Nota edición: El siguiente escrito es el texto-base de lo que seguramente fue, o iba a ser, una intervención de Sacristán, a finales probablemente del franquismo, en alguna reunión de militantes del PSUC (y afines) donde se discutió sobre el derecho de autodeterminación y las características «nacionales» del Estado español. En otros textos suyos de […]
Nota edición: El siguiente escrito es el texto-base de lo que seguramente fue, o iba a ser, una intervención de Sacristán, a finales probablemente del franquismo, en alguna reunión de militantes del PSUC (y afines) donde se discutió sobre el derecho de autodeterminación y las características «nacionales» del Estado español. En otros textos suyos de esa época, que aún permanecen inéditos, hay también referencias a esa temática.
El manuscrito, que no está titulado, resulta especialmente difícil. Mis dudas las he señalado con un interrogante si logro imaginar la palabra con alta inseguridad por mi parte, o con un corchete cuando no he sido capaz de conjeturar ni tan siquiera un término/s para completar o construir el sentido de la oración.
En esta reunión el problema de las nacionalidades me interesa sobre todo desde el punto de vista de la teoría de la clase obrera como sujeto de la transformación socialista y comunista de la sociedad. O sea, desde el punto de vista del marxismo.
En la tradición leninista, el tema de las nacionalidades quedó claro desde el principio como un problema que no tiene más solución posible que el ejercicio del derecho de autodeterminación por las distintas poblaciones. ‘Desde el principio’ quiere decir que la cuestión se concretó en ese sentido ya antes de la llegada de los comunistas al poder en Rusia. Los conocidos textos de Lenin y de Stalin son anteriores a ese momento.
Sin embargo, Lenin ha tenido en la última fase de su vida una preocupación especial por el problema. «La última batalla de Lenin», según la expresión que ha hecho célebre un conocido libro del historiador Moshe Lewin, está motivada entre otras cosas, por la defensa de la nacionalidad georgiana frente la «saña» de Stalin -la palabra es de Lenin-, contra lo que éste llamaba el social-nacionalismo. «Yo creo -escribía Lenin en la carta del 30/XII/1922 a la dirección del partido ruso- que en este asunto han ejercido una injerencia fatal las prisas y los afanes administrativos de Stalin, así como su saña contra el decantado ‘social-nacionalismo'» (Obras escogidas III Moscú 1966, p. 774). Y contesta a la objeción que espera: «Se dice que era necesaria la unidad del aparato. ¿De dónde han partido esas afirmaciones? ¿No será de ese mismo aparato ruso que, como indicaba ya en uno de los anteriores números de mi diario, hemos tomado del zarismo, habiéndonos limitado a ungirlo ligeramente con el óleo soviético» (ibid, 773).
Lenin, pues, achaca la exigencia de «unidad del aparato», esgrimida para despreciar la nacionalidad georgiana, precisamente a los burócratas gran rusos, procedentes del zarismo. Pero antes, en la misma carta, había manifestado la profundidad de su preocupación escribiendo como primeras palabras: «Me parece que he incurrido en una grave culpa antes los obreros de Rusia [MSL: de Rusia, no de la URSS en general] por no haber intervenido con la suficiente energía y dureza en el decantado problema de la autonomización […]» (ibid, 773).
¿De dónde le viene a Lenin esta preocupación por un correcto planteamiento del problema de las nacionalidades, ese estado de ánimo un tanto pesimista que se manifiesta en la autocrítica con que empieza la carta? Le viene seguramente del pasado del tema en el movimiento marxista. Lenin -y también, en la teoría, Stalin, pese a su posición en el asunto de Georgia- había planteado radicalmente el problema de las nacionalidades sobre la base del principio de autodeterminación. Pero no siempre había sido así. La socialdemocracia había sido insensible y hasta, a veces, reaccionaria ante el problema de las nacionalidades por causa del estatismo, de la identificación de la idea de socialismo con la de Estado central fuerte, que es una tendencia característicamente socialdemócrata (en el sentido dominante en la II Internacional).
La debilidad del socialismo en las nacionalidades peninsulares ibéricas -por hacer referencia a hechos próximos- se debió en gran parte al desprecio estatista de la socialdemocracia española por las nacionalidades periféricas. Pero la actitud más fuertemente conservadora de la socialdemocracia respecto del problema de las nacionalidades -como en todo lo demás- se produjo al inclinarse la IIª Internacional por la «lealtad» a las «patrias», o a los estados militaristas en la guerra de 1914-1918. La lealtad para con el estado propio, por ejemplo, de los socialdemócratas austriacos no-leninistas […] de las minorías nacionales checa, polaca, serbia, croata, eslovena, alemana, búlgara, rumana. Los mismos hechos que desencadenaron la revolución rusa destruyen los grandes potencias estatales con las que se había solidarizado la socialdemocracia con su abandono -entre otras cosas- del principio de las nacionalidades.
Un hecho como tal recomienda prudencia crítica cuando se habla del carácter burgués de tal y cual reivindicación nacional. Pues mientras haya nacionalidades, la opresión o el mero desprecio de una de ellas ocurrirá por fuerza desde otra nacionalidad. El «internacionalismo» de la socialdemocracia austriaca era simple opresión de las demás nacionalidades por la germánica. Y la «saña» de Stalin, […] contra el «social-nacionalismo» georgiano era, como dice Lenin, nacionalismo gran-ruso, chauvinismo de gran potencia.
Más en general, hay que darse cuenta de lo que quiere decir la afirmación verdadera de que el principio de las nacionalidades es de origen burgués. Quiere decir que la vieja aristocracia feudal y dinástica era una casta cosmopolita, como aún lo siguen siendo sus últimos y más o menos cómicos descendientes. Ese universalismo mismo de casta del siglo XIV es (entre otras cosas, naturalmente) la ideología de esa casta que, mientras quiere, puede saltar indiferentemente de Hungría a Valladolid o de Centroeuropa a Sicilia. El pueblo, mientras tanto, no habla latín, ni quiere ni siente con el cosmopolitismo de sus señores. La burguesía es la clase que, durante siglos, ha dirigido la resistencia y las rebeliones de esos pueblos contra sus amos. Por eso ha dado voz por vez primera a la reivindicación nacional, del mismo modo que ha vuelto a inventar las de libertad, igualdad, fraternidad. También la igualdad, la libertad y la fraternidad, en sentido moderno, son invenciones burguesas. Pero de la burguesía ascendente. Nadie diría hoy que la igualdad o la libertad sean precisamente rasgos de la vida burguesa. Por no hablar ya de la fraternidad.
La clase burguesa no podrá realizar el programa pues no es una clase que represente una visión universal y sea suficiente la ideología de su ascenso. Por eso sus ideales fueron sólo, como dice Marx, «ilusiones heroicas»: no intentará la libertad, ni la igualdad ni la fraternidad. Ni tampoco el principio de las nacionalidades. Algunas nacionalidades facilitaron su lengua y sus tradiciones para imponer nuevos estados opresores de las clases subalternas y, con ellos, de las nacionalidades minoritarias. El llamado «estado nacional», el francés, por ejemplo, es un estado de Reinos de nacionalidades, de algunas que estuvieron a punto de serlo, como la Borgoña, demográficamente más importantes que la utilizada por los reyes y la burguesía de Francia para construir su estado. Quien estudie la uniformidad con la cual el poder burgués de Francia consolida durante más de cien años […] sabrá a qué atenerse sobre la vindicación del principio de las nacionalidades por el poder burgués. El poder burgués se caracteriza por la exacerbación del principio del estado, no por el de las nacionalidades. Por eso dice el Manifiesto Comunista que los proletarios no tienen patria: «También se ha reprochado a los comunistas que quieran abolir la patria, la nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen. Pero como el proletariado tiene que conquistar primero el poder político, alzarse a clase nacional, constituirse como nación, es él mismo nacional, aunque de ninguna manera en el sentido de la burguesía».
Patria, no nación: porque «la Patria» es el pilar nacionalmente resuelto en un estado, de una dictadura de clase. Y el proletariado tiende objetivamente a la superación del estado. El internacionalismo no puede consistir en hacerse cómplice de esa opresión de las nacionalidades no utilizadas como revestimiento cultural del estado, sino en oponerse a esa imposición como a cualquier otra.
* * *
La idea de que el proletariado no está objetivamente interesado en el problema de las nacionalidades tenía raíces teóricas profundas en el marxismo socialdemócrata. Éste era, a principios de siglo, un marxismo unilateralmente obrerista, determinista, economicista, penetrado de la idea de que el momento histórico no tiene más motivos que los basados directa e inmediatamente en la vida económica. Es mero oportunismo de las vigentes teorías socialdemócratas la espera del socialismo a través de las simples contradicciones de las relaciones y fuerzas [¿] de producción. Esta reducción de la lucha de clases a su base más estrecha hace que desaparezcan todos los problemas no estrictamente económico-corporativos. Y así la socialdemocracia acaba por proponer a la clase obrera una política en realidad medieval: corporativista, estamental, impropia de una clase que va representando y más, con el trabajo, los elementos definitorios de la vida de la especie.
Para ser revolucionaria, para conseguir el cambio y la sociedad que nazca de él, la clase obrera tiene plenamente que superar su desinterés corporativo y construir, organizar explícitamente, su universalidad, su carácter de representante de toda la especie, de portadora del futuro de toda la especie. Para conseguir eso tiene que abarcar todas las realidades sociales, e indicar las vías del desarrollo de éstas.
El hecho nacional es una de esas realidades. La nacionalidad es, por de pronto, un conjunto de rasgos del individuo, un bloque de características lingüísticas, culturales y principios que constituyen su modo de ser. Si existe históricamente una comunidad [¿] que propague esas características y, con ella, una integración económica de algún orden, entonces los rasgos étnicos del individuo tienen en su base una nación ya formada. Todo eso es realidad, incluso cotidiana del individuo. Lo que no es vida real de cada cual, sino aparato ideológico de dominio sobre los individuos, es la serie de ideas especulativas postuladas para gobernar esa realidad, como la idea de destino histórico, el patrimonio imperial, etc. Ningún individuo ni pueblo tiene más sentido que el de vivir, incluyendo en el vivir la muerte. Todo lo demás, todas las vestimentas patriotas son ideología encubridora de dominio.
El internacionalismo [1] es el reconocimiento de la realidad plural nacional, la condena de las ideologías patriótico-imperialistas. No se puede ser internacionalista empezando por aplastar las nacionalidades. Ésta es una verdad elemental pero, por lo visto, necesitada de repetición.
Desde que el capitalismo conquistó prácticamente el mundo entero, instaurando más o menos completamente un mercado mundial, se aprecia un proceso de unificación de la especie humana. La unificación de la especie es genéticamente tan burguesa como el principio de las nacionalidades. Ni una ni otra posibilidad se puede realizar bajo el capitalismo, y en los dos casos por la misma razón: porque el capitalismo no puede legalizar situaciones sin dominio político. La única unificación posible bajo el capitalismo sería del mismo tipo que su única realización posible del principio de las nacionalidades: la instauración de un dominio que pretendiese ser unión sin igualdad. El gobierno de Estados Unidos lo habría intentado al comienzo de la guerra fría si la URSS no hubiera conseguido construir ella también la bomba atómica. Pero una voluntad resistente no puede seguir ese camino de integración de la especie humana. Las peculiaridades nacionales o étnicas, como las demás, tenderán a superarse, como las demás, por una vía de síntesis. Pero nadie puede proponer, por ejemplo, como vía histórica de superación de la peculiaridad étnica, […]. El socialismo y el comunismo han de permitir que una tendencia se active en […], en histórica, no política, no estatal [NOTA EDICIÓN: ESTE ÚLTIMO FRAGMENTO ES ESPECIALMENTE DIFÍCIL].
*
Sería malo terminar una exposición, por teórica que sea, sin aludir al menos, a la problemática propia. Malo moralmente y malo intelectualmente.
La principal dificultad práctica del tema nacional ha sido posiblemente su explotación por las clases dominantes para tener sometidas a las clases. Francia y Castilla-España [2] son seguramente los dos ejemplos históricos más claros a este respecto.
La distinción entre el hecho nacional y su fetichización patriótico-imperialista es importante para no sucumbir a la propaganda patriótica y pseudo-nacional burguesa. Pero lo esencial es darse cuenta de que el capitalismo no ha resuelto el problema nacional, que su principio es el del poder estatal, no el de las libertades nacionales. Hay que poner eso de manifiesto e impedir que la clase burguesa finja contar con un elemento de universalidad social del que carece. Esto es particularmente visible en el caso catalán [3]: la gran burguesía catalana no es sino un elemento más -casi tan importante como los grandes financieros vascos- en la alianza oligárquica que dirige igualmente este pueblo y a los otros pueblos de la península, incluido el castellano. Igual que contribuyó a financiar el ejército de Franco durante la guerra civil, la gran burguesía catalana se opondrá mañana al principio de autodeterminación, al igual que a todo cambio democrático.
Los textos escogidos por Sacristán para su exposición, práctica habitual en sus conferencias, fueron los siguientes:
1. «En mis obras acerca del problema nacional he escrito ya que el planteamiento abstracto del problema del nacionalismo en general no sirve para nada. Es necesario distinguir entre el nacionalismo de la nación opresora y el nacionalismo de la nación oprimida» (Lenin, O.E. III 775; 31/XII/1922).
2. «¿Qué es importante para el proletariado? Para el proletario es no sólo importante, sino una necesidad esencial, gozar, en la lucha proletaria de clase, del máximo de confianza por parte de los componentes de otras nacionalidades. ¿Qué hace falta para eso? Para eso hace falta compensar de una manera o de otra, con su trato o con sus concesiones a las otras nacionalidades, la desconfianza, el recelo, los ofensas que en el pasado histórico les produjo el gobierno de la nación dominante» (Lenin, O.E. III 776, 31/XII/1922).
3. «De acuerdo con su tarea fundamental de luchar contra la democracia burguesa y desenmascarar su falsedad e hipocresía, el partido comunista, intérprete consciente de la lucha del proletariado por el derrocamiento del yugo de la burguesía, debe en lo referente al problema nacional centrar también su atención no en los principios abstractos , sino 1) en apreciar con toda exactitud la situación histórica concreta y, ante todo, la situación económica; 2) en destacar los intereses de las clases oprimidas, de los trabajadores, de los explotados, distinguiéndolos con toda claridad del concepto general de intereses de toda la nación en su conjunto, que significan los intereses de la clase dominante; 3) en establecer también una neta diferencia entre naciones oprimidas, dependientes, no soberanas, y naciones opresoras, explotadoras, soberanas, por oposición a la cultura democrática-burguesa…» (Lenin, 5/V/1920; «Esbozo inicial de las tesis sobre los problemas nacional y colonial. Para el II Congreso de la IC»).
* * *
Notas edición:
[1] En una entrevista de 1983, con la revista Argumentos («¡¡Una broma de entrevista!!», Salvador López Arnal y Pere de la Fuente (eds), Acerca de Manuel Sacristán, Destino, Barcelona, 1996, p. 232), señalaba Sacristán:
P: El marxismo se ha convertido en un fenómeno universal, pero creo que más como método de solución a todos los problemas. Sin embargo, en este momento, la tendencia es hacia una interiorización, hacia una nacionalización de la política. No soy universal porque soy de este mundo, soy universal a partir de un punto concreto, un barrio, una ciudad, de un país o una autonomía, y a partir de ese momento, puedo trascender para llegar a la universalidad. No obstante, el marxismo no ha entendido ni las autonomías, ni los nacionalismos y mucho menos los elementos subjetivos, psicológicos de las sociedades. ¿Cree usted que esta crisis del marxismo es definitiva?
La nacionalización de la política es uno de los procesos que más deprisa pueden llevarnos a la hecatombe nuclear. El internacionalismo es uno de los valores más dignos y buenos para la especie humana con que cuenta la tradición marxista. Lo que pasa es que el internacionalismo no se puede practicar de verdad más que sobre la base de otro viejo principio socialista, que es el de la autodeterminación de los pueblos. Lo que hay que hacer es criticar a muchos partidos de izquierda, marxistas o no, que han abandonado un principio fundamental como es el de la autodeterminación de los pueblos. Todo lo demás que dice usted en esta pregunta es pura moda neorromántica irracionalista, efecto de la pérdida de esperanzas revolucionarias [la cursiva es del editor].
[2] Así definía «España» Sacristán en 1984 en la revista mientras tanto («Otra página del diario filosófico de Filóghelo»,mientras tanto, nº 18, pp. 151-152):
«Estaba yo pensando profundamente en todo eso cuando me llegó un sobre voluminoso con el membrete de El País. ¡Cáspita! me dije, como si estuviera traduciendo el Cuore, esta carta debe ser muy importante, a juzgar por su remitente y por lo gorda que es. Abrí el sobre y vi que era una carta con título. Y qué titulo. A saber. «¿Qué es España?».
Me precipité a consultar el Ferrater, para ver si don Miguel de Unamuno, o don José Ortega y Gasset, don Ramiro de Maeztu, o incluso don Ángel Ganivet (todos esos autores son inevitablemente «don») estaba todavía vivo. Comprobé que no.
Por otra parte, la carta no da muchas pistas para responder a la pregunta; es verdad que dice que España no es una unidad de destino en lo universal, pero eso no me lo resuelve todo, porque también podría ser un dolor, o un enigma histórico, o un problema, o un sin-problema, o incluso un invertebrado.
Ni tampoco contribuye mucho a resolver la cuestión el encomiable ejemplo de las democracias occidentales ante las que se postra la carta al exhortarnos a adoptar «la perspectiva moderna con que, con la ayuda de la razón crítica, los países más civilizados afrontan sus problemas». Es obvio que la Gran Bretaña es un país de los más civilizados, por lo menos desde que Asterix y sus amigos enseñaron a los anglos a tomar el té. Entonces, la razón crítica que según El País, nos permitirá descubrir qué es España ¿tendrá que ver con la muerte por inanición de algún preso del IRA? O tal vez con algún bombazo corso, ya que también Francia es un país muy civilizado.
Consulté el diccionario de María Moliner, cosa siempre recomendable. Y en la página 1199 de su primer volumen descubrí que la autora no se atreve a definir «España». Pero, sin decirlo, explica, en realidad, por qué no define, enjaretándonos la retahíla de términos que transcribo sólo parcialmente: «alanos, arévacos, ártabros, astures, autrigones, bastetanos, benimerines, béticos, cántabros, caporos, cartagineses, celtas, celtíberos, cerretanos, cibarcos, contestanos, cosetanos, deitanos, edetanos, fenicios, godos, iberos, ilercavones, ilergetes, iliberritanos, ilicitanos, ilipulenses, iliturgitanos, indigetes, italicenses, lacetanos, layetanos, masienos, moriscos, mozárabes, numantinos, oretanos, pésicos, saldubenses, santones, suevos, tartesios, tugienses, turdetanos, túrdulos, vacceos, vándalos, várdulos, vascones»
Entonces me puse a pensar profundamente sobre todo eso».
Cinco años antes, en 1979, en momentos de neta y creciente ofensiva nacionalista periférica, en una entrevista para el diario Tele-Express, había recordado: «[…] porque España no es propiedad de los reaccionarios, yo me siento y soy español aunque fuera de una España pequeña que limitara con los Picos de Europa, Andalucía, Galicia y el área catalana, porque España no es una ficción, es la nación de mis padres y abuelos, de Garcilaso, de Cervantes…» («Manuel Sacristán o el potencial revolucionario de la ecología»,TE, 2/6/1979).
Igualmente, un conjunto de observaciones de Sacristán, de lugares heterogéneos, sobre esta temática y más, en general, sobre la cuestión nacional y el sentimiento de pertenencia a una determinada comunidad, incluyendo referencias a Catalunya y al tema del atraso español.
En unas «Observaciones» de 1972 a un proyecto de programa del PSUC, Sacristán sostenía que dada la complicación e incluso confusión con que se presentaban en aquella época las cuestiones fundamentales del socialismo, un documento como el discutido -«Proyecto de introducción al programa del PSUC»- debía contener una presentación de principios sobre la naturaleza de los partidos comunistas y sobre sus objetivos finales, «un planteamiento de futuro, no de pasado», señalando que en una introducción de este tipo debían aparecer reflexiones y tesis sobre, básicamente, dos series de cuestiones. Una de ellas se enmarcaba en lo que Sacristán llamaba «problemas post-leninianos». La otra serie de problemas afectaban a la naturaleza del partido comunista.
Sobre este punto, Sacristán indicaba la conveniencia de recordar algunas de las posiciones básicas del Manifiesto Comunista, y añadía: «(…) Como es sabido, Marx y Engels dicen allí, entre otras cosas más importantes, una que tiene, en cambio, especial interés para estimar este proyecto de Introducción, a saber: que los proletarios no tienen patria; en cambio, el arranque del presente borrador de Introducción acarrea un desarrollo enteramente limitado a España y Catalunya. No es que haya que teorizar explícitamente sobre la naturaleza, apátrida e internacional del proletariado y, por lo tanto, del partido comunista, pero sí que conviene atenerse, en una Introducción, a los principios generales del comunismo y a una exposición muy breve de su génesis histórica, sin aludir a ninguna «patria» en particular. A lo sumo, si el desarrollo lo exige, se puede aludir a la nacionalidad como simple hecho, como un rasgo más -muy secundario- entre los que componen la realidad proletaria, su perspectiva o futuro y el intento de formulación de esa perspectiva por el Partido comunista».
Sobre la unidad de los pueblos de España en una república federal, Sacristán se manifestaba de la forma siguiente en la nota 14 de estas mismas observaciones de 1972: 1. Esta posición política es una tesis que debería restringirse al período histórico durante el cual subsistan aún un Estado español y un Estado francés. 2. España y Francia no son naciones en sentido primario, pero tampoco son exclusivamente estados, como sostenían (y sostienen) algunos sectores catalanistas. 3. En su opinión, eran formaciones para-nacionales, «menos intensamente unificadas que el conglomerado de nacionalidades que ha dado lugar a la super-nación germánica, por ejemplo, pero que, de todos modos, han originado, con el paso de los siglos, ciertos rasgos nacionales de segundo orden», por así decirlo, en millones de individuos de nacionalidades básicas diferentes. 4. Desde un punto de vista marxista, añadía, «se debe dar la opción primaria de organización política -mientras las sociedades sigan siendo políticas- a las nacionalidades básicas o primarias. Sobre todo en casos como el español o el francés…»
En otro texto de esa mima época, éste de 1974, Sacristán se opone a la estricta correlación general nación-burguesía. Le parece que esa identidad vale si acaso para el caso de París en los siglos XVIII-XIX. La proposición general no es sino una generalización idealizada del modelo francés, parisino más bien. No había, ciertamente, nación inglesa, sino supranacionalidad británica. A la clase dominante inglesa, le ha bastado con un mercado estatal, no nacional. En otras ocasiones, como en Hungría o en Polonia, ha sido la nobleza quien ha construido la nación y el estado nacional. En otras situaciones, como en el caso de Rusia, ha sido la propia autocracia. Los españoles y los centroeuropeos, en su opinión, «tenemos la suerte (relativa a esta cuestión) de haber vivido siglos bajo la dinastía más «imperial», esto es, menos destructora de nacionalidades, de todo Occidente, o sea, los Haubsburgo». De aquí que aún estén vivas las naciones húngara, checa, croata, eslovaca, serbia, catalana, euskera, gallega, etc., mientras que no lo están tantas otras de la Europa borbónica. De hecho, no existía nacionalismo castellano (o no existía por aquel entonces); existía, sí, obviamente, chauvinismo español, «a menos que se suponga la identidad entre Castilla y España, y podamos entonces identificar éste con aquél».
Por lo demás, una carta del 9 de septiembre de 1978, dirigida a Rafael García de la Editorial Villalar de Madrid, es indicio de un cierto estado (político) de ánimo que nunca olvidó, vale la pena insistir en ello, el gran-nacionalismo español-ñol:
Apreciado amigo: le agradezco (avergonzado) las expresiones de aprecio con que me honra, pero no tengo más remedio que renunciar a la posibilidad que usted me ofrece de prologar el libro sobre la autogestión en Yugoslavia. Yo no tengo suficiente conocimiento de la realidad yugoslava. Lo que sí seré es atento lector del libro, y desde ahora me propongo publicar una reseña del mismo en Materiales.
Me interesa mucho su programa de publicaciones, y hasta el nombre de su editorial (en esta época de nacionalismo frenético los castellanos de la diáspora estamos un poco incómodos). Le ruego que, si tiene tiempo para ello, me mande información de lo que editan.
Cordialmente, MSL [la cursiva es mía]
Materiales fue una revista, la anterior a mientras tanto, que se publicó entre 1977 y 1978: doce números y tres extraordinarios. Uno de sus grandes artículos político, su aguda crítica al eurocomunismo, se publicó en el número 6 de esta revista.
[3] También en una entrevista, ésta de 1984, con Mundo Obrero, señalaba Sacristán: «A mí me parece que los nacionalismos ibéricos están más vivos que nunca, los tres. Paradójicamente el menos vivo es el español. Por eso no he dicho los cuatro. Lo digo en el sentido de que en el caso español los nacionalistas son de derechas, incluida mucha gente del PSOE, pero de derechas de verdad. En cambio, en los otros tres nacionalismos, por razones obvias, por siglos de opresión política y opresión física, el nacionalismo no es estrictamente de derechas, sino que hay también nacionalistas de izquierda (…). A mí me parece que la vitalidad de los tres nacionalismos no españoles de la Península es tanta, que aunque parece tópico yo no creo que se clarifique nunca mientras no haya un auténtico ejercicio de derecho a la autodeterminación. Mientras eso no ocurra, no habrá claridad ni aquí, ni en Euskadi, ni en Galicia. Sólo el paso por ese requisito aparentemente utópico de la autodeterminación plena, radical, con derecho a la separación y a la formación de Estado, nos dará una situación limpia y buena. Ya se trate de un Estado federal o de cuatro Estados. Todas las técnicas políticas y jurídicas que se quieran aplicar para hacer algo que no sea eso no darán nunca un resultado satisfactorio. Eso siempre será una justificación para el mayor mal que sufre España, que es tener un Ejército político como el que tenemos».
Un año y medio antes, en el prólogo para la edición catalana de El Capital, escribía Sacristán en 1983: «La aparición de esta traducción catalana de El Capital puede parecer intempestiva. En efecto, este libro se edita poco más o menos un siglo después que empezase a estar presente en la vida social y cultural de Catalunya; y, además, en un momento que no se puede considerar de excesivo predicamento de la obra del autor, sobre todo si se compara con lo que pasaba hace quince o veinte años. Es obvio que la primera circunstancia está muy ligada a los obstáculos con que ha chocado la cultura superior catalana durante estos cien años, desde los de más lejana raíz histórica hasta los particularmente difíciles que provocó el franquismo. Desde el punto de vista de esta consideración, la publicación de El Capital en catalán, como la de cualquier otro libro clásico, es una buena noticia para todos los que se alegren porque los pueblos y sus lenguas vivan y florezcan».
Entre los varios reconocimientos al PSUC, que no fueron obstáculo para críticas que parecieron «irracionales» e «izquierdistas» en algún momento, Sacristán señaló:
1. «Este «movimientismo» es característico de los partidos «eurocomunistas» con un acento, y, con otro acento, y con mayor o menor retraso en las posiciones adoptadas, lo es también de los partidos comunistas menores. Se puede recordar a este propósito, como ejemplos ilustrativos, que hace unos ocho años los partidos minoritarios de extrema izquierda (y su inconsistente corte de intelectuales deslumbrados) vituperaban la defensa de la lengua catalana («la lengua de la burguesía» como decían en castellano con mucho acento catalán) por el PSUC, antes de convertirse en destacados catalanistas; y que todavía hace cuatro años combatían con graves acusaciones la consigna de amnistía propugnada entonces exclusivamente (entre los comunistas) por el PCE-PSUC…
2. «El nuevo movimiento lo hacía todo: desde la protestas por deficiencias particulares de la enseñanza, la difusión de consignas simplemente liberales o demográficas que estaban a la orden del día, hasta la propaganda marxista, pasando también por la presencia de la lengua catalana en la Universidad: la única prensa universitaria catalana y en catalán que ha durado ininterrumpidamente desde el curso 1956-57 hasta hoy en la Universidad de Barcelona ha sido la prensa del Comité Estudiantil del PSUC».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.