El actual sistema educativo y el ideario pedagógico que lo inspira, actúa como si los centros educativos fuesen islas, espacios cerrados y aislados de su entorno social, reservas naturales del afán de superación y de la voluntad de aprender de los jóvenes. Naturalmente, como cualquiera puede comprobar, los centros de enseñanza públicos sólo son un […]
El actual sistema educativo y el ideario pedagógico que lo inspira, actúa como si los centros educativos fuesen islas, espacios cerrados y aislados de su entorno social, reservas naturales del afán de superación y de la voluntad de aprender de los jóvenes. Naturalmente, como cualquiera puede comprobar, los centros de enseñanza públicos sólo son un reflejo de la sociedad en la que están inmersos. Como los informes PISA ponen de manifiesto año tras año, la clase social de los alumnos, reflejada en el nivel de estudios de los padres, es el componente principal para el éxito o fracaso escolar.
El creciente interés de los medios de comunicación por la violencia en los centros escolares no debe ser, por lo tanto, más que parte de una preocupación general por la violencia social, pues la que sacude los ámbitos educativos sólo es su pálido reflejo. El aumento de la violencia gratuita en la sociedad posmoderna, que olvida el valor del apoyo mutuo y fomenta el individualismo que desprecia al otro, debe ser objeto de un análisis sosegado y capaz de suscitar respuestas. Hay que huir, por lo tanto, de las divisiones interesadas y de las soluciones parciales: no hay violencia escolar, violencia en el deporte… hay, simplemente, violencia. Una sociedad que exige la uniformidad, impone la sumisión y ciega toda salida provoca, necesariamente, violencia; aunque no por eso puede eludirse la responsabilidad individual de quien la practica.
En el caso concreto de la violencia en los ámbitos escolares, sus causas están en la raíz del modelo educativo. Un sistema que obliga a todos los alumnos a permanecer en las aulas en iguales condiciones hasta los 16 años, aunque por decisión de los padres puede prolongarse hasta los 18, genera fatalmente frustración. Frustración en aquellos jóvenes que no quieren continuar sus estudios, forzados a permanecer en clase mientras cosechan fracaso tras fracaso; frustración en esos alumnos que no pueden seguir el ritmo de sus compañeros pero a los que se les matricula sólo en función de su edad; frustración en aquellos estudiantes con interés y capacidad que reciben una enseñanza insuficiente que quiebra sus perspectivas de futuro.
En contra de lo que aún defienden los promotores de la LOGSE, cuyo espíritu se mantiene vivo más allá de siglas y reformas, el derecho a la educación está ahora más en peligro que antes de su aprobación. El autoritarismo del sistema educativo, como siempre, está provocando frustración y, en aquellos que no encuentran otra respuesta, está generando violencia y, como consecuencia, está poniendo en peligro el derecho a la educación de muchos jóvenes. Nuestros Institutos, sobre todo en barriadas periféricas y áreas marginales, están llenos de alumnos que no quieren estar allí y a los que se obliga a permanecer: así convierten al estudiante en preso, y al profesor en carcelero.
En aquellos centros en los que se mantiene un modelo autoritario y se impone una mínima disciplina, los que sufren esa violencia no son solamente los profesores; en muchas ocasiones, también la padecen los alumnos más desfavorecidos, más débiles o más distintos. Hacia ellos se dirige esa violencia latente que, en la mayoría de los casos, crea víctimas indefensas y, algunas veces, favorece el pandillaje agresivo y de autodefensa. Es muy difícil para los profesores convencer a los alumnos que sufren la intimidación constante que una respuesta violenta no es la mejor protección, cuando no siempre podemos ofrecerles otra solución mejor. Sobre todo cuando, en repetidas ocasiones, desde los equipos directivos y desde la inspección educativa se nos ata las manos y se nos calla la boca con la torpe excusa de «no crear alarma social».
Esas mismas autoridades educativas que quieren acallar nuestras inquietudes y protestas, son las mismas que favorecen la desigualdad entre centros públicos y concertados, que concentran a los alumnos problemáticos y con dificultades de aprendizaje en la red estatal y preservan como santuarios a los centros de titularidad privada, en los que en tantas ocasiones matriculan a sus propios hijos. Esas mismas autoridades educativas que declaran que somos los profesores los que no tenemos soluciones eficaces contra la violencia escolar son, en muchas ocasiones, docentes que ocupan poltronas políticas para huir de unas aulas por las que no aparecen desde hace muchos años.
Por eso mismo, no podemos ofrecer como solución a los problemas del autoritarismo educativo actual, un mayor autoritarismo: la opción policial no es la mejor respuesta a la violencia educativa, pues no hará más que iniciar una escalada que es fácil de iniciar pero muy difícil de parar. Si ponemos cámaras de seguridad y medios de protección y siguen los incidentes, ¿ponemos vigilantes? Y si continúa la violencia, ¿ponemos guardias armados? Y si aún así se mantiene la violencia, ¿ponemos policías dentro y fuera de los centros escolares? Y si la violencia empeora, ¿les pediremos que disparen?
El autoritarismo del sistema educativo genera violencia, y la respuesta de quienes queremos enseñar y convivir no puede ser más autoritarismo y más violencia: tiene que ser más libertad. Libertad de los alumnos para permanecer o abandonar las aulas, libertad para trazar sus propios itinerarios en función de sus propias expectativas y posibilidades, libertad para que la formación sea una opción individual y permanente. En resumen, libertad para enseñar y libertad para aprender. No hay otro camino, o no debería haberlo.