Siempre ha existido ese cainita impulso de humillar en masa a un hombre solitario o a una minoría con sentido propio -que no común- cada vez que abre la boca o se propone vivir como piensa. El gregarismo, la máscara cotidiana, la hipocresía y la doble moral es casi una programación atávica largamente consolidada en […]
Siempre ha existido ese cainita impulso de humillar en masa a un hombre solitario o a una minoría con sentido propio -que no común- cada vez que abre la boca o se propone vivir como piensa. El gregarismo, la máscara cotidiana, la hipocresía y la doble moral es casi una programación atávica largamente consolidada en el devenir de milenios.
Desde que la creencia natalista germinó en nuestro cerebro colectivo ya en el neolítico y con la aparición de los primeros estados hasta hoy, la convicción de que pariendo más almas aumentamos nuestra fuerza a efectos económico-productivos, tributarios y económico-militares, corrió como la pólvora incluso entre activistas socialistas, feministas y libertari@s de principios del 19.
El lector se llevaría una desagradable sorpresa si, además de la documentada creencia y práctica natalista, documenta también la vinculación de l@s activistas y movimientos de época con las creencias y prácticas eugenésicas, sobre todo entre l@s más preocupad@s por la calidad de la población que por la cantidad: la absurda convicción de que la transformación social, en sentido progresista, debe buscarse sólo con la excelencia – o con lo que las vanguardias entienden por tal en determinado contexto histórico-cultural -, nos ha llevado por estos enlodados callejones sin salida.
L@s otr@s, en términos cultural-identitarios, l@s de abajo, en términos de clase, así como las mujeres, en términos de género, han sido siempre la trinidad obsesivo-compulsiva de las élites político-económicas de Europa y también de las auto-denominadas vanguardias opositoras, tanto en la Europa medieval como en la renacentista, la barroca, la ilustrada y la moderna-contemporánea: el pánico cerval a que l@s otr@s nos superen en número y ocupen nuestro espacio. El terror a que las infra-clases nos superen y ocupen nuestro espacio. La histeria silenciada por evitar que la mujer avance y ocupe los espacios tradicionales dominados por el hombre. Todo esto, digo, no es más que el profundo resentimiento reactivo ante la posibilidad de perder una amplia gama de privilegios legales, políticos y económicos históricamente enraizados en una ideología que determina unilateralmente el espacio natural que le corresponde a cada quien en la sociedad por el mero azar de nacer estigmatizado por alguna de estas alteridades.
A los gallegos, como seres que vivimos en una nación con lengua, cultura, historia, patrimonio, territorio e instituciones políticas recíprocamente minorizadas tanto por la acción omisiva de las élites de San Caetano y Moncloa como por la abulia y pasividad mayoritaria de una sociedad civil a la que parece darle igual ocho que ochenta, nos convendría, así pues, empezar a pensarnos no como lo que nos gustaría ser, sino como lo que somos, a saber: una nación política y cultural de heterogénea y desigual composición de clases socialmente desposeída de
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Instituciones educativas y universitarias propias no sometidas al estatolátrico españolismo pedagógico, con su total sumisión al violentísimo modelo civilizatorio euroamericano
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Relato historiográfico propio no subalterno al violentísimo españolismo estatolátrico
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Patentes tecnológicas propias
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Capacidad recaudativa soberana
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Resortes ejecutivos soberanos, en el sentido político y jurídico del término
En el plano filosófico-político, una convergencia de movimientos sociales anti-sistémicos sería conditio sine qua non para invertir esta situación, pero sólo percibo silencio. En el plano de la realpolitik diplomática, sin embargo, hay que decir que nuestra diplomacia es inexistente. Convendría, entonces, que espabilásemos una miqueta, pero no quiero tirar del hilo. Ya puedo escuchar a lo lejos los ladridos de los perros nocturnos masticando el odio de la prensa del régimen del 78.
La historia, sí, empieza a cada segundo. Y además, a Samuel Huntington, antes de ayer, le han diagnosticado pánico a la incertidumbre.
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