El dirigente y ex vicepresidente de Bolivia durante los gobiernos de Evo Morales brindó una extensa entrevista a Jacobin América Latina.
El dirigente y ex vicepresidente de Bolivia durante los gobiernos de Evo Morales, Álvaro García Linera, brindó una extensa entrevista al medio editado en la Argentina, Jacobin América Latina. Los periodistas Martín Mosquera y Florencia Oroz conversaron sobre distintas temáticas de su país y de América Latina en general, bajo la premisa de lo que denominaron «El laberinto latinoamericano». El diálogo comienza con la historia reciente de Bolivia. El golpe de Estado a él y a Evo Morales, la vuelta del MAS en las elecciones de este año, para luego adentrase en la formación teórica y social de uno de los intelectuales más activos de la región.
La primera pregunta, ineludible, es sobre el balance del último año, es decir, el ciclo que se extiende desde el golpe de Estado de 2019 hasta la nueva victoria electoral del MAS. Tus análisis sobre el golpe se centraron en la dinámica generada en torno a las clases medias tradicionales. ¿En qué medida la evolución de los acontecimientos modifica o confirma esa caracterización?
Los golpes de Estado siempre son maquinarias conspirativas de grupos muy reducidos, pero su viabilidad no radica en este factor. La viabilidad para un golpe de Estado radica en la existencia de un sector social que lo habilite, que le abra las puertas, que cree cierta predisposición, disponibilidad, apetencia y receptividad a una ruptura del orden constitucional y de la democracia.
Ciertamente, dentro del grupo que ha conspirado se cuenta un conjunto de generales –de las Fuerzas Armadas, de la Policía–, un conjunto de empresarios, que ha puesto el dinero para sobornar oficiales y mandos de tropa, y también, claro, Almagro, el Departamento de Estado, algún funcionario de la Iglesia Católica y algún expresidente (dos expresidentes, de hecho). Digamos que hay un núcleo que ha articulado el acto sorpresivo y de fuerza. Pero esto no ha surgido de la nada: en los últimos cuatro años se fue formando un colectivo social, un sector social enfurecido y cada vez más resistente a la democracia. Ese sector fue la clase media tradicional que, a través de sus debates, de su discurso racializado, de sus editoriales, de sus grupos en las redes sociales y de su léxico fue generando una predisposición para una solución de fuerza, para una solución autoritaria.
Creo que esta es la explicación. De hecho, modestamente, no creo que haya otra explicación sólida y consistente que funcione para explicar tanto el golpe de Estado como lo previo y lo posterior. El resultado final es que esta clase media tradicional no puede creer lo que ha sucedido, y entonces sale a hincarse delante de los cuarteles para que den otro golpe. Sus editorialistas, sus líderes cívicos y sus redes comienzan a opinar que ha habido fraude. No hay pruebas, pero no importa: ha habido fraude porque si los indios ganan, lo han hecho con fraude. Siguen siendo los mismos. Ese bloque social, que es el que ha dado sustento al golpe, no ha variado.
Todo golpe de Estado es una articulación entre una élite pequeña, reducida, que tiene la capacidad de desentrañar el sentido de la acción, con un grupo social que la mantiene, la alimenta, la respalda, la aplaude, que la apoya en sus redes, en sus editoriales, en sus consignas… Ese grupo social sigue ahí. Esta clase media tradicional, que se rebeló contra la igualdad para intentar contener este proceso de democratización del consumo, del estatus, del reconocimiento, del acceso a bienes, sigue ahí. Derrotada, porque el mundo resultante no ha sido su mundo. Le fue mal –y le va a seguir yendo mal– porque ya es una minoría; es, en cierta manera, una minoría en decadencia.
Una cosa que sorprendió a todos en noviembre de 2019 fue la poca capacidad de respuesta popular y gubernamental ante el golpe. ¿No asistimos a una repetición del problema de Allende, de la excesiva confianza en la «neutralidad de las FF. AA.»? Esta inacción, a su vez, contradice tu propia concepción sobre el «momento leninista-jacobino», que en tus escritos no se relaciona con el momento de ocupación del poder (que puede realizarse por vía electoral, pacífica) sino con la defensa –por medio de un hecho de fuerza– del gobierno frente al golpismo de las clases dominantes. ¿Cómo interpretar, entonces, la falta de respuesta de noviembre de 2019? Planteado en términos más generales: el asedio imperialista, derechista, golpista hacia los gobiernos populares va a seguir existiendo. Entonces, ¿cómo enfrentar ese tipo de acciones conspirativas?
Lo que pasó en noviembre de 2019 fue una derrota militar del proyecto nacional-popular. Las fuerzas conservadoras salieron al afronte, se movilizaron, ocuparon ciudades y ocuparon territorios. El gobierno confrontó esa fuerza social de manera no coercitiva, privilegiando los preceptos de la lógica de la acción colectiva, buscando que no irradie su control territorial e impulsando acciones que hagan las veces de «colchón de contención» para esas movilizaciones, a la espera de que se agoten.
La nuestra fue una respuesta política. Y, de hecho, si ahí se quedaba, la hubiéramos derrotado. Lo que nosotros no tuvimos en cuenta –y eso es un error político– es que a su acción política ultraconservadora ellos iban a sumarle una acción militar. Ahí radica la novedad. Porque en el año 2008, cuando intentaron un golpe de Estado, nosotros asumimos dos tácticas: primero, la contención política, que quede aislado, que no se irradie, movilizaciones-colchón y esperar a que se agote. Y, a medida que fuera agotándose, desarrollar la movilización social hacia el lugar.
Aquí ellos nos ganaron de mano, se movilizaron y respondimos políticamente: contención, debilitamiento. Pero, antes de que se debilite más, dieron un salto y recurrieron a las Fuerzas Armadas y a la Policía, con lo que añadieron una fuerza policial militar al golpe. Eso fue lo que nosotros no habíamos calculado: que iban a sobornar a las Fuerzas Armadas (que, de hecho, fueron sobornadas). Puede ser que haya existido un exceso de confianza en que iban a mantenerse como en el 2008. Pero lo cierto es que esto no sucedió. Y cuando ellos toman esta acción militar, tenías tú que tomar otra contraofensiva. La primera te había resultado: los estabas debilitando, la acción política de contención era efectiva, y el paso del tiempo iba a conducir al agotamiento. Estabas logrando la victoria política.
Pero cuando ellos recurren a lo militar, a nosotros se nos presentan dos opciones: convocar a movilización para enfrentar a los policías y a los militares, o no. Y en esa decisión está la autoridad del presidente, que es el que evalúa: o bien defiendo esta victoria popular, defiendo este proyecto convocando a las personas a resistir como sea posible frente a una fuerza militar superior –no sabemos con qué resultado–, o bien retrocedo. Y, claro, en esas horas aciagas de los días 9, 10, el cálculo, la reflexión del presidente, era «yo no voy a tomar la decisión de convocar a mis compañeros militantes para que haya muerte; no quiero ser el responsable de esas muertes». Es una decisión. Una decisión fundada, básicamente, en una ubicación, en una mirada moral de la vida y la muerte. Teóricamente, lo podríamos haber enfrentado, sí, pero con muchísimas bajas, con muchísimas muertes. Entonces se toma la decisión de no movilizarnos: «prefiero la renuncia».
¿Qué lecciones sacar para el futuro, para los gobiernos progresistas? Que las clases medias tradicionales –no todas las clases medias, sino las tradicionales: las que están siendo asediadas, igualadas por otras clases medias, populares, indígenas, emergentes– son sectores que, a pesar de no estar sindicalizados, de no tener estructuras corporativas, se unifican bajo otras estructuras (grupos de futbol, grupos de barrio, redes, universidades y colegios) que son distintas a las estructuras clásicas de la acción colectiva, como pueden ser los sindicatos, los gremios y otras. Nuestro gobierno no había sido receptivo, no tenía mecanismos de interlocución frente a estas estructuras corporativas alternativas.
Primera lección: hay que ir a neutralizar políticamente sus nichos de operaciones. Hay que intentar desmontar las causas de ese proceso de endurecimiento, de fascistización, sin retroceder en las políticas de igualdad. Dar marcha atrás con la igualación de los indígenas, que ocupan espacios, que ocupan puestos y consultorías, implicaría dejar de ser un gobierno progresista. Lo que sí puedes hacer, sin embargo, es mantener las políticas de ascenso, de movilidad social en las clases plebeyas y populares e impulsar, simultáneamente, políticas de movilidad o de rotación social de las antiguas clases medias tradicionales para desmontar desde el interior su encostramiento y su ultraconservadurismo.
La cuestión de la Policía y los militares es un tema más complicado, porque nunca vas a poder colocar una muralla frente a un soborno de cuatro o cinco millones de dólares de un empresario. Están ahí, es parte de la autonomía relativa del Estado; es un poder que tiene su propia dinámica y hay que tener políticas de contención, de respeto de su institucionalidad y de modificación de las estructuras curriculares para establecer un tipo de formación y de espíritu de cuerpo menos corrosible por este tipo de sobornos y más cercano a lo popular. Se trata de una modificación de la composición de clase de las Fuerzas Armadas.
En parte, los militares se animaron también a dar el paso en falso al golpe de Estado porque vieron que pasaban uno, dos, tres días y no había una fuerza social movilizada para resistir. Claro, porque no parecía algo complicado: habíamos pasado por experiencias similares hace unos años (cuatro, diez) y no parecía algo extraordinario. Pues bien, no te confíes: cuando se den este tipo de procesos, en los que se articulan conspiraciones entre empresarios y generales y se suma la predisposición de las clases medias tradicionales y conservadoras, es necesaria una mayor movilización social. Eso puede ayudar a contener o a neutralizar cierto accionar golpista.
No se trata solamente de un aprendizaje del intelectual, del gobierno o del candidato. Creo que se trata, ante todo, de un aprendizaje social: desconfiar, movilizarse para defender lo que se tiene… Eso es lo que vimos en agosto, principalmente. Cuando el MAS convocó a las organizaciones sociales, a la gente, por su cuenta, mostró lo que había aprendido. Y lo que había aprendido es que frente a la represión por parte del gobierno, de militares y policías, su fuerza radicaba en el control territorial, como sucedió en el año 2000.
La fuerza política que emergió en el año 2000 lo hizo inicialmente por su capacidad de apoblarse en los territorios, de confiar en un tipo de soberanía popular territorial y hacer una especie de cerco concéntrico a las ciudades. Eso es lo que ha pasado acá, y es interesante porque era una experiencia que se había perdido: en 2005 no fue necesario, en 2008 no fue necesario, en 2009 tampoco… Pero con este golpe militar, sí. Y entonces, la gente (no los dirigentes, ni siquiera el partido: la gente), con su sabiduría popular, supo que frente al riesgo de una nueva represión nos hacemos fuertes si controlamos el territorio. De ahí la fuerza de agosto. Es un tipo de experiencia práctica y táctica de la sociedad para prevenir los riesgos de una nueva intentona, abuso o intento de masacre o escarmiento militar sangriento por parte de los sectores golpistas, y me parece algo extraordinario.
De hecho, agosto no fue solamente esta experiencia de control territorial. Fue una primera experiencia cuasinsurreccional, a diferencia de las movilizaciones anteriores, que habían sido meramente demostrativas. Esta tenía una cualidad seminsurreccional y, claramente, se notaron cuáles son las fuerzas fundamentales en términos de capacidad organizativa: el Altiplano, el Chapare, las zonas rurales del norte de Potosí, las ciudades de El Alto y la zona sur de Cochabamba. Se trata de cinco sectores sociales con alta capacidad de agregación, con alta disciplina, con una alta capacidad de irrigación y de control territorial. Esa es una táctica que permitió demostrarles a los golpistas que la capacidad de repetir masacres y de reprimir lo popular ya no sería tan fácil. No es que no habría confrontación cuerpo a cuerpo; pero, ante fuerza militar, la gente iba a desplegar este tipo de control territorial activo, muy bien organizado y con capacidad de desplazamiento y de cercamiento.
Este tipo de aprendizajes colectivos, en tanto conforman una experiencia social efectiva, debe ser reforzado y potenciado. La manera de defender un proceso político es esa; la discusión no es tanto la temática específicamente militar, sino cómo se da el aprendizaje táctico de las personas ante la posibilidad de una confrontación, de una acción colectiva «jacobina». En un país con fuerte presencia de lo rural, con fuerte presencia de lo que se llama «sectores urbanos empobrecidos», sin mucho proletariado organizado en sectores industriales, esta fue la manera que el pueblo encontró. Su propio camino, digamos. Y esta es una veta que hay que profundizar y desarrollar. No la habíamos visto antes porque ha emergido fruto de la derrota táctica de 2019. Creo que, a futuro, hay que irradiar, ampliar y mejorar estas maneras de acción para volver inútil el desplazamiento policíaco y militar en caso de golpe.
¿Y cómo caracterizás el momento actual en América Latina? Tiendo a pensar que hay un exceso de optimismo entre quienes ven en este «nuevo ciclo» una mera reedición de la etapa progresista anterior, más allá de los límites que ya aparecieron en aquella etapa. Tanto por la coyuntura internacional como por el perfil que parecen adoptar estos nuevos gobiernos, este atisbo de nuevo ciclo progresista aparenta ser una edición devaluada, más moderada, más contenida, más de consenso con los grandes poderes que la anterior. Me gustaría saber cómo ves vos este momento.
Yo prefiero hablar más de oleadas que de ciclos… porque «ciclo» es como muy determinista, en cambio «oleada» es más de fluir, es algo más dinámico. El concepto de oleada es un concepto que usa Marx para estudiar la revolución de 1848, un concepto de Marx para estudiar las revoluciones: «dentro de una revolución, los movimientos se dan por oleadas», dice.
Entonces la nueva oleada no puede ser (no va a ser, ni es) una repetición de la primera oleada, y esto por un conjunto de elementos: ya no hay una expansión de los commodities, la economía ha entrado en los últimos años en una recesión jamás vista, las personas son distintas, no tienen por qué ser iguales los nuevos líderes que están emergiendo… Pero hay un hecho fundamental, más allá de estos elementos: a diferencia de los años 2005 a 2015, en los que la derecha quedó atónita frente a esta oleada, en los que no tenía respuesta, ahora ha intentado una. Es una respuesta improvisada y de pies muy cortos, pero es una respuesta. Violenta, agresiva, machista, racista, muy conservadora… Sí, esa es su respuesta, y es antidemocrática: es un neoliberalismo enfurecido.
A la crisis del neoliberalismo, entre los años 2000 y 2005, le siguió el posneoliberalismo, y ellos no tenían con qué responder. Intentaban reponer el viejo neoliberalismo, pero no funcionaba, no atraía a nadie. Así estuvieron una década y, pues, tuvieron que inventarse esto. En verdad no es un nuevo proyecto, es el viejo pero recalentado, podrido. No es una nueva propuesta, pero enfrenta algo que sí es nuevo, y eso es lo que hace de este período un período de oleadas y contraoleadas simultáneamente.
A la gran oleada conservadora le siguió una oleada rosa. Ahora, lo que hay, es una oleada rosa fragmentada y una oleada conservadora fragmentada. Pugnando, peleando, avanzando en un territorio, cediendo en otro. Y esta va a ser la dinámica por un buen tiempo. Entonces no puede ser igual que la anterior, y sería un error ponerte a pensar que va a regresar ese tipo de acuerdos, ese tipo de estabilidad y consenso progresistas. Es imposible, porque las victorias –propias y ajenas– son temporales. Y eso es una cualidad que se observa a nivel mundial. Mi hipótesis es que el mundo está viviendo en un tiempo suspendido. El mundo y también América Latina. Porque no hay un horizonte, y cuando no hay horizonte no hay línea del tiempo, y cuando no hay línea de tiempo no hay curso del tiempo.
Evidentemente, hay un tiempo físico: pasa un minuto, pasan dos, pero no está habiendo tiempo social. Hay tiempo social cuando hay una flecha de tiempo que apunta, imaginariamente, hacia cierto lugar. Pero cuando esa flecha no aparece, el tiempo social no tiene orientación, es un tiempo suspendido. ¿Por qué no tiene orientación? Porque no se sabe a dónde va ir el mundo: no sabes si vas a tener trabajo de aquí a tres meses, no sabes si va a haber una nueva pandemia. Nadie sabe, nadie puede prever qué va a suceder en un año.
Esta reflexión filosófica, que siempre perteneció a pequeños cuadros sofisticados, ahora es una reflexión de la gente. La gente no puede prever su futuro, en el mundo entero no podemos prever el futuro. El vecino, el vendedor, el comerciante, el transportista, el obrero… Se ha desdibujado el imaginario de lo que se viene, de lo que debería ser nuestro destino. En verdad, la vida es siempre así. Pero eso lo sabe el filósofo o el sociólogo (que el futuro siempre es contingente); las sociedades no funcionan con creencias de contingencia, las sociedades funcionan con creencias de horizonte, con creencias de predictividad de ese horizonte. Tienen que inventarse, narrarse esa predictividad, y en el mundo social eso tiene un efecto performativo: imaginar un destino es crear un destino.
Entonces ahora, cuando no se nos presenta un destino, la política se vuelve tácticamente muy intensa y estratégicamente suspendida. Tácticamente, vas a encontrar que lo que tenía que suceder en diez años ha sucedido en un año en Bolivia. Lo que tendría que haber sucedido en catorce años en Argentina, un ciclo conservador, dura cuatro, y no sabes si este ciclo progresista durará más allá de otros cuatro años. Con Bolivia, igual: ¿quién sabe si durará dos años, cuatro o seis? Nadie puede prever nada, y la gente lo sabe y lo vive con angustia.
Esta incertidumbre estratégica en común (ya no solamente de una élite filosófica, universitaria, sino de la gente de a pie, que es lo que importa) configura un mundo excepcional. Esta es una nueva cualidad de la nueva oleada. En el año 2005, como no había una respuesta conservadora, el ciclo progresista aparecía como la sustitución definitiva del momento neoliberal. Luego se vio que no, que tiene problemas, que tiene dificultades. Aunque no es un proyecto agotado, tiene que reorganizarse, extraer aprendizajes de la experiencia… Pero hoy ya no es un proyecto exclusivo, puesto que se presenta otro más: el ultraconservador.
A su modo, lo que ha pasado con Estados Unidos también demuestra que el discurso del odio tiene un límite. Porque eso es Trump: discurso del odio, neoliberalismo enfurecido con algo de proteccionismo, más anfibio; recoge cosas del viejo neoliberalismo y mete otras que no son del neoliberalismo, y tiene pies cortos en el mundo entero. Pero todos los proyectos tienen pies cortos. Por un tiempo, ningún proyecto va a presentarse como definitivo. En este caos planetario, que iba a darse en algún momento, es importante que los proyectos progresistas puedan cuestionarse, superar debilidades, continuar y enriquecer lo que vienen haciendo. Que puedan ser el norte de la humanidad a mediano plazo, algo que está aún por definirse.
Decir, entonces, que este ciclo es una repetición del anterior es un falso debate. No, este es muy nuevo, es un ciclo extraordinario, y el hecho de que haya propuestas progresistas le puede brindar a las clases menesterosas, a las clases humildes, a las clases sencillas, la posibilidad de que no les vaya tan mal. Pero eso no es algo inevitable, no va a suceder solo por contar con mejores repertorios para mejorar sus condiciones.
Lo interesante, sin embargo (y yo creo que esa es la enseñanza a extraer de lo que ha pasado en Bolivia), en esta circunstancia tan caótica, tan suspendida en lo estratégico y tan caótica en lo táctico, es que la posibilidad de que un proyecto, una propuesta progresista, de izquierda, pueda remontar en medio de tantas adversidades y tantas turbulencias planetarias radica en dos cosas. Una es la que dijimos antes: que esté sustentada en acción colectiva previa, que haya habido acción, construcción. Pero además hay otra: que el proyecto de poder sea su proyecto de poder, de lo popular; no un proyecto para lo popular, sino su proyecto.
Entonces puede haber golpes de Estado, puede haber retrocesos temporales, pero al final vas a vencer. Creo que Bolivia enseña eso: cómo se vuelve a reconstruir después de tanto maltrato, agobio y persecución. Luego se puede analizar en detalle, pero lo central es esto: que este gobierno indígena popular fue imaginado como el gobierno, el proyecto, el proceso de cambio propio de los sectores subalternos. En tanto logres eso, tienes combustible histórico. Porque si no, si solamente piensas «voy a hacer para ellos», tu combustible se agota una vez que lo cumples. Pero cuando no solamente vas a hacer para ellos sino que de lo que se trata es de lo que ellos quieren hacer sobre sí mismos, tienes un combustible casi infinito (metafóricamente hablando) que te permite sobreponerte a la adversidad, a los golpes, a los escarmientos y puedes remontar las circunstancias más duras.
No significa que no te vayas a equivocar. Puedes equivocarte y vas a equivocarte muchas veces, vas a tener problemas y fallas, malos manejos tácticos… Pero si no pierdes de vista que este es el proyecto de ellos, que se trata de su autorreconocimiento, de su organización, de su capacidad de tomar decisiones en la historia, entonces vas a reponerte. Te pondrán muchas murallas y aparecerán retos y dificultades, pero si no pierdes ese enraizamiento vas a poder remontarlos.
Hay un viejo debate sobre cómo los gobiernos populares deben enfrentar la reacción de las clases dominantes. Dentro de la historia latinoamericana, se desarrollaron de manera condensada en la experiencia de la Unidad Popular. ¿Son inevitables las concesiones a las clases dominantes y a la oposición política para neutralizar su agresividad y para ampliar el campo de apoyo político o, por el contrario, es necesario radicalizar el enfrentamiento para quitarle poder social y político a la burguesía y galvanizar una base social propia en condiciones de derrotar a la reacción? En términos del debate al interior de la UP, ¿«Consolidar para avanzar» o avanzar para consolidar (lo que, en términos del MIR, se expresaba como «Avanzar sin transar»)? ¿Cuál es tu opinión en relación a este debate? ¿Y cómo ves al nuevo gobierno del MAS en ese aspecto?
El qué hacer con las oligarquías es un tema complicado. Las revoluciones militarmente triunfantes no tuvieron que hacerse esa pregunta, porque el triunfo militar resuelve ese problema. Las transformaciones que se hacen por la vía democrática electoral, en cambio, te plantean esto como un problema inevitable y que te va a acompañar durante toda tu gestión, porque tienes que convivir con ellos, tienes que convivir con esa clase social. Las soluciones militares más radicales te colocan ante la posibilidad de la disolución de esa clase social, pero una transformación democrática no te plantea esa posibilidad y hay que ser claros –no hay que hacerse los astutos, es una obviedad– en que has de convivir con ellos. Son los límites del modo en que llegaste al gobierno, no tienes la capacidad ni la posibilidad real histórica de disolver una clase social. Y estas son las formas de transformación que se están dando en el continente (y que se seguirán dando en el continente).
En torno a esas formas de transformación hay que pensar la idea de socialismo democrático. Si, por circunstancias históricas específicas y no planificadas, el proceso toma otro curso, pues, ¡bienvenido! y te montas. Es el lado leninista de las cosas. Pero si no se da, convives con esta manera de transformación social sustentada en el ámbito democrático electoral. Y entonces ahí los gobiernos progresistas tienen que tener una relación de articulación y desplazamiento temáticos.
Un gobierno progresista –por muy radical que este sea– que ha accedido por la vía democrática tiene que encontrar métodos prácticos de convivir con ese sector empresarial del país. No solamente porque posee un conjunto de recursos y de propiedades reconocidas por el ámbito constitucional, sino porque en sus manos está el desarrollo y el impulso de ciertos sectores de la sociedad frente a los cuales la sola estatización no resuelve el problema de la transformación del sistema económico. Porque la estatización de los medios de producción no es socialismo. Estatizando los medios de producción, quedan en manos de un monopolio: el Estado es un monopolio (el monopolio de monopolios) y la socialización es la democratización de los medios de producción. Entonces, por definición, no hay posibilidad de socialismo alguno vía el Estado.
Puede ayudar a defender un proceso de transformación, puede ayudar a atemperar cierto tipo de presiones, sí, sin duda, pero son soluciones tácticas, circunstanciales. Lo que puede hacer un gobierno progresista (y para ello usa el monopolio de monopolios, el conjunto de recursos que están a disposición del Estado) es atemperar el poder económico de ese sector. Para ello, un gobierno progresista necesita un Estado con un mínimo indispensable de control del Producto Interno Bruto, para no estar sometido, no estar engrillado, a los poderes fácticos económicos (muchos de ellos más poderosos que el Estado). Ahí tienes un conjunto de mecanismos: tributarios, impositivos, de políticas fiscales, de inversiones y, llegado el caso, también de nacionalización.
Ese sería el momento en que el proyecto progresista va más allá de los acuerdos tácticos y de desplazamiento. Desplazamiento en el sentido de que el Estado tenga un nivel de poderío económico con el que pueda romper el efecto de encierro y de aislamiento al que lo llevan los poderes económicos más grandes. Un 30% del PIB, mínimo, tiene que ser del Estado. Eso permite que cuando entre al diálogo o a la acción con otros sectores empresariales, lo haga desde una posición de poder y no de subordinación. Y, evidentemente, si estos sectores entran en una actitud conspirativa hay que afectarlos. No puedes simplemente contemplar, o asumir la actitud de dejarlos seguir con su conspiración. Revisa sus impuestos, mira sus propiedades, sus cuentas bancarias, tienes un menú de opciones de gobierno con las cuales atemperar y contener ese tipo de acciones.
¿En qué momento de un proceso progresista se podrá ir más allá de esta convivencia táctica y de desplazamiento? Cuando las sociedades sean capaces de rebasar a estos sectores. Cuando se ponga en debate –por parte de la misma sociedad, no del gobierno progresista, no de un partido– la posibilidad de la democratización de esa riqueza. Si esto no se da como un debate de la sociedad, como un requerimiento de la propia sociedad, el gobierno simplemente va a sustituir un tipo de monopolio privado por otro tipo de monopolio, y no va a variar la distancia del trabajador con respecto a la propiedad. Habrá un cambio de forma, porque ya no es un monopolio meramente privado, sino que el monopolio pasa a formar parte de los recursos comunes (porque el Estado es esta dualidad de lo común por monopolio, de los bienes comunes por monopolio).
Si tú nacionalizas, esas propiedades pasan a formar parte de los recursos comunes; pero son recursos comunes al Estado como monopolio, y frente al trabajador sigue habiendo distancia: no se ha roto o no se ha superado la distancia entre trabajador directo y medios de producción. La posibilidad de ir más allá en el régimen de propiedades (ir más allá frente a las conspiraciones y no meramente de manera defensiva) va a radicar en que la sociedad plantee la posibilidad de la gestión social de la riqueza. Y eso va a depender de qué pasa con los trabajadores de cada sector (de los bancos, de la industria), qué pasa con la sociedad en su conjunto, de cómo esté asumiendo el debate sobre sus condiciones de existencia, de si la aflicción de una crisis económica la conduce a pensar en asumir el control de esa propiedad, etcétera. Si eso se da, pues le toca a un gobierno progresista apuntalar y pujar por su realización. Por eso los términos de la discusión que ustedes planteaban se me hacen muy de élite: ¿qué corresponde hacer, transar o desplazarlos? Estás transando y desplazando en tanto eres solamente tú, gobierno. ¿Cuándo se rompe esto? Cuando la sociedad va más allá.
Si analizamos tus textos más teóricos, uno puede encontrarse con una sorpresa. Si bien sos muy crítico con las tesis del tipo «cambiar el mundo sin tomar el poder», colocás, sin embargo, el centro del cambio en la sociedad civil y no en el Estado. Incluso limitás de forma bastante tajante la capacidad de acción transformadora del Estado, sobre todo en tus reflexiones sobre la forma-valor y la forma-comunidad. Eso me genera una duda teórica y estratégica: ¿en qué sentido podemos esperar que se mantenga activa la sociedad civil si el centro de la actividad de la izquierda luego del acceso al gobierno pasa a la gestión del Estado (y más específicamente, según tu opinión, a la gestión macroeconómica, es decir, a una actividad netamente estatal)? ¿La relación con los movimientos sociales no tiende entonces a convertirse en una relación de integración al Estado que erosiona su capacidad disruptiva? A su vez, esta concepción sobre el límite tan marcado de la capacidad de acción del Estado, ¿no termina por «desresponsabilizar» al gobierno de sus propias limitaciones?
Has escrito que las masas suelen girar hacia la apatía luego de los primeros avances políticos de un gobierno popular y, a la vez, que el centro de la actividad de la izquierda luego del acceso al gobierno debe estar en la economía. ¿Cómo hacer, entonces, para que la irrupción de la sociedad civil no se convierta en un deux ex machina?
Lo que pasa es que el Estado es un estado de la sociedad. Así como hay un estado líquido, uno gaseoso, uno sólido de la materia, el Estado es un estado de la sociedad, es una «manera de estar» de la sociedad, y esa concepción te permite superar muchas de las lecturas instrumentalistas, antiestatalistas y algo ingenuas dentro del marxismo. Esto viene aparejado con esta lectura de Marx de que el Estado es una comunidad ilusoria, es una comunidad, es lo común, sólo que es ilusorio porque está hecho por monopolios, es «lo común por monopolios», aunque parezca una paradoja.
Así te enfrentas con todas las corrientes anarquistas o marxistas que sostienen que no hay que tomar el poder, porque el poder es lo que tiene en común una sociedad. ¿Qué tienen en común los argentinos? Lo que está en el Estado: comenzando por el idioma, sus instituciones, su historia, sus riquezas naturales, sus impuestos, su sistema de salud, sus derechos… Eso está en el Estado, no es que ha salido del Estado, lo que pasa es que el Estado lo centraliza, se lo apropia. Eso es el Estado: esa facultad de monopolizar y centralizar lo que surge de la sociedad, la relación estatal. No puedes imaginar el Estado por fuera de la sociedad porque el Estado es una manera de estar de la sociedad.
Por eso esa lectura de Gramsci del Estado ampliado como sociedad política más sociedad civil. Así puedes criticar de esta manera marxista muy sólida a estas lecturas seudomarxistas que sostienen que no hay que tomar el poder. Y lo aplauden los ricos, porque dicen «qué bien que no tomen el poder, porque yo tengo el poder y voy a hacer lo que me da la gana con el poder». Y tú en tu casa, en tu barrio, pensando que no hay Estado, igual vas a usar el dinero del Estado, igual vas a mandar a tu hijo al colegio de ese Estado. Entonces, ellos dicen «yo voy a decidir dónde va estudiar tu hijo, voy a definir cuánto vale el dinero, voy a pagar tu salario para que sigas escribiendo que no hay que tomar el poder». Es así, perverso, pero es así.
Pero así como hay esa crítica a esta lectura está la crítica de quienes te dicen que el Estado es un Estado perverso, maléfico, que está para dominar e imponerse a la sociedad. Una crítica que tampoco funciona, claro, porque simplemente ponle dinamita a ese ente maléfico y ya, tienes el comunismo. Eso no es cierto, porque en tu alma está el Estado, en tu manera de delegar cosas está el Estado, en tu manera de aceptar e imaginar cosas está el Estado, y mientras eso no sea demolido en tu misma psique, en tu esquema mental, va a seguir habiendo Estado.
Esta es la manera de enfocar teóricamente esta temática: dentro del Estado está la sociedad, la fuerza del Estado es la fuerza de la sociedad, su manera de ser, de estar articulada o desarticulada como Estado. ¿Cuándo se da la posibilidad de que sectores populares sean reconocidos por el Estado? Cuando se movilizan. ¿Cuándo hay un derecho? Cuando la gente asume que tiene ese derecho y lo conquista. ¿Cuándo se amplían los recursos comunes del Estado? Cuando la gente cree que ese es un recurso común y la manera de volverlo un recurso común es apelar al Estado, que los interconecta a todos, y puede convertir ese recurso en común. ¿Cuándo deja de tener recursos comunes el Estado? Cuando la gente cree que están mal utilizados por una burocracia política de corruptos y ve con buenos ojos que eso deje de ser de todos, porque cree que al pasar al sector privado también le va a alcanzar a él, y da paso entonces a la privatización, la acepta. Porque se ha privatizado con aceptación de las personas, no es que necesariamente se le metió bala para que acepten. A unos cuantos, sí, pero la mayoría aceptó porque creía que era la mejor manera de acceder directamente a esas cosas que eran comunes.
La fuerza y la debilidad de un Estado en su estructura material, en su infraestructura, en sus recursos, es la propia sociedad. En la experiencia continental, ¿cuándo se han dado procesos de nacionalización de recursos que estaban en manos de los ricos? Cuando la sociedad había discutido previamente que había que nacionalizar, que era injusto que eso, que era de los bolivianos, o de los ecuatorianos, o de los venezolanos, se lo llevaran los gringos. Antes de que entre Evo, antes de que entre Correa, antes de que entre Chávez, la gente lo sentía así. Cuando entran, la gente les dice «eso es nuestro, ¿por qué sigue en manos de un extranjero?», entonces viene el gobierno y lo nacionaliza. Y entonces hay más dinero para construir escuelas, construir hospitales, pagar mejores salarios, y la gente lo vive así.
Se mejora, claro, pero eso no quita que haya un monopolio de esa mejora. No es un control directo sobre esa riqueza, sino a través de un monopolio. Un monopolio por el que la gente se siente representada, con el que puede dialogar, pero sigue siendo un monopolio. Un gobierno progresista se mueve en esos márgenes.
Claro, siempre hay un margen limitado de autonomía en cualquier gobierno. Si es más progresista, será más radical en función de la demanda social. Y si es progresista pero más centrista, a la demanda social siempre le pondrá un «pero», la dilatará un poco, en la letra chica del decreto o la ley establecerá un conjunto de limitaciones, de comisiones, que dilatarán en el tiempo la eficacia de una medida. Si es un gobierno más vinculado a lo popular, emergente de lo popular, no habrá letra chica y será como una acción más directa de ampliación de derechos, de ampliación del bien común, de estatización, de nacionalización.
Pero, en el margen, un gobierno progresista siempre se sostiene o está en la cresta de una ola social. ¿Por qué un gobierno progresista no puede andar, ir más allá? ¿Por qué no se plantea el horizonte socialista? Pero, además, ¿quién sabe qué es el socialismo? ¿Que estaticemos la banca, las empresas, la industria…? Resulta que no fue eso. Cuando uno revisa lo que pasó en 1917, en la comuna de París en 1871, reaparece el viejo debate marxista, el viejo debate comunista: el socialismo no es la estatización. Son medidas temporales, una serie de instrumentos temporales y circunstanciales para favorecer, para defenderte. Pero el socialismo era la capacidad de que la gente, la sociedad, pudiera ir democratizando no el posibilidad de beneficiarse de esos bienes, sino el control de esos bienes, la propiedad de esos bienes, el uso de esos bienes, la gestión de esos bienes.
¿Cómo implantas esa forma de comunidad de bienes? ¿Por un decreto? No, eso no se establece por decreto, porque el decreto lo va a hacer cumplir una burocracia, una élite, que podrá ser popular, revolucionaria, pero que se asume la ejecutante de lo popular, y algo que podemos sacar de la experiencia de las revoluciones sociales del siglo XX es eso: no se puede suplantar, no se puede decir «yo represento a la clase obrera», no me puedo atribuir la representación de la clase obrera, ni me puedo atribuir la representación de las mujeres, la representación de los indígenas… O lo hacen las mujeres o no, no se hace. Al movimiento lo hacen las mujeres, al movimiento lo hacen los indígenas, al movimiento lo hacen los obreros, no yo, simulando, suplantándote a vos como mujer, como obrero, como campesino, como indígena.
Suplantar es fácil, pero no te conduce a ninguna revolución. Eso no es el socialismo. Ese tipo de experiencia revolucionaria es la que fracasó, la que sacamos como herencia del siglo XX. Se trató de un proceso de suplantación por parte del Estado de la propia experiencia de la sociedad. Entonces, ¿qué? ¿Hay que esperar porque es la sociedad la que, en última instancia, en definitiva, puede marcar el horizonte? Pues sí. ¿Cuándo se va a poder avanzar en procesos de radicalización de las medidas de un gobierno? Cuando haya ese movimiento previo, ese debate previo de que hay que avanzar.
¿Cuándo un gobierno progresista puede ir más allá? Cuando tiene un debate social, un empuje social que abre, que produce una ruptura cognitiva, algo distinto, que no se ha dado todavía. ¿Se dará? Ojalá, ese es nuestro sueño, ¿no? Nuestro sueño es que pueda ir más allá y, de hecho, eso es el socialismo democrático. No es una medida en particular: el socialismo democrático es la posibilidad de que un conjunto de transformaciones sociales in crescendo sean una conquista. Es el desborde de la democracia, es ir del hecho electoral al hecho estatal, del hecho estatal al hecho económico, del hecho económico a la fábrica, al banco, al dinero, a la propiedad… un desborde de la democracia.
Ahora, ¿qué significará eso en los hechos concretos? Hubo algunos atisbos cuando se dio el debate en la Asamblea Constituyente sobre la distribución de las tierras en Bolivia, o cuando los mineros tomaron la mina y comenzaron a gestionarla. ¿Qué hizo el gobierno ante esta toma de la mina para hacerla producir? La estatizas, y dejas que los compañeros se hagan cargo, no solamente del sindicato, sino de la gestión, de la administración, de la parte técnica, confiando también en que van a hacerse cargo de las ganancias a favor de todos y no solamente de ellos (cosa que no se dio, pero es lo que intentas impulsar). Yo reivindico eso.
Decías «pero, ¿no es una manera como de lavarte las manos?». Lo cierto es que no hay otra manera de avanzar la propuesta práctica de un socialismo democrático: o la sociedad avanza y empuja al Estado a procesos de mayor democratización, o no hay tal socialismo democrático. Porque el Estado no va poder sustituir esa acción, el Estado siempre va a ser –por más popular, democrático, revolucionario que sea, por muy compuesto por bolcheviques, leninistas, indianistas, cataristas– siempre va a ser un monopolio. Si no, ya no es Estado. Cuando deja de ser monopolio, ya no es Estado, ya estás en otra sociedad.
Si la sociedad no se anima a experimentar por su cuenta y riesgo propios formas distintas de propiedad del dinero y de las empresas, el Estado no puede hacerlo, porque eso no es socialismo, eso es simplemente una nueva estatización de medios de producción administrados por una élite. Buena gente, progresista, pero una élite que define qué se invierte, cuándo se invierte, dónde se compra, cómo está la relación con el trabajador… y el trabajador sigue siendo un trabajador dependiente de un salario, sin poder frente a la máquina y sin poder frente a la gestión de esa empresa.
Hemos llegado a la reflexión de cómo convivir (en nuestra experiencia) con la burguesía, cómo convivir y cómo desplazar temáticamente a la burguesía hasta que se dé un proceso de mayor radicalización. Proceso que no tiene que ser solamente nacional, sino la perspectiva de que sea una radicalización más regional, que se puedan apoyar entre distintos países, para que esta experiencia de nuevas formas de propiedad sean apoyadas por otras formas de propiedad en el continente. Eso es algo que ya no depende solamente de una experiencia a ser resuelta por un solo país (el viejo debate de si se puede dar el socialismo en un solo país).
El argumento sobre la estatización tiene varios puntos sobre los que me gustaría detenerme. En primer lugar, hay un aspecto sobre el que no tengo objeciones: la estatización no es suficiente para la socialización. Esto ya fue planteado, por ejemplo, por Castoriadis y Lefort, cuando hacían eje en que se necesitaba cuestionar la división capitalista del trabajo al interior del proceso productivo y que no bastaba con cambiar la forma jurídica de las relaciones de producción. Sin embargo, desarrollás también un segundo argumento que indica que no es deseable ir muy lejos con la estatización, porque si uno va muy lejos lo que está haciendo es suprimir mediante actos de voluntad formas sociales –el dinero, el mercado, el valor– que solo pueden transformarse en el curso de «largos procesos» y no mediante actos administrativos de gobierno.
Respecto a este segundo punto: la crítica a una concepción «hipercentralista» o «hiperestatista», ¿no corre el riesgo de recaer en el problema inverso, es decir, ignorar las constricciones estructurales que la propiedad capitalista impone a todo proceso de cambio social y político? Estoy pensando en explicaciones clásicas, como las de Fred Block, cuando describe la dependencia del Estado respecto al capital: en la medida en que se mantiene el monopolio privado de la inversión, los capitalistas pueden abstenerse de invertir, fugar capitales, y todo concluye en espirales inflacionarias que suelen deteriorar a los gobiernos y derrotar los procesos.
Fue el caso de Allende (la crisis inflacionaria posterior al aumento de salarios de 1971), de Venezuela (sobre todo, a partir de la caída del precio del petróleo) o incluso de experiencias menos radicales: cuando se genera un clima que no es considerado confiable o favorable a los negocios, las clases dominantes responden de este modo, incluso de forma espontánea. La pregunta es: aun si no es suficiente la estatización, ¿no es necesaria respecto a los resortes fundamentales de la economía (lo que creo que incluye la banca y el comercio exterior), para evitar las constricciones estructurales que impone la «confianza empresarial» sobre la acción del Estado? Cuestionando las lógicas hiperestatistas, ¿no corremos el riesgo de recaer en una concepción gradualista, que siempre nos enfrenta al problema del límite objetivo que pone a las reformas redistributivas el imperativo de rentabilidad de una economía que sigue siendo capitalista? ¿Qué se puede esperar de la estabilidad de un proceso de cambio, si la burguesía sigue allí como clase económicamente dominante?
Es interesante el enfoque de Block porque te muestra (a diferencia de todas las otras interpretaciones marxistas) un hecho muy práctico, real, concreto: cómo son las constricciones. Es decir, tipos que, sin necesidad de acordar, cuando ven un gobierno muy progresista, que no sabemos bien qué va a hacer, guardan su plata, de forma natural, sin necesidad de ninguna conspiración, pero sugiriendo sí una acción de clase y una compresión de clase hacia el Estado, hacia el gobierno.
Pero se supone que un gobierno de izquierda o progresista ha irrumpido en un momento de crisis, donde esos que tienen la plata no están pagando bien, no están contratando, están teniendo problemas… Porque si estaba funcionando bien el gobierno y la economía, entonces el gobierno de izquierda no hubiese llegado. ¿Cuándo ha entrado un gobierno de izquierda cuando la economía está bien, cuando todo está tranquilo, cuando todos tienen empleo? No, no entran. Los gobiernos progresistas entran porque está funcionando mal, es decir, cuando esa constricción justamente está en duda, porque sacaron sus capitales al extranjero, porque no están invirtiendo, están especulando en la banca, están generando desempleo y sufrimiento social.
Cuando llega un gobierno progresista de izquierda es porque la gente le dice «oye, haz algo frente a estas agresiones que vivimos». Eso le da la autoridad y la legitimidad para poder tomar un conjunto de medidas. Que no lo haga ya no es un tema de constricciones, ya no es un tema de veto, sino que es que no quieres hacerlo, no te sientes predispuesto, no ha habido el suficiente debate, le tienes miedo o no estás para eso. Ya se trate de una limitación del gobierno, de sus esquemas mentales, de su manera de ver el mundo, de entender el mundo, y de lo que se cree capaz de hacer, la cuestión es que los mecanismos están ahí.
Nosotros entramos en medio de una crisis económica y, si no hubiéramos tomado medidas de nacionalización, la crisis hubiese continuado durante los diez años siguientes. Entramos y no había plata, pues, ¿dónde está la plata? En telecomunicaciones, en energía eléctrica y en hidrocarburos. También hay dinero en otras cosas, sí, pero ya es más complicado; con esto ya tienes una primera fuente. El Estado se potencia, has nacionalizado el gas, el petróleo, la electricidad, las telecomunicaciones, ya tienes una fuente de ingreso que te permite un conjunto de políticas públicas.
Luego, el tema de los salarios siempre va a ser una cosa complicada. Pero, en catorce años, nosotros nunca nos reunimos con los empresarios para negociar salarios: nos reuníamos con la COB (Central Obrera Boliviana) y no con los empresarios; no había nunca una tripartita. Pero también hacías tus cálculos: cómo está el tema de ventas acá, cómo está el tema de ganancias, cómo están registrando los impuestos, cómo ha crecido la economía… Tienes una mirada sobre dónde puedes ajustar, y vas a ajustar a los empresarios por acá, pero después tienes que devolver el dinero por otro lado (subvención de tarifas eléctricas, subvención de transporte, de gasolina). Entonces, cuando el empresario protesta, le puedes decir: «si te doy a vos gasolina a mitad de precio, te doy gas a la tercera parte y te doy agua a la quinta parte, y tú no quieres aumentar el salario. ¿Quieres que nivele? ¿Quieres que ponga un precio industrial a todo, un nuevo precio, sin subvenciones?».
El Estado tiene esas facultades, eres monopolio de monopolios. Uno de tus monopolios es fijar los precios, fijar las tasas de convertibilidad de la propiedad, del dinero, de los servicios. Esas son facultades del Estado, y las utilizas. Porque tu horizonte de acciones es distinto: no has entrado con temor a tomar decisiones, pero sabes también que no puedes jalar mucho, ¿no? Nosotros logramos aumentar 450% el salario real del trabajador: de 50 a 306 dólares. Si le quitas la inflación, del 50%, en catorce años tienes un aumento de salarios del 400%.
¿Por qué no más? Pues porque si seguías aumentando los salarios corrías el riesgo –y comenzó a suceder– de afectar a las empresas pequeñitas, cuyas tasas de rentabilidad son menores. Habías jalado lo suficiente, entonces. Pasar de 50 a 310 dólares es un buen avance. Queríamos 400 dólares de salario mínimo, pero ahí ya veías que a las microempresitas, a la que contrata cuatro personas para vender zapatos, o bicicletas, ya no le da. De hecho, algunas habían comenzado a cerrar. Entonces te detienes. Ahí un gobierno progresista tiene que saber cómo moverse, porque vas a tomar en cuenta a los trabajadores, pero luego también a los que están encima de los trabajadores, este sector medio, medio-popular, la gente que tiene pequeñas empresitas, que contrata dos operarios para una tienda, para un servicio, para vender comida. Los de arriba pueden soportarlo, siguen ganando y no te preocupas por ellos. Pero sí preocúpate por este sector que, en nuestra sociedad, es parte del bloque popular.
El ajuste, entonces, se dirige hacia arriba. Has nacionalizado las empresas extranjeras, te has peleado, y comienzas pues a afectar la banca: le pusimos un impuesto de 50% a sus ganancias, que van al Estado, y eso funciona. Si la banca generó dos mil millones de bolivianos en un año, mil pasan al Estado. Y la banca puede disminuir aún más su rentabilidad, entonces obligas a que preste crédito productivo, y eso fue lo que hicimos: el 60% del dinero de la banca al sector productivo y el 40% a especulación, a comercio, a las tasas que quiera. Pero el 60% al sector productivo. ¿Para qué? Para que generes inversión, para que todo ese dinero ahorrado (que en verdad es de los bolivianos) se reinyecte a la producción.
Tienes así una dinámica de crecimiento de la economía utilizando el dinero de los privados. Porque eres monopolio, puedes definir tasas de convertibilidad, puedes definir tasas de interés, puedes obligar al dinero a ir en una determinada dirección. La posibilidad de que el Estado implemente un conjunto de políticas económicas que rompan este poder de veto empresarial pasa por políticas de ese tipo. Allí donde el poder de veto es demasiado fuerte, simplemente lo quiebras: te metes y construyes una empresa del Estado.
Un ejemplo: el caso de la soja en Bolivia. La soja se produce en el oriente; hay cuatro empresas agroindustriales, de la oligarquía cruceña (que no solamente era nuestra enemiga política antes –y lo es ahora–, sino que encima dependía de ellos el abastecimiento del alimento de una parte de la población. Y como la carne de pollo es la más popular, porque es la más barata, entonces ellos tenían un poder de veto: no vendo torta de soja a los pequeños productores de carne de pollo, entonces el precio del pollo se encarece y entonces, ¿quiénes protestan? Pues la gente, la familia popular, que come pollo, y protesta contra el gobierno porque el pollo ha subido de 10 a 15 o 20 bolivianos. ¿Qué haces entonces? Te metes, le quitas al sector sojero la base social de dependencia del pequeño productor. El pequeño productor campesino, nuestra gente, depende del productor sojero porque le adelanta dinero para insumos, para fumigantes, para máquinas, y le compra por adelantado la soja, pues tiene toda la cadena. Pero, como Estado, puedes intervenir: le compras tú la soja a ellos y, como siempre va a haber un empresario más pequeñito dispuesto a procesar esa soja, entonces es posible cortar esa cadena. Ahí es cuando comienzas a aumentar tu facultad de negociación, a quebrar ese poder de veto, ese poder de control frente al gobierno.
Pongo este ejemplo pero es un razonamiento general. Se trata de cruzarle el camino a los sectores empresariales que tienen demasiado poder de veto. No necesariamente estatizas todo, pero sí cortas la cadena, los debilitas, y eso hicimos con la soja; ya nunca más volvió a ser un problema. Desde 2009 hasta el 2020 ese mecanismo de chantaje que existía con la soja nunca más volvió. Y si molestan un poco más, les suspendes las exportaciones, porque como gobierno tienes el monopolio de decidir si se exporta o no se exporta. Entonces estableces, simplemente, que no se puede exportar porque es para el consumo interno. Aunque el 80% de la producción de soja es para el extranjero, hay un 20% que es para consumo interno. Pues bien, dejas exportar solo el 20, 30, 50%, ellos se asfixian (no tú) y ya. No voy a hacer la guerra, voy a vender la soja a los polleros a un precio definido por el Estado. Cualquier poder de veto por parte de las fuerzas empresariales puede ser disminuido, relativizado o afectado. Depende de si el gobierno tiene la decisión de hacerlo.
Sin embargo, el problema central en todo esto sigue siendo, para mí, si en la sociedad hay fuerza para ir más allá de estas regulaciones, de estas convivencias. Y eso ya no es un tema del Estado. Un Estado y un gobierno tienen una infinidad de herramientas para mantener este control, esta regulación y convivencia; pero no disponen de las herramientas para ir más allá de eso, para plantearte una nueva relación de propiedad de la riqueza. Ningún gobierno las tiene, porque dependen del empuje de la sociedad.
Ahí veo yo la preocupación, la dificultad, de nuestras experiencias progresistas. Y aquí también me estoy peleando con la mirada de los compañeros que dicen que las experiencias progresistas son un tipo de revolución pasiva. Porque, claro, eso funciona si tuvieras una poderosa acción colectiva yendo más allá, planteándote temas de nuevas relaciones de propiedad, de democratización de la riqueza más radical. Si ahí viniera un gobierno progresista a asfixiar, a encasillar, a contener, a reprimir ese tipo de experiencias… Esos compañeros hablan de memoria, no conocen la experiencia real de la sociedad.
Los que intentan introducir el concepto de revolución pasiva o la idea de pasivización de la sociedad por parte de los gobiernos progresistas tienen que, primero, con hechos prácticos, con algo de etnografía social, mostrar qué experiencias de la sociedad, qué experiencias de acción colectiva han ido más allá de las formas de propiedad, de las formas de gestión que están prevaleciendo. Pongo el caso de Bolivia. Cuando ha habido alguna experiencia –como el caso minero de huanuni – de ir más allá de la forma de propiedad y de gestión por parte de los trabajadores, el gobierno se ha sumado. Pero el resultado ha sido todo lo contrario a lo que se suponía: en una mina con cinco mil trabajadores, en la que los trabajadores hacen una autogestión de la empresa con recursos públicos, al final resulta que las ganancias de esa empresa no regresan a la sociedad sino que se quedan en los mismos cinco mil trabajadores.
Al final, no son dos personas las que se apropian y gestionan un bien de todos, pero se lo apropian y gestionan cinco mil personas en lugar de 10 millones, como debería ser en una forma de autogestión real. Entonces estas formas de autogestión, que se dieron entre los años 2010-2011 y 2017-2018, incluso fomentadas por el gobierno, apuntaladas por el gobierno, acabaron –por la propia dinámica de los compañeros, por la falta de experiencia en gestión y por la propia experiencia cultural– en una forma de apropiación privada. Ese es el caso más novedoso de una forma de gestión que se planteó la propiedad y la gestión más allá del régimen capitalista pero, al final (y no por culpa del gobierno, al contrario, con apoyo financiero del gobierno), recayó en esta forma de apropiación.
Entonces esta otra crítica tampoco tiene asidero, es más un juego de palabras para ver quién es más gramsciano, más izquierdista, pero no tiene sustento en la realidad práctica de acciones colectivas que hayan apuntado más allá y gobiernos progresistas malvados, que hayan venido a asfixiar ese despertar de la sociedad. Los gobiernos progresistas, por lo general –puede haber excepciones– han acompañado los niveles de maduración y de debate de la propia sociedad. Tampoco se han distanciado mucho más hacia arriba ni han ido por atrás: han acompañado, ha habido una relación más bien virtuosa entre la acción colectiva y la dinámica del gobierno progresista.
La concepción de que es necesario esperar nuevas oleadas de movilización popular para que el Estado pueda ir más lejos, ¿no corre el riesgo de convertir al gobierno en una representación pasiva de la sociedad, disminuyendo la autonomía estatal y, por lo tanto, también su responsabilidad? ¿No es posible pensar una figura intermedia entre el vanguardismo «sustituista» y el mero acompañamiento al estado de ánimo social, un concepto de dirección en el que las fuerzas gobernantes de un proceso de cambio funcionan como un revulsivo de radicalización de la experiencia de las masas?
Para tomar ejemplos de la historia latinoamericana: la experiencia de Chávez luego del intento de golpe de 2002 y, sobre todo, del lockout patronal de 2004, ¿no puede entenderse así, como un revulsivo permanente que empujaba hacia la radicalización social? La declaración del carácter socialista de la revolución cubana en 1961, ¿no puede también comprenderse de este modo? A mi juicio, es una mala explicación la que adjudica la radicalización de la dirección cubana fundamentalmente a la “presión de las masas”. En todo caso, la evolución de la dirección encontró un eco, un contexto propicio, en la dinámica social. Nunca es transparente qué es lo que quieren las masas, hasta donde están dispuestas a ir, cuáles son las relaciones de fuerza. Se trata de interpretar y actuar políticamente sobre ellas. El gobierno considerado como agente que actúa sobre la sociedad, y no solo como representante de la sociedad, ¿no tiene más para hacer en pos de tensar y abrir las relaciones de fuerza sociales?
Ciertamente, un gobierno tiene muchas herramientas para ayudar, e incluso para agendar temas. Tener el control de las cosas comunes de una sociedad ya es mucha cosa. No todo lo común está en el Estado, ojo. Hay cosas comunes que no están en el Estado. Pero, cuando pueda, se las va a jalar: esa es su función. Si no, no es Estado. El tener esas cosas comunes ya te da una fuente de poder muy grande, incluso sobre los elementos de la reflexión, del sentido común, de los esquemas mentales. Si a eso le sumas los recursos… El 20, el 30 o el 40% del PIB de un país otorgan los elementos materiales y técnicos para convertir esas ideas o esas propuestas en hechos eficaces. No es poca cosa.
En ese sentido, un gobierno progresista puede ayudar a agendar temas de debate, puede ayudar a esclarecer la propia experiencia de la sociedad. Hay una infinidad de tareas que se le presentan a un gobierno, más allá de la mera gestión. Tareas de carácter pedagógico, de carácter reflexivo para con la sociedad, pero lo que nunca puede hacer es sustituir la experiencia de la sociedad, no. Ni siquiera convirtiéndola en relato, convirtiéndola en libro, en texto, en video, en ley o en decreto. No puede sustituir esa experiencia, y el socialismo es una experiencia de la sociedad.
En ese sentido, soy más leninista. Pero no del comunismo de guerra, sino de la NEP, que es un poco la confesión de Lenin: no importa cuán radical haya sido la vanguardia, no importa cuántas medidas de avanzada haya podido implementar (un momento necesario para protegerse). En los hechos, solo se podrá avanzar hacia algo distinto al capitalismo si la sociedad experimenta la necesidad de algo distinto al capitalismo. Eso es la NEP y ahí he quedado yo, en ese Lenin del «Más vale poco y bueno» de 1923.
Ese textito es una reflexión, una especie de confesión de Lenin, que evalúa lo que se hizo, el comunismo de guerra, y traza una especie de balance de esos tiempos tan turbulentos en los que se creía que se podían tomar medidas muy audaces para que luego vengan los hechos a decirte «bueno, lo que tenemos es un capitalismo de Estado». Hemos de poder superar el capitalismo de Estado no por cuántas estatizaciones hagamos, sino por cuántas maneras de comunidad real construyan las personas en el hecho económico. El fondo es cómo construyes esas formas de comunidad en tanto experiencia de las personas.
Porque el socialismo es eso: avanzar en la construcción de comunidades, no desde arriba sino como la única forma de comunidad que puede haber: entre personas. No por decisión de élites o de los monopolios, porque eso es justamente la negación de la comunidad. El Estado es, por definición, una negación de la comunidad. Es un monopolio y, por lo tanto, no puede construir comunidad. Puede colaborar, puede visibilizar, decir «por aquí van las cosas», ayudar a crear… Pero decir «oye, bueno, ahora ustedes hacen comunidad; vengan, produzcan»… eso no es comunidad. Eso es comunidad desde arriba, y ya sabemos a dónde conduce.
El debate de los cubanos de los últimos diez años va un poco en esa sintonía: cómo implementar un conjunto de medidas que no sean las medidas que el Estado ha decidido, que el Estado ha regulado. Porque, según el Lenin de 1921, eso no es más que capitalismo de Estado, y entonces ponle ese nombre: capitalismo de Estado. ¿Cómo da un paso más ese capitalismo de Estado? Con comunidad. ¿Quién forma la comunidad? La gente y el trabajador en la fábrica o en el campo.
Y ahí viene todo el debate sobre cómo se dan las experiencias de comunidad en la sociedad, pues, claro, hay experiencias locales, fragmentadas. El mundo indígena campesino tiene una herencia de comunidad. Mutilada, sí, pero la tiene. El mundo urbano tenía construidas comunidades locales en lo barrial, sí, en ciertos aspectos: para temas de consumo, de servicios… En fin. Tienes un fragmento de comunidades, de retazos de comunidades, y eso puede ser un punto de partida para lo nuevo, para lo comunitario. El Estado puede ayudar, pero no puede sustituir ni puede inventar. Porque comunidad hay en tanto hay creación libre y asociada de los propios productores directos, no puede ser una asociación impuesta, regulada y administrada por el monopolio del Estado, porque eso ya no es una comunidad.
Entonces la posibilidad de una salida intermedia, es decir, una salida no vanguardista que sustituye, pero tampoco el simple acompañamiento, está en ese Lenin. En esa versión leninista que te decía que hay que estar a un paso –y nada más que a un paso– de la gente. No dos, ni cuatro. Un paso: ochenta centímetros. No más de ochenta centímetros de las personas, de lo que están sintiendo, de lo que están experimentando. No estás arriba, no estás en el segundo piso, ni en el tercero: estás a un paso, pero al lado de ellos. En el mismo hueco, quizás. No se me ocurre una salida intermedia, no la he reflexionado, no la veo, no me convence, tampoco. Me gusta esa expresión de Lenin. Ir exactamente a un paso y nada más que a un paso de la experiencia de la sociedad laboriosa, de los trabajadores.
*Publicado originalmente en Jacobin América Latina #2, «El laberinto latinoamericano»