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España

Sobre la Ley Sinde (respondiendo a Rafael Simancas)

Fuentes: nuevatribuna.es

   Los artículos que el diputado Rafael Simancas se ha dedicado a regar por la prensa española en los últimos días (incluida Nueva Tribuna) resultarían patéticos si no fuera por el tono insultante que su autor se empeña en emplear hacia todos aquellos que todavía se sienten identificados con los ideales socialistas. Es más: hacia […]

   Los artículos que el diputado Rafael Simancas se ha dedicado a regar por la prensa española en los últimos días (incluida Nueva Tribuna) resultarían patéticos si no fuera por el tono insultante que su autor se empeña en emplear hacia todos aquellos que todavía se sienten identificados con los ideales socialistas. Es más: hacia todos aquellos que, aun estando de acuerdo con la Ley de Economía Sostenible (LES) no tragan con su Disposición Adicional Segunda, popularmente conocida como Ley Sinde. De hecho Simancas, en sus escritos, rezuma un maniqueísmo impropio de alguien a quien, como diputado, se le supone avocado a la defensa del Interés General y a quien, como socialista, se le imagina partidario de un proceder político que prioriza al vulnerable frente al fuerte y al creativo e industrioso frente al acomodaticio y al rentista.

Resulta intolerable, para empezar, que su argumentación -que sigue siempre el mismo guión- se construya alrededor de un histriónico sofisma: «¿Quién ha decidido que han de ser las industrias culturales las que paguen con su ruina el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación?».

Ante tan mayéutica afirmación, cabe preguntarse en qué radica exactamente el desamparo de las «industrias culturales» cuando, en 2008, la SGAE obtuvo unos beneficios similares a lo que el Gobierno español destinará, en 2011, a la enseñanza universitaria o cuando, la referida sociedad -privada- tiene garantizados (gracias a la Orden Ministerial PRE/1743/2008) entre 110 y 118 millones de euros anuales fijos, en concepto de Canon Digital.

También cabría cuestionarse si todo un diputado -como el Señor Simancas- tiene derecho a erigirse abiertamente en abogado defensor de una industria frente a otra y no, de un bien común que no necesariamente tiene por qué coincidir con ninguna de las dos «industrias».

El caso de Chile constituye un elocuente contrapunto a los irrespetuosos planteamientos de Simancas: fue el primer país del mundo que eliminó, por unanimidad, los derechos de autor en toda una serie de supuestos (educativos, comunicativos y culturales); reconoció un uso no lucrativo de toda otra serie de bienes y servicios y garantizó la Neutralidad de La Red .

De hecho, el verdadero quid de la cuestión no solo es que la Disposición tan cara a Simancas represente el bemol de una ley -la LES- que es razonable e incluso necesaria para un país que padece una crisis estructural de las dimensiones del nuestro, sino la estrategia política que está siendo utilizada para intentar colarla y por supuesto, el demagógico planteamiento con el que se está tratando de apuntalarla.

La pretensión de regular las descargas por Internet constituye, en efecto, un intento desesperado por parte, no tanto de las «industrias culturales», como de un complejo sistema de intermediaciones que tiene su origen en el Concilio de Trento y que apuntan al control social como finalidad última.

De hecho, históricamente hablando, el verdadero impulso jurídico a la Propiedad Intelectual fue promovido por la Iglesia Católica, tras las guerras de religión del siglo XVI. Se trató, por consiguiente, de una estrategia política orientada a mantener el control del conocimiento que es lo que, tradicionalmente, le ha dado poder a la Iglesia: la invención de la imprenta, como demostró la Reforma Protestante, puso en peligro el modelo de dominación precedente, vehiculado por la oralidad.

Actualmente, aunque también hay algo de eso, lo que en realidad se dirime es el futuro de unas «industrias» que, en el fondo, constituyeron una de las claves de éxito del modelo tridentino: Roma no solo instituyó un rígido sistema de control basado en la represión, sino que convirtió el control social en un lucrativo negocio y por ende, en un atractivo nicho de intereses.

Hoy en día, ambas dimensiones se confunden en la reacción, atolondrada y visceral, contra las descargas e intercambios por Internet: lo que las «industrias culturales» pretenden es -como los ludistas del siglo XIX- sobrevivir a un contexto tecnológico que evidencia y agudiza su inevitable desfase. Además en el trasfondo -como demuestra el Cablegate – también hay un miedo epidérmico a que el conocimiento se actualice y se socialice sin cesar. Por eso, para conservar el statu quo, personas como Simancas, camuflan las consecuencias de sus argumentos detrás de floridos pensiles.

Lo peor del asunto es que haciéndolo pero, sobre todo, defendiendo lo que en el fondo defienden, ni siquiera le son fieles al espíritu original de la legislación que dicen propugnar. De hecho, lo que -con bodrios como la Ley Sinde- pretenden regular es el hueco por el que se cuelan todas las sentencias judiciales que no favorecen a los intereses de las «industrias culturales»: las leyes de Propiedad Intelectual, en efecto, jamás persiguieron las reproducciones no lucrativas porque para eso ya estaba la censura.

El problema es que ahora, redefinir -sin teórica censura- todo el armazón jurídico, sí que implica conculcar el derecho a la cultura -a su producción, distribución y acceso- por parte de la ciudadanía. Se pretende, no en vano, lograr dicho objetivo mediante la subrepticia imposición de un modelo elitista de cultura y otro, de producción inmaterial, incompatible con el que conlleva la lógica cibernética, de tendencia mucho más cooperativa.

La otra cara del problema es que como el sentido común de la ciudadanía intuye todo esto -y la derecha, para variar, se aprovecha- los interesados actúan torticeramente: para empezar, colando la famosa Disposición bajo las enaguas de otra ley -la LES- que tiene todo el sentido del mundo… y por si eso no bastara manipulando, sin tapujos, a través de los medios para que, si termina siendo menester imponer, chirríe menos.

La médula de sus acusaciones mediáticas resulta, empero, muy escuálida: se suele insinuar, entre otras cosas, que los inconformes con la Ley Sinde son vulgares «piratas» como si entre ellos no hubiera, también, defensores de un conocimiento que se antepone, por principio, a un negocio privado.

Cultura no es sinónimo de «industria cultural» sino – según el diccionario de la RAE – del «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico». Por eso la Cultura, a lo largo de la historia ni siempre ha estado ligada a «industrias culturales» ni las «industrias culturales» se han perpetuado.

Personas como Simancas parecen no querer comprender que todo es relativo. Hay un caso, emblemático, que lo ejemplifica: Henry Morgan , a pesar de que España siempre le considero un vulgar «pirata», terminó siendo nombrado -en 1674- Caballero del Imperio Británico. Y es que toda perspectiva depende del lugar y del momento. De hecho, Señor Simancas ¿a usted se le ha ocurrido pensar cómo pasará a la historia, si es que pasa?