«Ignacio Morión Cala está en el paro y lleva cinco meses pidiendo. Tiene su sitio en la calle principal de Toledo, la que conduce a la catedral, y allí, se sienta en un escalón, al lado de su cartel en el que, con una letra muy cuidada, dice «Necesito tu ayuda». Llama la atención porque […]
«Ignacio Morión Cala está en el paro y lleva cinco meses pidiendo. Tiene su sitio en la calle principal de Toledo, la que conduce a la catedral, y allí, se sienta en un escalón, al lado de su cartel en el que, con una letra muy cuidada, dice «Necesito tu ayuda». Llama la atención porque no es un pobre al uso. Siempre está leyendo y su aspecto es muy cuidado y aseado. Nos recuerda que cualquiera de nosotros un día, de la noche a la mañana, nos podemos ver así.»
En estos últimos años nuestras calles se han poblado de mendigos y menesterosos, que extienden la mano o yacen acurrucados a la orilla de la acera con un cartel explicativo de su estado. Y con el paso del tiempo, a la vista del paisaje diario uno se vuelve rutinario, duro, con más excusas que antes para seguir el camino sin volver la vista y largar su mano. Hablé de estos con mi amigo alemán Harald Martenstein. Y él me contó:
En Berlín desde hace algunas semanas aguardan de pie ante los semáforos mendigos en los cruces de calles. Hombres y mujeres mayores, cada uno con su respectiva muleta. Y siempre con una, no con dos. Todas iguales, como si alguien hubiera efectuado una gran provisión. Cuando paran los autos ante el semáforo rojo los mendigos se acercan cojeando, la mayoría con un recipiente de plástico en la mano. Y cuando los coches arrancan los mendigos regresan cojeando sensiblemente menos que a su llegada.
Yo no quiero desprenderme de mi costumbre (¿vicio?) de socorrer a los mendigos, pero a esta gente no les doy. Y si ustedes, respetados lectores, encuentran mi conducta censurable, denles ustedes, ¡ánimo, si desean ser generosos! ¡Avergüéncenme, envíenme un vídeo mostrando su generosidad, sean modelos para mí!
En un cruce, que transito con frecuencia, hay un hombre de pie, que no pertenece a este grupo, vende un periódico confeccionado por vagabundos. La mayoría de las veces compro estos periódicos, pero sólo un ejemplar. Y si ya lo tengo entregó al vendedor algún euro, porque el vender es un trabajo y quien trabaja merece recompensa, goza en mí mayor simpatía que esa gente de la muleta, que simula cojear. Quizá se me acuse de conducta patriarcal hegemónica, quizá incluso hasta de neoliberal, pero soy así.
El hombre no es alto, sí delgado y camina sobre piernas inestables. Le faltan dientes, sospecho que es drogodependiente: ¿alcohol, heroína? Naturalmente, las apariencias pueden engañar. La pregunta es si se debe dar dinero a alguien que posiblemente lo va a gastar en drogas, que le dañan. Y lo que podía ayudarle no es ciertamente otra dosis. Es razonable la duda.
Pero no está en mi mano apartarle de las drogas, mi amor al prójimo no es tan grande como para aparcar el coche, acercarme a él, dejarle que me cuente su vida y con él planear su futuro, al que yo sí contribuiría. Tan sólo soy un tipo de camino a casa con su coche, que le doy algo o no. Y lo que a este hombre por ahora posiblemente le proporciona momentos de felicidad es el chute. Es cierto, con mis dos euros no le ayudo a salir de la peligrosa crisis en la que se halla, tan sólo le proporciono unos minutos breves de placer. ¿Le daño realmente? La decisión de comenzar o no una desintoxicación no depende del par de duros que le entrego.
Y ahora entra en juego el imperativo categórico de Kant. ¿Y qué ocurriría si todo el mundo se comportara como yo? Pues que el hombre compraría más droga que nunca y moriría en poco tiempo. Es decisión suya, libertad suya, yo le socorro porque me cae simpático. Ambos nos ponemos a la misma altura y no le suelto ese rollo terapéutico patriarcal.
Ya en casa abrí una botella de vino, mi droga, que yo la mantengo mal que bien bajo control, y sin una idea clara de haber actuado bien o mal.
Al día siguiente aquel hombre había desaparecido y en su lugar había una mujer mayor con muleta. Lo habían ahuyentado.
Como en Bilbao, que también ponen y ponemos trabas para que los mendigos pidan en las calles o duerman en los portales mientras descorchamos la botella en casa o dormimos a pierna suelta en la cama despotricando contra lo mal hecho que está el mundo y hasta lo caraduras que son los mendigos. Y la cosa sigue siendo.
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