El pasado mes de julio, tras el brutal asesinato de un anciano sacerdote por parte del Estado Islámico en Francia, el papa Francisco, con una valentía y lucidez de la que carecen nuestros gobernantes, se negó a relacionar el islam con la violencia, recordando que también entre los católicos hay minorías fundamentalistas, y añadió una […]
El pasado mes de julio, tras el brutal asesinato de un anciano sacerdote por parte del Estado Islámico en Francia, el papa Francisco, con una valentía y lucidez de la que carecen nuestros gobernantes, se negó a relacionar el islam con la violencia, recordando que también entre los católicos hay minorías fundamentalistas, y añadió una frase que, con arreglo a la Ley de Seguridad Ciudadana, podría llevar a un ciudadano español a la cárcel: «Sé que es peligroso decir esto pero el terrorismo crece cuando no hay otra opción y cuando el dinero se transforma en un dios que, en lugar de la persona, es puesto en el centro de la economía mundial». No contento con esto, Francisco concluyó: «Esa es la primera forma de terrorismo. Ese es un terrorismo básico en contra de toda la humanidad». Es bueno, emocionante, esperanzador que un jefe del Estado se atreva a decir tal cosa, y si ese jefe de Estado es el Papa ello no altera el mensaje: debe alterar más bien nuestra visión contemporánea de la Iglesia y de su papel histórico en un mundo que se derrumba muy deprisa a derecha e izquierda.
Soy ateo porque no puedo creer en Dios, como no puedo volar o no puedo respirar bajo el agua. Lo he intentado -las tres cosas- y no puedo. Soy comunista porque creo que «lo común» -como la polis aristotélica- precede y es la condición de los derechos individuales universales. El dolor mal repartido en el mundo, y los placeres sin derecho de los poderosos demuestran a contrapelo que es exactamente así. Bueno. Hay gente que puede volar y respirar bajo el agua y no la odio por eso. Hay gente que no cree en «lo común» y la considero, igual que el Papa, cómplice de «una forma básica de terrorismo en contra de toda la humanidad». Hay, en definitiva, ateos que no son anticapitalistas y creyentes que sí lo son. En octubre de 2014, ante los 200 participantes del Encuentro Mundial de Movimientos Populares celebrado en Roma, el papa Francisco dijo ser consciente de que podía «ser tachado de comunista» antes de resumir en voz alta su programa: «¡Ninguna familia sin vivienda! ¡Ningún campesino sin tierra! ¡Ningún trabajador sin derechos! ¡Ninguna persona sin la dignidad que da el trabajo!». El Papa es un comunista que puede volar y respirar bajo el agua; y yo soy un comunista que sólo sabe desplazarse a ras de tierra. Entre los dos cubrimos -ahora que el fuego ha sido desterrado de la escatología cristiana- todos los elementos naturales habitados por seres humanos: hay que predicar el comunismo en la tierra, sin duda, pero también, o sobre todo, en el aire y en el agua, porque allí es donde vive la mayor parte de la humanidad.
Desde Constantino, el catolicismo es sobre todo una «organización»: la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Es sin duda la organización más antigua y poderosa del planeta, hasta el punto de que, salvo en dos o tres chispazos, su constitución original, el Evangelio, se vivió desde dentro como una amenaza que había que frenar, apropiarse y conjurar: la persecución y cooptación de herejes, quemados o canonizados, forma parte inalienable de su supervivencia institucional. Todos sabemos que, por ejemplo, San Francisco o Santa Teresa -por citar los más heréticos, evangélicos y populistas del santoral- podían perfectamente haber quedado fuera de la Iglesia y que fue la perspicaz e inescrupulosa sabiduría organizativa del Vaticano, tan admirada por Gramsci, la que llevó a canonizarlos en lugar de quemarlos para a continuación -eso sí- utilizar su legado en algunas empresas dudosas o incluso directamente criminales. Todas las organizaciones soteriológicas tienen estas cosas: dedican la mayor parte de su tiempo a reprimir la pureza original de su fundación, cuya vigencia podría derribar el edificio. Dicho sea de paso, cristianos y comunistas tienen también esto en común desde un punto de vista organizativo. Como recuerda el historiador Daiarmaid Macculloch en su monumental Historia de la cristiandad, «ninguna fuerza ha matado tantos cristianos como el cristianismo y ninguna fuerza ha matado tantos comunistas como el comunismo». Otro motivo para que las víctimas propias de una y otra tradición se tiendan las manos, frente al capitalismo neoliberal y las mafias religiosas, en este «fin de civilización».
Hay buenos motivos para ser anticlerical como los hay para ser antiestalinista. Lo cierto es que el papa Francisco, atrapado en el aparato de poder más refinado, tortuoso e inexorable de la historia de la humanidad, es anticlerical. Por eso no durará mucho. Llegó hasta la Santa Sede a lomos de una relación de fuerzas muy coyuntural, definida por una crisis material con pocos precedentes desde Lutero, y su anticlericalismo -junto a su edad- lo condenan a disolverse enseguida en el patrimonio legendario de la institución, a la que va a dar otros cien años de vida por lo menos. Pero ahora está vivo y habla. Su anticlericalismo habla como en Jericó la trompeta demoledora. El poder de la Iglesia reside en su ambigüedad fronteriza, en el hecho -es decir- de que desde hace 1700 años detenta poder espiritual y terrenal al mismo tiempo. Ni la Unión Soviética tuvo ni el Pentágono tiene o tendrá nunca tanto poder material, y tan enrevesado, como el Vaticano; pero ningún poder material, ni siquiera el de EEUU, confiere a un «discurso» tanto poder espiritual, y tan extenso, como el que tiene el portavoz de la Iglesia. Hay miles de millones de personas en todo el mundo -incluidas las no católicas- que, de algún modo, ostentan una «doble nacionalidad», en el sentido de que viven al mismo tiempo en «la ciudad de Dios» -en el aire o en el agua- y en España, Francia, Irlanda o Argentina. Juan Pablo II fue un político ambicioso reaccionario y un hombre de Estado forjado en la brega contra el comunismo. Benedicto XVI, por su parte, fue un teólogo ultraconservador y un hombre de Espíritu un poco medieval incapaz de abordar una crisis «renacentista». Los dos vivieron el fin del comunismo y el redespertar de la democracia social en todo el mundo y sobre todo en América Latina. Los dos fueron, en todo caso, clericales convictos que defendieron la Iglesia y dañaron el mundo.
El Papa Francisco es un anticlerical que no puede hacer otra cosa que hablar -mientras hace concesiones al «aparato» y sus fangosos equilibrios entrópicos. Las feministas tenemos aún muchas cosas que discutir con él, es verdad, pero su discurso atronador, no lo olvidemos, se inscribe en un contexto de retroceso general más que inquietante. La derrota de América Latina tras el retoño de esperanza de la pasada década, el horror de Oriente Medio, el colapso de la civilización europea y occidental, con el regreso del destropopulismo facilitado por nuestras élites gobernantes, determinan esta estupefaciente paradoja: la de que el discurso político más de izquierdas en estos momentos sea el de un creyente (que vuela y respira bajo el agua) y la de que el Estado más progresista y anticapitalista del mundo sea, al menos de boquilla, ¡el Vaticano! Leamos la encíclica Laudato Si de mayo de 2015 sobre «el cuidado de la casa común», las declaraciones de Bergoglio en la FAO sobre el hambre como «guerra de clase», su denuncia del tráfico de armas como causa de los atentados terroristas, su denuncia del golpe institucional en Brasil o su rechazo de la cadena perpetua. También, por supuesto, sus intervenciones en torno a la cuestión de los refugiados, con su visita a Lesbos y su llamamiento para convertir conventos y monasterios en centros de acogida. Pensemos incluso en su gesto de invitar a 12 refugiados al Vaticano, limitado, «caritativo» y demagógico, puede ser, pero que tuvo el efecto político de avergonzar de tal modo a los gobiernos europeos que Renzi, primer ministro italiano, se vio obligado a cambiar su política migratoria. El Papa Francisco es un anticlerical que no puede hacer otra cosa que hablar, pero al que todo el mundo está obligado a escuchar. Tenemos un anticlerical anticapitalista en la Santa Sede mientras el resto de los gobiernos del mundo se clericaliza de un modo u otro, vía el nacionalismo identitario, el laicismo fanático o el capitalismo mafioso. Tenemos en el balcón de San Pedro un comunista cuyo discurso alcanza a buena parte de las criaturas que vuelan y a buena parte de las criaturas que respiran bajo el agua. ¿No deberíamos alegrarnos de ello los que habitamos en esta tierra seca y crecientemente desolada para sumar nuestras huestes -con nuestros debates y dudas- a la lucha común?
Haciendo un pequeño esfuerzo Unidos Podemos podría ser tan de izquierdas como el papa Francisco; de lo que no cabe duda es de que, si la doctrina católica la dicta el papa de Roma, en estos momentos Unidos Podemos es el partido más católico que existe en España. La vieja izquierda tenía a la URSS, a Cuba, a América Latina. La nueva, sin periódicos y televisiones, sin apoyos geopolíticos, solo tiene al Vaticano, de cuyas «tropas» tanto se burló Stalin. Si se trata de llegar a los humanos voladores y a los que respiran bajo el agua, que son la mayor parte de la gente, no es poco. Es en todo caso -incluso electoralmente-, nuestra única baza. Todo lo demás es clericalismo: de derechas, de izquierdas y del Banco Mundial.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.