«Perdimos, no pudimos hacer la revolución. Pero tuvimos, tenemos, tendremos razón de intentarlo. Y ganaremos cada vez que un joven sepa que no todo se compra,ni se vende y sienta ganas de querer cambiar el mundo.» Envar El Kadri Hay una pregunta reiterada, por cierto pertinente: «¿puedo luchar para revertir la miseria, el hambre, la […]
«Perdimos, no pudimos hacer la revolución.
Pero tuvimos, tenemos, tendremos razón de intentarlo.
Y ganaremos cada vez que un joven sepa que no todo se compra,
ni se vende y sienta ganas de querer cambiar el mundo.»
Envar El Kadri
Hay una pregunta reiterada, por cierto pertinente: «¿puedo luchar para revertir la miseria, el hambre, la injusticia, el abandono, sin ser de izquierda?» La pregunta alternativa y más directa para la discusión podría ser ¿puede alguien de derecha luchar por la justicia social, los derechos humanos y el bienestar humano generalizado o contra la degradación ambiental de manera efectiva?
Creo que estas preguntas no se formularon en el pasado porque las izquierdas tenían ciertas certezas que asumían sin considerar posible siquiera el debate al respecto. Esas certezas partían de una clara división ideológica y política entre derecha e izquierda que tenía como línea de demarcación la postura ante el sistema económico y social imperante, el capitalismo. En ese debate nadie desde la izquierda se planteaba la posibilidad de que desde posiciones de derecha se pudiera ser siquiera solidario, menos aun respetuoso de los derechos humanos o más específicamente de los derechos del pueblo pobre ni defender de la soberanía nacional. Por lo que se asociaba automáticamente a la derecha con posturas que se calificaban de pro-imperialistas y antidemocráticas.
Antes de descalificar esa visión, sería bueno ponerla en contexto. En las décadas de los años sesenta y setenta, incluso en los ochenta, el mundo vivía una polarización detrás de la cual subyacía la Guerra Fría, y en los países subdesarrollados esa polarización se entrecruzaba con otra observable en su existencia como naciones dependientes y sometidas, cuya soberanía era constantemente vulnerada, y las potencias dominantes que las avasallaban. De manera que la izquierda «tercermundista» y latinoamericana, en particular, era necesariamente antiimperialista no tanto por razones ideológicas, que ciertamente estaban presentes, sino por razones de identidad y supervivencia. La izquierda era también anticapitalista, se podría decir que por razones ideológicas predominantemente. Sin embargo, el carácter antisistémico de la izquierda no conducía necesariamente a abrazar las mismas utopías. Un sector de la izquierda era socialista, incluso comunista, pero no había consenso acerca de la naturaleza del socialismo que se proclamaba, ni mayor claridad en cuál sería su contenido programático ni su manifestación como forma de organización de la sociedad. Una serie de experiencias en el mundo de ese periodo, particularmente el conflicto chino-soviético, pero también la irreductibilidad en muchas ocasiones de los diferentes sectores para acometer sus diferencias a la hora de debatir política o ideológicamente hacían irresoluble el debate (irresoluble en el sentido de que condujese a una síntesis que permitiera avanzar como corriente política en la sociedad). Tales son los casos de las múltiples corrientes de izquierda que se autoproclamaban auténticas intérpretes de la expectativa de los pueblos. Ni siquiera había acuerdo en la interpretación de los textos que se consideraban fundamentales en la elaboración de una alternativa de izquierda. Trostkistas, maoístas, prosoviéticos, castristas, guevaristas, entre las más destacadas, se disputaban el campo del socialismo y el comunismo. Si a este conjunto de corrientes se agregaran las de inspiración socialdemócrata, el ámbito se tornaba aún más complejo. Sin embargo, si algún consenso había entonces entre la izquierda radical era que la socialdemocracia en el mejor de los casos podría ser considerada progresista en el mundo desarrollado.
En el marco de las contradicciones imperantes, el capitalismo era percibido como la fuente de los problemas y males que aquejaban a nuestras sociedades y se explicaba la injusticia como resultado de la explotación y de la imposición de los intereses de una minoría de la sociedad sobre los del resto. Por esta razón se percibía la dominación como esencialmente antidemocrática. De manera que si ser de izquierda suponía oponerse al statu quo, lograr una sociedad justa y democrática (para algunos, socialista) pasaba necesariamente por luchar contra la dominación y la explotación, y no sólo por mejoras en la aplicación de los derechos. De hecho, se percibía como inviable en el capitalismo la aplicación a cabalidad de la Carta Internacional de los Derechos del Hombre, así como el propio programa de la revolución francesa (el momento más climático y avanzado de la burguesía como clase revolucionaria): libertad, igualdad y fraternidad. La burguesía aparecía en este marco traicionando a sus propios valores y principios, una vez que se enseñoreaba entre sus motivaciones centrales la aspiración a obtener una creciente ganancia.
Hoy en día no falta quien considere la aspiración a ganar más como legítima y necesaria para impulsar el crecimiento económico y el «progreso», incluso en las filas del «progresismo». Por otra parte, hay quienes cuestionan la idea misma de «progreso» y encuentran en el crecimiento y la expansión del consumo que lo sustenta la fuente de uno de los mayores males que enfrenta la humanidad: el calentamiento global y el consecuente colapso ecológico [1]. En el FSM y en general en los ámbitos del progresismo mundial se debate si el leit motiv de las posturas progresistas no debería de ser el «ecologismo» que puede o no ser anticapitalista. De hecho, hay sectores del liberalismo serio que han puesto un gran énfasis en este aspecto, como Al Gore, el ex candidato a la presidencia de USA Estas manifestaciones de diferentes sectores de la academia, la política o la opinión pública en general han alimentado la percepción de que la línea demarcatoria entre izquierda y derecha se ha borrado y la distinción, para algunos, se ha tornado inútil para congregar esfuerzos en la sociedad civil orientados a encarar los problemas del medio ambiente, la pobreza, la defensa de los derechos humanos y la seguridad ciudadana, así como la consolidación de la democracia, que en la mayoría de los casos pasaría por un fortalecimiento de las instituciones. No siempre hay acuerdo, sin embargo, en que dicho fortalecimiento debería empoderar a la sociedad civil, como la vigilancia ciudadana, donde incluso hay discrepancia en torno al alcance de la rendición de cuentas y, al menos, en el ámbito de los sustentadores del statu quo, bastaría con hacer más transparente el desempeño del poder político, que muchas veces queda reducido al sector público y exonera o es complaciente con las responsabilidades del sector privado. En esta nueva cosmovisión de los conflictos, las clases sociales tienden a desempeñar un papel menos relevante, si todavía se les concediera alguno, de manera que el capital ya no es el centro en torno al cual se deslindan las posiciones progresistas, sino ámbitos tan variados que en este enfoque quedan inconexos[2]. De esta manera el movimiento progresista mundial que se congrega en los FSM ha encontrado dificultades para mantener los criterios de su unidad o para las alianzas entre movimientos diversos, corriendo el riesgo de volver a la dispersión de movimientos con motivaciones específicas o puntuales: ecologistas, feministas, defensores de los derechos humanos, defensores del derecho a la diversidad sexual, racial y cultural. Estos movimientos, sin embargo, expresan respuestas diversas a un fenómeno que caracteriza la dinámica de las relaciones internacionales y del funcionamiento de las sociedades en lo que se ha dado en denominar la posmodernidad.
La proliferación de guerras que siguió al fin de la Guerra Fría, el deseo incontenible de USA de ejercer una hegemonía sectaria y excluyente, los conflictos entre la potencias tradicionales, USA, la UE y Japón, y su menor capacidad para seguir ejerciendo como motor de la economía mundial y seguir satisfaciendo las necesidades de sus poblaciones y entre éstas y las potencias emergentes, especialmente China y Rusia, así como con las potencias regionales existentes o potenciales, son expresión de las dificultades del capitalismo para su reproducción: un excedente que resulta insuficiente para las expectativas de ganancia de las grandes corporaciones, lo que ha determinado que el mundo se estreche en cuanto mercado para tales expectativas, tanto porque la demanda se concentra cada vez más debido a la distribución regresiva del ingreso, aunque hay ricos con un poder adquisitivo multiplicado, como porque la degradación del medio ambiente compromete la disponibilidad de recursos para la producción y reproducción del sistema económico [3], lo que tiene importantes implicaciones en el orden social y en la propia forma de hacer política. La profundización de la llamada globalización ha venido acompañada de una paradoja: la mayor internacionalización ha desatado las aspiraciones nacionalistas que podrían ser contrarrestadas, aun cuando no desaparecieran, en un orden mundial multilateral y no unipolar como el que pretenden imponer las fracciones neoconservadoras de la oligarquía usamericana, que ha contado con la condescendencia, por decirlo de alguna manera, de las fracciones liberales de la clase política, aunque no siempre de la sociedad civil.
Esto es lo que hace más complejo al mundo actual, a lo que se suma el uso que el poder económico transnacional está haciendo de las mayores capacidades tecnológicas. De manera que si observamos cuidadosamente la fuente de los conflictos sociales, políticos y en la relación con la naturaleza lo que sobresale es la forma en que el capital pretende resolver la contradicción entre su necesidad de extraer mayores excedentes y los mecanismos de acumulación existentes.
Si en la percepción del poder económico dominante no hay suficiente para todos, el conflicto se resuelve concentrando la mayor porción posible de reservas de recursos y de acceso a los mercados, al menos en tanto no se colonice la luna o algún otro planeta para continuar con el «intercambio» de oro por espejitos. Y si esta disputa entre capitalistas que cuenta con el respaldo de sus respectivos Estados encuentra resistencias, éstas deberán ser arrasadas. No hay tiempo ni humor ni capacidad para la seducción que genere consensos amplios. Por esta razón los organismos multilaterales han sido puestos enteramente al servicio del capital transnacional y el orden jurídico internacional, en sí mismo cuestionable por su inequidad, es despreciado por los poderes globales.
En este entorno, ¿se podría defender los derechos humanos, las libertades individuales, el derecho de las naciones a la soberanía y la consecuente relación entre estados basada en el principio de la igualdad y el respeto mutuo, el medio ambiente, los derechos de las «minorías» (que en rigor no siempre pueden incluirse entre las libertades individuales), sin tener una postura definida ante los conflictos fundamentales que enfrentan a los seres humanos, ya sea como naciones, como sectores sociales, como agrupaciones de diversa índole, haciendo caso omiso de las implicaciones que tiene la hegemonía del capital para el ejercicio pleno de tales derechos?
Visto así, ser de izquierda pasa por una definición ante estos fenómenos. En los países en desarrollo, en rigor dominados, encarar los problemas de la humanidad implica, adicionalmente, encarar los retos que supone ser naciones subordinadas en un orden mundial injusto. Si ser de izquierda consiste como antes en adoptar una postura a favor de la democracia, la libertad y la justicia, y en consecuencia contraria a la injusticia y la dominación, esa determinación no puede soslayar la fuente de los problemas que aquejan a la humanidad y al planeta.
Por lo tanto, las preguntas que habría que hacerse son: ¿Alguien que no cuestiona el orden imperante podría ser de izquierda? ¿Se puede luchar por la justicia y la libertad sin cuestionar el orden imperante? ¿Se puede generar organizaciones para luchar por la justicia, la democracia y la libertad en la que sus miembros no se posicionen claramente y sin disimulos en torno a la fuente de los factores que generan la desigualdad, la miseria, la inequidad y la falta de libertad? Habría que observar lo que ocurre en USA, considerado por los liberales como la fuente de inspiración y el sustento de las libertades humanas en el marco de la Ley Patriótica y otras disposiciones legales que cercenan las libertades individuales, incluso en contra de la Constitución vigente, y en el marco de la paranoia antiterrorista azuzada por el gobierno con la complicidad de los medios de comunicación como cortina de humo para llevar a cabo una agenda de dominación global unilateral.
Pero la pregunta más importante es si alguien que no cuestiona el orden imperante, llámese de derecha o como plazca, podría sumar en la lucha por la libertad, la igualdad y la solidaridad humana. A lo mejor podemos encontrar personas que en un ámbito son claramente sustentadoras del orden vigente, pero están genuinamente preocupadas por la ecología o el hambre o la discriminación. El punto es si desde sus posiciones políticas y su postura ante los conflictos fundamentales podrán sumar a la lucha por un mundo mejor. En el mundo actual, en el que la polarización (pobreza-riqueza, dominadores-dominados, ganadores-perdedores) es el signo de los tiempos, no se puede pretender no definirse para sumarse a causas determinadas.
A lo mejor el desprestigio de la izquierda construido con un ímpetu digno de mejores causas con base en las divisiones, la descalificación artera, el sectarismo, la corrupción y el autoritarismo, quiera ser usado como justificación para no optar. Sin embargo, cabría preguntarse si esos vicios son exclusivos de la izquierda y más específicamente si la derecha no adolece de ellos. La construcción de una alternativa democrática y liberadora pasa necesariamente por la construcción de las organizaciones políticas que se comprometan con tales propósitos y ello requiere necesariamente la elaboración de un nuevo marco político y programático, de lo contrario seguiremos en un activismo movimientista como el que está paralizando al altermundismo en cuanto expresión de la lucha por Otro Mundo. Acometer estas tareas con consistencia y compromiso supone en primer término una definición precisa en lo político e ideológico. Si somos consecuentes con el compromiso de superar los vicios de la «vieja izquierda», debemos sumarnos al esfuerzo por construir una «nueva izquierda» que responda a las expectativas populares y a la tarea de hacer de la democracia el escenario para el quehacer político y social.
Llegado a este punto a la pregunta original «¿puedo luchar para revertir la miseria, el hambre, la injusticia, el abandono, sin ser de izquierda?» se podría responder sí. Lo observamos en un sinnúmero de organizaciones sociales como las ONG u organizaciones comunitarias y religiosas en las que los impulsos humanitarios valores y apreciaciones éticas prevalecen sobre las convicciones políticas o la ideología. La pregunta «si ello me hace necesariamente de izquierda», en cambio se responde negativamente, porque ser de izquierda es una opción política ante el sistema de dominación y no sólo ante sus implicaciones en la equidad, la justicia y la democracia. La distinción entre «progresistas» e «izquierdistas» radica precisamente en la disposición que nace de la mente, el corazón y las entrañas y da forma a nuestros valores para enfrentar al sistema como un todo o sencillamente acometer contra sus estragos. La pregunta que surge con esta constatación, por lo tanto, es ¿hasta qué punto están dispuestas a llegar las organizaciones políticas, las formaciones de la sociedad y los individuos en la lucha por la libertad, la justicia y la democracia?
Alguien preguntaba alguna vez al fragor de un debate sobre el anticapitalismo si se debería derrocar a ese sistema (el capitalismo) que ha traído el progreso y el desarrollo a la humanidad. Más allá de que esta forma de encarar las cosas pudiera ubicarse con mayor propiedad en el periodo formativo de lo que se ha dado en llamar modernidad, lo cierto es que encierra una posición ideológica que supone que las sociedades dependientes y atrasadas como la nuestra podrían alcanzar el desarrollo en el capitalismo, y que no cuestiona en absoluto la dominación de Estados poderosos económica y militarmente sobre Estados débiles y menos se cuestiona sobre las motivaciones de esa dominación ni el papel que hubiera desempeñado en el «progreso» y en el «desarrollo» de las naciones prósperas[4]. A lo mejor supone que esa «superioridad», derivada de las razones que fueran, les otorga el derecho a imponerse al resto. Si así fuera, los neoconservadores usamericanos estarían actuando correctamente. Este enfoque entre sectores que se consideran a sí mismos progresistas resulta de haber eliminado de sus análisis conceptos como explotación, clases sociales o imperialismo; entre sus sectores con mayor iniciativa y protagonismo se suelen gestar propuestas para enfrentar la inequidad que no cuestionan sus orígenes sistémicos: la explotación y la dominación, o suponen que el orden imperante puede transformarse con buena voluntad y disposición política o con mejoras en la legislación, por eso sobrevaloran el papel de las instituciones y desdeñan o no atinan a observar lo que ocurre en las estructuras de las formaciones sociales, lo que caracteriza su esencia y las identifica.
Hay casos en los que las transiciones ideológicas hacia estas canteras están determinadas por el fracaso del llamado socialismo real, el autoritarismo y la formación de un nuevo bloque social dominante dentro del partido en el poder. Aturdidos y decepcionados al constatar que aquello en lo que creyeron era una falacia o una utopía irrealizable pierden de vista que ningún error, exceso, crimen o aberración que se hubiera cometido en el «socialismo real» absuelve al capitalismo de sus crímenes contra la humanidad y el planeta. Desde la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS las filas de la izquierda fueron conmocionadas con un profundo impacto psicológico, moral, emocional y político. Lejos de analizar qué pasó y en qué medida lo ocurrido era consecuencia directa, inmediata o necesaria del ideario socialista, abjuraron de sus convicciones y se retiraron de la actividad política o transitaron al campo antes considerado enemigo o buscaron alternativas como la llamada «Tercera Vía» y la socialdemocracia, variantes en general de un liberalismo más o menos radical en el mejor de los casos.
Hay una pregunta que es fundamental formularse a la hora de adoptar una postura política que pretende no ubicarse en la derecha ni en la izquierda: ¿puede la derecha impulsar un proyecto democratizador, incluyente, equitativo, justo que signifique una salida del atraso y rompa las cadenas de la dependencia? Si la respuesta es afirmativa, entonces no es preciso definirse de izquierda para luchar por la democracia, la justicia, la equidad y la preservación de nuestro hábitat natural. Sin embargo, son tan evidentes, aunque no tan obvias para algunos, las responsabilidades de los grupos económicos dominantes [5], que la sola duda parecería un intento de exculpación. Si en algo los neoliberales han sido incapaces de responder decorosamente a sus críticos es precisamente en la profundización de la desigualdad, lo que ha agotado el crédito político de la derecha, sustentadora natural de las políticas neoliberales, por la sencilla y elocuente casualidad de que están pensadas, diseñadas y ejecutadas para beneficio de las fracciones monopólicas del capital. La concentración del capital y el recurso exacerbado a políticas comerciales «no competitivas» son parte del proceso de ahondamiento de la desigualdad. En consecuencia, en América Latina tras la constatación del fracaso del Consenso de Washington se ha observado el arribo al gobierno por la vía electoral de regímenes que se reclaman de izquierda o al menos no se incomodan por ser considerados progresistas.
Junto al hundimiento ocasionado por el neoliberalismo se observa como respuesta ideológica de la derecha una estratagema disfrazada de discurso que pretende sepultar el conocimiento sociológico crítico prevaleciente con un solo concepto: globalización, «un Big Bang homologable a la teoría del origen del universo» [6]. El concepto globalización ha devenido en consigna -catalizada por una entelequia: el mercado- de la muy desprestigiada creencia del «fin de la historia», que aspiró a ser fundamento de la revisión de las ciencias sociales, abandona hoy en día por su propio artífice: Francis Fukuyama. Esta es la ideología dominante de la decadencia de la civilización del capital transnacional.
De manera que la lógica «no soy de derecha», pero «tampoco soy de izquierda» sólo tiene una solución posible: «soy de centro» y más vale asumirla en cuanto tal. Lo que no es razonable es la pretensión de querer hacer desaparecer la diferencia izquierda-derecha en aras de no optar. Peor aún, desde una postura «progresista» no se puede no ser antiderechista, puesto que ello supondría una postura sinuosa ante el neoliberalismo, aun cuando pudieran deprimirnos genuinamente sus implicaciones y consecuencias en el tejido social, el bienestar; supondría que no se repudia a quienes suprimen en los hechos el ejercicio efectivo de los derechos humanos, aunque se milite en la defensa de los principios en los que se sustentan las libertades democráticas, o a los que discriminan en la práctica, aunque se declare rechazar toda forma de exclusión. No rechazar a la derecha supone que luchar contra el capital transnacional no se asume como obligación moral, aunque alarmaran los estragos que provocan en el medio ambiente «determinadas prácticas empresariales» o el daño que causan la especulación o males endémicos como la esclavitud, el tráfico de personas, armas y drogas, la corrupción y la tortura, obviándose el papel de estas atrocidades en la generación de ganancias y la acumulación de capital. Se trata al capitalismo como si fuera ajeno a sus excrecencias o como si no tuviera relación con el auge y empoderamiento de las mafias internacionales. Se podría argumentar que las poderosas mafias rusas emergieron en el agonizante «socialismo real», pero no se puede perder de vista que la regla sería que las civilizaciones o los sistemas decadentes se pudren cuando no se transforman. Esto es exactamente lo que vive el capitalismo del siglo XXI temprano, por lo tanto, el anticapitalismo no sólo es legítimo sino necesario para imaginar y construir alternativas.
La incapacidad para generar alternativas en la derecha se pretende disfrazar con manipulación mediática, y degradación de la conciencia y la moral de la sociedad con el objeto velado de trivializar la crítica y desarticular la organización de la sociedad y su resistencia. La manipulación es expresión de la incapacidad para generar consensos y regenerar la hegemonía (en el sentido gramsciano) que legitima la dominación. Cuando esta vía resulta insuficiente se recurre a la represión abierta y generalizada, es decir se atropellan los derechos humanos, las libertades básicas y al propio orden jurídico sobre el que se sustentan el statu quo y sus instituciones. Cuando el estado de derecho se torna desechable, la manipulación mediática y la represión son tanto más reiteradas y grotescas. Esta situación no surge por generación espontánea y no hace falta ser un cultor de teorías de la conspiración para constatar como se articula en tanto instrumento de dominación dentro y fuera de las instituciones. De manera que la crisis del parlamentarismo, la corrupción del sistema judicial, el imperio de los lobby en la gestación de acuerdos y «consensos» de minorías que buscan imponer sus designios y el autoritarismo son manifestaciones de la crisis de dominación. La necesidad de recurrir a la fuerza bruta para sustentar la dominación se observa de manera descarnada en las políticas expansionistas y guerreristas de USA. Desde la derrota de Vietnam a la derrota de Irak, el imperialismo usamericano sólo ha tenido un gran triunfo político: el colapso de la Unión Soviética y su bloque. Aun así, la llamada revolución conservadora que impulsó al neoliberalismo y la globalización acusa sus últimos estertores y está siendo sepultada al compás de terribles atrocidades: la barbarie sionista, la extensión de la guerra en el Medio Oriente, el Asia Central y el Cuerno de África por parte de las potencias occidentales, desastres naturales resultantes del calentamiento global, el retorno de la carrera armamentista, la proliferación de pandemias que diezman principalmente a las poblaciones localizadas en las regiones más pobres y abandonadas por la «gran civilización occidental».
En la medida en que la derecha se radicaliza y las fracciones extremistas ganan terreno, ¿se puede no ser de derecha ni de izquierda? En la medida en que la articulación de una respuesta democrática con consenso social es una necesidad imperiosa y exige propuestas políticas precisas, así como generar las organizaciones que las pongan en práctica ¿se puede no ser de izquierda? Lamentablemente no es tan simple. La complejidad ha sido expuesta de manera brillante por Boaventura de Sousa Santos [7]: «Algunos, al considerar que no tienen que explicitar de qué lado están, han cesado de preocuparse de dicho interrogante y han criticado a aquellos que sí lo hacen; a otros quizá las generaciones más jóvenes de científicos sociales, les gustaría responder a esta pregunta y por tanto tomar partido al respecto, pero han constatado, en ocasiones con angustia, la aparente y creciente dificultad de identificar posiciones alternativas concretas frente a las cuales sería imperativo escoger de qué lado se está. Ellos también son los más afectados por el problema que aquí constituye mi punto de partida: ¿por qué, si hay mucho para criticar -tal vez más que nunca antes-, resulta tan difícil construir una teoría crítica?».
Varios temas surgen inmediatamente de esta reflexión de Santos:
- El problema de la tolerancia
- El problema del posmodernismo
- ¿Puede la izquierda ser liberal?
- ¿Es la izquierda necesariamente revolucionaria?
- ¿En qué consiste el socialismo? ¿Hay un socialismo del siglo XXI?
Temas que constituyen en sí mismos una agenda para la reflexión y la discusión tendiente a consolidar una propuesta consistente de izquierda.
Notas
[1] Véase Hamilton, Olive. El fetiche del crecimiento. Ed. Laetoli, España, 2006
[2] Las llamadas políticas de identidad, políticas culturales o particularismos militantes. Ver Eric Hobsbawn, «La izquierda y la política de la identidad», New Left Review edición en español No. 0. Zigmunt Bauman ha advertido sin embargo, que no se debería subestimar el hecho de que estos temas hallan sido politizados en la posmodernidad. Ver Ética posmoderna. Siglo XXI, Argentina, 2004.
[3] Véase Immanuel Wallerstein, «¿Globalización o era de transición?», en Eseconomía, Nueva Época, No. 1, otoño 2002.
[4] Sobre la discusión del desarrollo y las implicaciones del desarrollo de las naciones avanzadas para las naciones atrasadas puede consultarse Ha-Joon Chang, Retirar la escalera, Ed. Catarata, Madrid, 2004; Gilbert Rist, El desarrollo: historia de una creencia occidental, Ed. Catarata, Madrid, 2002; Gilbert Dupas, O mito do progreso, Editora Inesp, Sao Paulo, 2006; G. Arrighi, A Ilusão do desenvolvimento, Editora Vozes, Petrópolis, 1998; José Luis Fiori, «Formação, expansão e limites do poder global», en O poder Americano, Editora Vozes, Petrópolis, 2005; «Introdução: De volta à questão da riqueza de algumas nações» y «Estados, moedas e desenvolvimento», en Estados, moedas e desenvolvimento das nações, Editora Vozes, Petrópolis, 2000.
[5] El capital más propiamente, aunque hay quienes prefieren usar un concepto que aparenta ser anodino y neutral, inscrito en la «corrección política»: «empresarios», porque pretenden desclasar la propiedad. A partir de la formación de un nuevo sector de propietarios emergidos en el ámbito de la informalidad se ha pretendido implicar que la propiedad no supone o ha dejado de expresar una relación social. Si bien se puede constatar el ascenso de estos sectores, provenientes en algunos casos de las clases trabajadoras a la «clase media», ello no ha significado una reducción de la pobreza (hay pobres más pobres, pobres que antes no lo eran y más pobres en general) ni mayor equidad.
[6] Marcos Roitman-Roseman, «La involución de la derecha latinoamericana». la Jornada, 11 de febrero de 2007.
[7] Véase El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política. Ed. Trotta, España, 2005. Pág. 101.
Noticia asimismo aparecida en Tlaxcala: http://www.tlaxcala.es/pp.asp?reference=2729&lg=es
Fernando Sánchez Cuadros es economista, nació en Perú y reside en la Ciudad de México. Se declara inconforme crónico.