La sociedad, tal como la conocemos, tal como la hemos vivido, tal como lamentablemente ha sido y aún es, va y debe cambiar y para siempre. La urgente emergencia de un nuevo paradigma, de un nuevo orden social según el cual todo deberá reorganizarse, indica que los pueblos del mundo no tardarán en exigir el […]
La sociedad, tal como la conocemos, tal como la hemos vivido, tal como lamentablemente ha sido y aún es, va y debe cambiar y para siempre. La urgente emergencia de un nuevo paradigma, de un nuevo orden social según el cual todo deberá reorganizarse, indica que los pueblos del mundo no tardarán en exigir el cambio y que terminarán por conseguirlo por los medios que sea. Es una bomba de tiempo.
Pero frente a la gran avalancha de consciencia que sin duda comienza a formarse en todas partes, nuestra tarea de revolucionarios no sólo consiste en contribuir a fortalecer y a hacer rodar esa gigantesca bola de justicia que se aproxima, sino también a definir lo mejor que podamos el orden social que deberá suceder al orden decimado.
Nuestras sociedades están aún estructuradas en función del orden ideal y necesario que beneficia bellamente a las prácticas del capitalismo. Vivimos entre formas óptimas y eficaces para la explotación del hombre por el hombre y para la perpetuación de la injusticia y la desigualdad. Las relaciones humanas, determinadas por el egoísmo que deriva de la explotación consciente de nuestros semejantes, están basadas en la hipocresía.
Es obvio que en una sociedad así resulta un eufemismo intolerable hablar de solidaridad, concepto que sólo encontramos en las sociedades -aún teóricas- donde las relaciones de cooperación no se degradan mediante la explotación del prójimo. La cooperación debe ser la expresión colectiva de la solidaridad, y en ésta queda excluida toda posibilidad de explotación. El capitalismo, basado en el uso pragmático de los individuos y de sus necesidades vitales para la acumulación del poder de una elite explotadora, no es digno de atribuirse ninguna afinidad relativa al concepto de solidaridad, aun cuando sus defensores pretendan explicarnos la estabilidad y el buen funcionamiento de la sociedad que proponen mediante la «alta cooperación» de todos sus miembros. Veamos lo que no es más que un melifluo pretexto:
La cooperación existe, ciertamente, entre todos los participantes reunidos en torno a la realización de un bien, de un producto; en función de dicha acción, cada uno ellos co-opera; pero operar simplemente unos junto a otros en un determinado proyecto no implica aun solidaridad alguna, al menos hasta tanto exista una repartición justa de los beneficios generados por el producto creado. Allí donde no hay repartición justa, no puede haber solidaridad.
Pero luego los dueños de los medios de producción alegan que la solidaridad está presente, desde ya, en ellos mismos; que justamente por disponer de tales propiedades aptas para la producción consiguen generar empleo y producir bienes para la sociedad; y que su iniciativa de producción es, después de todo, en sí misma una expresión de solidaridad social incontestable, ya que nada ni nadie los obliga en principio a producir algo con lo que poseen, y que si fuesen realmente egoístas se dedicarían a disfrutar de sus pertenencias en forma privada e socialmente indiferente. Ese es básicamente el discurso con que tienen a dios cogido por la barba. Pero lo cierto es que esta clase de generosidad vertical tiene muy mal escondidos sus verdaderos propósitos, y que la pobreza y la miseria del pueblo sólo sirven al gran propietario industrial de cínico pretexto para su enriquecimiento y disfrute de los más diversos privilegios, especialmente aquellos transmutables suavemente en bondades políticas.
No, su enriquecimiento y sus desproporcionados beneficios no son secundarios en su llamada iniciativa de piedad por el pobre, ni mucho menos accidentales en caso de algún reconocimiento divino: ni el cielo más corrupto se haría su cómplice…
Tradicionalmente, uno de los pocos con agallas suficientes para hacerse cómplice (pero aquí en la Tierra) de esta dudosa generosidad social de la burguesía, es el Estado bajo su forma de gobierno socialdemócrata. El mismo se convierte en el principal cliente de dicha elite, a la cual considera su mejor aliado en el soporte de sus relaciones comerciales internacionales, pero también en los asuntos de estabilidad doméstica. Las medias tintas morales de dicha democracia llamada social son tan obvias como detestables, y tan falsa la inocencia de su fórmula como el altruismo social del gerente capitalista, quien se paga por mentor ni más ni menos que al propio Estado.
En realidad, la socialdemocracia es el invento por excelencia del capitalismo, una creación suya -¡maestra!- que le ha permitido perpetuarse en la modernidad en tiempos en que la consciencia de clase comenzaba a despertar en la mente del explotado, y éste empezaba como podía a informarse y educarse. La socialdemocracia legitimó audazmente derechos de voz y voto virtuales para el excluido, a quien todavía tiene hipnotizado y confundido bajo el espejismo de la representatividad, mientras desde su espinazo sigue cumpliendo un rol de esclavo y construyendo un país para otros.
Esa socialdemocracia es el modelo que aún domina al mundo y que los muertos insepultos de nuestra versión venezolana cuartorepublicana nos quieren volver a imponer: pitiyanki y representativa, patronal y carrerista. Nuestra lucha es y será siempre contra el creador real de formas tan venenosas y nefastas, contra el verdadero arquitecto de máscaras tan burlescas y macabras: el Capitalismo. Pero no avanzaremos tan seguros hacia la victoria sin saber claramente dónde se le asesta el golpe final, sin comprender bien sus carnestolendas fachadas, sus morbosas obras de comprada caridad. Sepamos, pues, que es allí, en la socialdemocracia, en sus embajadas aéreas de repúblicas ultrajadas donde encontraremos refugiado al monstruo decrépito huyendo de su sombra.