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Recuperamos un ensayo publicado en el 2001

Somoza García contra los patriotas sandinistas

Fuentes: Rebelión

Sandino un «bandolero»  A Anastasio Somoza García (1896-1956), fundador de una de las más sanguinarias y entreguistas dictaduras que América Latina conociera en el siglo XX, se le atribuye la obra El Verdadero Sandino o el Calvario de las Segovias (1936). Durante la presidencia de José María Moncada (1929-1932), dicho personaje se desempeñó como Subsecretario […]

Sandino un «bandolero» 

A Anastasio Somoza García (1896-1956), fundador de una de las más sanguinarias y entreguistas dictaduras que América Latina conociera en el siglo XX, se le atribuye la obra El Verdadero Sandino o el Calvario de las Segovias (1936). Durante la presidencia de José María Moncada (1929-1932), dicho personaje se desempeñó como Subsecretario de Relaciones Exteriores. Valiéndose de ese cargo y de sus «habilidades criollas», plantea Armando Amador en su Origen, Auge y Crisis de una Dictadura (sin fecha de edición), logró convertirse en amante de la esposa del embajador estadounidense Hanna (2. p. 91). Esta circunstancia dirá por su parte el periodista argentino Gregorio Selser, en Nicaragua de Walker a Somoza (1984) y el hecho que Somoza se convirtiera en secretario particular de Moncada, le valieron mucho en su vertiginosa carrera hacia el poder (11. p.229).

El historiador estadounidense Richard Millett, en Guardianes de la Dinastía (1979), cita la recomendación de Hanna al Departamento de Estado, hecha en octubre de 1932, expresando, ante este poder estadounidense, su preferencia por Somoza, en quien descubría al «mejor hombre del país para el cargo de Jefe» de la Guardia Nacional (GN), agregando que nadie trabajaría «tan inteligentemente o tan concienzudamente como él como para mantener el carácter no partidario de la guardia y nadie será tan eficiente en todos los asuntos relacionados con la administración y mando de la fuerza» (7. pp. 183-184).

Abelardo Cuadra, en Hombre del Caribe (1967), participante directo en el asesinato de Sandino, relataría las causas de las rebeliones que estallaron en la GN, en 1934 y 1935, contra el nombramiento de Somoza como jefe de esa entidad castrense:

· «Nosotros habíamos cargado con las dificultades de la guerra bien jodida como es esa de andar y andar sin ver al enemigo, expuestos a emboscadas y lo que era peor, una guerra injusta con la que nos habíamos manchado para siempre. Y resultaba ahora que unos burgueses que […] se habían quedado en sus casas, venían a ocupar, por obra y gracia de un acuerdo […] manejado por los yanques las altas jerarquías del ejército; y a nosotros los oficiales, salidos de la Escuela Militar nos dejaban abajo» (3. p. 143).

Hechas estas acotaciones, entremos de lleno al análisis de El Verdadero Sandino o El Calvario de las Segovias, obra en la que se compilan y comentan documentos que, en muy buena parte, pertenecían al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua (EDSNN). Se recogen en ella, igualmente, «testimonios» contra el héroe de las Segovias. Así, la obra entera trata en vano de destruir su imagen.

En su «A manera de prólogo», Somoza ya la arremete, con fuerza, contra Sandino, al que caracteriza como «individuo sin criterio propio, jefe de varias cuadrillas de hombres […] que se ocupaban […] del saqueo, del incendio y del asesinato, en […] forma despiadada y brutal […] contra los propios nicaragüenses, en su gran mayoría infelices campesinos ajenos por completo a la política». Esta es una tónica permanente de El Verdadero Sandino o El Calvario de las Segovias: los invasores y la Guardia Nacional por ellos controlada, perseguían y mataban «bandoleros», hombres puestos al margen de la Ley. Éstos, por su parte, mataban siempre gente «inocente» que jamás se inmiscuía en política, aunque apoyara, indefectiblemente, la intervención extranjera y se beneficiara con el orden por ella impuesto. Así las cosas, Somoza dibuja al héroe «como un espíritu rebelde, un instrumento de mezquinas ambiciones, un jefe de pandilleros, sin ley y sin verdaderos ideales». Y la muerte del mismo es «consecuencia lógica, inevitable y fatal de su vida inquieta y amenazante para […] la Libertad, la Prosperidad y la Paz de la República». Esta es otra constante de la obra del tirano: a todo lo largo y ancho de la misma, se pretende inducir en el lector la idea de que la muerte de Sandino fue obra de la fatalidad, un hecho inevitable.

Al describir la vida de Sandino, Somoza, quien insistía en la incultura de los combatientes sandinistas para explicar su supuesta naturaleza «bandolera», escribe que al Guerrillero «las primeras letras le fueron enseñadas por su madre, quien lo guió en la lectura, como se lo permitían sus escasos conocimientos». A los 14 años, su padre se lo llevó consigo para que trabajara, después de tenerlo «en una escuela donde recibió fuertes castigos por su carácter levantisco y agresivo con los discípulos y profesores». No puede menos que esperarse que, al abordar la biografía de Sandino, Somoza haga referencia al disparo que, en 1920, el primero acertara en una pierna a Dagoberto Rivas (12. pp. 2-7), pero no hace alusión alguna a las circunstancias que le empujaron a ello, tal como sí lo hiciera el periodista José Román, en su libro Maldito País (1983).

En verdad, Sandino relata a Román que, ese año, tuvo «un incidente de gran trascendencia» para su vida, que le dio otro rumbo a su destino: Dagoberto Rivas era un hombre de su pueblo con el que siempre tuvo amistad. Eso hasta que una hermana del último, una viuda, «parecía estar ligada amorosamente» al primero. Eso era, al menos, lo que el vulgo sostenía. El chisme lo propagó un amigo de Dagoberto. Un día, sin saber nada del asunto, Sandino y quien sería su «víctima» se encontraron casualmente en misa. Comenzaron las chifletas de los amigos de Rivas en contra del héroe. El primero dirigió insultos contra el segundo. En un momento dado, hasta se atrevió a abofetearlo. «Acto continuo -relata Sandino- irreflexivamente saqué mi revolver y le disparé. Dichosamente sólo le herí una pierna» (8. p. 54).

Sobre el lenguaje que Sandino empleaba, Somoza sostiene que era el «de gente maleante y tabernaria». Pretende desprestigiarlo afirmando que durante las actividades armadas, Sandino, «para darle más sonoridad a su nombre, aprovechó la «C» inicial de su apellido materno, y la transformó en el nombre convencional y sonoro de Augusto César Sandino» (12. pp. 7-8). Empero, este jamás ocultó el apellido de su madre, Calderón (8. p. 44). Gregorio Urbano Gilbert, dominicano que peleó en las filas del Libertador, en su obra Junto a Sandino (1979), escribe:

«El nombre del libertador era el de Augusto y sus apellidos los de Sandino y Calderón. Primero era el del padre y el segundo el de la madre, pero como antes de ser legitimado por sus padres solo usaba el de la madre, seguido de su nombre, al suceder la legitimación no quiso cambiar el sitio que le tenía al apellido de la madre en su firma, aunque nada más la señalaba con la letra inicial, firmando del modo siguiente: A. C. Sandino». Sandino dice, a su vez, que sus amigos y los de su causa le atribuyen el nombre de César, agregando que él no había tenido nada que ver con ello y que nunca pretendió «parangonearse [sic] con celebridad alguna» (5. pp. 307-308).

Ahora bien, como el héroe, según Somoza, «todo lo hacía de manera bien calculada», su casamiento con Blanca Aráuz fue debido a que ésta, siendo telegrafista de San Rafael del Norte, suministraba a Sandino «importantes informaciones que ella trasmitía como empleada del Gobierno Conservador». En verdad, la perversidad somocista para tergiversar el contenido de la lucha de Sandino, no tuvo límites. Ello se expresó claramente en la interpretación antojadiza que daba a la correspondencia del héroe. Porque en todo lo que Sandino hiciera, dijera o escribiera, él miraba una intención malsana, una actitud calculadora, un interés oportunista, un signo de corrupción, una expresión de desquicio o cosa semejante. Después de todo, el ladrón piensa que todos son de su condición. Veamos, a manera de ejemplo, lo que dice sobre el matrimonio del patriota con Blanca Aráuz:

«Contra los muchos que han creído de que Sandino fue un marido ejemplar, en el siguiente documento el guerrillero dice que si se juntó con su esposa fue por conveniencia de su causa en el exterior» (12. pp. 8, 201-202). Pero ¿a qué se refiere realmente Sandino en la carta que Somoza menciona? Comprobémoslo:

· «Tengo todo el cabal concepto de la moral inmoral de la actual sociedad de la tierra; pero sinenbargo [sic], si hemos de corregir a esos inmorales necesitamos de llenar los requisitos necesarios para podernos introducir en ellos. No existe más matrimonio ante las leyes divinas que el del amor puro y libre, sin ritos de ninguna clase, pero no podremos salirnos en estos momentos de las leyes de los hombres y tenemos que aceptarlas».

Y añade:

· «…Quien efectivamente goza de mi afecto sin límites es Blanca».

Y tras exponer las cosas de este modo tan franco, reconoce su gran aprecio por Teresa Villatoro, pero señala que a ésta no la quiere como a su «propia mujer» (10. Tomo 2. pp. 161-162) ¿Hay algo en este escrito que compruebe el supuesto que Sandino se casó por conveniencia? La respuesta sobra. Una cosa es el reconocimiento de los prejuicios sociales -como los relacionados con el matrimonio- y otra, muy distinta, es lo atinente a los sentimientos humanos, como el del amor por la mujer con quien se vive, lo cual acá está fuera de duda. 

Los «incultos y violentos» hombres de Sandino 

Sobre los hombres que acompañaron a Sandino en la lucha, las palabras expresadas por el fundador de la tiranía somocista tampoco fueron, ni podían ser, de elogio. Miguel Ángel Ortez «fue uno de los jefes más jóvenes y valerosos que militaron bajo las órdenes de Sandino». Agustín Farabundo Martí fue un «agitador profesional y candente comunista», autor intelectual «del movimiento comunista salvadoreño que quiso derrocar al Presidente General Martínez». Y aunque reconoce en Martí a «uno de los hombres de más acción a quien las masas obedecían con entusiasmo», esto no es elogio, sino acusación, en este caso, de manipulación de masas. Tal ha sido siempre el sentido que la reacción mundial y, particularmente, la latinoamericana le ha dado al concepto «agitador profesional».

Abrahán Rivera fue apresado en Bluefields por una denuncia. El simple deseo de venganza lo empujó «a las filas de Pedrón […] pero todo su odio contra los [norte] americanos lo concretó Rivera, en despojar a los pobres y semi-salvajes indios mosquitos de sus pequeñas cosechas y ganado en las márgenes del Río Wanky». Francisco Estrada «fue un gran enamorado y desobligado en sus deberes conyugales. Había abandonado a su esposa y niños». Carlos Salgado es un hombre que con dificultad sabe leer y escribir. «Es tahúr profesional y borracho consuetudinario». José León Díaz es un «fugitivo de la justicia de su tierra», Honduras. Vino la paz de 1927 «y como él no estaba acostumbrado a esa vida tranquila, buscó las madrigueras de Sandino en las Segovias».

Marcial Rivera Zeledón era un jornalero jinotegano, «borracho y tahúr; pendenciero y de instintos sanguinarios». Juan Gregorio Colindres es un hombre que «sabe leer y escribir, tiene bonita letra y regular redacción». Como se ve, al menos acá, no se utilizan adjetivos denigrantes para caracterizar a un patriota sandinista. Al contrario, parece denotarse que, precisamente por saber leer y escribir y tener una regular redacción, se aleja del carácter de «bandolero» atribuido a sus compañeros de lucha. Simón González, en cambio, es fugitivo de la justicia hondureña, «es completamente analfabeta». Heriberto Reyes «es campesino ignorante y borracho […] ladrón de ganado y granos […] Es completamente analfabeta».

Juan Pablo Umanzor, hondureño, tenía «alma emponzoñada y corazón de pantera […] Era prófugo de la justicia hondureña por crímenes cometidos en aquella república». Ramón Raudales «tiene inteligencia natural despejada y carácter fuerte». Pedro Altamirano (Pedrón), era un hombre «de color negro y presencia repugnante […]. No sabe leer. Es ladrón y borracho. El más cruel y sanguinario de los soldados de Sandino […] Autor del tremendo CORTE DE CHALECO» (12. pp. 12-16). Pero Gregorio Urbano Gilbert transcribe lo que Sandino expresó sobre su subordinado:

· «Pedrón, con todo lo criminal que es, le está prestando a la patria muchos buenos servicios, mientras que todos sus acusadores juntos lo único que hacen es mancillarla» (5. p. 309).

Sobre el vínculo violencia-ignorancia, Somoza dice expresamente: «El temperamento violento de Sandino había sembrado la inquietud en los ánimos sencillos y predispuestos a la violencia por su misma ignorancia» (12. p. 34). Seguramente la ignorancia llevó a Henry L. Stimson, en su calidad de Secretario de Guerra de Estados Unidos, a «ordenar el disparo de la bomba atómica que destruyó Hiroshima» (4. p. 146). Según referencias de Sofonías Salvatierra, Stimson dijo que «uno de los errores de España fue no haber suprimido a todos los indios» (9. p. 63). ¿Sería la ignorancia, acaso, la causa del genocidio que la Dictadura Somocista practicó contra la nación nicaragüense de 1934 a 1979?

Los defensores del orden

Si la actitud de Somoza García hacia los patriotas sandinistas es de rechazo absoluto, la que adopta hacia los liberales, conservadores e interventores es completamente distinta. José María Moncada es un hombre de «mente previsora», su cerebro, el «de un político sagaz». Él «fue el eslabón fuerte que ató el honor de los Estados Unidos de Norte América a la justicia de un pueblo». Era un «reconocido estratega y valeroso militar». Y, por supuesto, se refiere al Pacto de Espino Negro de 1927 con los términos entrecomillados de «Imposición Stimson», con lo cual, probablemente, pretende negar irónicamente que, en efecto, fuera eso. Veamos, sin embargo, lo que el mismo Moncada expresaba sobre sí mismo:

· «Yo no tengo deseos de inmortalidad, es decir, no quiero ser un segundo Zeledón. Ya estoy viejo, y si puedo vivir algunos años más cuanto mejor. Les digo esto a propósito de la imposición americana».

Pero, contumaz, Somoza interpreta así la actitud de Moncada:

· «Antes de llevar a sus soldados a una muerte segura e infructuosa, y de sumir a Nicaragua a una ocupación más fuerte y ultrajante para su dignidad, resolvió, con serenidad y alto espíritu de patriota, sacar partido de la situación». Y Stimson, quien, según Somoza, se comprometió con la justicia del pueblo nicaragüense en nombre de Estados Unidos, simplemente «ofreció en nombre del Presidente Coolidge la supervigilancia de las elecciones presidenciales del año de 1928» (12. pp.17-18,22-23,26-27).

Paradójicamente, no otro que el conservador Carlos Cuadra Pasos es el que desnuda el trasfondo del Pacto del Espino Negro. Éste, a su parecer, fue una doble imposición: la de Díaz y la de Moncada. No hubo trato directo entre las partes beligerantes. Sacasa no aceptó el convenio y más bien abandonó el territorio nicaragüense, como protestante vencido. Y una parte del ejército encabezado por Moncada, desconociendo igualmente lo pactado, se alejó hacia el norte, bajo el mando de Sandino. En Washington, por otra parte, Stimson afirmaba la conveniencia que tenía, para justificar la política de su país en el Caribe, un triunfo del liberalismo en Nicaragua. Más aún, los oficiales de la marina estadounidense abiertamente manifestaban sus simpatías por Moncada, «por el mérito – añade Cuadra Pasos- de haber sido el factor principal para lograr la paz en Nicaragua sin derramamiento de sangre americana» (4. pp.140, 155).

Y lejos de la inocencia y del heroísmo que Somoza le atribuye, Moncada tratando de ocultar su disposición para pactar en su propio provecho con las fuerzas intervencionistas yanquis, decía que una causa noble y generosa lo había puesto «al frente de las fuerzas constitucionalistas», pero que él no podría «aconsejar a la Nación» que derramara su sangre por la libertad, porque ésta «sucumbiría ante fuerzas infinitamente mayores y la Patria caería más hondo entre las garras del águila norteamericana» (12. p.31).

Moncada era, ciertamente, un patriota cipayo, que quiso perpetuar el Espino Negro, decretando el cambio de nombre de Tipitapa por el de Villa Stimson. No olvidaba que gracias al acuerdo con este representante de Coolidge, en Tipitapa «floreció su presidencia». Pero el recuerdo del Cacique Tipitapa, agrega con tino Cuadra Pasos, era «más profundo para los nicaragüenses que el que dejó el señor Stimson» (4. p. 146). No debe ignorarse, por otra parte, que Moncada no estaba autorizado por Sacasa para llegar a ese arreglo. Por el contrario, «tenía órdenes terminantes de no pactar y de llegar, caso necesario, hasta el último sacrificio por Nicaragua» (8. p. 16).

Por algo Salvatierra observaría: «Ahora el general Moncada aparecía afiliado al partido liberal a ver qué resultaba». (9. p. 37). Hablaba del momento en que este personaje comandaba la expedición al Atlántico en agosto de 1926, en contra del Gobierno de Díaz.

Sandino, tal como dice Somoza, se negó a firmar el acuerdo mencionado, aduciendo que él delegaba sus derechos para que Moncada arreglara el asunto como mejor le conviniera, pidiéndole tan sólo que lo pusiera al corriente de los resultados (12. p. 33). «Bien conocía yo a Moncada y sabía que una conferencia con él significaría mi muerte», refería Sandino a José Román, explicando así porqué había escrito a Moncada, comunicándole que delegaba en él sus derechos para que arreglara la paz a su manera. (8. p. 76) 

Infundios versus realidad

Veamos la forma en que Somoza ataca la disposición de Sandino de mantener la lucha contra el dominio imperialista estadounidense y sus adeptos: señala que el héroe siempre buscó un pretexto para dedicarse al vandalismo: primero fue porque no aceptaba a Díaz como presidente; luego, porque debió enfrentarse a la intervención armada estadounidense; tras ello, vino la consideración de que Moncada era un vendepatria; más tarde apareció el argumento de que la Guardia Nacional era controlada por oficiales estadounidense «y en 1933 habiéndose retirado en sus cacerías, [Sandino] continuó en sus asaltos y asesinatos de indefensos nicaragüenses, a pesar de estar al frente del Gobierno el hombre [Sacasa] bajo cuyas banderas empuñó las armas en 1926 y 1927» (12. p. 36).

Dejemos que Adolfo Díaz responda a Somoza. En una entrevista que el primero concediera, en febrero de 1933 a «El Correo de Granada», leemos:

· «Es un error suponer siquiera que ya se acabó la intervención [norte] americana en Nicaragua; al contrario está latente y más fuerte que nunca; tengo la más absoluta convicción de que lejos de haber concluido está empezando, y el día que menos lo pensemos veremos sentir sus efectos» (1. p. 150). Dada su condición de hombre venal y entreguista, esta convicción que Díaz expresaba, en él era, además, un profundo anhelo. No en vano, Sandino decía que la intervención armada de Estados Unidos sólo en apariencia había desaparecido porque, tras el retiro de los marines, en Nicaragua, subsistía la sujeción no sólo política y económica, sino también militar (10. Tomo 2. pp. 330-331). En el mismo sentido, debe estimarse su consideración de que «los dirigentes políticos conservadores y liberales, son una bola de canallas, cobardes y traidores, incapaces de poder dirigir a un pueblo patriota y valeroso», así como su concepto de autonomía absoluta que «consiste en que ningún poder extraño, ni directa ni indirectamente, tenga que intervenir en nuestros asuntos de Nación Libre» (10. Tomo 1. pp. 79, 317).

Como afirma Somoza, Sandino, en mayo 1927, envió al Jefe del Destacamento de Marinos en Jinotega, una carta en la que hablaba de que si EEUU había intervenido con buena fe en el país, su condición sine qua non para deponer las armas era que el poder fuera asumido por «un gobernador militar de los Estados Unidos, mientras se realizan las elecciones presidenciales supervigiladas por ellos mismos» (12. p. 36). Otros autores, como el historiador estadounidense Richard Millett, también han reparado en este asunto (7. pp. 90-91). La carta señalada es auténtica y se incluyó en el libro del periodista Emigdio Maraboto Sandino ante el Coloso (1929), quien, a su vez, explica que Sandino, por complacer a su padre (que insistía en que él se desarmara), habló precisamente de tal cosa (6. p. 13). Debe señalarse que el guerrillero conoció la obra de Maraboto y que, indirectamente, corroboró la explicación mencionada, al hacerle sólo dos correcciones menores a la misma: una relativa a su hermano Sócrates Sandino, aclarando que sólo eran hermanos de padre; otra indicando que el ministro de Nicaragua en Washington no era Díaz sino «el pelele Sacasa». Por lo demás, «es un folleto que contiene en esencia toda nuestra actuación» (1. p. 83).

En el afán de dividir las filas sandinistas, la reacción interna y externa trató de lograr que el «cabecilla sandinista» Carlos Salgado, se desarmara. Sin embargo, no logró nada porque, según Somoza, «Sandino era un dios para estos hombres, y nada se atrevían a resolver sin previa consulta y autorización de él» (12. p. 61). Pero esta afirmación resultaba gratuita para los soldados del EDSNN quienes, al ser entrevistados, sostuvieron:

· «No seguimos ciegamente al general Sandino; lo seguimos, porque nos ha dado razones que comprendemos son ciertas, y porque sabemos que la verdad es su norma de conducta» (1. pp. 190-191).

El autor de El Verdadero Sandino o El Calvario de las Segovias, dice en esta obra que al héroe le encantaba hacerse publicidad, «haciendo fantásticos relatos de encarnizadas batallas en las que siempre salía triunfante» (12. p. 82). Sin embargo, Sandino hablaba de sus victorias, pero también de sus derrotas; jamás ocultó la crudeza de los enfrentamientos no sólo para los invasores y los soldados de la Guardia Nacional, sino también para sus propios hombres. «Siguió la lucha enconada y hubo alternativas. Vencimos y nos Vencieron», señala. Más aún, confiesa que, en un momento dado, «la escuela militar [la de los marines] se impuso sobre la táctica primitiva de los sandinistas» (1. p. 32). «Para Nicaragua -relata a José Román- está fue una guerra de desolación, pues ambos bandos nos empeñábamos en aniquilarnos. La principal diferencia está en que ellos [los del bando enemigo] lo hacían por esclavizarnos y nosotros por liberarnos…» (8. p. 166).

El fundador de la tiranía somocista, con el ánimo de desprestigiar al héroe segoviano, habla de un Sandino que deseaba establecer un poder proletario en Nicaragua, agregando que, por ello, lograba despertar simpatías «en muchos elementos malsanos» y, por lo mismo, poseía un «poderoso sistema de espionaje, entre las clases bajas», lo que le permitía vivir permanentemente informado de todas las operaciones que el enemigo llevara a efecto. Agrega que otro factor que contribuyó «a engrosar sus filas fue la distribución entre el pueblo de las mercaderías que robaban sus tropas, después de tomar lo que necesitaban». Y después de transcribir una circular de Sandino, en la que éste hablaba de que su ejército estaba preparándose para tomar el poder, a fin de que los obreros y campesinos organizados en cooperativas pudieran explotar las riquezas naturales del país «en provecho de la familia nicaragüense en general», Somoza se pregunta: «¿Es este […] el patriota desinteresado, que decía empuñar las armas, sin otra mira que obtener la libertad de Nicaragua?» (12. pp. 354-355). Sin que de nuestra parte haya de por medio espíritu positivista alguno, debe decirse: la respuesta es obvia, la pregunta estúpida.

* . Artículo publicado inicialmente en cinco entregas en El Nuevo Diario, en sus ediciones del 21, 22, 23, 24 y 26 de febrero de 2001, en la sección Página de Opinión. Posteriormente, apareció en la revista del Departamento de Historia de la UNAN-Managua Historia y Ciencias Sociales, Nº 3.

Imágenes:

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Bibliografía citada:

 

  1. Alemán Bolaños, Gustavo. Sandino el Libertador. Editorial Nueva Década. San José Costa Rica. 1980.

2. Amador, Armando. Origen, Auge y Crisis de una Dictadura. Guatemala, Centroamérica. Sin fecha de edición.

3. Cuadra, Abelardo. Hombre del Caribe. Memorias presentadas y pasadas en limpio por Sergio Ramírez Mercado. EDUCA, Centroamérica. 1967.

4. Cuadra Pasos, Carlos. Historia de Medio Siglo. Ediciones El Pez y la Serpiente. Julio de 1964.

5. Gilbert, Gregorio Urbano. Junto a Sandino. Editora «Alfa y Omega, Santo Domingo, República Dominicana. Marzo de 1979.

6. Maraboto, Emigdio E. Sandino ante el Coloso. Managua. Ediciones Patria y Libertad. Febrero de 1980.

7. Millett, Richard. Guardianes de la Dinastía . EDUCA , Centroamérica. 1979.

 

8. Román, José. Maldito País. Ediciones El Pez y la Serpiente. Managua, Nicaragua, 1983.

9. Salvatierra, Sofonías. Sandino o la Tragedia de un Pueblo. Talleres Litográficos Maltez Representaciones, S.A. Marzo de 1980.

10. Sandino, Augusto C. El Pensamiento Vivo. Tomo 1 y 2. Selección, introducción y notas de Sergio Ramírez. 2ª ed. Revisada y ampliada. Managua: Nueva Nicaragua. 1984.

11. Selser, Gregorio. Nicaragua de Walker a Somoza. Mex-Sur Editorial S.A. 1984.

12. Somoza, A. El verdadero Sandino o el Calvario de las Segovias. 2da. Edición. Edit. Y Lito. «San José», S.A. Managua, Nic. C.A. Abril 1976.