La filosofía te jode la vida. Esto es así.
Te la jode en el mismo sentido en el que tú jodes con alguien, sin tomar las debidas precauciones, y te lo pasas muy bien y eso, pero al mes siguiente compruebas que tu vida ha dejado de ser tu vida (o al menos sólo tuya o suya o vuestra) porque ha aparecido otra vida ahí en medio: la vida de otro/a tú muy raro/a que ya se ha empezado a gestar dentro o fuera de ti. Es una vida que tú puedes querer o no tener, que puedes hasta abortar, pero que no podrás ya nunca dejar de ver como ese/a otro/a tú que podría haber sido. O que puedes decidirte alegremente a parir, sin darte cuenta, sobre todo si eres todavía primerizo/a, de que esa criatura viene para joderte a ti la vida. Para partirte por la mitad cuando la pares –sea con parto natural (soltando tú tus propias paridas) o mayéutico (cuando otros/as te las sacan de dentro a tirones)—, y que va a estar todo el rato ahí para no parar de joderte y despertarte a las tantas de la noche y hacer que te pongas a intentar entender deleuceos ininteligibles, a aguantar hegeleces como pianos. O que te pases el día respondiendo a todo tipo de socrateces: ¿Esto qué es? ¿Y eso qué es? ¿Y aquello qué es? ¿Y por qué?¿Y para qué? ¿Y por obra de qué? Y venga de lloriqueos románticos o de pataletas nihilistas y angustias existenciales sin que haya manera de saber dónde coño/cojones le duele al/la jodido/a criatura. Si son los oídos otra vez, o es que tiene peditos o cólico. Y todo mientras te cagas en la madre que lo/a parió –que encima eres tú mismo/a— y en su padre (que a saber dónde estará).
Ese ser (que algunos/as llaman, incluso “El Ser”, así por antonomasia), está ahí nada más que para impedirte a ti hacer cualquier otra cosa que no sea ocuparte de él/ella. De sus toses, de sus cacas, de sus palabras y sus gestos, de sus dolores y sus quereres (o Kehres), o de su ser ahí sin más, y de por qué es, con lo fácil que hubiera sido que no fuese, que hubiera seguido no siendo nada. Y ya no tienes una vida, tienes dos, tres, cuatro, o depende de las veces que te hayan jodido. Pero encima son unas vidas que, en cuanto empiezan a hacerse un poco mayores, se están jodiendo también las unas a las otras continuamente. Tomasín/a se lleva fatal con Agustín/a –y eso que son hermanos/as—. Manolito/a que lo tiene que criticar siempre todo. Arturito/a que está con el pavo y odia a todo el mundo. Federico/a que es un nini y no hay quien haga carrera de él/ella. Simón/a que pasa del patriarcado y no hace ni caso de nada de lo que le dices… Y a todo esto tú ahí en medio, a grito pelado, intentando poner orden y que no se maten mientras te ponen la cabeza loca.
Pero es que, si además de eso pretendes tú tener una vida “normal” (mínimamente acorde con la media estadística), pues entonces estás rejodido/a. Si encima quieres tener una pareja, interactuar emotivo-sexualmente con otros/as seres humanos, tener un trabajo decente, tener hijos/as, perros/perras, casos/casas, etc., entonces te das cuenta de que la filosofía ya nunca podrá ser para ti más que un vicio secreto, una perversión. Comprendes que ya no podrás ser más que un/a sofiófilo/a. Y, como ocurre con otras parafilias, dados los prejuicios con los que nos encontramos en esta sociedad en que vivimos, eso te condena inmediatamente a la marginalidad. Es algo que tendrás que hacer a escondidas, en privado, sin que nadie se entere, en tus ratos libres si es que los tienes, porque las vidas normales también tienen lo suyo, y los trabajos, parejas, perros/as e hijos/as normales no digamos.
Y encima que eso ni siquiera es un vicio de los sanos. Es más como una especie de sadomasoquismo muy chorra: “Explícame eso de la dialéctica negativa por decimosexta vez, pero ahora con un pato y un paraguas”. “¿En qué página de qué edición decía eso de que el ser serea y el devenir devanea?” “¿En qué sentido estás usando la palabra “orto” cuando dices que me vaya a tomar por el orto? ¿En sentido recto, estructural o heteropatriarcal?”, etc.
Como pasa con otras parafilias, el único verdadero gozo, si lo hay, acaba estando, para tí, siempre más allá o más acá de cualquier posible clímax. En el preparativo, en el ritual académico o dialógico, en la impaciencia y la espera (“seguro que mañana lo entiendo…”, “verás cuando se lo cuente a mi amigo/a o a mi director/a de tesis o a mis alumnos/as…”), en la excitación tensada durante horas de discutir con alguien sobre el significado del término “idiotés” en griego clásico y sus matices en el dialecto ático, o sobre la primera frase de la nota de la página 318 de la edición B, o sobre qué límites determina en un espacio de las fases la propiedad simétrica o qué significa el conjunto de todos los conjuntos de barberos que no se tocan las pelotas más que a sí mismos. O bien, más allá, en la total pérdida de sentido y de orientación, en ese desconcierto en el que siempre está mezclado más dolor que placer, de que te se escurra algo que nunca te se había escurrido, y que se carga de un zapatazo o de un mordisco, o de un martillazo todas las chorraditas que llevabas tú ahí muy apuntaditas en tu cuadernito marrón, y manda a tomar viento tus articulitos a medio escribir, tus ponencias a medio decir, y te deja secas tus investigaciones o tus libros o tus cursillos, y más tiesos que un palo de escoba.
Es como con los/os hijos/as “normales”. Te digo yo que no los disfrutas cuando los pares, pero tampoco cuando los crías, que son todo angustias y trabajos y padecimientos. Ni cuando se van de casa, que parece que se va a acabar el mundo. Pero es que igual tampoco están hechos para que tú los disfrutes sino para que los quieras, y para que si se van tres días a un campamento te mueras de pena. Como cuando te pasas un mes sin practicar la sofiafilia y te sientes hundido/a hasta las trancas en tu rol de amo/a de casa o de amo/a del calabozo como si fuese el pantano de la tristeza. O, por lo menos tú no consigues tenerlos para amarlos, para quererlos eternamente, aunque sea un momento, sino que sólo consigues quererlos y quererlos una y otra vez. Es como le pasaba a Sócrates con la Sofía esa, por la que sentía “philía”, es decir: amor pero del filial, de ese que no quiere tirarse al objeto amado o formar con él/ella una sola cosa —como te pasa con tu/s pareja/s sentimentales y tus amantes—, ni estar todo el tiempo con él/ella dándole que te pego venga de amarse y amarse. Lo de Sócrates –que además le iban más los chicos— con la Sofía, era más filial, más maternal/paternal o amistoso. Y le pasaba con ella como a tu padre/madre, o tus amigas/os contigo: que si de verdad te quieren (filialmente), lo que quieren es que tú seas lo que tú eres, no que seas como ellos/as son, o como ellos/as quieren que seas. No están ahí para hacer que tú seas esto o aquello y para meterte en sus militancias o en sus movidas, o sus angustias vitales o en sus entusiasmos revolucionarios, sino para ayudarte a convertirte –como dirían en Instagram— en la mejor versión de tí mismo/a, y no en una copia mejorada y fotosopeada de ellos/as con la que puedan disfrutar. Igual que ellos/as tampoco están ahí para que tú disfrutes de esa maravillosa experiencia de la paternidad/maternidad o de la amistad, ni Sócrates para que saborees el saber, y lo paladees y lo goses, sino para que tú sepas, para que lo que tú sepas sea saber, desde el principio —cuando sólo sabes que no sabes nada—, hasta el final, cuando ya sepas todo lo que hay que saber y nada te sepa a nada. Y por eso tus padres/madres/amigos/as están todo el rato también jodiéndote a ti la vida: “No seas tan dualista…” “No seas tan metafísico…” “No te subas ahí…” “No toques eso…” “Vístete y deja de divertirte…” “Deja de disfrutar y come”, “deja de investigar y publica”, “deja de pasarlo bien y estudia”, etc. ¿Y por qué los/as pares? ¿Y por qué te paren? No se sabe.
Pero la única solución está clara: o la sofiafilia o el condón y/o la píldora. O, si eres más clásico/a: la abstinencia y la represión. Y de hecho eso es lo que acabamos haciendo de un modo u otro todos/as los/as del colectivo de afectados por la filosofía. Hacerse un nudo o bien, practicarla sólo como una perversión más. O por lo menos es muy difícil ver kantianos/as que no mientan ni para conseguir una beca. O nicheanos/as que bailen y declamen ditirambos en un congreso poseídos/as por el ritmo ragatanga. O filósofos/as marxistas que no coman de un Estado burgués, ni witgenstenianos/as que sean capaces de callarse la puta boca de una vez (… por la Virgen, con la brasa que dan). Que no es que no los haya, que los habrá, pero esos/as no son sofiófilos/as de verdad, esos serán otra cosa, serán filósofos/as, y esos/as no van a estar ahí buscando rollo contigo en Filinder. Porque eso de ser filósofo/a de verdad, ya no es que te jodan la vida, es tener que estártela tu jodiendo a conciencia, y tener que pasártela haciendo el/la gilipoyas tuentiforsevenonestop. Porque tú me dirás a dónde vas a ir tú diciendo en todas las entrevistas de trabajo que sólo sabes que no sabes nada, o sin poder mentir como si fueras un/a testigo/a de Jehová, o teniendo todo el rato que hacer con tu vida arte para que encima luego se te repita y se te repita como la morcilla de Burgos, o diciendo no sé/ no contesto a todas las encuestas —que además ya has contestado, y ya te han metido en una casilla con todos los barberos que no se tocan las pelotas más que a sí mismos/as, y ya te la han liado—. Que no, que estás jodido/a lo mires por donde lo mires.
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