Esa hubiera sido la sentencia de Descartes de haber nacido en Santo Domingo, y es que, como a nadie le importa que la capital dominicana se haya convertido en una bulla permanente e insoportable; como a nadie, al parecer, le molesta el irritante estruendo de los motores; como nadie parece estar dispuesto a prohibir el […]
Esa hubiera sido la sentencia de Descartes de haber nacido en Santo Domingo, y es que, como a nadie le importa que la capital dominicana se haya convertido en una bulla permanente e insoportable; como a nadie, al parecer, le molesta el irritante estruendo de los motores; como nadie parece estar dispuesto a prohibir el uso de las bocinas en los carros y camiones; como nadie muestra interés alguno en regular el estruendo de las plantas eléctricas; como nadie toma medidas contra los escandalosos colmadones; como a nadie le preocupan los terroristas de los decibelios que, provistos en sus carros de gigantescos amplificadores, nos vuelven sordos; como hasta los venduteros han mejorado su tecnología publicitaria para que sus megáfonos nos desvelen con sus estruendosas ofertas; como hablamos a gritos y callamos a voces…no se mortifique más y súmese a la fiesta.
Usted también tiene derecho a ensordecer al prójimo, así que, no lo dude. Cómprese un tambor mayor, una trompeta, una matraca o una gaita e incorpórese a la calle con su particular y estridente escándalo. Consígase una bocina de camión y recorra la ciudad haciéndola sonar o agénciese una taladradora y aterrorice por la espalda a los incautos, taladrándoles cualquier sorprendido sosiego.
No se compadezca de nadie, que nadie merece perdón o reposo. Espere a que las madres duerman a sus bebés para hacer sonar su trombón de varas frente a sus ventanas, colóquese en las puertas de los hospitales y las funerarias y haga arrancar incesantemente su motor de 500 caballos. Haga estallar petardos en las puertas de las iglesias. De rienda suelta a su estridencia al pasar junto a un asilo. Aproveche la relativa calma del mediodía para aturdir, arrastrando latas, a las confiadas palomas en los parques.
Y si no le alcanza el dinero para adquirir algún original artilugio que haga ruido, búsquese un silbato y hágalo sonar hasta que se quede sin aire, o simplemente grite, vocee, tosa, suénese las narices, pero por favor, déjese sentir, súmese a la bulla, que sepan los demás que usted vive y que vive porque suena.
No musite lo que pueda decir, no diga lo que pueda vocear, no se limite a vocear mientras pueda gritar desaforadamente.
Globalice su estruendo, integre su alboroto al escándalo de todos, contribuya con su ruido a la sordera general.
Es justo y necesario.