandes masas del pueblo trabajador» [383], es decir, como es básico en el marxismo, por un lado se analiza la extrema complejidad de las clases sociales y especialmente del proletariado pero, por otro lado, se reafirma la existencia de una clase social asalariada que puede ser definida formalmente de varios modos pero siempre relacionados con sus condiciones de explotación y de producción de plusvalía.
9.- Clases y pueblo trabajador (II)
Gramsci es fiel y efectivo practicante de este método, sobre todo en sus brillantes análisis de los Consejos Obreros del norte de Italia durante 1917-1922, en los que puede expresarse con toda claridad al no sufrir la estricta censura carcelaria que le obligaba a usar un léxico ambiguo. Además, en los años de los Consejos, Gramsci tenía a su disposición todos los medios prácticos de debate y estudio teórico espoleado por la necesidad revolucionaria directa, en fábricas y barrios obreros, mientras que en la cárcel no disponía de tales medios y menos aún del vivificador frescor crítico que bulle en el interior de la lucha de clases. Por esto, los textos escritos en los años de libertad son los más representativos y válidos en muchas cuestiones, pero a la vez inaceptables por el reformismo. En líneas generales y a lo largo de toda su vida teórica, Gramsci entiende que «pueblo es quien no gobierna», quien no tiene poder en el capitalismo y por tanto es explotado por la burguesía. Y es que, como también indica S. Job, Gramsci otorga al concepto de pueblo un fuerte contenido profundamente político [384].
En verano de 1919 Gramsci sostiene que: «la vida social de la clase trabajadora es rica en instituciones, se articula en actividades múltiples. Esas instituciones y esas actividades es precisamente lo que hay que desarrollar, organizar en su conjunto, correlacionar con un sistema vasto y ágilmente articulado que absorba y discipline la entera clase trabajadora» [385]. Gramsci rompe así como la imagen plomiza, compacta y gris de una clase trabajadora simple en sus formas de vida, y nos la muestra con toda su rica y múltiple variedad de expresiones de vida social, insistiendo es que es tarea de los comunistas articular en un vasto y ágil sistema de vida social proletaria esa riqueza múltiple de instituciones sociales creadas por la clase obrera. Para eso propone, entre otras medidas, crear comités de barrios en lo que también han de participar «las demás categorías de trabajadores en vivan en el barrio: camareros, cocheros, tranviarios, ferroviarios, barrenderos, empleados privados, dependientes, etc.» [386].
Gramsci concibe a la clase obrera como un todo complejo y múltiple en sus expresiones sectoriales, y cómo esta complejidad de expresiones se muestra en la rica vida social de ese todo complejo. Pocos meses más tarde, a finales de 1919 utiliza el concepto de «masas trabajadoras» para referirse a ese todo complejo integrado por sectores obreros tan diferentes en su forma externa como camareros, ferroviarios, etc., como hemos visto arriba. Y luego define así a la clase trabajadora mundial: «… el obrero de fábrica y el campesino en el campo, el minero inglés y el mujik ruso, todos los trabajadores del mundo entero,…» [387]. Bajo las presiones de los cambios productivos y de la explotación económica, además de la toma de conciencia de la clase obrera también se produce la toma de conciencia de los técnicos, que dejan de ser –en las condiciones italianas de febrero de 1920– un instrumento disciplinador y represor de la patronal, para empezar a asumir la psicología proletaria, revolucionaria, porque el técnico ha pesado a estar «relacionado con el capitalista por los nudos y crudos lazos de explotado o explotador» [388].
La importancia de está última cita no radica sólo en que vuelve a confirmar la teoría marxista de la contradictoria posición de clase de los técnicos, que son tan asalariados como todos los trabajadores, que en períodos de normalidad social aceptan ser instrumentos de control y represión patronal pero que pueden radicalizarse y tomar conciencia de su explotación y de su pertenencia objetiva de clase cuando la crisis socioeconómica y política, así como los cambios en el proceso productivo, hacen aparecer la realidad cruda y dura del capitalismo. Además de esto que es cierto, la cita sobre la concienciación de los técnicos es importante en la misma cronología de los textos de Gramsci. En efecto, casi tres meses después, en junio de 1920, Gramsci escribe la importante obra Por una renovación del Partido Socialista en el que utiliza el concepto de pueblo trabajador italiano siempre que analiza la crisis nacional de Italia y el contexto internacional de la lucha de clases, es decir, cuando necesita recurrir a un concepto abarcador y abierto, flexible, dialéctico, para estudiar una realidad compleja y cambiante:
«La agravación de las crisis nacionales e internacionales que destruyen progresivamente el valor de la moneda prueba que el capital ha llegado a una situación extrema: el actual orden de producción y distribución no consigue ya ni siquiera las exigencias elementales de la vida humana, y se mantiene sólo porque está ferozmente defendido por la fuerza armada del Estado burgués; todos los movimientos del pueblo trabajador italiano tienden irremisiblemente a realizar una gigantesca revolución económica que introduzca nuevos modos de producción, un orden nuevo en el proceso productivo y distributivo, que dé a la clase de los obreros industriales y agrícolas en poder de iniciativa en la producción, arrancándoselo de las manos a los capitalistas y a los terratenientes» [389].
El análisis de Gramsci era correcto: el capitalismo italiano y buena parte del internacional se encontraba en una crisis profunda que, con altibajos y vaivenes, se agudizaría hasta estallar en el cataclismo de octubre de 1929, causa de fondo de la guerra mundial de 1939-45. Pero antes de eso, el fascismo sería el arma terrorista del Estado italiano para aplastar en 1922 a un pueblo trabajador que empezaba a absorber en su interior a los técnicos radicalizados, como había advertido Gramsci sólo tres meses antes. El concepto de pueblo trabajador italiano era, así, el más apto para expresar las interrelaciones esenciales entre los componentes en aumento del bloque social explotado, oprimido y dominado en un contexto de crisis nacional e internacional. Gramsci es tan consciente de la conexión de lo nacional e internacional con la valía del concepto de pueblo trabajador que más adelante añade autocríticamente:
«El partido ha estado ausente del movimiento internacional. La lucha de clases va tomando en todos los países del mundo formas gigantescas; los proletarios oyen en todas partes la exhortación a renovar sus métodos de lucha, y a menudo como en Alemania tras el golpe de fuerza militar, a levantarse con las armas en la mano. El partido no se preocupa por explicar al pueblo trabajador italiano esos acontecimientos, por justificarlos a la luz de la concepción de la Internacional comunista, no se ocupa de desarrollar toda una acción educativa orientada a dar consciencia al pueblo trabajador italiano de la verdad, de que la revolución proletaria es un fenómeno mundial y de que cada acaecimiento tiene que considerarse y juzgarse en un cuatro mundial» [390].
Cuando se trata de estudiar los problemas nacionales e internacionales, la lucha de clases en sus expresiones más duras como la violencia reaccionaria y la revolucionaria, es decir, realidades que también atañen a los contradictorios y frecuentemente oscuros y profundos sentimientos nacionales, culturales, folclóricos de las «grandes masas populares» [391], etc., del pueblo trabajador como sujeto constructor del «bloque histórico revolucionario nacional-popular» [392], entonces el concepto de pueblo trabajador es el idóneo para reflejar esas complejidades profundas. ¿Pero cual es la relación entre clase trabajadora y pueblo trabajador? Gramsci responde así:
«La dirección debe estudiar, redactar y difundir inmediatamente un programa de gobierno revolucionario del Partido Socialista en el que se propongan las soluciones reales que el proletariado, convertido en clase revolucionaria, dará a todos los problemas esenciales –económicos, políticos, religiosos, educativos, etc.– que acosan a los diversos estratos de la población trabajadora italiana. Basándose en el concepto de que el partido funda su potencia y su acción sólo en la clase de los obreros industriales y agrícolas que no tienen ninguna propiedad privada, y considera a los demás estratos del pueblo trabajador como auxiliares de la clase estrictamente proletaria, el partido debe lanzar un manifiesto en el cual plantee explícitamente la conquista revolucionaria del poder político, en el cual se invite al proletariado industrial y agrícola a prepararse y armarse y se indiquen los elementos de las soluciones comunistas a los problemas actuales: control obrero de la producción y la distribución, desarme de los cuerpos armados mercenarios, control de los ayuntamientos por las organizaciones obreras» [393].
Más concretamente, ¿qué entiende Gramsci por proletariado en su sentido histórico prolongado?, lo siguiente: «La revolución proletaria es un larguísimo proceso histórico que se realiza con el nacimiento y desarrollo de determinadas fuerzas productivas (que nosotros resumimos con la expresión «proletariado»)» [394]. Por tanto, el proletariado es el conjunto de las fuerzas productivas conscientes que hacen la revolución en cuanto larguísimo período histórico, sujeto consciente que centraliza y dirige al pueblo trabajador en su conjunto. Los lazos que unen al proletariado con el pueblo trabajador van más allá que el simple interés social por las mejoras laborales, o por el proyecto político revolucionario: son lazos espirituales, de tradición, de parentesco, de historia, lazos múltiples que el proletariado ha de potenciar y desarrollar. Gramsci dice esto en su escrito sobre los consejos de fábrica de Turín, cuyo proletariado se «convirtió en el dirigente espiritual de las masas obreras italianas» [395]. Lazos espirituales profundos que explican la enorme solidaridad política que dieron las «masas proletarias italianas» [396] a la clase obrera turinesa.
Como se aprecia, aquí, en su texto sobre Turín Gramsci no usa el concepto de pueblo trabajador italiano sino el de masas proletarias italianas, o masas obreras italianas; y la razón es que en este texto Gramsci no analiza las problemáticas nacionales e internacionales, sino la lucha de clases en una ciudad. Aún así, no existe diferencia conceptual cualitativa entre pueblo trabajador y masas trabajadoras: es un concepto flexible, no rígido ni estático, que en sí mismo asume y refleja el movimiento de la realidad a la que se refiere. Una muestra de la agilidad conceptual, dialéctica, de Gramsci la encontramos en sus fragmentos sobre la cuestión meridional, en los que además de desgranas la complejidad de la clase obrera en sí misma, mostrando la necesidad de que actúe como una fuerza consciente unitaria, también disecciona a la casta intelectual especialmente en el capitalismo agrario del sur italiano, disección necesaria para saber atraer hacia la revolución a los sectores progresistas de la intelectualidad. En estos fragmentos Gramsci nos ofrece una plasmación muy buena de lo que Marx definió como «nación trabajadora»: «hay dos únicas fuerzas esencialmente nacionales y portadoras de futuro: el proletariado y los campesinos» [397].
Con el tiempo, Gramsci desarrolló una teoría de lo nacional popular que no pudo expresar de manera plena en sus Cuadernos, aunque sí nos dejó un prometedor texto al respecto en el que a partir del análisis crítico de una revista fascista profundiza en las complejidades de las relaciones entre lo nacional y lo popular en diversas sociedades europeas, estudiando la importancia de sus lenguas respectivas en las relaciones más o menos estrechas entre lo nacional y lo popular, en sus contenidos políticos, etc. Por ejemplo, cuando muestra el efecto de la prensa diaria en la formación de la conciencia política popular y nacional, Gramsci tiene el mérito de ser uno de los contados autores que en esa época afirma el importante papel de las mujeres en la elección familiar del periódico [398] con si correspondiente influencia en el reforzamiento o debilitamiento de tal o cual conciencia popular nacional en la familia y su entorno.
Gramsci explica que en «muchas lenguas, nacional y popular son sinónimos o casi lo son (…) En Italia, el término nacional tiene un significado ideológico muy restringido y en todo caso no coincide con el de popular, porque en Italia los intelectuales están alejados del pueblo, es decir, de la nación, y en cambio están ligados a una tradición de casta que jamás ha estado en la ruta de un fuerte movimiento político popular o nacional por abajo» [399]. Estas últimas palabras fueron proféticas porque a los muy poco años de haberlas escrito estalló la II GM confirmando el contenido progresista del concepto «pueblo» en su acepción marxista, inseparable del de nación trabajadora explotada por la burguesía grande y pequeña.
Pero antes de seguir con la guerra de 1940-45 nos detenemos un instante el la obra de J. Díaz dirigente comunista andaluz contemporáneo de Gramsci que durante un tiempo fue Secretario del Partido Comunista español. En verano de 1935 y ante los movimientos del fascismo y del golpismo militar, escribe» Es una gran verdad que el pueblo trabajador quiere la lucha unificada para salir de esta situación que os acabo de describir» [400]. Poco después, hablando sobre el VII Congreso de la IC escrito en noviembre de 1935 une en la misma frase los conceptos de «la humanidad laboriosa, al pueblo trabajador» [401]. En el texto que tal vez mejor refleje la concepción que tiene J. Díaz de la identidad nacional de las clases trabajadoras españolas [402], escrito en febrero de 1936, no aparece el concepto de pueblo trabajador, salvo error nuestro de localización, pero sí abundan los de masas trabajadoras, masas obreras y campesinas, pueblo a secas, masas proletarias, etc., casi siempre en conexión con la política de alianzas con la pequeña burguesía y hasta con la mediana burguesía para vencer la amenaza fascista en aumento.
El VII Congreso de la IC impuso el brusco giro al frentepopulismo abandonando la tesis de clase contra clase mantenida hasta entonces. Ahora el frentepopulismo hacía hincapié en la colaboración con la «burguesía nacional» y con la socialdemocracia para recomponer una fuerza política que venciese al fascismo. No vamos a entrar a este debate por falta de espacio. J. Díaz y todo el PCE asumió este viraje abrupto como se confirma abiertamente a comienzos de 1936 cuando sostiene que la clase media y la burguesía media no quieren el fascismo [403], pero este bandazo no implicó que se abandonasen conceptos como masas trabajadoras, masas populares, clases populares, pueblo trabajador, como se comprueba leyendo la valoración de las elecciones del 16 de febrero de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular [404]. Al margen de la línea política del PCE, cada vez más al lado de la escasa mediana burguesía republicana española, y cada vez más nacionalista español, J. Díaz siguió recurriendo a conceptos amplios como los aquí vistos hasta su último [405] escrito de finales de noviembre de 1938.
Tres este intervalo, podemos seguir e studiando el contenido popular de las resistencias guerrilleras y civiles no armadas a la ocupación nazifascista en la II GM, así como los posicionamientos de las clases trabajadoras y hasta de los soldados de origen obrero y popular de los ejércitos aliados. D. Gluckstein ofrece una definición de «pueblo» que coincide con la que se emplea en este texto. El autor explica que la clandestinidad obligada de las guerrillas dificulta sobremanera el lograr un conocimiento profundo de la composición popular de la resistencia, pero explica que:
«Bajo la ocupación, la difícil tarea de contactar con un movimiento necesariamente secreto, así como el riesgo de ser arrestado por la Gestapo o su equivalente, hacían que sólo una minoría estuviera directamente implicada. Sin embargo, los resistentes organizados gozaban de las simpatías de amplias capas de la población por su heroísmo y sacrificio personal. En los países aliados no ocupados, amplios grupos de personas luchaban entusiastas por la libertad y por una sociedad mejor, incluso si seguían las órdenes de autoridades que pensaban de manera bastante diferente. En Asia la población luchaba contra el colonialismo (tanto contra sus amos europeos como contra sus amos japoneses). El aspecto clave es que la guerra, la librara en mayor o menor medida el pueblo, se libró para el pueblo.» [406]
Continúa diferenciando la guerra popular de la guerra nacional, explicando que: «La guerra popular era una amalgama. Como fenómeno de clase, su ideología era un rechazo radical al sistema de preguerra y a favor de las clases más bajas (sin importar los orígenes sociales de los individuos). Como fenómeno nacional, los guerreros populares insistían en que las masas, más que las viejas y desacreditadas élites, representaban la nación. El fracaso de las autoridades aliadas a la hora de oponerse a los opresores extranjeros, y su prontitud para colaborar con el Eje (mediante el apaciguamiento, antes de la guerra, o tras la ocupación) reforzaban esta convicción» [407].
Es imposible citar siquiera una parte de la impresionante abundancia de datos históricos que sustentan la tesis general de D. Gluckstein y en especial su definición de «pueblo», así que aquí vamos a limitarnos sólo a la experiencia británica, tan desconocida. Un imperio brutal en el que gran parte de las clases trabajadoras de la metrópolis opusieron una compleja y rica «resistencia popular» a los planes de su burguesía, incluidas huelgas cada vez más numerosas en plena guerra ampliamente seguidas e iniciativas populares de expropiación de bienes burgueses para repartirlos entre el pueblo necesitado, así como la generalizada conciencia pública de que en realidad se libraban dos guerras, la exterior o imperialista y la interior o social entre ricos y pobres. Según las palabras de un dirigente sindical: «para los trabajadores se trataba realmente de una guerra en dos frentes, o, si se prefiere, en el frente y en la retaguardia» [408]
La penúltima referencia que queremos hacer, siguiendo con el caso británico, es la de la autoorganización de los soldados de a pie, generalmente de infantería, es decir, de origen obrero y popular destinados en Egipto. Allí se autoorganizaron para crear una especie de Parlamento de Soldados elegido democráticamente por las tropas a finales de 1943, que debatió y decidió leyes sobre la propiedad pública de las empresas, la nacionalización del comercio de distribución, la restricción del derecho de herencia, desarrollándose planes para otorgar la independencia a la India, abolir las escuelas privadas y nacionalizar el carbón, el acero, el transporte y los bancos [409]. Y la última referencia es esta:
«Una característica que distinguía la guerra popular con respecto con respecto a la guerra convencional era la manera en que combinaba aspiraciones sociales de equidad y emancipación con objetivos político, como la independencia y la democracia. Estos aspectos estaban muy marcados en Italia, en donde la lucha abierta de las clases trabajadoras era más evidente que en ningún otro lugar. Una razón era que el fascismo se originó allí, de modo que una resistencia surgida de golpe frente a la invasión, fue madurando a lo largo de décadas bajo un odiado sistema social que se asoció al capitalismo desde su implantación en 1922. Financieros y empresarios suministraron el 74 por ciento de los fondos del partido fascista, y a cambio Mussolini aplastó los sindicatos e impuso draconianos recortes de salarios en 1927, 1930 y 1934» [410].
La guerra popular la realiza el pueblo, entendido este concepto en el sentido amplio. Es el pueblo explotado –ahora ejemplarizado en el pueblo italiano– el que lucha para satisfacer sus necesidades y conquistar los derechos que le son negados, además de la independencia nacional y la democracia concretas. Fue la burguesía la que financió al fascismo usándolo como arma contrarrevolucionaria. El pueblo explotado resistió al fascismo y cuando el nazismo invadió Italia, con el apoyo del fascismo, el pueblo trabajador pasó directamente a luchar por la independencia nacional. Una vez más aparece al descubierto la esencial dialéctica entre opresión nacional, burguesía colaboracionista y lucha de liberación nacional practicada por el pueblo explotado asalariadamente, por el pueblo trabajador o por la nación trabajadora, como decía Marx.
Pero la experiencia italiana confirma el papel decisivo de lo que se denomina «memoria de lucha», componente fundamental de la conciencia de clase. D. Gluckstein nos explica inmediatamente después de la cita anterior que en Italia la memoria de lucha del pueblo venía de lejos. Tras repasar muy rápidamente la heroica resistencia de las masas no vencida de todo a pesar de la implacable represión, recordándonos los golpes sufridos por el PCI, el autor dice que: «Se ha asegurado que una «infatigable tendencia a la subversión» sobrevivió en la cultura popular, pero antes de la segunda guerra mundial esto no se tradujo en una resistencia activa» [411].
Podemos ya confirmar algunas tesis teóricas decisivas: es el pueblo explotado, trabajador, el que en los momentos cruciales se levanta en defensa de la democracia y de la independencia nacional, pero tal cual la entiende él y no la burguesía; ese pueblo tenía una más o menos «infatigable tendencia a la subversión» que saltaba de la pasividad a la acción en ese momento crítico visto; la memoria de lucha subversiva sobrevive latente en la cultura popular, en la cultura del pueblo trabajador, explotado, que no está totalmente dominada por la cultura oficial, la burguesa y explotadora. Pensamos que la historia confirma estas tesis teóricas elementales, dependiendo de las condiciones espacio-temporales concretas que sus formas externas se materialicen de una forma u otra.
Mientras en Europa las clases trabajadoras y pueblos oprimidos resistían al nazifascismo y al militarismo desde la segunda mitad de los años ’20, en China se libraba la misma lucha. Desde 1926, Mao mantuvo en su primer texto de importancia política y teórica un permanente esfuerzo teórico volcado en el estudio de la estructura de clases de la nación china. En ese texto Mao desarrolla uno de los argumentos centrales de la teoría marxista del proletariado como la clase que se materializa en su conciencia política y su práctica de lucha, sus huelgas e insurrecciones [412], es decir, la importancia de lo que en teoría marxista se define como «clase para sí» que parte y se sustenta sobre la realidad objetiva de la explotación, realidad que se expresa en la «clase en sí», la que existe como objeto pasivo explotado sin tomar conciencia de que puede llegar a ser un sujeto activo.
En 1945 refiriéndose a la alta burguesía Mao dice: «Mientras declara que se propone desarrollar la economía china, en los hechos se dedica a multiplicar el capital burocrático, o sea, el capital de los grandes terratenientes, los grandes banqueros, y los magnates de la burguesía compradora, monopoliza las palancas de la economía china y oprime sin piedad a los campesinos, los obreros, la pequeña burguesía y la burguesía no monopolista» [413]. Luego, concreta más su análisis sobre la resistencia democrática de «numerosas capas populares» contra la dictadura del Kuomintang: «obreros, campesinos, trabajadores de la cultura, estudiantes, trabajadores de la enseñanza mujeres, industriales y comerciantes, empleados públicos y hasta en un sector de los militares» [414]
Hay que tener en cuenta esta realidad estructurante, la opresión nacional, para comprender en su pleno sentido las siguientes palabras de Mao escritas en 1948, antes de la victoria revolucionaria:
«La revolución china en su etapa actual es, por su carácter, una revolución de las amplias masas populares, dirigida por el proletariado, contra el imperialismo, el feudalismo y el capitalismo burocrático. Por amplias masas populares se entiende a todos los que son oprimidos, perjudicados o sojuzgados […] a saber: los obreros, campesinos, soldados, intelectuales, hombres de negocios y demás patriotas, como se indica claramente en el Manifiesto del Ejército Popular de Liberación de China […] «intelectuales» se refiere a todos los intelectuales perseguidos y sojuzgados; «hombres de negocio», a toda la burguesía nacional perseguida y restringida, esto es, la burguesía media y pequeña; y «demás patriotas», principalmente a los shenshi sensatos. La revolución china en la etapa actual es una revolución en la cual todos los arriba mencionados se unen para formar un frente único contra el imperialismo, el feudalismo y el capitalismo burocrático, y en la cual el pueblo trabajador constituye el cuerpo principal. Por pueblo trabajador se quiere decir todos los trabajadores manuales (los obreros, campesinos, artesanos, etc.) y los trabajadores intelectuales que, por su condición, están próximos a los primeros y que no son explotadores, sino víctimas de la explotación» [415].
Debemos considerar tres cuestiones que aparecen en estas palabras: primera, la insistencia de Mao en dejar claro, como es muy frecuente en él, que precisa que habla de «la etapa actual» de la lucha por la independencia, lo que indica que en otra etapa revolucionaria diferente hay que aplicar otros criterios diferentes. Es decir, que en otra etapa de la revolución habrá que tomar otras tácticas. Segunda, que separa nítidamente las amplias masas populares, con un carácter interclasista en las que incluye a «hombres de negocios», del pueblo trabajador, separación determinada por la frontera insalvable de la explotación social. Y, tercera, que es el pueblo trabajador «el cuerpo principal» de las grandes masas populares, ya que «por pueblo trabajador se quiere decir todos los trabajadores manuales (los obreros, campesinos, artesanos, etc.) y los trabajadores intelectuales que, por su condición, están próximos a los primeros y que no son explotadores, sino víctimas de la explotación».
Antes de concluir este capítulo debemos detenernos unos instantes en Ho Chi Minh, revolucionario comunista e independentista vietnamita que ya desde finales 1920, escribía muy fundamentadas y demoledoras críticas del nacionalismo imperialista de PC del Estado francés en el que él militaba, pero también critica con igual dureza a los otros partidos comunistas europeos, como el británico, el belga, el holandés, etc., por su abandono del internacionalismo leninista [416]. Por cuanto marxista, Ho basa su crítica en un minucioso estudio de las complejas y tan diferentes realidades de las colonias ocupadas por el imperialismo francés, y de las posturas del PC de este Estado. Por ejemplo, para nuestro tema de estudio resulta muy valiosa la información que da Ho sobre la privatización de las tierras de propiedad colectiva [417] del pueblo rifeño, en la actual Argelia, y la entrega de las pequeñas propiedades a los grandes latifundios franceses.
Como veremos en su momento, la privatización de las tierras, bienes y recursos colectivos, públicos, ha sido y seguirá siendo uno de los puntos de anclaje teórico para entender además del significado del concepto de pueblo trabajador, también la forma-organización más adecuada que el pueblo genera para recuperar los bienes comunes privatizados y/o expoliados. La historia del pueblo de Viet Nam es un ejemplo de ello. La invasión francesa para ocupar Tonkín en 1872 tenía como objetivo acabar con el proteccionismo e imponer la libertad de mercado para los productos y capitales franceses, que saqueaban el país y lo arruinaban. Tras la claudicación de la corte vietnamita en 1883, el pueblo siguió resistiendo en defensa de sus tierras y bienes, ahora bajo propiedad francesa [418]. Con altibajos, derrotas y victorias, el pueblo siguió luchando en defensa de su nación, y en 1930 Ho definió así a este sujeto colectivo: «Los obreros se niegan a trabajar, los campesinos piden tierra, los estudiantes se declaran en huelga y los comerciantes hacen boicot. En todas partes las masas se han levantado para enfrentar a los imperialistas franceses» [419].
El avance de la lucha de liberación nacional plantea en verano de 1939 la necesidad de concretar un frente democrático nacional en el que también deben intervenir los franceses progresistas que residen en Vietnam y los burgueses con conciencia nacional vietnamita para neutralizar a las fracciones burguesas que no puedan ser ganadas para la independencia del país: «para que no caigan en manos del enemigo de la revolución y aumenten la fuerza de los reaccionarios» [420]. Justo dos años después, en junio de 1944, Ho hace un llamamiento a las mujeres, jóvenes, notables ricos, obreros, comerciantes, campesinos, funcionarios [421], para que se sumen a la sublevación armada. La insistencia en llamar a las fracciones nacionalistas de la burguesía para que participen en la lucha es permanente, reiterándose en agosto de 1945 el llamamiento a todos los «sectores sociales (intelectuales, campesinos, obreros, hombres de negocios, soldados)» y de todas las «nacionalidades del país (…) sin discriminación de edad, sexo, religión o fortuna» [422].
Más aún, los comunistas vietnamitas conocían perfectamente que los japoneses fortalecían y ampliaban la base social colaboracionista aumentando el número y la fuerza de los «Bang ta» o «notables», así como los efectivos de la guardia indígena especializada en la represión de la lucha armada en el campo, y otras fuerzas represivas especializadas en la infiltración en las organizaciones de masas, en el partido, entre el pueblo, etc., [423] aplicando lo que hoy se definiría como doctrina de contrainsurgencia. Siguiendo una antigua táctica, los japoneses también crearon una base social nativa colaboracionista, que se enriquecía ayudando a aplastar a su propio pueblo. En estas condiciones, la política comunista buscaba, además de otros objetivos, también y en momentos críticos sobre todo, impedir que triunfase la estrategia japonesa destinada a romper la unidad entre el partido y el pueblo, entre las organizaciones del partido y las masas [424], para, después, exterminar al partido y a sus organizaciones aisladas ya del pueblo trabajador. Para asegurar la victoria, era por tanto conveniente ofrecer una alternativa a los «notables» y demás sectores para que dejasen de apoyar al ocupante.
Pero se equivoca quien crea que Ho Chi Minh plantea una estrategia interclasista para conseguir una independencia burguesa en vez de socialista. No es así. De hecho, en diciembre de 1944 mientras va asentándose la lucha armada y va preparándose la próxima insurrección general, durante este proceso los comunistas refuerzan la formación teórica y política de los destacamentos militares mediante el Departamento de Propaganda Armada, embrión del Ejército de Liberación, por lo que Ho afirma directamente que: «siendo nuestra resistencia de carácter popular, tenemos que movilizar y armar a todo el pueblo» [425]. Resistencia de carácter popular quiere decir resistencia del pueblo y para el pueblo, para sus intereses de clase, populares, de las masas trabajadoras, aunque éstas tengan en cuenta a los «hombres de negocios», a los «comerciantes», a los «notables ricos» –apenas se usa el concepto de «burguesía nacional»–, de modo que lo decisivo radica en la segunda parte de la frase: «armar a todo el pueblo».
La consigna revolucionaria de «el pueblo en armas», o «armar a todo el pueblo» es inaceptable por la burguesía, porque es una conquista democrático-socialista irreconciliable con el axioma del monopolio de la violencia por parte del Estado burgués. En la práctica, la mayoría inmensa de la clase propietaria vietnamita apoyó a los sucesivos invasores extranjeros participando en mayor o menos medida en sus ejércitos, porque odiaban más al pueblo trabajador vietnamita armado que al invasor extranjero. Sin embargo, como afirmó Ho, «la nación descansa en el pueblo» [426], con lo que reforzaba el contenido centralizador de la «nación trabajadora» según la feliz expresión de Marx, en la nación vietnamita en su conjunto.
Para que el pueblo sepa y pueda llevar a la nación sobre sus heroicas espaldas en una guerra revolucionaria de liberación nacional tan dura y prolongada como la vietnamita, Ho afirmó en 1952 que: «En la actualidad, nuestro partido tiene el deber de unir y dirigir a la clase y al pueblo en la resistencia y en la reconstrucción nacional. Esta es una dura pero gloriosa tarea que sólo nuestro partido, el partido de la clase obrera y el pueblo trabajador, puede realizar» [427]. La directa alusión al pueblo trabajador por parte de Ho Chi Minh no era fortuita, sino producto de su profunda admiración y orgullo por la historia de resistencia de «nuestro pueblo trabajador» [428], como él mismo lo reconoció en su Testamento.
El orgullo de Ho no tenía absolutamente nada de chauvinismo, sino que se basaba en un muy profundo conocimiento de la larga historia de lucha del pueblo por su independencia, que se remontaba como mínimo a la victoria de 938 sobre los invasores chinos. En 1868 los invasores franceses fusilaron a un patriota popular que dijo antes de morir: «En Vietnam se luchará mientras crezca la yerba» [429]. Pero también de su pasado inmediato, durante la larga guerra de liberación nacional, en la que el pueblo trabajador y en especial los comunistas vietnamitas habían demostrado, además de valor extremo, también astucia y disciplina política sin par. Un ejemplo lo tenemos en la puesta en práctica de la muy dura decisión de aceptar la división de Viet Nam cediendo la parte sur al imperialismo cuando la tenían ya casi liberada del todo, tomada tras la derrota francesa en Dien Bien Fu. En estas condiciones, Ho detalló así las dos corrientes contrarias a la paz y a la división del país:
«Tal vez se produzcan los siguientes errores: desviación de izquierda -gentes entusiasmadas por nuestras continuas victorias querrán combatir a toda costa, luchar hasta el fin. Al igual que un hombre que viera los árboles pero no el bosque, observan el retroceso del enemigo mas no prestan atención a sus maniobras, ven a los franceses pero no a los americanos, se apasionan por la acción militar y subestiman la acción diplomática. No comprenden que paralelamente a la lucha armada, también sostenemos nuestra lucha en las conferencias internacionales con el mismo objetivo. Se oponen a las nuevas consignas, a las que consideran manifestaciones derechistas, concesiones alocadas. Quieren imponer condiciones excesivas, inaceptables para el adversario. Quieren precipitarlo todo, sin darse cuenta de que la lucha por la paz es dura y compleja. Si cedemos al izquierdismo nos quedamos aislados, separados de nuestro pueblo y del pueblo del mundo, y nos encaminaremos al fracaso»
«La desviación de derecha se traduce en un pesimismo negativo y en concesiones sin principio. No teniendo fe en las fuerzas del pueblo, los derechistas debilitan su espíritu de lucha. Olvidan el hábito del sufrimiento y no aspiran más que a una vida tranquila y fácil» [430].
Además de ser estas palabras una excelente demostración de la teoría marxista de la violencia revolucionaria, de la interacción de todas las formas de lucha, del papel de la diplomacia como parte de la totalidad de instrumentos de resistencia, etc., aparte de esto, también exponen lo que serían las dos décadas posteriores de sistemática guerra de liberación hasta la victoria final. Esta y no otra fue la realidad en la que lucharon otros pueblos de Asia, África, el Caribe y América Latina en esa misma época. Partiendo de esa experiencia, K. Nkrumah utilizó la feliz expresión de «pueblos militantes» [431] que se enfrentaban a las maniobras del neocolonialismo imperialista.
Los pueblos militantes son aquellos que mantienen largas y sostenidas luchas de liberación nacional de clase, es decir, que a pesar de todos los problemas han llegado a unir la conciencia nacional con la conciencia de clase. K. Nkrumah había escrito esas palabras muy pocos años después de que al comienzo de la década de 1960 muchos movimientos latinoamericanos iniciasen políticas destinadas a «agrupar a todos los sectores nacionalistas, populares y antiimperialistas» [432] de sus respectivos países, lo que aceleró la respuesta imperialista de golpes militares y políticas de exterminio y desapariciones masivas.
10.- Clases y pueblo trabajador (III)
¿Qué relación puede existir entre la China de 1949 y el Vietnam de 1969, por ejemplo, y la Europa actual, por no hablar de las diferencias que nos separan de las sociedades en las que se desarrollaron los conflictos a los que se refieren la Internacional Comunista, Kautsky, Trotsky, Rosa Luxemburg, etc.? Recordemos que Mao cifraba en un 90% el peso de la agricultura y la artesanía dispersas en el total de la economía china a comienzos de 1949: «el 90 por ciento, más o menos, de nuestra vida económica permanece aún en el nivel de los tiempos antiguos» [433]. Podríamos seguir analizando las diferencias entre nuestro presente y el que vivieron estos y otros marxistas pero pensamos que la comparación con aquella China es especialmente valiosa porque la definición de pueblo trabajador dada por Mao es la más sintética de todas. Pero basta leer la descripción de la estructura de clases de los «países atrasados o subdesarrollados», con los niveles dentro de las clases explotadas -proletariado industrial, agropecuario, improductivo e intermediario de la explotación-, más la amplitud variable de las «clases subsidiarias» [434], para darnos cuenta de que no existen diferencias cualitativas, esenciales, sino tan solo formales, con la estructura de clases del capitalismo imperialista en esa misma época.
Más aún, como veremos ahora mismo, incluso tales diferencias formales van dando paso a la identidad sustantiva del capitalismo bajo el efecto estremecedor de la contraofensiva burguesa mundial contra la humanidad trabajadora en su conjunto. Si tomamos como muestra de la identidad sustantiva en la estructura de clases mundial el proceso de «tercermundialización» de países imperialistas, tendríamos que estudiar la sugerente tesis de Arianna Huffington [435] que sostiene, entre otras cosas, que los EEUU se encaminan a ser como México o Brasil en cuanto a su realidad social, y no a la inversa. La tendencia definitiva a la mundialización de la clase obrera es irreversible como respuesta a la mundialización de la ley del valor-trabajo.
Para comprender la vigencia del concepto de pueblo trabajador en el capitalismo imperialista debemos recurrir al método marxista aquí expuesto. Por un lado, la interacción entre el estudio de lo general y esencial, y lo particular y lo fenoménico; y por otro lado, y a la vez, el empleo de los conceptos flexibles, abiertos e incluyentes, adaptables a los cambios de lo real. Aplicando este método comprendemos lo que se oculta en el fono del estudio de J. F. Tezanos cuando muestra la tendencia a la difuminación de las barreras prácticas y teóricas que separaban a las diferentes fracciones de las clases trabajadoras:
«En la sociedad de principios del siglo XXI las cosas ya no se entienden de la misma manera y muchas veces las fronteras sociales que separan a quienes tienen algunos tipos de trabajo atípicos o irregulares (por horas, por «obra realizada», por piezas, etc., o en la economía sumergida) y quienes no lo tienen y sólo «trampean» para sobrevivir se hacen borrosas. Hay quienes «trabajan» hoy y no lo hacen mañana, quienes efectúan tareas que difícilmente podrían ser catalogables como «trabajo» hace unos años, y quienes realizan «chapuzas» y «trabajillos» en condiciones laborables difícilmente clasificables. Por ello están proliferando las definiciones y los conceptos heterogéneos y se hace mención a los «falsos autónomos» o «autónomos aparentes», a los «falsos parados», a los «excluidos», a los «trabajadores voluntarios», a la «desalarización» y «desespacialización» laboral, a los «activos permanentemente laborales, etc. Todas estas expresiones, de alguna manera reflejan la difuminación creciente de algunas situaciones laborales y las dificultades para que muchas personas definan claramente su situación y su estatus en las estructuras productivas» [436].
Arriba hemos visto cómo A. Piqueras refiriéndose al «nuevo proletariado» indicaba que en realidad el capitalismo estaba intentando imponer «viejas» formas de explotación. Lo que ahora hemos leído a Tezanos es la forma actual, «nueva», en la que se expresa la permanente lucha de clases que en última instancia decide los cambios en las formas de explotación. Por debajo de la «desalarización» y de las crecientes expresiones del precariado, está activa y decidida a triunfar la «vieja», mejor decir permanente, necesidad burguesa de destrozar toda cohesión obrera, de multifraccionar y pulverizar a la clase trabajadora en átomos separados y enfrentados mortalmente entre sí, reinstaurando en las condiciones del siglo XXI las formas de salvaje explotación de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.
La «difuminación creciente» de las fronteras intersectoriales de la fuerza de trabajo, fronteras que imponía la burguesía para facilitar la explotación y aumentar los beneficios, además de exigir la aplicación del método dialéctico como hemos explicado, también demuestra la idoneidad del concepto de «pueblo trabajador» al tener la virtud de integrar en un todo más extenso a las múltiples formas en las que se muestra la fuerza social de trabajo, el «trabajo globalmente explotable». Pues bien, muy recientemente, este mismo problema ha reaparecido con toda su decisiva importancia al sumarse a la oleada internacional de luchas urbanas y campesinas esos movimientos que de algún modo cabe incluir en la masa de «indignados», con todas su contradicciones pequeño-burguesas [437]. Pero por el lado revolucionario, varios autores sostienen que en el interior de la abigarrada densidad de movimientos diferenciados, lo que ocurre es que, a pesar de tanta diversidad:
«Somos la misma cosa: el mismo objeto de explotación. Pero también somos el mismo sujeto, el mismo cuerpo capaz de negar lo existente como inevitable. Es por esto que hemos aprendido juntos y juntas. Cada práctica de resistencia está siendo un estímulo. Se difunden y se adaptan a contextos aparentemente desconectados (…) un nuevo paradigma de autoorganización y de solidaridad (…) se basa en la ordenación dicotómica del campo político entre un nosotros –el resurgimiento del pueblo como sujeto colectivo– y de la identificación, agrupación y designación del régimen, de ellos como una casta parasitaria «post-hegemónica» sometida al Diktat de los mercados» [438].
El pueblo como sujeto colectivo, el nosotros como el mismo objeto de explotación por el ellos, por la casta parasitaria, por la clase burguesa. Esta concepción básica es la que, por un lado, refleja lo genético-estructural en la definición de unidad y lucha de contrarios entre el trabajo y el capital; y por otro lado, refleja lo histórico-genético en las formas concretas en las que se realizan esas luchas de clases en cada contexto espacio-temporal, en cada marco autónomo de lucha de clases, de modo que en este nivel, el concepto de pueblo trabajador vasco o paquistaní, tanto da, adquiere toda su potencialidad científico-crítica en cuanto síntesis de ese nosotros-el-pueblo que sufre la misma explotación básica a manos de ellos, de la clase explotadora, del capital en suma.
También podemos ejemplificar la valía del método dialéctico recurriendo a la tesis de R. Zibechi:
» La vigencia de las clases sociales es también móvil y no es única. Hay sujetos que tienen un carácter de clase sin duda, pero el carácter de clase no es suficiente para constituir un sujeto, es decir, no es la única dimensión en torno a la cual se constituyen los sujetos de cambio. Los sujetos se constituyen en torno a una multiplicidad de cuestiones. Si tú ves a la multitud como un sujeto transitorio, pero sujeto al fin, ésta tiene un componente tan heterogéneo y tan variado, pero no de agregaciones individuales, sino de agregaciones comunitarias colectivas, que impiden definir un sujeto en términos de clase. Por ejemplo, las mujeres de los barrios pobres o de los mineros tienen un referente de clase, pero también tienen un referente de género. O las mujeres indias, tienen un referente étnico de pueblo indígena, pero también tienen un referente sin duda de género y también si son jóvenes tienen un referente generacional, entonces yo creo que las definiciones muy fijas, muy duras, no ayudan a comprender lo que están sucediendo en torno al sujeto o a los actuales movimientos sociales « [439].
R. Zibechi está en lo cierto -como lo estaba Marx al analizar las múltiples expresiones autónomas de la fuerza de trabajo social– cuando sostiene que las definiciones muy fijas y muy duras no ayudan a comprender la complejidad de la explotación social, como tampoco ayudaron en fases anteriores, y en especial en la China agraria. Tiene el mérito de plantear el debate en el plano central de la «triple opresión» de la mujer, la de género, la de nación y la de trabajadora, e incluso en la generacional al ser mujer joven, con lo que introduce la cuestión del «poder adulto» [440]. Pero su argumento se debilita cuando dice que » Los sujetos se constituyen en torno a una multiplicidad de cuestiones (…) que impiden definir un sujeto en término de clase». Hemos visto arriba que la formación histórica de la explotación patriarco-burguesa se basa en al subsunción por el capitalismo de la explotación patriarcal, y que ésta ha sido la base sobre la que se ha desarrollado luego la opresión nacional y la explotación económica. El mismo modelo teórico sirve para lo que ahora hablamos.
Lo que unifica internamente esta dinámica de «triple explotación» es la explotación común de la fuerza de trabajo social por una minoría propietaria de las fuerzas productivas, al margen ahora de qué régimen histórico-social de propiedad privada, de qué modo de producción concreto, y sobre todo de qué formación económico-social precisa dentro del capitalismo, en suma. Todos y cada uno de los casos que nos cita Zibechi nos remiten en última instancia a esa explotación subyacente, que es el contenido esencial en la historia de los conflictos sociales desde que surgió la primera propiedad privada, la de la mujer expropiada por el hombre. Lo mismo debemos decir sobre la opresión étnica y/o nacional, etc., y ahora en el capitalismo.
Se puede y se debe definir a los sujetos tan diferentes en sus formas externas si los sintetizamos conceptualmente hasta llegar a la esencia de la explotación de la fuerza de trabajo humana por una minoría. Este es el nivel en el que se mueve la teoría marxista cuando habla de la guerra civil permanente entre el capital y el trabajo. Pero cuando pasamos de este nivel teórico elemental a las expresiones concretas, sociohistóricas y localizadas espacialmente, en las que se plasma esa fuerza de trabajo explotada, entonces debemos especificar con extrema precisión las diferencias. En este sentido, debemos aprender de la muy correcta crítica marxista a las tesis de la «triple diferencia» [441], de clase, de sexo y de raza, que niega la existencia de una cohesión esencial e interna de todas las formas de opresión, dominación y explotación, de manera que cada una de ellas actúa por su lado, con ninguna interacción entre las tres o con una muy débil e incierta.
Por el contrario, pensamos que las tres, y sus múltiples formas diferentes mediante las que operan en concreto, forman una unidad determinada por la lógica de la explotación de la fuerza de trabajo humana, es decir, por la lógica capitalista. Tenemos el caso más específico, por ejemplo, de lo que se define como «población sobrante» y que en cierta forma entra dentro del concepto de «exclusión», precariado, etc. Pues bien, la «población sobrante» es parte de la fuerza de trabajo social, del «proletariado global explotable» del que hemos hablado arriba, y tiende a crecer en la medida en que va descomponiéndose la clase campesina mundial:
«El fin del campesinado y la aparición de una masa de proletarios distribuidos en diferentes capas: «semiproletarios» (¿qué son si no los «semiasalariados»?), obreros pertenecientes a la desocupación estacional (los «pobres flotantes»), a la infantería ligera («trabajadores de temporada»), etc. […] Como señalamos más arriba, el caso del obrero rural es sólo un ejemplo clásico de la negación del proletariado y su capacidad de acción. Podríamos dar varios más: los «inmigrantes» en Estados Unidos; los «piqueteros» argentinos; los «jóvenes» en Europa. A todos se los engloba bajo «nuevos» conceptos, que excluyen, naturalmente, el de clase obrera, tarea en la que los «intelectuales» europeos y norteamericanos (muchos de los cuales se autotitulan «marxistas») tienen un lugar fundamental, auxiliados diestramente por los medios burgueses, que escapan al proletariado como a la peste por razones que no es necesario explicar. Piénsese, por ejemplo, en la fama de personajes como Naomi Klein o Toni Negri y se tendrá una idea de la colusión entre la burguesía y los «nuevos» pensadores «globales»».
«En realidad, detrás de los «inmigrantes» se esconde, lisa y llanamente, la clase obrera. Las últimas y extraordinariamente multitudinarias manifestaciones por la legalización de su permanencia en los Estados Unidos y Europa muestran, más que la importancia de la categoría «étnica», el renacimiento de la fracción más explotada de la clase obrera del «Primer Mundo». Las rebeliones de los «mileuristas» europeos no es otra cosa que la expresión de las condiciones de existencia de generaciones enteras de desocupados, es decir, de obreros. Los «piqueteros» argentinos, a los que se ha llegado a caracterizar como «lúmpenes», cumplen con las mismas características» [442].
En la oleada de lucha de clases que empieza de nuevo a tomar fuerza en EE.UU [443] y en la recuperación del sindicalismo combativo y de lucha de clases [444], en esta agudización social que también se extiende al sistema educativo [445] reaparece el «eterno problema» de la división étnica y nacional, también cultural, dentro de la amplia clase trabajadora yanqui. Independientemente de qué origen étnico o nacional mayoritario fueran los participantes en las primeras movilizaciones, lo que sí es verdad es que a estas alturas se ha generalizado la reflexión de que se trata de la misma lucha en la que intervienen: » los valientes veteranos, las mujeres de Code Pink, los endeudados estudiantes, los jóvenes Afroamericanos» [446]. Estas y otras diferencias no anulan el hecho contundente de que es la explotación capitalista la que cohesiona y unifica interiormente a estos y otros sujetos que de nuevo empiezan a rebelarse contra su clase explotadora.
Pero, volviendo a Zibechi, si obviamos esta deficiencia tan bien criticada en lo general por los tres textos citados, hay que decir que el autor roza el concepto de pueblo trabajador, o se refiere a él sin nombrarlo de esa manera, sobre todo cuando dialectiza el patriarcado, la opresión nacional y la explotación de clase, que es una de las características más llamativas del pueblo trabajador. Otra virtud de esta cita es que se mueve en un contexto de superposición e interpenetración de las fracciones de clase, de las fronteras de clase, lo que exige, como venimos diciendo, del empleo de conceptos abiertos y flexibles, capaces de reflejar una situación en un contexto concreto y otro diferente pero relacionada en otro contexto concreto.
La «teoría completa», las definiciones cerradas e inamovibles, resecamente estructuralistas y/o unívocamente analíticas, no sirven de nada en este universo minado por contradicciones en permanente interrelación. Las primeras, las estructuralistas resecas porque desprecian la evolución histórica, el papel de los «factores subjetivos», etc. Las segundas, las analíticas unívocas porque desprecian el imprescindible momento de la síntesis, de lo sincrético que facilite el salto cualitativo a una nueva fase superior del conocimiento. Ambas interpretaciones son mecanicistas y antidialécticas.
Por no extendernos, lo expuesto por R. Zibechi nos exige analizar otra característica del capitalismo cada vez más extendida e imparable, la del empobrecimiento, la precarización, las incertidumbres cotidianas del pueblo trabajador. O dicho en los términos empleados por Mészáros, la obligación de tener que trabajar más para vivir menos, sufrir más para gozar menos, se caracteriza por la imposición forzada de la «inestabilidad flexible» [447], es decir, de que el capitalismo ha instaurado un régimen de explotación global que genera una permanente inestabilidad social que, además, puede ser flexiblemente utilizada por la clase dominante en su provecho, lo que aumenta su poder destructivo y manipulador. No hace falta mucha imaginación para darse cuenta de que la marcha actual del capitalismo vasco también se orienta ciegamente hacia el aumento [448] de las crecientes franjas sociales que entran dentro de lo que se define como exclusión social, empobrecidas todavía más tras el devastador ataque a las condiciones de vida y trabajo realizado por la burguesía estatal.
El problema de la denominada «exclusión social» en realidad conecta profundamente con el tema que tratamos, sobre todo con el de las «fronteras móviles» que facilitan los flujos bidireccionales entre la clase obrera, el pueblo trabajador y sectores especialmente débiles de la pequeña burguesía. La toma de conciencia del pueblo trabajador de su potencial atractor de múltiples franjas sociales excluidas o en peligro de caer en semejante totalidad destructora, puede y debe realizarse sobre la teoría que demuestra que la exclusión no es una mera «desgracia transitoria» que puede afectar a una parte de la sociedad en los períodos de crisis, sino que es una totalidad concreta objetiva inserta en la lógica del capital [449] formada por las leyes de acumulación del capital.
Anteriormente, al concluir el apartado dedicado a la categoría dialéctica del contenido y de sus formas reales en la definición de las clases sociales, veíamos que las más modernas formas de lucha trabajadora contra la actual explotación asalariada nos remitían a las forma de lucha más horizontales practicadas por el proletariado del primer capitalismo industrial. Lo mismo, en esencia, debemos decir con respecto al problema del empobrecimiento y de la exclusión. Basta leer a Engels en su escalofriante descripción de la pobreza obrera y popular de la primera mitad del siglo XIX para cerciorarse de ello: «Sabe, el pobre, que si bien puede vivir el día de hoy, es sumamente incierto que también pueda hacerlo el día de mañana» [450].
Lo que ahora se define como «precarización», «exclusión», «hambre» [451], etc., está ya analizado en lo básico en este libro. Ahora bien, debemos enriquecer el estudio de lo elemental en el capitalismo, que sube y baja como la marea, con el estudio de las formas concretas en las que el contenido se materializa en cada circunstancia y contexto, tal como lo ha realizado brillantemente la doctora Concepción Cruz en su investigación genético-estructural [452] sobre este mismo problema. Esta investigadora muestra cómo el momento genético-estructural de la investigación debe ir siempre acompañado del momento histórico-genético.
En lo relacionado con la exclusión, J. Osorio realiza el mismo doble movimiento aunque sin utilizar esos términos. Profundizando en la crítica de la lógica del capital, y de su doble pero unitario proceso de «exclusión por inclusión» el autor presenta cinco grandes categorías en la forma de exclusión desarrollada por el capitalismo actual: a) La población obrera excedente, que el autor define así: «la población obrera excedente generada […] presenta diversas formas de existencia, con agrupamientos que alcanzan mayores o menores niveles de incorporación a la producción, distinguiéndose la población flotante, la latente y la intermitente. A ellas se agregan las franjas sociales que se ubican en el pauperismo, que agrupa a trabajadores en condiciones de laborar pero que ya no encuentran lugar en la producción: los impedidos de laborar por haber sufrido accidentes en el trabajo y los que sufren enfermedades crónicas resultado de las condiciones en que se realiza la producción, y aquellos obreros «que sobreviven a la edad normal de su clase». También los huérfanos e hijos de pobres» [453].
Además, de esta población obrera excedente, existen otras cuatro grandes formas de exclusión: b) masa marginal y funcionalidad; c) el subconsumo de la población obrera activa e inactiva; d) la comunidad ilusoria o la exclusión de la comunidad; y e) el inmigrante y su doble exclusión. La conclusión a la que llega el autor no puede ser más valiosa para nuestro tema: «La exclusión en cualquiera de las manifestaciones que aquí hemos considerado no es sino la cara de una existencia incluida en la lógica del capital» [454]. La dialéctica entre exclusión e inclusión dentro del capital nos lleva en directo al problema de la ciudadanía, que aquí no hemos tocado en absoluto ya que la moda ciudadanista es una alternativa del reformismo [455] a la contraofensiva burguesa que prefiere «ciudadanos indignados antes que trabajadores furiosos y organizados» [456].
Como hemos visto hasta aquí y a lo largo de todo el texto, el aumento de la explotación capitalista se une con la ofensiva por multidividir a las clases trabajadoras, por romper la unidad de clase y su conciencia-para-sí, lo que ya aumenta la extrema división que estamos viendo. Frente a la realidad única de la guerra civil entre el capital y el trabajo, la multidivisión de la fuerza de trabajo social, la palabrería sobre las clases medias, etc., refuerza la sensación falsa de la supuesta «desaparición» de las clases sociales, cuando en realidad la gran burguesía es más visible que nunca. Un dato sobre el altísimo nivel de parcialización y precarización lo tenemos en que el 34,5% de la clase asalariada en el Estado español es explotada en la economía sumergida [457]. Además: » no se trata solamente de la flexibilidad laboral, sino de un modelo económico que se expresa en el mercado del trabajo, flexibilizando, subcontratando, desregulando y precarizando» [458].
La situación que acabamos de ver afecta en lo esencial a la humanidad trabajadora en su conjunto, con más o menos destructividad parcial o global según países, contextos e historias, pero afecta en lo básico a todos los pueblos trabajadores. Casi la mitad de la riqueza mundial el manos del 1% de la población, mientras que 125 millones de europeos están al borde la pobreza casi el 25% de la población de 2012, subiendo al 28,2 % en el Estado español ese mismo año, y las 85 personas más ricas suman tanto dinero como el de los 3.570 millones de pobres del mundo. En EEUU la pobreza, la subalimentación incluida la infantil, los desahucios, la precariedad y el vagabundeo siguen en aumento. Las mujeres de las naciones oprimidas y de los pueblos dependientes a pesar de su independencia formal, son las más machacadas, y con ellas la primera infancia y la tercera edad.
Necesitamos por tanto dar un paso más concretando lo visto en una realidad de opresión nacional, o si se quiere de necesidad de las clases explotadas de enfrentarse al imperialismo y a sus respectivas «burguesías nacionales». Por ejemplo, J. Veraza habla de «nacionalismo revolucionario proletario» para demarcar el sujeto colectivo revolucionario que se enfrenta a lo que define «nación burguesa»: «Por nacional se sobreentiende lo nacional burgués; mientras que lo nacional proletario exalta al sujeto social en las relaciones solidarias y transformadoras, la solidaridad de clase singularizada personalmente y la creatividad que retoma sin exclusivismo localista, la creatividad cosmopolita, pero que se atiene a la concreción cualitativa de cada objeto y situación. Así que una política proletaria nacionalista (clasista e internacionalista) tal -solidaria y creativamente abierta- se corresponde con la creación cultural de valores de uso concretos, soporte de las solidaridades revolucionarias» [459].
El contenido abarcador e integrador, socialmente mayoritario, de lo «nacional proletario» queda afirmado por la solidaridad y la transformación que caracteriza al sujeto social que forma la «nación proletaria» con su «solidaridad de clase» opuesta a la nación burguesa. No debemos preocuparnos por la palabra cosmopolita empleada desde y para el marco político-cultural mexicano, porque el autor aclara de inmediato su significado nacional-internacionalista, creativo y abierto; y vuelve a aclararlo más adelante cuando insiste en que el cosmopolitismo implica las propias tradiciones nacionales, saliendo también en defensa de las raíces étnico-tradicionales [460] de los pueblos precolombinos.
No podemos entrar ahora por falta de espacio al problema de la territorialización de la nación burguesa y/o de la nación proletaria, y a los debates que suscita no sólo en México, Bolivia, Perú y otros Estados, sino a escala mundial, así que vamos a centrarnos en cuestiones más cortas: «Las condiciones materiales de opresión imponen prácticamente a la nación burguesa sobre la proletaria. En este caso, la lucha proletaria antes de lograr una revolución comunista, debe lograr postular una posición proletaria nacional. La lucha proletaria debe considerar como parte suya la lucha nacional, la lucha por la nación: primero contra el enemigo extranjero; segundo contra la burguesía nacional que tiende a imponer su programa nacionalista burgués de modo pleno» [461]. El problema que surge aquí es si la «burguesía nacional», en este caso la mexicana, está dispuesta a enfrentarse mortalmente al enemigo extranjero, a los EEUU. Todo indica que no.
El avance en la posición proletaria nacional se sostiene como mínimo en cuatro grandes luchas sociales: lucha laboral y salarial contra la nación burguesa; lucha por extender «la red de relaciones procreativo-culturales garantes del sujeto social proletario y popular en general«; la lucha por reducir el tiempo de trabajo y aumentar el tiempo libre; y la lucha por la ecología y medioambiente, y por la libertad sexual [462]. En realidad, es una lucha contra el fetichismo burgués, como muy bien afirma el autor. La nación trabajadora, la nación proletaria, los pueblos militantes, los pueblos trabajadores, estas y otras formas de definir la misma realidad, se enfrentan básicamente, y sin mayores precisiones ahora, a la cuádruple lucha resumida por J. Veraza.
Otra demostración de la efectividad abarcadora y de la capacidad de llegar al secreto de la explotación imperialista que tiene el concepto de pueblo trabajador, la encontramos en el resumen de las imposiciones reaccionarias que ha sufrido el pueblo mexicano a lo largo de 2013. M. Aguilar Mora analiza cómo ha sido el proceso de privatización y liberalización impuesto a México por la burguesía según los mandatos del Consenso de Washington, en especial sobre educación, política tributaria y energía, vendiendo incluso los recursos energéticos estatalizados que garantizaban un poco la independencia energética del país: es el pueblo trabajador [463] el que sufre tales golpes, o sea la mayoría amplísima de la población nacional que no tiene acceso al poder. Sin embargo, aunque los golpes asestados al pueblo trabajador mexicano han sido muy duros en 2013, a pesar de ello está demostrando un poder de recuperación enorme, como indica G. Almeyra cuando describe los muy variados y diversos movimientos obreros, populares, culturales, sociales, feministas, indígenas y autóctonos, contra la corrupción y la droga, en defensa de lo público y colectivo, etcétera, que van surgiendo en México, sin olvidarse de las patrullas de autodefensa popular, y concluye:
«Lo importante es que hoy se mueven pueblos enteros y no detrás de líderes, sino creando dirigentes para cada acción y cada lucha. Es la auto organización, la creación de experiencias de poder local, la disputa al semiestado del monopolio de la violencia legítima. Es el aumento de la autoconfianza y de la creatividad social, que une elementos restantes de la vieja vida comunitaria en descomposición con métodos y objetivos propios de un nuevo poder democrático y popular. Por supuesto, nada nace puro y en los nuevos movimientos puede infiltrarse gente que quiere que otros le eliminen a su enemigo. Pero la vigilancia comunitaria puede reducir su impacto. Hoy estamos viendo nacer las bases de una nueva bola» [464].
Tiene razón A. Gilly cuando denomina como «despojo nacional» el saqueo masivo de las riquezas de México por la alianza entre su gran burguesía y el imperialismo yanqui: «La voz de alarma contra el despojo de la nación y de su pueblo llega a tiempo y tendrá eco en todo el territorio nacional y más allá. (…) Urge ahora sumar y organizar, revertir la corriente y detener el despojo, la represión y la violencia» [465]. Debemos pensar que el «despojo nacional» no lo sufre sólo México, sino que se trata de una agresión en toda regla del imperialismo yanqui y europeo que afecta a todas las Américas en mayor o menor medida, con efectos demoledores a largo plazo [466] si no son derrotadas por los pueblos. Las derrotas populares se pagan caras, y salir de ellas exige nada menos que la conquista del poder y, sobre, la creación de un poder nuevo. S. Levalle y L. Levin entrevistaron al dirigente campesino R. Alegría que respondió lo siguiente: «Tenemos que tomar el poder para que nos dejen de joder» [467], en alusión a las brutalidades represivas sociopolíticas practicadas después del golpe de Estado de 2009 realizado con la colaboración de los EEUU.
Pero el imperialismo yanqui no se detiene en su intento de recuperar lo que definió como su «patio trasero» mediante una estrategia con múltiples tácticas: una de ellas es Alianza del Pacífico que ha eliminado en un 92% los aranceles para los productos de México, Colombia, Perú y Chile [468], medida imposible sin el impulso norteamericano. Otra es la mejora, ampliación y extensión de su «ayuda militar», que en la práctica busca cerrar el cerco militar de Brasil y Venezuela fundamentalmente, como demuestra A. Boron [469]. Podríamos seguir enumerando varias tácticas más integradas en la estrategia norteamericana, pero nos remitimos a la tesis de «la dominación de espectro completo» norteamericano [470].
Se equivoca quien crea que el «despojo nacional» sólo afecta a México y a su pueblo trabajador, o en todo caso a las Américas. En realidad, el saqueo de las naciones por el imperialismo es una dinámica mundial ciega y férrea. Basta una sola razón para comprender sus causas: «El aumento de la deuda total en el mundo sigue sin detenerse, sobrepasando en más de tres veces al PIB global» [471]. Quiere esto decir que el capitalismo flota en un océano de deuda insondable que crece y crece pese a todos los intentos de recortarlo, que amenaza por tragárselo hasta los fondos abisales si antes la burguesía imperialista no machaca a las clases y naciones explotadas para, con su sangre, taponar las vías de agua que lastran cada vez más a la civilización del capital. Una deuda de más del triple del PIB mundial es impagable mediante la «democracia burguesa»: sólo podría hacerlo una agresión salvaje, permanente e inhumana del capital contra el trabajo. Además, la democracia burguesa es definitivamente incapaz de controlar el arrasador poder económico y político que van adquiriendo los fondos de pensiones y de inversiones, cuyo patrimonio equivale ya al 75,5% del PIB mundial, habiéndolo incrementado en un 31% más desde el inicio de la crisis en 2007 [472]
Esta es la experiencia que se reafirma conforme el capital financiero va desplazando del poder a otras fracciones de la burguesía imperialista. Este proceso empezó tímida pero de forma imparable hace varios siglos: «Hasta el siglo XV, reyes relativamente débiles podían confiscar todavía las grandes fortunas de los banqueros, como lo hizo el malagradecido Luís XI con Jacques Coeur, quien le había financiado todas sus guerras en favor de la unidad de Francia. Pero en el siglo XVI el emperador Carlos V, diez veces más rico y más poderoso, no pudo ya cancelar sus deudas con los banqueros de Alemania y Amberes. El poder económico había cambiado en forma decisiva a favor de la clase capitalista» [473]. Fue el capital financiero holandés y alemán el que quitó el poder a las monarquías medievales. Con el tránsito de la fase colonialista a la imperialista, esta tendencia iniciada en los siglos XV-XVI pegó un salto tremendo como se demostró en las exigencias del capital financiero británico e internacional a antiguos grandes imperios venidos a menos, destrozados por las deudas, como eran el turco, el chino y el ruso, atrapados por las deudas financieras a finales del siglo XIX:
» La utilización de la deuda externa como arma de dominación ha jugado un rol fundamental en la política de las principales potencias capitalistas a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX en relación con aquellas potencias de segundo orden que habrían podido pretender acceder al rol de potencias capitalistas. El imperio ruso, el imperio otomano y China solicitaron capitales internacionales para acentuar su desarrollo capitalista. Estos Estados se endeudaron fuertemente bajo la forma de emisión de bonos públicos con préstamos en los mercados financieros de las principales potencias industriales. En el caso del imperio otomano y de China, las dificultades encontradas para reembolsar las deudas contraídas los pusieron progresivamente bajo la tutela extranjera. Las cajas de deuda son creadas, gestionadas por funcionarios europeos. Estos últimos mandaban sobre los recursos del Estado a fin de que cumpliese con los compromisos internacionales. La pérdida de su soberanía financiera condujo al imperio otomano y China a negociar el reembolso de sus deudas contra concesiones de instalaciones portuarias, líneas de ferrocarriles o enclaves comerciales. Rusia, amenazada por la misma suerte, utilizará otro camino tras la revolución de 1917, repudiando todas las deudas externas consideradas como odiosas « [474].
La salida revolucionaria bolchevique, basada en la fuerza de los pueblos explotados por el dependiente y débil imperio zarista, sería luego seguida por el pueblo chino, mientras que el decrépito imperio otomano fue testigo de una revolución política que instauró la república en 1923. Las tres grandes potencias caían a manos del imperialismo financiero-industrial y de sus pueblos. No hay duda de que esta experiencia alimentó, junto a otras muchas, la elaboración de la teoría del imperialismo realizada por varios marxistas y socialistas, entre los que destacó Lenin por su capacidad de síntesis: advirtió que el imperialismo azuzaría las luchas de liberación nacional de los pueblos trabajadores, y tuvo razón.
En la medida en que el capitalismo necesita de más y más apropiación y privatización de los escasos recursos públicos y comunes, colectivos, que todavía quedan en el planeta, empezando por la total mercantilización de la especie humana como la fundamental fuerza de trabajo, para controlar en lo posible esa hiper gigantesca deuda irresoluble, en esa medida los pueblos y las clases explotadas se enfrentarán vitalmente al dilema de su supervivencia. La mercantilización de todo, de la vida misma, está en el borde del punto crítico, cualitativo, de no retorno. Un ejemplo aterrador lo tenemos en el hecho de que en el mercado capitalista de la salud humana se venden ya los historiales clínicos [475] personales y supuestamente inviolables, por no extendernos a otros datos sobre nuestra vida privada.
Peor aún, el imperialismo contraataca reforzando sus enormes medios represivos, movilizando a las burguesías colaboracionistas y colonizadas, antes llamadas «burguesías nacionales», para revertir las luchas de los pueblos por la recuperación de las tierras colectivas privatizadas, por la defensa del contenido comunal y público, social, de las que todavía siguen siendo, y todo indica que el imperialismo está logrando detener y revertir [476] la pasada oleada de luchas mundiales por la tierra común. La defensa y recuperación de lo comunal, de la tierra, y del excedente social colectivo, ha sido siempre uno de los desencadenantes de las luchas sociales desde que existen registros históricos fiables, luchas realizadas en cooperación autoorganizada [477]. Que esta permanente experiencia histórica esté sufriendo ahora una fase de estancamiento y retroceso tras otra previa de ascenso y expansión, muestra la decisión estratégica del imperialismo por aplastar a las clases y a los pueblos, por elevar el «despojo nacional» a «despojo mundial».
La dialéctica entre el contenido y sus formas reales se expresa de nuevo aquí, ya que el «despojo nacional» es a la vez mundial, desarrollándose su contenido a nivel mundial y sus formas reales a escalas estato-nacionales y más destructoramente todavía, a escalas sólo nacionales cuando son pueblos oprimidos a los que se les impide crear su propia autodefensa internacional mediante Estados propios, democrático-radicales o socialistas. En Europa, el contenido esencial del despojo, de la desposesión generalizada, se realiza mediante la misma trilogía que se aplica contra el resto de la humanidad, la denominada por C. Lapavitsas como «santísima trinidad: austeridad, liberalización, privatización» [478]. En los Estados y pueblos no imperialistas, la privatización, la austeridad y la liberalización empezaron a aplicarse bajo la dictadura del FMI, BM, GATT-OMC, etc., con el apoyo del imperialismo a comienzos de la década de 1970:
«El plan del FMI era riguroso. Para empezar, instaba al gobierno a devaluar la moneda del país a efectos de desanimar las importaciones e incrementar las posibilidades de exportación de sus productos. Lo que se pretendía con dicha política era el abandono de la tendencia a la sustitución de importaciones y a la adopción de una economía orientada a la exportación. En segundo lugar, el gobierno tenía que desalentar los aumentos salariales para mantener al mínimo la necesidad de importar bienes. En tercer lugar, el FMI exigía la reducción del gasto público y la contracción del papel del Estado en la economía (no más controles de precios ni subvenciones). En cuarto lugar, el Estado tenía que vender los activos del sector público y potenciar la empresa privada. Por último, el Estado tenía que acortar la oferta monetaria y subir los tipos de interés a fin de inducir una «disciplina fiscal»» [479].
Las formas y tácticas concretas de aplicación de la tríada neoliberal en la UE y de los cuatro ejes vistos en el llamado Sur o Tercer Mundo, varían según las circunstancias pero siempre recurren a grados de violencia injusta muy superiores a las resistencias populares y obreras con las que chocan. Así en la UE las violencias son aplicadas con la fría lógica del laboratorio [480] represivo como explica I. Niebel, laboratorio que ha realizado en Hamburgo uno de los más recientes experimentos prácticos, mientras que a escala más amplia, el imperialismo aplica la represión «en muchos casos mediante brutales presiones de diverso tipo» [481]. Es necesario añadir que se trata de un laboratorio en proceso de privatización parcial, a la vez que estrechamente unido a aparatos internos de los Estados imperialistas y que no hace reparos en buscar el más alto beneficio económico en el menor tiempo posible, como indica A. Borra [482]
Los cuatro puntos, que son formas reales de la trilogía del contenido, conllevan además de la concentración y centralización de la propiedad y del poder en una minoritaria burguesía local que los aplica sin piedad cumpliendo las órdenes imperialistas, también y por ello mismo implica el debilitamiento cualitativo y práctico, que no apariencial, todavía, del Estado independiente. Además, como efecto, conlleva que la nación trabajadora, o «nación proletaria» tal como la nombra Veraza, se enfrente a la inmediata necesidad de reconquistar la independencia estato-nacional real para, a la vez, reconquistar los derechos colectivos machacados por la nación burguesa colaboradora con la invasión socioeconómica y política extranjera. Y quien habla de nación proletaria habla de pueblo proletario, o como dice G. López y Ribas: «la nación-pueblo»:
«Los distintos agrupamientos políticos democráticos requieren plantearse los términos posibles de la existencia de una nación de nuevo tipo: una nación popular, pluralista y democrática. Desde el surgimiento de las sociedades nacionales, se configura un sujeto sociopolítico integrado por las clases explotadas y desposeídas, obreros, campesinos, sectores de la intelectualidad, las entidades socio étnicas subordinadas. Este conjunto de clases y grupos sociales subalternos, que forman el pueblo , va integrándose a los procesos de conformación de la nación en una permanente lucha por sobrevivir y desarrollarse, por romper con los esquemas de dominación y explotación capitalistas 10 He utilizado la categoría «nación-pueblo» para referirme al proceso de construcción de una nación alternativa a la hegemónicamente existente y en el cual pueden participar potencialmente todos aquellos sujetos socio-políticos que de una u otra forma están siendo explotados, marginados, excluidos o negados por el Estado globalizado» [483].
La flexibilidad en el uso de los conceptos abiertos e incluyentes es una característica del método dialéctico como estamos comprobando es estas páginas. Vemos cómo el marxismo simultanea expresiones como clase obrera, clase trabajadora, gentes del trabajo, masas explotadas, naciones proletarias, y un largo etcétera. Alexandra Vallacis y Dax Toscano aplican el método dialéctico en el caso concreto de las represiones sanguinarias del imperialismo contra el pueblo colombiano, abriendo este concepto, «pueblo colombiano», al resto de los pueblos masacrados del mundo en una demostración muy válida del potencial científico-crítico de la dialéctica materialista: tras explicar la continuidad del terrorismo nazi, del francés en Argelia y del norteamericano en América Latina, añaden: «El pueblo, en general, se constituyó en el principal enemigo de las fuerzas militares y policiales» [484]. Aquí, «el pueblo, en general» hace referencia a la humanidad trabajadora en su conjunto, la que sufre la ferocidad del imperialismo.
La necesidad ciega del capitalismo de intentar abrir una nueva fase expansiva que, al menos, reduzca un poco esa casi inconcebible masa de deuda mundial –más del triple del PIB global, nunca lo olvidemos–, es frenada por la casi incontrolable autonomía propia de las instituciones capitalistas que proliferan desde hace décadas, y también es frenada por el resurgir de las diferencias interimperialistas. Como resultado, surgen nuevas formas y nuevos contenidos de opresión nacional antes inexistentes, como se aprecia en lo que hemos dicho sobre la pérdida de independencia socioeconómica y política efectiva de los Estados débiles. Dinámica que se materializa no sólo en el plano estricto de la lucha de clases sino también en el de la lucha de liberación nacional ya que, ahora, bajo la dictadura del euro dirigido por euroalemania [485], incluso pueblos formalmente independientes están sin embargo sufriendo una «nueva» opresión nacional ya que:
«… quizás donde se hace más patente la merma de la soberanía nacional es en política monetaria. Muchos gobiernos han cedido la capacidad legal de emisión de moneda a corporaciones privadas o semiprivadas. El público en general desconoce esta realidad, pero lo cierto es que la Reserva Federal de los Estados Unidos es un consorcio privado, integrado desde su fundación por 13 bancos privados de Europa y América. Otros muchos Bancos Centrales, como el de Inglaterra, son igualmente privados. También es poco conocido el papel que juega el Banco Internacional de Pagos (el BIS o Banco de Basilea, con sede en Suiza), que es el Banco Central de los Bancos Centrales, y del que dependen en buena medida las políticas monetarias de la mayoría de los países. El BIS es una poderosa herramienta globalizadora en manos de corporaciones privadas y trabaja en detrimento de las soberanías nacionales» [486].
La soberanía monetaria es una de las bases de la independencia nacional, no la única, aunque imprescindible junto a otras, pero en el capitalismo actual esa soberanía fiscal sólo es factible en el contenido de la independencia nacional de clase de la nación proletaria, trabajadora, de la nación-pueblo.
11.- Algo sobre la alternativa
La re-elaboración de la alternativa en el momento actual ha de pasar, antes que nada, por la actualización del sujeto revolucionario que debe tomar conciencia de la necesidad ineludible y urgente de mandar la cultura del trabajo al museo de la historia. No puede haber sujeto revolucionario, o sea comunista, que no se identifique con la abolición del sistema salarial, de la esclavitud asalariada. Sí pueden existir colectivos, sujetos y hasta masas obreras y populares que luchen con ahínco por las denominadas «reformas radicales», las que con sus conquistas y medios de doble poder mínimamente estabilizado impulsan la confianza y la organización de lucha hasta límites cercanos a situaciones de doble poder.
Pero la diferencia esencial y definitiva, la que determina que ese proceso pre-revolucionario pueda convertirse en revolucionario, en su sentido de abrir la puerta de la historia cerrando la de la prehistoria, es que para entonces el pueblo trabajador, la nación proletaria o como queramos definir ahora al sujeto colectivo, haya comprendido teóricamente y actúe prácticamente en función de esta praxis destinada a terminar con la esencia del capital: la mercantilización absoluta. O dicho de otra forma, el sujeto colectivo, el trabajo explotado, ha de ser consciente de que lucha para extinguirse él a él mismo como negación primera para poder dar el salto a la segunda negación, al comunismo.
El marxismo no es eso que llaman «teoría social» pero en el caso imposible de que lo fuera, sería la primera y única «teoría social», o «corriente sociológica» que asumiese peligros y riesgos, y que se jugase la vida –como lo hace si realmente es revolucionario– para crear las condiciones sociohistóricas que conlleven su propia extinción como movimiento autoconsciente. El marxismo sabe que sus sacrificios conscientemente asumidos, y el verdadero placer subversivo inherente a la militancia comunista, esa ética de la lucha que ha subsumido partes del estoicismo y sobre todo del epicureísmo, van encaminados a generar las condiciones del salto histórico del reino de la necesidad al reino de la libertad. Bajo el dictado de la necesidad mercantilizada, toda praxis liberadora se basa precisamente en su deseada consunción, en la consumación de su objetivo como prueba material de la irrevocabilidad de su triunfo, de su auto-extinción.
De la misma forma en que desmercatilización y verdad son inversamente proporcionales, en ese mismo sentido pero ahora en proporción directa lo son la extinción del trabajo y la libertad. El sujeto revolucionario actual debe asumir desde ahora mismo que cualquier conquista parcial, sectorial, local, nacional, estatal, interestatal, etc., sólo puede desarrollar su potencia si avanza hacia el objetivo de la superación histórica del valor de cambio, de la mercancía, de la ley del valor-trabajo. Es decir, la praxis del sujeto revolucionario ha de ser la praxis de la perspectiva histórica comunista.
La re-elaboración de la alternativa ha de basarse a la vez, simultáneamente, en las lecciones críticas aprendidas durante el desenvolvimiento práctico de la negatividad absoluta, es decir por las contradicciones irreconciliables que enfrentan al capital y al trabajo en el nivel del modo de producción, y en los niveles concretos de las formas reales en las que se manifiesta el contenido explotador esencial del sistema. Son tres los puntos de antagonismo irresoluble entre el capital y el trabajo, los tres expresan lo básico de la negatividad absoluta que los procesos revolucionarios reiteran en la práctica: la teoría de la plusvalía, la teoría del Estado y la teoría del conocimiento
Por procesos revolucionarios entendemos las oleadas ascendentes de luchas de masas que, en su fluidez, empiezan a cuestionar la capacidad de reproducción del sistema, que no sólo su capacidad de producción. El debilitamiento de la capacidad de reproducción afecta a la continuidad de la esencia del sistema por cuanto la reproducción exige de la intervención de todos sus recursos económicos, políticos, militares, culturales, etc., es decir, la crisis de reproducción como el momento crucial en el que la clase explotadora recurre como solución in extremis a lo político-militar para derrotar definitivamente y por un largo período a la clase explotada. A grandes rasgos, las oleadas de luchas de clases que aún no llegan a debilitar la reproducción del sistema, estas oleadas todavía son pre-revolucionarias.
La burguesía toma conciencia de que su capacidad de reproducción como clase dominante está entrando en situación de peligro, es decir, que empiezan a parpadear las luces rojas de alarma, cuando el movimiento obrero y popular en ascenso está dando el salto cualitativo de la mera lucha por la redistribución de la riqueza y de la mejora de la democracia burguesa, a la lucha por la socialización de la propiedad y por la instauración de la democracia socialista, por la transformación cualitativa de la producción y por la extinción del trabajo. El capital se percata de que su supervivencia empieza a estar en peligro cuando el trabajo explotado y alienado empieza a ponerse como objetivo teórico y político acabar la fetichización mercantil que él hace de si mismo. Mientras se siente a sí mismo como mero capital variable, peor aún, como simple trabajo muerto sumisamente resignado al eterno desempleo, entonce el capital se sabe seguro porque el ejército industrial de reserva es una de las más poderosas armas contrarrevolucionarias.
De este modo, llegamos al tercer punto sobre la re-elaboración de una alternativa contra el capitalismo contemporáneo: debe demostrar teórica y prácticamente la continuidad formada por la propiedad privada, la producción de valor y la reproducción de las condiciones ampliadas de producción. La vida explotada entera ha de ser sometida a la crítica radical ya que dejar en paz siquiera a un pequeñito espacio y tiempo, permitirle ser una especie de «isla de paz social» al margen de la lucha de clases, es darle al capitalismo una posibilidad de recuperación que será aprovechada de inmediato. Muchos de los procesos revolucionarios se han empezado a pudrir internamente porque las izquierdas no han realizado una lucha total contra las múltiples áreas en las que se regeneran de forma desigual por combinada la propiedad, la producción y la reproducción.
El camaleonismo de la opresión patriarcal es extremadamente eficaz para camuflarse bajo los colores más adecuados para lograr su invisibilidad. Frecuentemente, muchas izquierdas y fuerzas que se dicen internacionalistas están podridas internamente por un nacionalismo opresor latente que se activa en momentos determinados. El opio religioso en sus múltiples expresiones puede adquirir tantas formas como quieran sus jerarquías, facilitando así la perpetuación del orden de lo irracional y de lo reaccionario aunque aparentemente domine la laicidad oficial. La mente sumisa, necesitada de la obediencia a la «figura del Amo» protector y guía por entre este valle de tinieblas que es realmente la malvivencia precarizada e incierta en su angustia atemorizada, esta estructura psíquica de masas dormita medio en vela, semidespierta, a un paso de despertarse entre rugidos neofascistas y atrocidades nazifascistas. La fina educación cosmopolita que oculta un racismo sociobiológicista y neodarwiniano que se autojustificar en deliberadas falsificaciones pseudocientíficas.
La subcapa de irracionalidad cotidiana que burbujea bajo los espacios en los que las izquierdas no penetran para introducir en ellos la lucha implacable contra toda reacción, estos estratos internos son efectivamente manipulados y alimentados por la hidra de las mil cabezas del sistema dominante. Cuando las izquierdas no actúan en ellos, lo hacen durante muy poco tiempo, durante un instante, el ONGismo de la charlatanería reformista hasta que, bien pronto, va siendo desplazado o bien por la izquierda o bien por la derecha, o por ambos. Desgraciada pero significativamente, suelen ser estas fuerzas las que deciden incluso desde el principio las luchas descoordinadas iniciales pueden avanzar hacia una situación pre-revolucionaria, por no hablar del escenarios ulteriores en los que lo imposible se transforme en posible y esto en probable.
Y para que, en cuarto lugar, no se vuelva a darse aquella verdad de que «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos» la re-elaboración de la alternativa ha de asumir que es eso, una re-elaboración, o sea, que ha de integrar crítica y autocríticamente, creativamente, todas las desconocidas y silenciadas, o negadas, victorias del movimiento revolucionario mundial, que las ha habido y muchas, más de las que creemos apesadumbrados por la eficaz contrainformación de la industria político-mediática. La izquierda se flagela, no se autocritica, cuando dedica el grueso de sus esfuerzos teóricos a explicar las derrotas sufridas, pero apenas a teorizar y divulgar las victorias logradas, hitos mayores o menores que se demostrarán únicos e impresionantes en la historia humana al ser cuantificados según el materialismo histórico y teorizados según la dialéctica materialista.
Un error garrafal de las izquierdas es utilizar con suma frecuencia la lineal, mecánica y reaccionaria interpretación burguesa de la historia. Aceptar una especie de culpabilidad metahistórica no por el supuesto «fracaso del comunismo» –cosa que no se ha producido– sino por el hecho de haber pensado en algún momento que el capitalismo, el mundo en sí, puede y debe conocerse y puede y debe transformarse radicalmente. Otro error de la izquierda es no mostrar al mundo en la acción misma su orgullo ético y su dignidad y coherencia, dejando que sea la corrupta podredumbre del individualismo egoísta burgués la única referencia visible y posible. La re-elaboración de una alternativa debe basarse en la actualización de aquella impresionante carta rescatada por G. Boffa escrita en verano de 1917 por un soldado ruso a su familia campesina y que aparece en La revolución rusa, ERA, México:, 1976, Tomo II, página 28:
«Querido compadre, seguramente también allí han oído hablar de bolcheviques, de mencheviques, de social-revolucionarios. Bueno, compadre, le explicaré que son los bolcheviques. Los bolcheviques, compadre, somos nosotros, el proletariado más explotado, simplemente nosotros, los obreros y los campesinos más pobres. Éste es su programa: todo el poder hay que dárselo a los diputados obreros, campesinos y soldados; mandar a todos los burgueses al servicio militar; todas las fábricas y las tierras al pueblo. Así es que nosotros, nuestro pelotón, estamos por este programa»
Notas
[1] S. Amin: El capitalismo contemporáneo, El Viejo Topo, Barcelona 2013, pp. 9-17.
[2] S. Amin: El capitalismo contemporáneo, El Viejo Topo, Barcelona 2013, p. 26.
[3] M. Husson: «»Nueva Economía»: ¡capitalista siempre!» Marx Ahora, La Habana, N.º 13, 2002, pp. 53-67, y, por no extendernos: ¿Hemos entrado en el «capitalismo cognitivo»? www.ips.org
[4] A. Spirkin: El origen de la conciencia humana, Platina, Buenos Aires, 1965, pp. 71-74.
[5] A. Léroi-Gourhan: Los cazadores de la prehistoria, Orbis, Barcelona 1986, p. 112.
[6] J. B. Fuentes Ortega: «Biológico (El conocimiento como hecho biológico)», Diccionario de Epistemología, Trotta, Madrid, 2000, pp. 88-94
[7] J. B. Fuentes Ortega: «Antropológico (El conocimiento como hecho antropológico)», Diccionario de Epistemología, Trotta, Madrid, 2000, pp. 47-53.
[8] Engels: Discurso ante la tumba de Marx, Obras Escogidas. Progreso. Moscú 1976, Tomo III, pp. 171-173.
[9] Marx: El Capital, FCE. México 1973, Libro I, Capto XIII, pp. 302-403.
[10] P. Rieznik: «La pereza y la celebración de lo humano», Contra la cultura del trabajo, Ediciones. r&r, Buenos Aires 2007, pp. 125-130.
[11] P. Rieznik: «La pereza y la celebración de lo humano», Contra la cultura del trabajo, Ediciones. r&r, Buenos Aires 2007, p. 113.
[12] P. Rieznik: «La pereza y la celebración de lo humano», Contra la cultura del trabajo, Ediciones. r&r, Buenos Aires 2007, p. 118.
[13] P. Rieznik: «La pereza y la celebración de lo humano», Contra la cultura del trabajo, Ediciones. r&r, Buenos Aires 2007, p. 122.
[14] A. Jappe: «Junto a Marx, contra el trabajo», Pensar desde la izquierda, Errata naturae, Madrid 2012, pp. 101-115.
[15] Yannis Stavrakakis: «La sociedad de la deuda». El síntoma griego, Errata Naturae, Madrid 2013, pp. 9-28
[16] L. Gill: Fundamentos y límites del capitalismo, Trotta, Madrid 2002, pp. 535-644.
[17] T. Negri: «Una política de lo común», El síntoma griego, Errata Naturae, Madrid 2013, pp. 81-98.
[18] J. Osorio: «Biopoder y biocapital. El trabajador como homo saber«, Herramienta, Buenos Aires, Nº 33, Octubre de 2006, p.129. ,
[19] J. Fontana: Por el bien del imperio, Pasado&Presente, Barcelona 2013, pp. 819-822.
[20] J. Fontana: Por el bien del imperio, Pasado&Presente, Barcelona 2013, p. 931. .
[21] J. P. Garnier: Contra los territorios del poder, Virus, 2006, p. 22:
[22] F. Victoriano, «Exclusiones en el contexto de una reflexión crítica. A modo de presentación», Exclusiones. Anthropos, 2011, p. 10.
[23] .Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, Crítica, OME 5, 1978, p. 59.
[24] Marx, El Capital, FCE, 1973, p. XXIV.
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[420] Ho Chi Minh: La línea del partido durante el período del frente democrático (1936-39), OPS. cit., pp. 101-102
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