En todas las fotos que conozco de ella, lo primero que veo siempre es ese rictus, los labios apretados, la mirada severísima, incluso en las pocos fotos en que aparece sonriendo, ese rictus que dice: “¿Cuándo van a entender?”.
Ya lo tenía a los siete años, en la mesa familiar, donde todos hablaban a gritos y la hacían callar porque era la menor y la entrometida perpetua. Natalia se atormentaba y los atormentaba a todos porque no entendía qué eran: si no eran judíos para los judíos (a pesar del apellido del padre) ni eran cristianos para los cristianos (a pesar de la familia de su madre), si no eran ricos para los ricos ni pobres para los pobres, ¿qué eran? ¿Por qué pasaba de sentirse privilegiada a sentirse humillada, esclava de su orgullo y también de su vergüenza? “¡Calla y aprende! ¡En esta casa somos socialistas!”, le gritó un día uno de sus hermanos. Y cuando ella preguntó qué era socialismo le contestaron: igualdad de bienes e igualdad de derechos para todos. El concepto le pareció tan clarísimo e indispensable a Natalia que se pasó el resto de la vida atónita de que la humanidad no lo pusiera en práctica de una vez. De ahí el rictus.
Con ese rictus contaba su vida, como si Italia entera fuese un pueblito en el que se conocían todos: en su infancia vio pasar de incógnito por su casa, rumbo al exilio, a Turati, el fundador del Partido Socialista Italiano; una prima de su padre era íntima de Mussolini y había escrito la biografía del Duce; el mejor amigo de sus hermanos era Luciano Olivetti, el futuro magnate de las máquinas de escribir. Su mamá aprendía ruso a escondidas con la hermana de Leone Ginzburg. Cuando Natalia se casó con Leone, y Benedetto Croce le preguntó qué quería de regalo de bodas, ella contestó: libros, y le entregó una lista. La cédula clandestina antifascista que habían armado sus hermanos fue infiltrada y denunciada por Pitigrilli, el rey de las novelitas risqué, que espiaba para los fascistas. Y, por supuesto, está la historia legendaria de la editorial que crearon su marido y sus dos amigos del alma, Cesare Pavese y Giulio Einaudi, alrededor de una estufa en una pensión en Turín.
En 1934 había tres amigos que se sofocaban en la Italia fascista. Uno adoraba la literatura rusa, el otro la literatura yanqui, y el tercero era un dínamo de energía que perdía la paciencia en cuanto los otros dos empezaban a divagar, así que los conminó a que se sentaran a traducir la mejor literatura rusa y la mejor literatura yanqui, y él se encargaría de publicar esos libros para cambiarle la cabeza a Italia. Era un plan hermoso: combatir el fascismo con Moby Dick y los Karamazov, Tolstoi y Faulkner, Chejov y Hemingway. Y así se ha contado siempre. Pero falta alguien en esa foto. La que falta es Natalia Levi, de casada Ginzburg: la molesta benjamina de la familia convertida sin etapas intermedias en esposa y madre, que mientras cría a sus bebés y se las rebusca para conseguir leche y leña en el pueblo de montaña adonde los fascistas desterraron a su marido, traduce a la luz de una lámpara de petróleo el primer tomo de En busca del tiempo perdido, para que la editorial de Leone y sus amigos tenga también un buen libro francés.
Natalia Ginzburg ya era viuda, los nazis le habían fusilado al marido y la habían dejado con el corazón roto y tres hijos que criar cuando terminó la guerra y volvió a funcionar la editorial. Ella se refugió en una oficinita al fondo, creía que la aceptaban ahí sólo de lástima pero era el cimiento esencial de la editorial, cosa que quedó en evidencia cuando Pavese se suicidó y el volátil Einaudi necesitaba alguien que le acomodara las ideas sin palabras, con un mero rictus de labios apretados y mirada fulminante.
En esos años difíciles de posguerra los amigos le pagaron unas sesiones de psicoanálisis con un viejo austríaco junguiano que a ella no le parecía un verdadero médico, pero años después de haber dejado esa terapia descubrió que en los trances difíciles de la vida se hablaba a sí misma en su cabeza con suave acento austríaco. Fumaba cigarrillos Stop sin filtro, se levantaba a las cuatro de la mañana para escribir sus “libritos”, nunca se enfermaba (según su segundo marido, era como esos monjes que hachan leña en sandalias mientras nieva sin sufrir ninguna consecuencia). Con ese segundo marido, con el que fue feliz y quedó nuevamente viuda a los cincuenta y tres, tuvo una hija con hidrocefalia y otro hijo que vivió sólo un año. Cuidó tanto a esa hija que eso le impidió pensar con tranquilidad en su propia muerte, según confesó una vez (la hija murió nueve años después que ella).
Nunca quiso aprender a nadar, pero le gustaba meterse en las olas (con el rictus de siempre, por supuesto). No viajaba porque le parecía ñoño ser turista. Odiaba el verano en la ciudad, porque los que estaban solos de pronto tenían la exacta dimensión de su soledad. A los setenta aceptó presentarse a diputada; nunca habló más de dos minutos cuando pedía la palabra en sesiones; los taquígrafos la amaban; ella decía cosas como: “Una ley no tiene el poder de mejorar la sociedad pero debe tener el poder de quitar los obstáculos que impiden mejorarla”.
Peleó contra el uso de la palabra holocausto, le parecía hipócrita: “Fue un genocidio. Decir holocausto es como ennoblecerlo, como darle dignidad histórica. Pero holocausto signfica sacrificio a dios, y en los campos no había ni dios ni dignidad histórica”. Les dijo en la cara a los machos italianos: “Durante generaciones y generaciones lo único que han hecho las mujeres sobre la tierra es esperar y sufrir: esperar que alguien las ame, se case con ellas, las convierta en madres, las traicione”. Les dijo en la cara a las mujeres italianas: “No estamos tristes, quizás hasta seamos felices, pero es una felicidad que, en el pánico de perderla de un momento a otro, nos cuesta mantener”. Nos dijo a todos, con su rictus de siempre: “La vida empieza cuando somos todavía demasiado jóvenes para comprenderla”.
Italo Calvino la definió maravillosamente: “Una inteligencia femenina que infringe los códigos masculinos, una inteligencia tan seca como fulgurante, que despierta como de una larga hibernación por intuición y comprensión rapidísima de ciertas conexiones, invisibles a la mente masculina”. Ella se limitó a decir: “Soy sólo una ventana; dejo que entren en mí sucesos e impresiones”. Se creyó la inútil de la familia en las tres familias que tuvo y nada le sorprendió más que descubrir, con el paso de los años, que sus libritos eran útiles en el sentido más profundo de la palabra, para miles y miles de personas. No lo digo yo: lo dijeron desde Fellini y Pasolini hasta Vivian Gornick y Susan Sontag. Pero ella nunca se lo creyó del todo. Antes de morir, en diciembre de 1991, publicó un poema que les recomiendo que lean por lo menos una vez en sus vidas: se llama “No podemos saberlo” y está en la hermosa biografía sobre Natalia que escribió la alemana Maja Pflug y acaba de llegar a nuestro idioma.