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Sobre la política del reparto

Fuentes: Rebelión

Con el Estado de Derecho el campo de la política se ha reducido considerablemente, ya que su realización práctica no puede salirse del marco fijado por las leyes. Aunque estas sean potestad del que gobierna, se topan con las limitaciones que marca el ordenamiento jurídico piramidal. Además, la política no sólo esta sujeta al Derecho, […]

Con el Estado de Derecho el campo de la política se ha reducido considerablemente, ya que su realización práctica no puede salirse del marco fijado por las leyes. Aunque estas sean potestad del que gobierna, se topan con las limitaciones que marca el ordenamiento jurídico piramidal. Además, la política no sólo esta sujeta al Derecho, sino que se mueve en términos institucionales. A lo que hay que añadir el peso de las elecciones periódicas, en las que los votantes a veces tiene algo que añadir. Y en cuanto al fondo de la actuación política, el mantenimiento del orden no admite veleidades. Desde tales limitaciones, la política, ya sea como genialidad , necesidad u ocurrencia, no puede transitar libremente. El margen de maniobra se estrecha, sólo queda cierto espacio para la discrecionalidad, por ejemplo, en los criterios de recaudación y distribución de los ingresos, con lo que la acción política se mueve jugando con criterios de reparto.

Hablar hoy de política, en términos de ejercicio del poder estatal o de simple expectativa de ejercerlo, a menudo se reconduce a llevar a la práctica distintas versiones sobre el reparto de la recaudación impositiva realizada básicamente entre los acogidos a una bandera, que simboliza el territorio de cualquier Estado, ya sea de procedencia directa, indirecta, de retorno o simplemente circunstancial. Las referidas versiones se llaman políticas , y están dirigidas a favorecer a unos en detrimento de otros, invocando la justicia social, la igualdad o la solidaridad, valores que a menudo se pierden en la evanescencia de sus propios términos. Unas, sitúan el foco de atención preferente en los desfavorecidos, a los que se discrimina positivamente, y, otras, en los pudientes, aunque poniendo de pantalla a la clase media como principal perceptora. También conviene aclarar que en ocasiones circulan aquellas que van dando bandazos sin rumbo fijo. Cada una de tales posiciones aparecen organizadas desde un grupo definido políticamente como partido, cuya función es aglutinar en su entorno y representar tendencias sociales que tratan de imponerse a la generalidad. Pero lo único que queda claro en el proceso es que la voluntad general no interviene en la operación .

Para realizar el reparto, previamente hay que luchar con los rivales -esos que ofrecen las otras versiones políticas alternativas- a fin de tomar democráticamente las instituciones estatales y gozar del monopolio distributivo. Esto supone para el vencedor de la contienda electoral la facultad de decir, doy a este y le quito a aquel conforme a mis intereses y a mi voluntad suprema, y lo hace no necesariamente respondiendo a la racionalidad, sino porque dispone de la legitimidad , del respaldo de la violencia y puede lanzar contra los súbditos de bandera los aparatos represivos estatales dispuestos para aniquilar cualquier discrepancia con su política. Lo que suena a pura violencia legal , aunque se arrope con la razón de Estado, mientras del otro lado viene a confirmar la pasividad de las masas. Al final, a eso parece conducir la democracia representativa dispuesta para favorecer a un grupo político y los respectivos intereses que le arropan en detrimento de la voluntad general, el hecho es que se ha entregado a una minoría la llave del dinero público.

Una primera cuestión a considerar sería, obviando aquello de el que parte y bien reparte se lleva la mejor parte , determinar la racionalidad de las políticas de reparto desde la perspectiva de lo común, es decir, escuchando a la generalidad. Puesto que el dinero a repartir es de todos, no puede encomendarse a una minoría que decida por el conjunto. Sin embargo la democracia electoralista, puesta a disposición de la mayoría grupal, resuelve de un plumazo el problema sin que los demás puedan pronunciarse sobre posibles agravios comparativos que rompen con la igualdad como principio. La exclusividad es el privilegio de quien dispone de la ley, aunque la revista de una supuesta racionalidad. Por otro lado, escuchar a la voluntad general ha venido planteándose como prácticamente inviable, aunque ahora, en la era de las comunicaciones instantáneas, el argumento ya no es sostenible, pese a los riesgos no superados del voto electrónico.

Mencionada la actuación de los repartidores, ¿cuál es las postura de los otros dos protagonistas claves del espectáculo?.

Las masas, como principales afectadas, transigen con el sistema representativo, toleran que un grupo se construya en vocero y reparta según su criterio. Encadenadas al mandato del voto, se entregan a la voluntad de una minoría practicando el lenguaje del silencio. La mayoría, establecida por el peso de los votos, movida por una minoría, acaba por imponer su dictadura. Lo que podría calificarse de actitud prudente o pasividad interesada, no es más que degeneración de lo político, al sustituir el todo por la parte. Frente a la generalidad se impone una minoría que no es resultado de la síntesis de las diversas posiciones, sino de las que más pesan electoralmente, abanderadas desde núcleos de intereses.

El otro personaje de la escena política, el capitalismo, no es ajeno a la cuestión, pero le resulta prácticamente indiferente. Básicamente porque reparta quien reparta, sus empresas encontrarán el procedimiento para crecer en beneficios a cuenta de todos. Si se trata del populismo de izquierdas, serán los económicamente débiles quienes aumentan su capacidad de gastar, al ser favorecidos por las políticas igualitarias. En el caso del populismo de derechas el control de la carga impositiva promoverá el consumismo de las clases medias. Cuando cualquiera de los populismos se reviste del populismo típico del que ejerce el poder deberá velar por la riqueza nacional de fondo -y la suya propia-, aunque sin olvidar la tendencia al despilfarro en sus distintas variantes, lo que supone permitir participar en la operación al capitalismo empresarial como motor del proceso.

Si un reparto racional sólo sería coherente desde la voluntad general, el que realiza cualquier grupo en el poder corre el riesgo de caer en la irracionalidad, lo que acaba por afectar a todos. De ahí que en el actual estado de la acción política, haya algo que todos piensan y pocos preguntan, ¿quien responde de los errores derivados de un mal reparto?. La cuestión procura ladearse hasta que en un momento dado explota. En ese instante todos se acuerdan de las responsabilidades. Pero ese extremo siempre se dilata porque se practica la huida hacia adelante, tratando de escapar de la realidad. Aunque la realidad es tozuda, siempre está ahí desmontando ilusiones. Las deudas estatales crecientes, que sirvieron de negocio de algunos, permanecen a la espera de que se paguen, amenazando a sucesivas generaciones. Para entonces, cuando la generalidad asuma el engaño, los responsables ya serán polvo. Mas entonces, ¿cómo pedir responsabilidades al polvo, aunque un día fuera voluntad e interés dominante?. Al final de la historieta, esta política del reparto, con sus errores y tal vez algún acierto, la acabará pagando el ciudadano, puesto que es el auténtico responsable de que se siga practicando.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.