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Ficción, historia y memoria

Sobre la novela Un hilo rojo, de Sara Rosenberg

Fuentes: La Jiribilla

Hay quienes dicen que la historia es un género literario, y quienes la pretenden una ciencia objetiva. Lo que si está claro es que la ficción es una forma de singularizar nuestra historia, en ese territorio al que llamamos mundo y en el que habitamos. Me refiero a la historia humana, en el sentido que […]

Hay quienes dicen que la historia es un género literario, y quienes la pretenden una ciencia objetiva. Lo que si está claro es que la ficción es una forma de singularizar nuestra historia, en ese territorio al que llamamos mundo y en el que habitamos. Me refiero a la historia humana, en el sentido que Bajtin propone, cuando dice que toda obra literaria tiene internamente un carácter sociológico, donde se cruzan fuerzas sociales vivas, y cada elemento de su forma está impregnado de valoraciones sociales, y de búsqueda e interrogación por el sentido.

Desde que el ser humano estampa su mano coloreada en la caverna, desde el primer canto y el primer bisonte grabado, es capaz de producir y ser producido por el lenguaje, de contar, de compartir emoción y conocimiento. La narración es el gran salto de lo animal a lo humano. No hablo de la necesidad de comunicarse, que existe en todas las especies vivas, sino de la específica manera de hacerlo de nuestra especie, a través del relato de la experiencia, de la lengua y su infinita posibilidad de creación de sentido. Es probable que el relato haya nacido al mismo tiempo que la palabra. Como la música, que no es un sonido aislado sino un conjunto, una relación entre diversos sonidos capaces de articularse, emocionarnos, hacernos recordar, bailar, celebrar o lamentar. Antes de la escritura, fue el encuentro a través de la narración oral y el canto.

Sin embargo, la novela actual, tiene una diferencia esencial con aquel rapsoda del mundo épico que narraba oralmente la historia de un pasado heroico, el mundo del comienzo, la historia nacional, la de los padres, la de los «primeros» y la de los «mejores». Ese era un pasado absoluto, no relativo, inaccesible y venerado. De héroes, semidioses y dioses. Una frontera lo separa del tiempo actual. El tiempo épico es cerrado, en él todo está elaborado y acabado. No hay lugar para lo problemático, para lo susceptible de ser transformado. Es un tiempo de héroes que actúan en lugar de los humanos con sus contradicciones. No hay en ese tiempo una relación con el futuro, no pretende una continuación. Tampoco alberga ninguna utopía. Y por eso en la epopeya, la memoria, alejada del presente, no es conocimiento ni indagación sobre el presente y su posibilidad de transformarse.

Nuestro sentido de la memoria es diferente, la memoria es el puente con nuestra actualidad y su transformación. Es una experiencia individual y colectiva, de selección, de pensamiento y también de imaginación. Es territorio para la utopía. Pensar es dar forma y relacionar aquello que la memoria guarda -u omite- como experiencia. Evocar, en el sentido de exvocare, es llamar fuera, volver a nombrar. Y recordar, ri-cordari, (cor-cordis, corazón) es traer al corazón.

En la novela, el presente está en plena construcción, y cito nuevamente a Bajtin: «la novela refleja con mayor profundidad el proceso de formación de la realidad misma, es un genero autocrítico por naturaleza, excluye o incluye otros géneros, sean de la vida cotidiana o ideológicos, desvela el convencionalismo de sus formas, ironiza, está en contacto directo con la contemporaneidad no acabada, imperfecta. La novela aparece pues como un género crítico y autocrítico. Opera sobre el tiempo presente y por lo tanto acude a la experiencia, al conocimiento y a la ficción personal: el tiempo y el mundo se convierten por primera vez en históricos: se revelan como un proceso de formación, como movimiento constante hacia el futuro real, como proceso inacabado. Por eso la risa, lo cómico, la ironía, destruyen la distancia con el pasado épico entendido como absoluto, y se podría decir que la creación cómica popular es el antecedente de la novela.»

Pensemos en el cambio que supone «el Quijote», en relación con toda la literatura de caballería y pastoril anterior. Aparece un personaje que poco tiene que ver con los héroes de la épica, y emprende un viaje crítico sobre su propio tiempo. En este sentido es la primera novela en nuestra lengua, y nuestro héroe es profundo, desarraigado, loco, cómico y trágico: tal vez un perdedor, pero un hombre capaz de avanzar según la fuerza de sus sueños.

La literatura es un viaje, hay que salir de la cueva, dejar la casa atrás, perderse, reconocerse, desviarse, comprender, conocer, y a la vuelta, si fuera posible, contarlo. Así lo hizo Homero, así lo hizo Cervantes, y así se sigue haciendo, porque para que algo exista es necesario narrarlo, dotarlo de sentido, encontrar respuestas y nuevas preguntas, y sobre todo hacer que ese sentido se encuentre con otros sentidos. Solo el lector tiene la posibilidad de recrear el sentido, y volverlo operante.

La lengua que hablo, me habla. El «yo» que habla es un yo social, que solo tiene sentido en el encuentro con el otro, con los otros, en un territorio donde no hay eternidad, sino transformación. El arte, además de cautivar, tiene una función ética profunda, un deseo de provocar pensamiento, interrogantes. Llamémosle, urgencia por cambiar el mundo. Urgencia por preservar la vida. La escritura no es más que una forma de situarse en este sentido, y una manera de crear el mundo que habitamos.

Cada individuo es al mismo tiempo muchos, por el hablan diversas voces, las palabras están cargadas de valores y de cruzamientos entre diversas fuentes, la historia, el arte, la ciencia.

Incluso el silencio, o «no hablar de ciertas cosas», separar arbitrariamente la literatura de la política, de lo colectivo, discutir hasta el cansancio el compromiso o no del artista, delimitar cuales son los temas que el arte debe o no debe tratar, es una forma entender el mundo. En este momento se libra una gran batalla por la palabra. La palabra no es inocente ni es impune. O está a favor de la vida, o está apoyando a la barbarie y a la muerte. La cultura imperial necesita de subjetividades aisladas, fragmenta la experiencia, miente, tergiversa a través del aparato cultural neoliberal para impedir conocer y comprender nuestra historia, y por lo tanto el presente. Su semántica es un arma de destrucción masiva, que destruye el lenguaje. Lewis Carroll lo decía, «las palabras tienen dueño». Quieren imponer su discurso para confundir y sojuzgar, se criminaliza la relación con la historia, se criminaliza la explicación de lo que ha sucedido antes en relación a lo que ahora sucede. Por eso, las palabras son importantes: porque no es lo mismo llamar «comunidad internacional» a las potencias que bombardean Iraq, y siembran Palestina de bombas de racimo, llamar «donantes» a los expoliadores, «contratistas» a los mercenarios, «deuda externa» o «economía de mercado» al saqueo, «civilización» a la barbarie. No es lo mismo decir robo que «inversión de capital», ni decir «guerra preventiva» a un bombardeo, o «ayuda humanitaria» al negocio de la guerra, ni es lo mismo decir dictadura que «proceso», porque en ese gesto nos han robado la hermosa palabra Proceso.

A través de un potente aparato propagandístico, que controla los medios y el mercado cultural, el imperialismo propone una cultura narcótica, que está dedicada a generar miedo. Miedo no solo a la muerte que ellos siembran, sino a la transformación de esa situación, miedo a otra forma de vida. Claro que las palabras libran como nunca hoy una guerra sin cuartel. El poder de los medios, el poder de la cultura imperial, es enorme. Miles de especialistas fabrican campañas de desinformación y legitiman las masacres en nombre de la democracia o la libertad. No hay inocencia en el lenguaje, y no hay tampoco inocencia en la ficción, porque ningún discurso puede ser neutral, ni inocente. Siempre se habla desde un lugar y todo lugar es comprometido.

El catastrofismo, el desarrollo del miedo, la profusión de películas de guerra y violencia, la atomización y la parálisis del pensamiento, la subjetividad aislada, son propias de la sociedad de consumo de nuestros días, un modelo que necesita borrar el pasado, impedir que se relacionen los hechos cotidianos con las causas que los explican. Para el poder imperial es necesario negar las relaciones de una cosa con otra, construir enemigos borrosos, y presentar los efectos como si de novedades de supermercado se tratara, sin una razón que los desvele y los explique en relación con su pasado y su presente. La «maldad», esa maldad borrosa, es así propia del diferente, -todo aquel que no acepte el modelo hegemónico-, sea musulmán, negro, indio, una extensa categoría que engloba al 90% de la humanidad desposeída y explotada. Y a través del aparato propagandístico la droga del miedo garantiza el consenso y la idiotez.

Después de la caída del muro, crecieron enormes muros en todo el mundo. Sin embargo, el fin de la Unión Soviética, sirvió sobre todo para condenar cualquier pensamiento que se pretendiera social, político, o utópico. La voz de orden fue que se había llegado el final de la historia y por lo tanto, no se debía seguir pensando en términos de transformación sino de acabamiento. ¿Pero qué se ha acabado, cuando en toda América Latina avanzan revoluciones y cambios enormes que están poniendo en cuestión y transformando cinco siglos de opresión? ¿Qué se ha acabado cuando el imperialismo está siendo derrotado, a pesar de su enorme capacidad bélica y de la crueldad de la guerra, por la resistencia del pueblo iraquí, afgano, iraní, palestino, latinoamericano? ¿Qué se está acabando, acaso se está acabando el poder imperial que dicta la norma, la moda, la configuración de un mundo que las mayorías del planeta sufren y rechazan? ¿Qué tipo de personajes y de mundo nos proponen a través de sus películas, su prensa, su televisión, su cultura neoliberal, la cultura del gran capital financiero? ¿Qué héroes produce una cultura que promueve la muerte cotidiana y la atroz violencia de los grandes monopolios de armas y de droga?

No es la nuestra. Y los conocemos bien. Por mí y por mis personajes, habla una comunidad; soy una casual superviviente del terrorismo de estado, que asesinó a lo mejor de una generación, una fuerza social pensante, que se había levantado en contra de la injusticia y del imperialismo. En los años setenta, se implanta en Argentina el terror del capital financiero, un modelo político y económico que destruye la industria nacional, y completa el saqueo del país entregándolo a los grandes bancos internacionales. Por eso y para eso, las fuerzas armadas y la policía se encargan de exterminar a todos aquellos que resisten y se oponen al crimen organizado y al robo: estudiantes, obreros, empelados, intelectuales, niños y ancianos. Es un plan perfectamente planificado y desarrollado por las fuerzas armadas -con sus socios locales y sus asesores yankis- que nos dejan 30 000 desaparecidos, 10 000 muertos y 10 000 presos, además de los miles de exiliados. El terrorismo de estado no se puede medir solo cuantitativamente, sino que es especialmente mortal porque secuestra nuestra voz, nuestra capacidad de resistencia, nos atomiza como sociedad, nos inyecta el miedo, esa droga dura, para expandir la parálisis. Secuestra y extermina también nuestra palabra, nuestra acción, nuestra memoria.

Se abren años siniestros de silencio y muerte, que continúan más tarde con las democracias formales de Alfonsín y Menem, también socios del capital financiero internacional, y que después de largos juicios, ordenan poner en libertad a los asesinos y genocidas. Son tres décadas siniestras.

Y en Argentina hay que hablar de un doble genocidio, las dos caras de la moneda, la muerte a manos de las fuerzas armadas y la muerte y la condena de nuestro pueblo al hambre y la miseria más terrible. La violencia no es una entidad metafísica, y se aplicó para consumar el saqueo: toda la industria nacional se vendió a bajo precio, y en el país donde hay cinco vacas por habitante, miles de niños se mueren de hambre y cada vez nacen con más enfermedades producidas por la desnutrición. Ese es el resultado de la política imperial, de sus superhéroes, de su enorme publicidad dedicada a generar terror e ignorancia en las masas.

En la «Europa del bienestar», ya es visible la forma en que se ha instalado ese terror, que busca el consenso para el crimen; una cultura aterrorizada por la posibilidad de perder las migajas del banquete caníbal, y que hace tiempo abandonó la capacidad de oponerse, de moverse fuera de lo «políticamente correcto», y de las versiones de la democracia formal. La mayor parte de los intelectuales ha abandonado su función crítica, la autocensura es una forma de pensar, y el arte, la creación es un asunto de marketing y no de conocimiento. En la llamada democracia europea, la censura es brutal. Es la cultura de mercado, del embrutecimiento planificado y del espectáculo cultural controlado por los grandes monopolios de la información.

Hablar, narrar, implica también resistir. Es un desafío a la política de silencio que el terrorismo de estado pretendió y pretende. La derrota no ha sido total, porque siempre hubo voces que se opusieron a la indiferencia y vencieron el miedo, hablo de las Madres de Plaza de Mayo, y de las organizaciones populares que no olvidaron y que sembraron otra vez la capacidad de lucha, de resistencia y de organización. Nombraron al crimen y al criminal, y exigieron justicia, cada día, durante todos los días y hasta ahora, un momento en que estamos viviendo la dificultad del sistema jurídico para juzgar y condenar a los asesinos.

Pero, hay otra justicia, más inmediata, más activa, que se ejercita día tras día al recuperar la voz, y el derecho a nombrar lo que ha sucedido y sucede. Señalar las causas, entender, y como no, impedir el olvido. La derrota, -por eso no es una derrota total y apunta hacia el futuro-, puede y debe ser revertida. La historia no será escrita por los vencedores, sino por los que conscientes de las razones de esa lucha, podamos dar fe de cómo y por qué sucedió, y qué nos sucedió personal y colectivamente. No se trata de crear demonios, ni dos demonios como intentaron hacer creer los militares y sus socios, sino de entender cómo fue posible nuestra tragedia, cómo fue posible tanta soledad, tanta crueldad, tanta atomización, tanta enfermedad social, como para no ver, y contar con el consenso o el silencio, cada vez que los secuestradores se llevaban a alguien. «No pasa nada», «Algo habrán hecho», se decía. Y aquí no se trata de culpa, sino de posibilidad de reflexionar sobre hechos que a todos nos han cambiado. De nuestra historia y nuestra memoria.

Y como no, de la cultura al margen del poder. De la cultura en resistencia. De otra cultura. Otra manera de hacer arte, que liquide los viejos valores que ampararon y amparan el crimen organizado.

Cuando decidí narrar la historia de una mujer desparecida, elegí no darle forma testimonial y construí una novela polifónica. El personaje es una ausente que se reconstruye a través de la voz de muchos personajes que la conocieron y que dan su versión de los hechos. Es un conjunto de voces, que hablan desde diferentes ideologías y están cargadas de diferentes valores. Podría haber construido un relato monológico, pero para mí era importante escuchar a la sociedad que había vivido esa experiencia, quince años después de que sucediera. Ninguno de los personajes que hablan de ella es un militante. Ella lo era. Y en ningún caso quise situar al personaje en el lugar de la víctima, sino de alguien que creía en lo que estaba haciendo, luchaba, y dudaba. El personaje es una secuestrada por el Operativo Cóndor. Tampoco quería hablar del pasado como algo acabado, sino de la lectura que hacen de la historia los que la han sobrevivido. Necesitaba que la actualidad se cruzara, y descongelara de alguna manera esa historia, con sus luces y sus sombras.

Porque el terrorismo de estado sigue operando, basta mirar hacia Iraq, hacia Palestina, hacia Afganistán, las cárceles secretas, los traslados, la tortura, los desaparecidos en Guantánamo y los vuelos de los aviones de la CIA cargados de prisioneros anónimos, que sobrevuelan y aterrizan en el democrático espacio aéreo europeo, con el consenso y la complicidad de una ciudadanía adormecida, no hacen más que profundizar y repetir a escala intercontinental aquel siniestro Operativo Cóndor, que sigue funcionando, que sigue estando activo, a escala mundial. Hace poco tiempo, en septiembre, el albañil de 72 años, Julio López, testigo en un juicio contra uno de los responsables de la masacre, desapareció en Buenos Aires.

Por eso, porque la historia si existe, a pesar de los grititos de los mercenarios como Fukuyama, es necesario entender y sobre todo relacionar los hechos. Porque, después del triunfo de la revolución cubana, que tuvo un impacto enorme en la juventud de toda América Latina -y que sigue siendo una luz para nosotros desde los tiempos más oscuros- los Estados Unidos deciden combatir la revolución y cualquier intento de liberación en el continente. Para eso, dan refugio a la mafia anticubana, potencian y financian enormes campañas terroristas, arman y entrenan a doscientos oficiales y más de dos mil agentes cubanos, mercenarios, que envían a América Latina, Asia y África. Ya en esos momentos aparece el clan Bush apoyando a las bandas neofascistas, y la CIA, cuyo jefe es Jorge Bush padre, organiza a grupos paramilitares para atacar a Cuba, y para apoyar y financiar a los siniestros regímenes dictatoriales del Cono Sur. No podemos olvidar que en los asesinatos de Prats, de Leigth y de Letelier, participa el tristemente celebre asesino Orlando Bosh, compañero de Posada Carriles que ya estaba en la CIA en 1961. Este equipo estrella cubano, que tanto daño y dolor ha causado a la revolución, trabajó también en todas las operaciones del Cóndor, y siguen operando, en el siniestro triángulo de las armas, la droga y la muerte. «Y son la mafia, los grupos de terror, los que ha elegido al Bushecito, porque tiene un tropismo especial para atraer a los bandidos», como nos decía Fidel en el 2005. La Sociedad anónima criminal internacional es todo un largo tema, que cruza y vuelve a cruzar nuestra historia, hasta ahora, cuando empiezan a darse cuenta de que han creado un monstruo, que ya es capaz también de chantajear al imperio. Y aquí se entiende cómo es posible que encarcelen y condenen a cinco compañeros cubanos, cuya tarea era denunciar a los terroristas e informar al propio estado americano sobre la forma de operar de esta mafia terrorista de Miami.

El pueblo cubano conoce bien este tema, ha sufrido durante 48 años los ataques continuos del terrorismo imperial y el atroz bloqueo. El imperialismo no les perdona haber inaugurado y saber mantener otra forma de vida, digna y humana, y no perdona la paz, ni la justicia. Por todos los medios, el imperio ha tratado y trata de acabar con el ejemplo de esta revolución, y no ha escatimado dólares para comprar y corromper a una masa de plañideras seudo-intelectuales a lo largo y ancho del mundo.

Y por eso es que, a veces, cuando me preguntan por qué elijo estos temas para escribir, no puedo contestar, y tal vez tendría que decir que los temas nos eligen. La historia personal, la elección ética y estética, están absolutamente enlazadas y son el punto de partida. Se escribe siempre desde una perspectiva. Conocer la historia o desentendernos de ella es una elección conciente. Solo en los sueños se produce automáticamente, no en la creación artística.

Es verdad que en mi país, la derrota se ha vivido de muchas maneras, hay quienes la han vivido como una batalla perdida, que es momentánea, y continúan adelante. Hay muchos que han renegado y han regresado a su clase de origen. Otros, se han suicidado de diversas maneras. Son formas de estar en el mundo, de soñar y desear, de vivir. Pero, no hay lenguaje neutral. No hay narración neutral, y el punto de vista es el resultado de una práctica y de una elección. Decía Brecht, que la forma es el fondo que reaparece en superficie. Son inseparables.

Y la lengua que hablo y me habla, no es neutral, porque creo profundamente que la neutralidad no existe, que no es posible ser neutral desde un tren en marcha, y la historia, la vida humana es eso, un fabuloso y contradictorio tren en marcha.

Entonces, al decir que no soy neutral y que además debo ser capaz de transmitir una experiencia, me sitúo de inmediato en la coordenada histórica y social que me determina, en la construcción de un sujeto narrador histórico, en la identidad narrativa que solo existe como una identidad hacia el otro. Un narrador que se pretende democrático, que no cree en verdades absolutas, que ha nacido en un país con una larga historia de explotación colonial e imperial, que ha tenido que exiliarse, que después ha transformado el exilio en un largo viaje, que ha vivido en contacto con otras lenguas, que sigue interrogando por las razones y los hechos, que nació mucho después de la eclosión de los lenguajes en el siglo XX y, por lo tanto, ya tiene incorporado en el suyo la teoría de la relatividad, el concepto de lucha de clases, la teoría del inconsciente, el ser en el tiempo, la capacidad electiva, el antiimperialismo, y como no, la urgencia de transformar lo que la rodea, entre muchas otras cosas que corresponden a su propio imaginario. Y también, que escribe convencida de que es la acción humana la que transforma y ha transformado siempre la historia, y las condiciones de vida de los hombres. Creo que la escritura es una forma de vencer a la muerte y afirmar la vida. El arte en este sentido, es un modo de habitar el mundo. Y la palabra cuestiona e interroga, o bien acepta lo dado tal cual es y lo reproduce.

En esta novela me refiero a esos años trágicos, terribles, que pesarán en nuestra historia para siempre. Con ellos deberemos convivir, pensarlos, narrarlos, transformar la pesadumbre en inteligencia y en búsqueda de nuevas alternativas. En la actualidad saltan a la vista los resultados de esas políticas que se implementaron desde los años 70 hasta nuestros días, basta solo mirar alrededor, cruzar el campo, recorrer las ciudades, medir el desierto de plástico que dejan los miles de hambrientos que revuelven las basuras para saber de qué se trató, y por qué sucedió lo que sucedió. Es una ecuación sencilla, casi escolar, y se puede resumir así: el exterminio, el genocidio se lleva a cabo para conseguir que muy pocos se queden con todo y muchos sin nada. Un fenómeno que sucede a escala internacional y que fue nombrado hace más de un siglo como «imperialismo».

En la conquista de América, no solo se catequizaba para mejor dominar, sino para conseguir que la identidad de esas lenguas y de esos pueblos desapareciera. La cifra es espeluznante, 55 millones de indios fueron exterminados entre 1492 y 1650. Pero la cifra no da cuenta de cada mundo desaparecido, con cada ser humano. La inquisición fue muy sabia y para destruir y esclavizar, prohibió terminantemente narrar, contar cuentos, usar la lengua propia. Tener memoria. El desafío se pagaba con la vida. La narración, significa afirmación, y sobre todo, capacidad de imaginar otro mundo posible. Por eso, es importante comprender que la conquista fue al mismo tiempo que saqueo, piratería y esclavitud, cristo y catolicismo, una forma de acabar con la capacidad imaginativa, con la memoria y la identidad de todo un continente y por lo tanto con la capacidad de resistencia. No solo no lo lograron, sino que hoy podemos celebrar el comienzo de otra época, hija de la revolución cubana, en casi toda América, la revolución del siglo XXI, en la que se están dando vuelta cinco siglos de opresión. Las lenguas indígenas han sobrevivido, han seguido contando y cantando, su voz está ahí, en Venezuela, en Bolivia, en la lucha de México, de Guatemala, de Perú, en las calles de Argentina, que hoy por fin empiezan a salir de la larga noche, y se encuentran con otras voces, que han resistido, y han crecido.

La lucha por la palabra nuestra ha sido larga, Martí, Darío, Macedonio Fernández, Vallejo, Arlt, Huidobro, Scorza, Rulfo, Cortázar, Walsh, Carpentier, Retamar, el Che, y tantos otros, construyeron poco a poco otra voz, independiente y capaz de sintetizar la herencia cultural europea y darle otra forma. Fueron encontrando la voz mestiza de América, nuestra identidad, nuestra propia lengua. Y se revirtió el canon colonial impuesto por esa lengua, en la que también leíamos a Marx, a Lenin, a Mao, a Sartre, a Giap, a Ho, a Fanon, a Einstein, a Freud, a Babel, a Faulkner, y tantos otros que nos marcaron.

La generación que trato de recuperar en mi novela, aunque no se trata de generaciones -no me gusta hablar de generaciones, sino de posturas frente a la vida-, recibe esa herencia, y con todas sus contradicciones, fue profundamente antimperialista. Yo estaba en la escuela secundaria cuando mataron al Che en Bolivia. Fue un golpe que nos marcó profundamente, porque lo esperábamos, lo seguíamos, lo leíamos escondidos, porque tener un libro o un cartel del Che estaba prohibido y se penalizaba con cárcel. Recuerdo que al día siguiente, y desde ese momento cada 8 de octubre, mientras pudimos, Tucumán amanecía llena de estrellas de cinco puntas en las paredes. Fue una larga marcha en la búsqueda de la identidad, y de la propia voz. La literatura y el arte convivían con los movimientos de liberación internacionales, los intelectuales participaban activamente en la polémica y en la lucha. No era difícil en ese contexto, imaginar un mundo diferente al que existía. La revolución tan deseada, no se entendía como un camino sacrificial, aunque fuera difícil, sino como una afirmación del nuestro derecho a la felicidad. A la felicidad de todos. Y, la cuestión del derecho a la felicidad sigue abierta. Me refiero a la felicidad solo posible en un mundo con igualdad y justicia para todos. Nuestro quehacer cultural forma parte de ese tejido, se trata de indagar, interrogar, dudar de lo recibido y de las normas, con belleza, con emoción y con inteligencia. Con libertad y sinceridad. Esa es la tarea del artista.

En todo el mundo la política de saqueo imperial implica también la destrucción de la cultura. Ahora mismo en Iraq, además de la guerra atroz, están destruyendo a conciencia la milenaria cultura iraquí. Bombardean bibliotecas, universidades, colegios, asesinan a los intelectuales, intentan borrar literalmente su cultura. Una población culta, y despierta, no es manejable.

La narración tiene un inmenso poder, tanto que hoy en día es posible detectar con toda claridad en los discursos mediáticos, en las mentiras organizadas, cómo se conduce, se confunde y se forma el discurso, la opinión que permite manejar a las grandes masas del planeta y permite también que esas masas confundidas, borrosas, ahistóricas, consensúen guerras sangrientas, sea en Iraq, en Afganistán, en Palestina, con misiles que caen continuamente sobre la población civil para seguir pirateando el petróleo y extendiendo la muerte solo en función de la acumulación de riqueza para unos pocos. Ese 10% criminal, que acumula el 90% de las riquezas de este planeta al que están destruyendo.

O para devastar el África, y cerrar la frontera de la blanca y satisfecha Europa, hasta hacer del mar Mediterráneo, tan hermosamente cantado por los poetas, una enorme frontera de muerte, una fosa común.

Me gusta la palabra pirata, creo que explica bien ciertas conductas del imperio. También me gusta la palabra saqueo y suelo usarla en vez de hablar de deuda externa. Saqueo y piratería son un eje necesario para comprender nuestra actualidad. Son casi un binomio perfecto, que se completa con una tercera, de la que nosotros sabemos demasiado desgraciadamente y que es impunidad, con sus dos soportes la corrupción y la violencia…Noam Chomsky se preguntaba si acaso no estaremos frente a una especie, la nuestra, que está destinada a ser la única especie suicida, y se respondía sabiamente que no, que es el poder el que evidencia esa pulsión suicida. Y agrego que también el poder, con su inmensa maquinaria de muerte, hace evidente su enorme idiotez, su falta de perspectiva humana y por lo tanto histórica. Los idiotas son generalmente crueles.

He escrito todo esto, que sin duda apenas esboza nuestra historia para poder decir sencillamente que no podemos sino hablar desde nuestro propio lugar en el tiempo. Construimos con los ladrillos de nuestro tiempo grandes jardines, hermosos palacios, futuros, amores, largas avenidas, o terribles sótanos, pero todos están habitados por nuestras propias imágenes, en nuestro tiempo histórico, como en la película Solaris, de Tarkovski. Imaginar es subversivo, imaginar es desear profundamente otra forma de vida, que en nuestra América, la del hambre de las mayorías, es urgente.

Escribir, por eso, es una forma de recuperar la memoria y de cuidar las palabras, de reinventar y recrear el mundo. Y claro, no puede sino ser una tarea ética, comprometida.

Mi aproximación al tema de la historia es el que tiene una contadora de historias, una narradora, más allá de los géneros que utilice, novela, cuento, teatro o cine. Así, una vez aclarados mis orígenes y mi postura en relación con el arte, es fácil entender de que manera me planteo la relación entre historia y ficción: nada hay en el mundo que sea neutro y que no forme parte del lenguaje, nada hay tampoco fuera de la voluntad, de la intencionalidad con que nos aproximamos al lenguaje y a la vida, porque la lengua es un fenómeno de comunicación siempre relacionado con un contexto, con unos valores de interlocución definidos por los protagonistas del diálogo, un sujeto social que es resultado de un tiempo y un transformador de ese tiempo, una voluntad que se deja hablar y habla.

La novela, el relato, la narración existen como lenguaje de un tiempo y son a su vez narradas por ese tiempo. Lo digo en un doble sentido, no solo porque trabaja la actualidad o sobre la actualidad, sino porque necesariamente el autor escribe para lo que se ha llamado el lector «ideal», y para si mismo, como persona en un tiempo determinado, limitado, conformado por un lenguaje y un conjunto de experiencias vitales que son su actualidad, su estar en el mundo.

Cuando me planteo el tema de la relación ente la ficción y la historia, inmediatamente aparece un tercer término, absolutamente necesario: memoria. Supongamos que esa palabra, memoria, es el viento que trae el polen necesario para que las relaciones aparezcan. Al borrar la memoria, al no permitir que los hechos se relacionen históricamente, el pensamiento, y por lo tanto toda posibilidad de acción desaparecen. Un pueblo, una cultura, es una memoria común. Y la memoria tiene además, una cualidad específica, afectiva, que nos permite relacionar emotivamente el conocimiento y la vida, e imaginar el futuro. Decía Benjamín cuando hablaba del ángel de la historia, que no solo nos nutrimos de nuestro impulso hacia el futuro, sino que ese futuro es posible porque no hemos olvidado el dolor y la humillación de las generaciones que nos precedieron. El futuro no es posible sin el conocimiento del presente y la memoria del pasado.

El silencio que el mercado impone es muy significativo. Vender novela hoy implica estar dentro de ciertas pautas culturales, que son fácilmente mesurables: debe divertir y evadir, se vende un mundo agotado, aculturalizado, global, donde la diferencia y la lucha no existen, y el yo, desprendido de toda postura crítica, se halla en un subjetivismo decadente, y atomizado. Se trata de divertir para no pensar, se vende que el pensamiento es aburrido. No producen libros, sino novedades y productos.

El lenguaje es una construcción plenamente social, es más, podríamos decir que lo social, lo propiamente humano es el lenguaje. Y como construcción humana, el lenguaje define toda una red de mecanismos que son los que conforman lo que llamamos mundo. El mundo habla a través de esos lenguajes y yendo más allá todavía, somos hablados y formados por un lenguaje. Nacemos y vivimos dentro de un marco estructurado como lenguaje. Hubo un lento tránsito entre el discurso oral y el discurso escritural, un cambio profundo que hoy continúa, en lo que llamamos la sociedad tecnológicamente desarrollada, la de la eclosión de nuevos lenguajes. Y hubo, en la historia del lenguaje, muchas luchas, guerras invisibles por las palabras, dominios y reinos conquistados, lenguas colonizadas, asesinadas, prohibidas. No hay ninguna ingenuidad posible en la lengua. Pensemos solamente en la cantidad de palabras perdidas, de lenguas perdidas, por la sumisión impuesta por la colonia en América. Cuenta Levi Strauss que en la palabra árbol hay un verdadero cementerio de nombres, porque en las lenguas indígenas de Brasil, no existía el concepto genérico, sino miles de nombres de especies que daban cuenta de las diferencias especificas de cada una.

Henri James decía que la única razón de existir de una novela o un relato es que ciertamente intenta representar la vida, el mismo intento que vemos en la tela del pintor y concluía afirmando que así como el cuadro es realidad, la novela, el relato, es historia. Historia que representa la vida y así como no se espera que las figuras de un cuadro se justifiquen aisladamente, sino como totalidad, también en el relato, cuyo elemento fundamental es el tiempo, los personajes o el tema o lo que se llama estilo, no se pueden justificar aisladamente, ni ninguna de sus partes tiene sentido por separado.

La construcción de la historia en el tiempo preciso del relato, no tiene límites, salvo uno y esencial: que sea interesante, que nos transmita una impresión personal, directa, de la vida, intensa, y para que tenga intensidad debe tener libertad a la hora de sentir y de decir. Parece sencillo y sin embargo es tal vez lo más difícil a la hora de escribir.

Pero no hay fórmulas, la humanidad es inmensa y la realidad tiene miles de formas, como dice James, «La experiencia no es jamás limitada, ni termina nunca: es una inmensa sensibilidad, una especie de enorme telaraña de finísimos hilos sedosos suspendidos en la cámara de la conciencia, que apresa en su tejido todas la partículas llevadas por el aire, en la atmósfera misma de la mente». Y cuando la mente es imaginativa pero sobre todo está atenta a lo que sucede, incorpora las más mínimas sugerencias de vida, convierte en revelaciones hasta las pulsaciones mismas del aire.

Pero no es tampoco suficiente decir «escribe partiendo de la experiencia y solo de la experiencia», porque la experiencia no basta, no basta adivinar lo oculto en lo visto, las impresiones, las situaciones sino también y esencialmente añadir «Trata de ser una de esas personas que no pasan por alto nada». No existen temas importantes o poco importantes, sino la infinita posibilidad de transformarlos a la hora de construir un relato, porque ¿Qué importancia puede tener por ejemplo que tu padre te deje como herencia un animal curioso que parece tener ojos de gato pero que es un cordero si no se transforma en cuento, que cuenta algo esencial de lo humano?

La historia, el tema y el relato, la idea y la forma, son la aguja y el hilo, y vuelvo a citar a James cuando dice «Y jamás he oído hablar a un gremio de sastres que recomendara el hilo sin la aguja ni de aguja sin hilo»…Por eso, la única condición el único límite a la hora de escribir una novela o un relato es el de la sinceridad. Es decir, captar y ser capaz de transmitir el tono y la complejidad maravillosa de la vida misma.

Y para ir terminando esta larga serie de preguntas sobre la historia y la ficción, creo que en cierta forma la historia comparte con la literatura algunas cosas que he ido nombrando: siempre hay un punto de vista, no hay neutralidad, formamos parte de un tejido social y la tarea es desentrañarlo, y desentrañar también la poesía y la belleza de la vida. Si en algo se diferencian historia y literatura es porque en la literatura está permitido, y es necesario mentir ―en el mejor de los sentidos―, inventar el personaje, el espacio, el tiempo, y no hay límites ni imposiciones en relación al dato proveniente de lo que llamamos realidad. La novela en este sentido es un género amplio, enorme, donde todos los géneros parecen tener cabida. Pero, como a la historia, no le está permitido ocultar ni olvidar, sino suturar, relacionar los hechos y permitir comprender nuestra vida en esta tierra, hacerla mejor, y ojala que más luminosa, más humana. Es lenguaje en construcción, identidad en construcción.

Por eso, pienso siempre que algo hay en la memoria de rescate y de filtro, de antídoto contra la muerte, porque en el fondo, escribir, pintar, cantar o caminar atentamente son formas de afirmar la vida y de vencer el temor a la muerte, a la decadencia, y el silencio.

Quisiera terminar con texto que escribió Rodolfo Walsh, un gran escritor asesinado por la dictadura:

«Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de los hechos anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.»

Texto de presentación de mi novela Un hilo rojo, en la Feria del Libro de La Habana, 2007.