La mayoría de los pensantes se quedan con la idea de que la violencia se reconduce, en su plano espectacular, al irracional comportamiento de ciertas personas o grupos que tratan de imponer sus ideas -si es que las tienen- o sus intereses, haciendo ostentación de la fuerza bruta para intimidar a sus víctimas. Sin embargo […]
La mayoría de los pensantes se quedan con la idea de que la violencia se reconduce, en su plano espectacular, al irracional comportamiento de ciertas personas o grupos que tratan de imponer sus ideas -si es que las tienen- o sus intereses, haciendo ostentación de la fuerza bruta para intimidar a sus víctimas. Sin embargo el asunto de la violencia no solo se manifiesta dando muestras de salvajismo porque, aunque continúa latente y sale a la superficie aprovechando cualquier ocasión que lo propicie, al compás del avance de la civilización la fuerza ha tomado otros caminos no tan espectaculares, pero no menos efectivos. Sus resultados, dirigidos a intimidar también, prescinden en gran medida del aspecto físico e inciden en el psicológico y, aunque no llamativo, acaba por surtir los mismos efectos en quienes la sufren. Este es el caso de la violencia económica que al más alto nivel se ejerce sobre las personas de forma discreta y con características de racionalidad, pero sus efectos negativos se aprecian en el plano de la existencia, condicionando la manera de vivir de las masas. Tal vez, no se repara demasiado en ella porque su envoltorio no se ajusta a lo convencional, ya que se despliega suavemente, casi pasa desapercibida, no da muestras de fuerza explícita e invoca cierto sentido lógico en su aplicación.
Desde que la sociedad de consumo hizo depender las economías estatales de la actitud desprendida de las masas, en cuanto estas recuperan la razón y en términos generales aflojan el consumo se dice que ronda la crisis. Se trata de una estrategia de los dirigentes del sistema dirigida a alentar comportamientos anímicos para crear conciencia de culpa entre los consumidores, obligando a concienciarse de que es malo bajar el ritmo de gasto, ya que se pone en riesgo al mercado. En realidad la crisis no es algo puntual, tiene sus altibajos, pero siempre está latente como fenómeno endémico asociado a la propia economía, solamente llama la atención si el mercado se enfría más de lo debido y saltan las alarmas. Por eso, cuando se habla de bonanza en los titulares de la comunicación debiera entenderse como una estrategia dirigida a animar a las masas para que continúen con el consumismo desenfrenado y las empresas puedan cumplir con su función de crear capital a cuenta de su irresponsabilidad. Pero tal conducta, que a veces puede confundirse con la ingenuidad, obligadamente tiene que ser limitada, aun a costa de la buena marcha de la economía, basta con acudir al sentido común. Hacer uso del consumo con sentido del bienestar es en buena parte medianamente razonable porque responde a la características de la naturaleza humana, pero hacerlo para satisfacer a la publicidad empresarial acaba por tener consecuencias indeseadas para los afectados. El problema está en que, como el espíritu depredador del capitalismo no tiene límites, los gestores del sistema se alarman, sueltan el mensaje de la crisis y amenazan con que, si no se vuelve al consumo desbocado, esto se hunde.
Es el caso de las políticas económicas de los organismos internacionales competentes que, siguiendo fielmente los preceptos de la ideología capitalista y cumpliendo las recomendaciones del empresariado, a tenor de las circunstancias del momento, instrumentan medidas para reactivar o enfriar las economías mundiales o en especial de algún país. Directa o indirectamente las personas pasan a ser el centro de atención preferente y el consumo el instrumento frecuentemente elegido. Pese a los tecnicismos que envuelven las medidas, su propósito está claro, se trata de coaccionar a las masas de consumistas y no consumistas para que se desprendan de su dinero y se lo entreguen a las empresas, a fin de que estas puedan cumplir con los principios del capitalismo y sus gestores sean debidamente retribuidos. Para llevarlas a término, lo que resulta ser un proceso de expropiación de hecho, la fórmula utilizada casi siempre no es otra que promover el consumo. En el método empleado, físicamente no se aprecia violencia, incluso podría decirse que es una expresión de libertad, si se contempla desde la panorámica del mercado. Cada uno puede adquirir lo que quiera o, al menos, lo que su economía le permita. No hay imposición que mueva a comprar, porque la publicidad solo invita a buscar el medio de persuadir al consumidor para que compre, tampoco se le obliga a consumir más allá de sus posibilidades, pero mentalmente el consumo acaba siendo una obligación.
Hay otra parte de esas políticas económicas dirigidas a incentivar desesperadamente el consumo para sostener el sistema, enriquecer a las empresas y empobrecer a las masas. La principal es minorar el valor al dinero, para que sus tenedores se desprendan de él movidos por la devaluación. Lo habitual es fomentar el consumo para que, aumentando la demanda, la propia oferta cree inflación y el dinero se esfume con más facilidad. Cuando han fracasado las políticas inflacionistas hay que echar mano de otras estrategias, en las que figuran como instrumento clave la actividad de las entidades bancarias. Por ejemplo, lo que ahora está de moda, se trata de bajar los tipos de interés para que carezca de sentido el ahorro y salga al ruedo. Si el interés que abonan los bancos por el ahorro no permite compensar su depreciación natural se impone la tesis elemental de gastar para, al menos, notar la sensación individualizada de dar el gasto por bien empleado invirtiéndolo en cuotas de bienestar consumista. El siguiente paso de las políticas de alto nivel es forzar a los bancos a dar dinero barato para animar el crédito y endeudar a los consumidores, de manera que gasten más de lo que ingresan y pasen a ser fieles pagadores de la banca. Entregados a la espiral consumo-crédito, ya se ha visto que el problema del cuento viene cuando el cántaro se rompe y los pagadores ya no pueden pagar.
Resulta insuficiente apropiarse del dinero de las masas desde la permanente apología del consumismo, seguida de rebajar el valor al dinero y finalmente entregarlas al crédito, ahora se dan nuevos pasos para gravar la simple tenencia del dinero residual. Aunque los impuestos siempre han estado ahí, los animadores de la economía artificial a gran escala han pensado en apretar un poco más las clavijas. Los gobiernos nacionales, mirando por sus propios intereses y complacientes con el árbitro del orden mundial, imponen que hay que gastar por decreto, y contra más mejor, porque en caso contrario se dice que las economías se resienten. Ciertamente lo que en realidad acusa la flojera consumista directamente son las cuentas empresariales, con la repercusión que ello tiene en la marcha de las haciendas estatales. Para ello, y volviendo al ejemplo de los bancos que son claves en sus economías, se han inventado y consolidado los llamados gastos de administración y mantenimiento de las cuentas, entre otras rentables pequeñeces, porque el negocio tradicional sabe a poco, dado que los intereses que se mueven en eso de prestar dinero alegremente ya no bastan y, a veces, hasta sirve de escarmiento. Si además se grava con intereses negativos la tenencia de dinero y en especial el ahorro, el círculo se cierra por el momento. Ni como previsión tiene sentido conservar el dinero, porque resulta ser una carga demasiado pesada. La reflexión común es que, si se cobra por guardar el dinero, es preferible gastarlo antes de acabar perdiéndolo. Este sentimiento de frustración que se va transmitiendo a los usuarios, inicialmente con tímidos tanteos, para convertirlo en práctica generalizada a la mayor brevedad, es el último acto, hasta el momento, para contribuir a desmontar el ahorro de las masas y entregarlo al mercado, a fin de que lo devoren las empresas. Se obliga a las masas a consumir para que el capitalismo se mantenga en vigor como doctrina y una minoría disfrute de privilegios.
¿No es esto violencia? Tiene todo el aspecto de ser esa otra forma de violencia actualizada. Lo que sucede es que, en principio, hay una variante, esta última hace uso de la fuerza del dinero en lugar del palo. Va por ahí desposeyendo a las personas de lo que da cierto valor material y real a la vida, en el que ocupa un lugar destacado el dinero. Es sutil en sus prácticas, la violencia económica juega con ventaja para que no se detecte tan a las claras, se muestra suave, engaña y engaña hasta que deja vacía la bolsa de sus víctimas. Por lo que puede verse, la violencia se resiste a desaparecer, muta para adaptarse a los tiempos, pero sigue siendo el arma de las elites para explotar a las masas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.