El pasado 23 de mayo, en una iniciativa patrocinada por Mapfre, Pepsi y El Corte Inglés, el regimiento de Infantería ‘Soria 9’, en Puerto del Rosario (Fuerteventura), abrió sus puertas a los niños de la localidad, tal y como relata alegremente el diario La Provincia en una crónica titulada Aprendices de soldado. Una extensa galería […]
El pasado 23 de mayo, en una iniciativa patrocinada por Mapfre, Pepsi y El Corte Inglés, el regimiento de Infantería ‘Soria 9’, en Puerto del Rosario (Fuerteventura), abrió sus puertas a los niños de la localidad, tal y como relata alegremente el diario La Provincia en una crónica titulada Aprendices de soldado. Una extensa galería de fotos muestra a los tiernos infantes de uniforme, con la cara pintada bajo cascos de camuflaje, manejando alborozados, como no podía ser de otro modo, aparatosas metralletas y pesados cañones. La noticia ha sido poco difundida y ha provocado escasa polémica. Después de todo, a los niños les gusta jugar a la guerra y, según la opinión de algunos internautas que comentaban un artículo de Pascual Serrano publicado en Rebelión (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=86391), las armas no tienen la culpa de lo malos que son los hombres. Reprimir el belicismo infantil es políticamente correcto, pero hipócrita e inútil.
¿Son las armas o somos nosotros? Si uno está acalorado contra un ofensor y vuelve la mirada, probablemente siempre encontrará a su alrededor algo con que golpearle la cabeza: una piedra, una quijada de burro o un bastón. Si encuentra un cuchillo, utilizará un cuchillo; si una pistola, una pistola; y si en ese campo crecen cañones silvestres o los árboles de ese país dan bombas atómicas, recurrirá sin duda, cegado por la cólera, a los cañones y las bombas atómicas. El acaloramiento, por tanto, es la causa de la agresión.
¿O no? Incluso si no nos preguntamos por las causas del acaloramiento -y lo consideramos tan natural como las frutas explosivas de la región- podemos decir que hay una diferencia decisiva entre una piedra y una pistola: la piedra no ha sido pensada para matar y la pistola sí. Digamos -más aún- que la piedra no ha sido pensada y la pistola sí. Podemos disparar una pistola sin pensar, pero no podemos fabricarla a ciegas. La pistola -por no hablar de los misiles y las bombas atómicas- han sido concebidas, diseñadas, calculadas, probadas, en un proceso técnico-temporal que excluye los acaloramientos y los locos frenesís. Hay crímenes, pero no industrias pasionales; hay temperamentos, pero no cálculos impulsivos. ¿Los malos son los que usan las armas o los que las hacen? Si admitimos que cabe utilizar un arma en un momento de transitorio extravío, pero que sólo podemos fabricarla con fría premeditación, habrá que concluir que eso que los juristas llaman «circunstancias atenuantes» se aplica a la comisión del crimen, pero no a la procuración de sus instrumentos. En pleno acaloramiento, busco a mi alrededor y encuentro una pistola; la disparo porque estoy acalorado; la encuentro porque alguien la ha puesto premeditadamente ahí. El más malo debería ser el que ha actuado con plena conciencia de lo que está haciendo, pero en virtud de una paradoja muy chestertoniana resulta, al contrario, que precisamente el que puede invocar una circunstancia atenuante es considerado un delincuente y el que no puede invocar ninguna es considerado un honrado comerciante. No puede haber ningún atenuante para el Holocausto ni para la destrucción de Hiroshima ni para el presupuesto militar de los EEUU. Por razones diferentes, unas jurídico-metafísicas, otras históricas, ninguna de esas atrocidades se puede castigar de manera proporcionada: y eso justamente porque no hay en su raíz ningún acaloramiento humano.
Pero quizás podemos preguntarnos también por el acaloramiento. Contra los bienpensantes de su época, que querían prohibir las espadas y los arcos de juguete, Chesterton recordaba que lo verdaderamente peligroso es tener un niño, no un arma, y se refería, como cuestión prioritaria, a los fabricantes de niños, no a los fabricantes de armas: «Si se puede enseñar a un niño a no arrojar una piedra, se le puede enseñar cuándo disparar un arco y si no se le puede enseñar nada, siempre tendrá algo que pueda arrojar». En un mundo en el que hay al mismo tiempo armas y acaloramientos, es necesario que exista un Estado justo y democrático -regido por una verdadera constitución- que monopolice al mismo tiempo los instrumentos de la violencia y los de la educación y que introduzca premeditación constitucional en el uso de las armas y en el uso de los niños. Es decir, un Estado que diferencie entre una piedra y una pistola, entre una pistola de juguete y una de verdad y entre un niño y un consumidor indiscriminado de juguetes. No parece que sea éste el caso. Los gastos militares en todo el mundo aumentaron en 2008 un 4%; en la última década un 45%; este año alcanzan ya la cifra de 1.464.000 millones de dólares. EEUU, principal fabricante, vendedor y consumidor de armas, cuyo presupuesto en educación es también el más alto del mundo, gasta en la formación de un niño estadounidense la mitad de lo que gasta en la destrucción de dos niños iraquíes. ¿Quién fabrica las armas? La General Electric o la Westinghouse. ¿Quién fabrica a los niños? La NBC, la ABC, la CBS, la Fox, que directa o indirectamente están en sus manos. De algún modo, en la mayor parte del mundo, los productores privados de armas y los productores privados de acaloramientos son las mismas personas. La destrucción y la educación no son controladas por Estados justos y democráticos sino por la industria bicéfala de las armas y del entretenimiento, que se alimentan recíprocamente.
¿Quién usa las armas? Niños. ¿Quién usa a los niños? Los fabricantes de armas. Es un placer ver a dos niños intercambiándose en serio disparos de mentira en un juego en el que ambos tienen que aceptar las reglas, y en el que cada uno de ellos depende de la voluntad del otro incluso para matarlo en broma. Lo peligroso -como saben todas las abuelas del mundo- no es jugar con cañones de juguete sino jugar con cañones de verdad. Lo peligroso no es que jueguen con ellos los niños sino los grandes. En las fotografías de La Provincia eso es precisamente lo que hacían, jugar, no los menores visitantes, no, sino los adultos soldados del regimiento que, divertidos y frívolos, las ponían entre sus manos. Un Estado justo y democrático con un ejército que monopolice los instrumentos de la violencia en una sociedad bien educada debe abrir los cuarteles a sus ciudadanos para que confirmen lo malas y peligrosas que son las armas y lo sensatamente que las están empleando sus soldados. Eso quizás lo pueda hacer Cuba. EEUU y España no. Aquí nos dedicamos a mostrar a los niños lo muy lúdicas que son también nuestras metralletas verdaderas y a ocultarles dónde y por qué y para qué se están usando. Los gobiernos que invaden Afganistán cometen dos crímenes sin atenuantes y con premeditación: la fabricación de la guerra y la fabricación de los que participan en ella.
Los soldados desplazados sobre el terreno, ejecutores del crimen, tienen al menos el atenuante, como demuestran las fotos de Fuerteventura, de no haber alcanzado aún la mayoría de edad.