Jesús Aller (Gijón, 1956) fue profesor de geología en la Universidad de Oviedo durante casi cuatro décadas, hasta su jubilación el año pasado, y es autor de un relato de viajes: Asia, alma y laberinto (2002), así como de un buen número de poemarios, de los que los más recientes son: Recuerda (2004), Subhuti (2006) […]
Jesús Aller (Gijón, 1956) fue profesor de geología en la Universidad de Oviedo durante casi cuatro décadas, hasta su jubilación el año pasado, y es autor de un relato de viajes: Asia, alma y laberinto (2002), así como de un buen número de poemarios, de los que los más recientes son: Recuerda (2004), Subhuti (2006) y Los dioses y los hombres (2012). Los libros muertos, que acaba de editar en Oviedo KRK, reúne doscientos diez poemas entre los que dominan los sonetos, y puede considerarse una exploración de las posibilidades métricas y estructurales de esta forma lírica, versátil y eternamente joven. La obra entrecruza varios temas a lo largo de toda ella: solidaridad con los perdedores de la historia pasada y presente, reflexión sobre las trampas de un pensamiento que nos ha relegado a la condición de mercancías, reivindicación del poder liberador de la razón y la palabra, y muy principalmente, contemplación de una naturaleza en la que se hallan todas las respuestas.
Tino Pertierra: ¿De qué viven los libros muertos?
Jesús Aller: «Libros muertos» es una forma de nombrar la derrota de la conciencia y sus dos caras: el relato de los vencedores y el silencio de las víctimas. Todos estos libros muertos viven de nuestra complicidad, y por eso es necesario afilar los argumentos y alzar la voz para que seamos conscientes de otro mundo posible, más allá de las astucias del pensamiento único.
T. P.: ¿Por qué le atraen tanto los sonetos?
J. A.: Es una forma que exige concisión, pero también un desarrollo lógico, y con su dimensión áurea nos aleja por igual del laconismo y la farragosidad; pocos discuten las maravillas que con forma de soneto ha producido la literatura en muy variadas latitudes y épocas. Todo esto hace que sea una composición enormemente atractiva; sin embargo, y de una forma que me parece incomprensible, hoy día casi nadie la cultiva. Otra cosa podrán decir de mí, pero no que me ha faltado coraje para lidiar con ella.
T. P.: ¿Por qué no pasa de moda el soneto?
J. A.: Porque, si se mira bien, la estructura ternaria del soneto inglés, que es el que yo más uso, es tan vieja como la preceptiva clásica, con su planteamiento, nudo y desenlace, o la dialéctica, con su tesis, antítesis y síntesis. El esquema ternario es universal, y eso hace que no pase nunca de moda: Padre, Hijo, Espíritu Santo; Brahman, Shiva, Vishnu; podríamos seguir hasta aburrirnos… Tres cuartetos bien engarzados tienen una capacidad expresiva asombrosa. El soneto italiano es un poco diferente, pero se podría hacer un razonamiento similar.
T. P.: ¿Qué espacios ha explorado en este libro?
J. A.: Muchos y variados: la historia y los gritos que llegan de ella y apenas alcanzamos a oír, los rituales del poder, el sentido de la poesía. Al final, creo que hacía poemas casi de cualquier cosa que pudiera emocionarme. Pero, muy principalmente, los protagonistas de este libro mío son árboles, pájaros, gusanos y otros seres maravillosos, que sirven de contrapunto a personajes mucho menos maravillosos que aparecen en él.
T. P.: ¿Los perdedores son inspiradores?
J. A.: Absolutamente. Creo que ése es el motivo central del libro. Estoy humilde, pero decididamente al lado de los que luchan por un arte que no sea una celebración de la impostura de los vencedores. Ése es para mí el gran reto.
T. P.: ¿Somos mercancía de usar y tirar en el paisaje cultural?
J. A.: Lo que consideramos nuestra identidad más íntima, nuestras metas y anhelos, nuestras preferencias, gustos e inquietudes, llegan hasta nosotros en una cadena odiosa tejida a través de los siglos desde las alturas del poder. Es el mito de la cultura, que nos moldea y hace imperar una locura travestida de razón, pletórica de identidades ficticias, patrias y banderas. La imagen sería un ordenador con una programación absurda que es necesario resetear.
T. P.: ¿Qué cadenas rompe la razón?
J. A.: Bueno, creo que la razón, entendida con una formulación radical, que no rechaza el misticismo, es precisamente la herramienta para limpiar todos esos «virus» que nos traen a tan mal traer. Los sabios que redactaron las Upanishads hace dos mil quinientos años vieron ya con claridad la unidad del ser y su naturaleza consciente y bienaventurada. En Occidente hemos tenido que esperar al siglo XX para librarnos de un determinismo estrecho y zafio, que ha sido la herramienta ideológica del capitalismo para traernos donde estamos.
T. P.: ¿Contra qué nos vacuna la palabra?
J. A.: Si el lenguaje ha tejido la malla que nos ha puesto donde estamos, sólo él puede destejerla. La palabra tiene el poder de alcanzar una música que emociona, y ésa es la mejor definición de la poesía. De esta forma, la palabra tiene el poder, y sin duda la misión, de vacunarnos contra la miseria y la locura en que nos han puesto y nos ponemos a nosotros mismos cada día.
T. P.: ¿La Naturaleza es poesía?
J. A.: Hay un poema precioso de la primera época de Miguel Hernández, antes de aquel desastroso viaje a Madrid. Contempla en él esos bichos que nos parecen repulsivos, y llega sabiamente a la conclusión de que todo es poesía, y bello, en la Naturaleza. Yo estoy plenamente de acuerdo, y hay que pensar que de esa naturaleza formamos parte, y en ella encontramos nuestro sentido si nos comprometemos para enderezar lo que en ella resulta inaceptable y tiene remedio. Para lo que no tiene remedio, no nos queda más que el infinito don de la paciencia.
T. P.: ¿Cuándo mordió el polvo la conciencia?
J. A.: Una rana atrapada en agua hirviendo, cuya temperatura ha crecido de forma muy lenta, es incapaz de escapar de ella. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Vivimos en un infierno que nos parece normal. ¿Desde cuándo? Los círculos descendentes llevan siglos girando, pero el capitalismo industrial ha conseguido superar todas las cotas y transformarnos en mercancías delirantes. Herbert Marcuse lo analizó muy bien.
T. P.: ¿Su libro tiene más fuego purificador o más ceniza?
J. A.: En la medida de lo posible, uno trata de que el fuego no se extinga. Los versos hermosísimos sobre las pelotillas del ombligo propio no es el tipo de poesía que a mí más me interesa.
T. P.: Cinco años sin escribir un poema. ¿Por qué?
J. A.: A mí la poesía siempre me da en rachas breves e intensas, pero es cierto que esta vez la intensidad ha superado todo lo recordado. ¿Por qué ocurre así? Supongo que hay largos periodos en los que la mente va elaborando el material y luego éste surge casi de improviso. Le pasa a mucha gente. Es el viejo enigma de la inspiración, que se resolvía hablando de visitas de la Musa que te sopla las cosas al oído. De hecho, la forma cómo surgen los versos es a veces como una voz que te habla. Hay algunos fragmentos en el libro sobre esto.
T. P.: ¿Viajamos a aquel día de diciembre de 2017 en el que…?
J. A.: Hay que tener en cuenta que en aquel momento yo era una especie de apestado. La Universidad de Oviedo acababa de abrir contra cinco profesores de Geológicas expedientados, entre ellos yo mismo, un Pliego de Cargos en el que se hablaba de tres posibles faltas graves y de penas de hasta de tres años de suspensión de empleo y sueldo. Sin embargo, aquellos días de diciembre atravesábamos el solsticio de invierno, y se imponía la evidencia de que la noche no iba a crecer ya más. Sentía unas ganas imperiosas de luchar, y veía mi jubilación el próximo 31 de agosto como un horizonte casi utópico. Los poemas comenzaron a surgir entonces, yo creo que en parte como una celebración de la libertad, que es otra de las ideas obsesivas del libro.
T. P.: En cinco meses, 194 poemas. ¿Cómo afecta a un poeta semejante tsunami creativo?
J. A.: «Tsunami creativo» es una buena definición, pero profundizando en el oxímoron yo hablaría también de «enfermedad salvadora» o de «guerra amigable». Uno se llega a acostumbrar a que pasen las horas y los meses cortejando a esas damas sublimes y veleidosas que son las palabras, y tratando de hacer música con ellas. No distingues los días de las noches, y éstas traen sólo sueños obsesivos, encarcelados en versos marmóreos. Sin embargo, cuando sale algo que crees que expresa bien lo que sientes, la alegría es formidable. Además, nunca se pierde la esperanza de volver a ser otra vez una persona normal.
T.P.: ¿Hay alguna vía para convertir el lamento en esperanza?
J. A.: Hay una muy vieja y muy sabia. Muchos declaran haberla inventado y le ponen mil nombres, pero no deja de ser por ello la contemplación desapasionada de la propia mente que echó a rodar el Buda. Si limpiamos ese cristal que tan empañado está, liberamos nuestro impulso más noble: la compasión, que nos salva de todas las trampas que nos hacemos a nosotros mismos.
Blog del entrevistado: http://www.jesusaller.com/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.