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Sobre la inseguridad pública

Fuentes: Rebelión

Desde la Declaración de Caracas de 1980, producto del Sexto Congreso de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del delincuente, la ONU reconocía que la efectividad de los sistemas de justicia penal y de las políticas orientadas a la prevención del delito dependen de «los progresos que se realicen en el […]

Desde la Declaración de Caracas de 1980, producto del Sexto Congreso de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del delincuente, la ONU reconocía que la efectividad de los sistemas de justicia penal y de las políticas orientadas a la prevención del delito dependen de «los progresos que se realicen en el mundo para mejorar las condiciones sociales y para elevar el nivel de calidad de la vida» (https://bit.ly/2KW7Yd0). Han pasado ya casi 40 años desde aquella declaración hecha por la Asamblea General de Naciones Unidas, y las políticas y sistemas de justicia parecen haber hecho caso omiso de lo señalado (para variar).

Recientemente, algo similar se ha dicho en México: el Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia 2014-2018 indica que muchos de «los factores» que pueden propiciar los actos delictivos están relacionados con las condiciones de marginación, precariedad y violencia social en las que vivimos. No es fortuito el mal gusto, lo clasista y lo tendencioso de la presentación de su diagnóstico, ya que presenta las condiciones deplorables de existencia (representados en una pirámide que va desde lo individual hasta la estructura social en general), como lo determinante en la posibilidad de incidencia delictiva. Parte, pues, de unas condiciones de existencia que se presentarán como algo «natural» o «normal», sin explicación. No aparece ahí la responsabilidad del Estado. Desaparecen, por arte de magia, los llamados «delincuentes de cuello blanco» (en un intento eufemístico de borrar lo repulsivo de sus crímenes) y, por lo tanto, su responsabilidad en la generación de las condiciones miserables de existencia en la que sobreviven más del 80 por ciento de la población en el país.

Sin embargo (desde la perspectiva liberal), aun cuando el Estado apareciera como responsable en el diagnóstico mencionado, las políticas o medidas implementadas contra la delincuencia deberían orientarse a erradicar las condiciones de marginación, precariedad y violencia de existencia de la población. Es decir, en su lenguaje, las políticas contra la delincuencia deberían ser «integrales». ¡Pero incluso en su diagnóstico está claro que los programas que han aplicado ni son integrales, ni atienden esas condiciones de existencia! El Estado mismo echa a la basura el supuesto diagnóstico y se ha limitado a implementar (sin fundamento alguno) medidas de corte represivo, no preventivo.

Con esto último, lo que se ha conseguido es precisamente todo lo contrario: a partir de la puesta en marcha de la llamada «guerra contra el narcotráfico» la violencia y la delincuencia han incrementado; se lanzan cifras espeluznantes de más de 230 mil muertes en los últimos dos sexenios, feminicidios, narco fosas, expansión y surgimiento de nuevos cárteles, complicidad de los cuerpos policiales y autoridades de todos los niveles, secuestros, y el lamentable etcétera. Ya en junio de 2011 la Comisión Global de Política de Drogas de la ONU, reconocía «el fracaso» de la «guerra global» contra las drogas y de sus políticas represivas orientadas a reducir la oferta y el consumo (https://bit.ly/2m6fBzr). Todo esto sin mencionar el alarmante incremento de la pobreza y los escándalos de desvíos millonarios a través de los programas sociales.

No es otra la historia a nivel local en todo el país. El «fracaso» constante ha sido la marca en los niveles estatal y municipal. Los actores tradicionales en el «combate» a la delincuencia siempre han sido el legislador o la policía, con resultados por todos conocidos: que van desde la criminalización de la población (con sus reglamentos que justifican de manera ambigua el uso de la fuerza física) hasta aumentar el número de elementos del cuerpo policial, sus unidades móviles o el armamento. Actualmente se han incorporado las «tecnologías» como el uso de cámaras de video vigilancia o el espionaje en redes sociales y dispositivos electrónicos. Sin embargo, medidas como esas solamente atienden de forma represiva el crimen, y no de manera preventiva. Se carecen de las «políticas integrales» necesarias que atiendan las condiciones sociales que influyen en la delincuencia y no solo sus manifestaciones.

Ante ya casi medio siglo de medidas represivas en el «combate a la delincuencia» cabe preguntar: ¿qué ocurre en las administraciones locales que continúan aplicando políticas que no ofrecen los resultados prometidos?, ¿es ceguera, falta de responsabilidad o existen otros intereses de por medio? Fomentar la delincuencia genera grandes ganancias para los implicados como en las guerras, pero por otro lado terror y muerte para sus víctimas. El estado de violencia que nos envuelve en el país no puede ser simplemente el producto de políticas improvisadas, sino que tiene forma de algo completamente premeditado.

Si un individuo produce a otro un daño físico tal, que el golpe le causa la muerte, llamamos a eso homicidio: si el autor supiera de antemano, que el daño va a ser mortal, llamaremos a su acción asesinato premeditado. Pero si la sociedad reduce a centenares de proletarios a un estado tal que, necesariamente, caen víctimas de una muerte prematura y antinatural, de una muerte tan violenta como la muerte por medio de la espada y de la maza; si impide a millares de individuos las condiciones necesarias para la vida si los coloca en un estado en que no pueden vivir, si los constriñe, con el brazo fuerte de la ley, a permanecer en tal estado hasta la muerte, muerte que debe ser la consecuencia de ese estado: si esa sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que esos millares de individuos deben caer víctimas de tales condiciones y, sin embargo, deja que perdure tal estado de cosas, ello constituye, justamente, un asesinato premeditado, como la acción del individuo, solamente que un asesinato más oculto, más pérfido, un asesinato contra el cual nadie puede defenderse, que no lo parece, porque no se ve al autor, porque es la obra de todos y de ninguno, porque la muerte de la víctima parece natural y porque no es tanto un pecado de acción como un pecado de omisión. Pero ello no deja de ser un asesinato premeditado.

F. Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845.

 

 

J. Carlos Rico Acosta Sociólogo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.