En las estanterías del supermercado LIDL aparece varias veces un mensaje que reza «Robar no merece la pena». La frase me despertó un rechazo inmediato, me repugnaba la idea de que estuvieran aconsejándome de una manera tan paternalista sobre el modo en el que debía comportarme en su establecimiento. Ya no sólo me sentía observada […]
En las estanterías del supermercado LIDL aparece varias veces un mensaje que reza «Robar no merece la pena». La frase me despertó un rechazo inmediato, me repugnaba la idea de que estuvieran aconsejándome de una manera tan paternalista sobre el modo en el que debía comportarme en su establecimiento. Ya no sólo me sentía observada por las cámaras que hay por toda la tienda, sino también en mis intenciones y deseos. Lo desconcertante del mensaje en sí es que no se trata de una simple advertencia del estilo «Está prohibido robar en este establecimiento», pues el sentido de una frase tan explícita es nulo, teniendo en cuenta que todos sabemos que el hurto en cualquier establecimiento es un delito y que el supermercado no va a apiadarse de nuestro error cuando nos pillen (de hecho no usan la palabra «hurto», sino «robo», por su carácter delictivo). Tampoco es una reconvención sobre el posible daño a la empresa que ese delito podría suponer, sobre todo por dos motivos fundamentales: primero, porque todas las grades superficies incluyen los robos en sus cálculos sin que éstos supongan nunca unas pérdidas reales (evidentemente son mayores las pérdidas por todos los alimentos que caducan en sus estantes) y segundo, tampoco les interesa apelar a nuestra responsabilidad moral, es decir, reconocernos como sujetos de decisiones libres. Es esto último lo que más me llama la atención, el desprecio a la posibilidad de elección, de autonomía moral, pues con su lema quedamos suspendidos en una especie de limbo infantil en el que no necesitamos ser libres, tan solo resistir ese diablillo malo que nos susurra algo así como «Llévatelo, mételo en el bolso sin que nadie te vea». Ante este peligro, el supermercado opta por protegernos de nosotros mismos, para que hagamos caso de ese ángel bueno que nos dicta las normas.
De este modo, antes de que el delito se produzca, ellos (que son omniscientes y conocen nuestras debilidades) nos advierten de que no nos dejemos llevar por la tentación. Obviamente, el robo al que se refieren no es el que se produce por una situación de necesidad y miseria que empujaría a cualquier persona a cometer un delito semejante, porque de hecho ese acto sí que merecería la pena llevarlo a cabo, aunque tuviera consecuencias punitivas. Sino a la estupidez que es capaz de hacer alguien para adquirir un producto que se sale de las posibilidades de gasto, pero del que se ha encaprichado. Por eso, el mensaje deja claro que si nos cogen robando va a suponer un malestar superior al posible goce que el producto nos proporcionaría (según sus estándares, claro). En consecuencia, va dirigido a la gente honesta de la sociedad de la abundancia, que habitualmente conoce el valor moral que tiene pagar las deudas y que es capaz de arrastrar remordimientos si le ven, le amonestan o le obligan a pagar un producto que había escondido.
En esa pueril alusión a nuestras debilidades, el establecimiento está tratando de anticiparse al delito, nos advierte de la vigilancia y del castigo que se realiza con aquellos que son detectados. Pero, sobre todo, el mensaje esconde la intención de posarse lentamente en nuestra conciencia. Para eso se encuentra bien visible, entre los estantes de los productos, en gran número y de manera permanente. Desde la lógica de este sistema punitivo, es mucho más efectivo tratar de prevenir el pequeño hurto antes de que éste se produzca. Es lo que el pensador Evgeny Morozov denomina «prevención situacional del delito» y que supone el despliegue de toda una serie de artimañas para evitar la mera tentación de delinquir, para que sea imposible eludir el pago obediente (eliminando cualquier otra intencionalidad o autonomía moral). De esta forma, al ciudadano se le está comenzando a considerar excesivamente inmaduro para hacerse cargo de sus propias decisiones o, simplemente, las empresas prefieren dejar al margen esta posibilidad para ahorrarse problemas. Se trata pues, de un nuevo modo de control, añadido a la mera vigilancia y posterior castigo, una estrambótica infantilización del panóptico. Mientras, los sumisos ciudadanos aceptamos entrar en esos estrechos rediles, contentos de no tener nada que ocultar, igual que en su día concedimos el ser vigilados y grabados por infinidad de cámaras en cada tienda. Para entenderlo mejor me remito a los ejemplos que pone el propio Morozov en su reciente libro La locura del solucionismo tecnológico: «Automóviles que no arrancan porque el conductor está ebrio; barrios cerrados que no toleran a los intrusos; puentes de los que es imposible saltar; sistemas de tarifas exactos que hacen que los conductores no deban llevar efectivo y reducen así los robos (…)» (218).
Frente a todo este discurso de la servidumbre voluntaria al que acabo de recurrir y que resulta bastante deprimente, me gustaría pensar que esta clase de admoniciones se proponen porque el sistema capitalista se ve continuamente obligado a sofisticar y fortalecer sus medidas de control ante los continuos ataques. Es decir, que la vigilancia se habría vuelto cada día más psicológica, pues el peligro se encontraría latente en cada uno de nosotros. En todo caso, si la tentación del robo es constante es por la certeza de la legitimidad del acto, pues nadie tiene remordimientos reales a la hora de llevarse algo sin pagar, sino la inquietud de lo que podría pasar si le pillan. Pero lo cierto que es el ciudadano medio al que va dirigido ese paternal consejo no va a poner en jaque al sistema por llevarse una tableta de chocolate entre la ropa y acepta el mensaje sin cuestionarse lo más mínimo. De modo que mientras el panóptico se sofistica hasta niveles humillantes, la gente sigue recorriendo los pasillos de la tienda en busca de chucherías sin sentirse ofendida porque la empresa piense en ellos como presuntos ladrones. Nos encontramos en la aceptación gustosa de la hipnopedia descrita por Huxley, pues junto con el mensaje «Robar no merece la pena» no nos extrañaría oír una dulce voz que nos indicase «Gastar el dinero en nuestra tienda sí que le hará feliz». Ejerciendo ese control y vigilancia suaves, ese ejercicio constante por el que se doblega nuestra voluntad libre y se nos conduce hacia el bien sin apenas sentirlo. No tenemos nada que temer ni ocultar, tan sólo se nos recuerdan las virtudes del buen consumidor, tan sólo se espera que vayamos obedientes con nuestros carritos llenos a la línea de cajas y sólo nos aprovechemos de sus maravillosas ofertas. Eso es lo que nos da la verdadera tranquilidad de espíritu.
Para remate de esta visión de nuestra complaciente obediencia, Amazon (siempre a la vanguardia del consumo) abrirá próximamente un supermercado en el que ya no tendremos la necesidad de pasar por caja para pagar. Sólo entraremos en el establecimiento cuando deslicemos nuestro teléfono móvil por el lector, entonces se abrirán las compuertas y podremos acceder a la compra más moderna y mediatizada que se puede imaginar. A partir de ese momento se pondrá en marcha la aplicación del teléfono que sintonizará con los sensores de los estantes en los que se encuentran los productos. Da igual que los pongas en tu bolso o en un carro, ya saben que estás ahí, te han permitido acceder (porque saben que tienes dinero) y van anotando todo lo que estás cogiendo. Parece que ha habido protestas por la pérdida de intimidad en la compra (como si Amazon y el resto de comercios no supiera ya lo que cada uno de nosotros consume), pero, obviamente, nadie ha llamado la atención sobre la imposibilidad de libertad en un dispositivo de vigilancia tan absoluto. Controlados por cámaras, sensores, dispositivos personales, aplicaciones móviles, etc., nuestros datos personales, dinero, compras, gustos, deseos, filias, obsesiones y satisfacciones no sólo quedan al descubierto, sino que son guiadas, manipuladas, preparadas y ofrecidas mientras nosotros obedecemos gustosos. La supuesta libertad, siempre como libertad de consumo, se acaba en el momento en el que decidimos acceder a su tienda, instante en el que nos sometemos a la panoplia de mecanismos subjetivos que despliega el Biopoder para liberarnos de la pesada responsabilidad de hacernos cargo de nosotros mismos.
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