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Sueños calcinados e inocencias rotas

Fuentes: Rebelión

«Juega, mi niño, pero cuida tus pasos, que el mundo no siempre entiende la alegría en tu risa ni la luz en tus ojos. Juega, pero no olvides que hay 16 cucos vestidos de verde, con botas pesadas y manos frías, que no saben de juegos ni de sueños. Cuídate, mi niño, porque tu vida es un tesoro que el miedo quiere apagar. Que cada risa tuya sea un grito de libertad, que cada paso sea un desafío al olvido. Pero, sobre todo, que siempre regreses a casa, donde el amor te espera para abrigarte del frío del mundo.»

En el corazón de la comunidad de las Malvinas, un barrio perdido entre los ecos del abandono, la exclusión y las cicatrices de la desigualdad, cuatro niños que tejían sueños como quien entrelaza hilos dorados en una tela ajada. Josué, Ismael, Nehemías y Steven eran más que la alegría del vecindario; eran un rayo de sol que se colaba por las grietas de las casas desvencijadas, una brisa fresca que alivia la pesada atmósfera de la precariedad. Sus risas eran como un majestuoso canto de libertad, resonando por las calles polvorientas como un desafío a la miseria. Con cada carrera tras un balón remendado, con cada cuaderno compartido, levantaban un faro de esperanza en medio del naufragio cotidiano de la marginalidad. Josué y Nehemías, hermanos inseparables como el alba y el ocaso, eran el alma de las esquinas donde se forjaban sueños. Ismael y Steven, unidos por la complicidad de los juegos, hallaban en esas risas un refugio contra las carencias que les acechaban como sombras persistentes.

Sus familias, como tantas otras en las periferias de Guayaquil, eran héroes silenciosos que libran una batalla diaria contra un sistema que les negaba el pan mientras las élites se servían banquetes con el 98% de la riqueza del país. Pero esos niños, sin saberlo, eran una resistencia luminosa. En cada sonrisa ofrecían un golpe al olvido, en cada saludo sembraban dignidad en un suelo que parecía estéril.

Aquel día, que comenzó con la inocencia de cualquier otro, se pintaría con los colores oscuros de una tragedia anunciada. Josué, Ismael, Nehemías y Steven venían de patear una pelota, descargando en cada golpe no solo la energía de sus cuerpos pequeños, sino también el peso invisible de las injusticias heredadas. Cada zancada, cada risa, era una especie de exorcismo contra la pobreza que les intentaba amarrar al suelo.

Pero el viento cambió de dirección. El cielo, hasta entonces cómplice de sus juegos, pareció nublarse. Como una tormenta que irrumpe sin aviso, llegaron ellos: dieciséis hombres de verde, militares de la Fuerza Aérea Ecuatoriana. Sus botas resonaban como tambores de guerra, marcando el compás del miedo. Los fusiles, comprados con los impuestos de un pueblo que apenas lograba subsistir, brillaban bajo el sol como dagas que rasgaban la esperanza.

Irrumpieron en los alrededores del hospital del Seguro Social del sur de la ciudad, como si su misión no fuera proteger, sino arrasar. Sus órdenes eran tajantes, sus movimientos precisos y fríos, como si el calor humano les hubiera sido extirpado. En un acto que el tiempo jamás podrá borrar, secuestraron a Josué, Ismael, Nehemías y Steven. La comunidad, paralizada por el terror, los observó impotente, con el corazón detenido y los gritos atrapados en la garganta. Los cuatro niños, que hasta ese momento habían sido luz, fueron arrebatados por las sombras.

Nadie en el barrio imaginaba que aquel sería el último día en que verían a los niños vivos. La pelota quedó huérfana en el suelo polvoriento, como un testigo mudo de una injusticia que todavía clama al cielo.

Días después, como si la tierra misma no pudiera contener tanto dolor, los cuerpos de Josué, Ismael, Nehemías y Steven aparecieron calcinados, irreconocibles, entre los brazos de los manglares de la parroquia Taura. Aquellos árboles, testigos silentes de siglos de resistencia, ahora eran sepulcros y testimonio de la barbarie. El fuego, que alguna vez fue símbolo de vida, se había convertido en el manto que cubría la atrocidad. La violencia y el desprecio quedaron marcados en cada centímetro de sus cuerpos apagados, como si el odio hubiera querido borrar incluso su humanidad.

La noticia, llevada por el viento, corrió como un incendio que no perdona, encendiendo una llama de indignación en cada rincón del Ecuador. En cada hogar humilde, en cada barrio relegado, el nombre de los cuatro niños resonó como un eco de dolor compartido. El racismo, la pobreza y la violencia institucional, que durante décadas habían sido un murmullo ignorado, mostraron ahora su rostro más despiadado en el caso de los Cuatro de Las Malvinas.

El pueblo ecuatoriano, cansado de soportar la opresión, despertó con un rugido. Las madres y los padres de Josué, Ismael, Nehemías y Steven, con el dolor tatuado en el alma, se convirtieron en estandartes de una lucha que trascendía el asesinato de sus hijos. Ellos, cargando el peso de una pérdida irreparable, alzaron sus voces contra el racismo enquistado en las Fuerzas Armadas y en las instituciones del Estado, esas mismas que debían protegerlos pero que los habían traicionado.

Las calles de Guayaquil se transformaron en ríos de gente. Las marchas, encendidas por el dolor y la rabia, inundaron plazas, avenidas y corazones. Las pancartas alzadas al cielo llevaban los nombres y los rostros de los niños, dibujados con líneas de amor y de ausencia. “¡Justicia para Josué! ¡Justicia para Ismael! ¡Justicia para Nehemías! ¡Justicia para Steven!”, clamaban las voces, mezclando lágrimas y coraje.

“Ya no jugarán en las canchas de fútbol los Cuatro de Las Malvinas”, decían las madres entre sollozos, “porque el lobo vestido de verde, con botas y fusil, los secuestró y los mató.” Sus palabras, como dagas, cortaban el aire y llegaban al corazón de quienes escuchaban.

Por las avenidas resonaban gritos de esperanza y de resistencia: “¡No más racismo! ¡No más violencia contra nuestros niños!” Era un grito que no se podía callar, un himno nacido de la desesperación pero que crecía con la fuerza de quienes se niegan a olvidar.

Los Cuatro de Las Malvinas se han convertido en un símbolo, un estandarte que ondea en cada rincón del Ecuador. Sus nombres, Josué, Ismael, Nehemías y Steven, ya no pertenecen solo a sus familias; pertenecen a un pueblo entero que los grita al viento como un recordatorio de que la vida de un niño jamás debería ser arrebatada por un sistema que prioriza el poder sobre la humanidad.

El recuerdo de sus risas y sueños apagados, ahora transformados en lucha y resistencia, camina junto al pueblo ecuatoriano. Sus nombres viven en los labios de cada madre que no se resigna, en los puños alzados de quienes exigen justicia, y en los corazones que no aceptan olvidar. Porque en un país donde las botas y los fusiles quisieron silenciar la esperanza, los Cuatro de Las Malvinas han renacido como un llamado a la memoria, a la dignidad y a la construcción de un Ecuador donde ningún niño más pierda su vida a manos de la injusticia.

El Ecuador llora por ellos, pero también despertó de un letargo de siete años, tejido entre sueños rotos y odios impuestos. Josué, Ismael, Nehemías y Steven ya no eran solo cuatro niños arrancados de la vida injustamente; se convirtieron en un símbolo universal de todos los jóvenes que han caído víctimas de un Estado que les falló, de un sistema que permitió que las botas y los fusiles aplastaran la inocencia.

No era suficiente clamar justicia por sus vidas. El grito que surgió desde las entrañas del pueblo demandaba algo más grande, más profundo: la transformación de un sistema que perpetúa la exclusión, el racismo y la violencia como si fueran inevitables. Los Cuatro de Las Malvinas se levantaron como un espejo de las desigualdades que tantos han sufrido en silencio, y su tragedia se transformó en el faro que ilumina el camino hacia un Ecuador más justo y digno.

Hoy, Josué, Ismael, Nehemías y Steven son mucho más que nombres. Son el llamado urgente a cambiar el rumbo de un país donde la desigualdad no puede seguir marcando los destinos de los más vulnerables. Son la voz de miles de niños que merecen soñar, jugar y crecer sin el miedo de que el odio o el olvido les arrebaten lo más preciado: la vida. El pueblo no ha dejado de marchar, de exigir justicia y reparación. En cada consigna que resuena en las calles, en cada pancarta que ondea al viento, sus nombres siguen vivos: Josué, Ismael, Nehemías y Steven. Porque su lucha no es solo por ellos, es por la memoria colectiva, por los niños que aún corren por los barrios olvidados, por los sueños que aún se atreven a nacer en medio de la pobreza.

Y aunque el dolor sigue presente, el grito de “¡justicia!” se ha transformado en esperanza. Porque el Ecuador está cambiando, lento pero firme, con cada paso que dan quienes no se rinden. Los Cuatro de Las Malvinas no han sido olvidados, y nunca lo serán. Representan la lucha por la vida, por la paz y por la dignidad de todos los ecuatorianos, desde el corazón de Las Malvinas hasta el último rincón del país.

Al final, el pueblo encontró en su pérdida una fuerza renovada. En las plazas, los parques y las escuelas, sus historias se cuentan como un recordatorio de lo que no debe volver a suceder. Pero también como un canto de esperanza por un Ecuador mejor.

Y un día, cuando las calles estén llenas de risas infantiles y los miedos del pasado sean solo lecciones aprendidas, el recuerdo de Josué, Ismael, Nehemías y Steven no será una herida abierta, sino un legado. Serán los guardianes invisibles de un Ecuador más justo, más humano y libre de racismo. Porque los Cuatro de Las Malvinas ya no son solo una tragedia, son una promesa de que el cambio es posible. Y en cada paso hacia esa promesa, sus nombres seguirán iluminando el camino.

Juguemos mientras podamos

En las calles polvorientas de Las Malvinas,
donde el sol dora los techos y acaricia los días,
Josué pateaba un balón remendado,
mientras Nehemías soñaba goles imposibles,
y Steven reía con la risa de los libres,
esa que ignora que el mundo puede ser cruel.

Ismael, el más valiente, alzaba la voz:
“¡Vamos a correr hasta el final de la calle!
¡Que la tarde sea nuestra, que la vida es un juego!”
Y todos corrían, con la inocencia prendida
en sus rostros de luna y sus manos pequeñas.

Juguemos mientras podamos, decían,
que los militares no están.
Que las botas y los fusiles
son historias que los grandes cuentan
para asustar a los niños que no quieren dormir.

Pero, ¿qué hacer si las botas aparecen?
¿Qué hacer si el miedo se viste de uniforme?
«Nos esconderemos detrás de los manglares»,
decía Steven, buscando un refugio invisible.
«Les diremos que solo somos niños»,
murmuraba Josué, con la voz llena de fe.

La tarde avanzaba, y la pelota rodaba,
rebotando entre sueños y carencias,
tejiendo un mundo donde el peligro
no tenía cabida, donde la risa era ley.

Pero la vida, a veces, es cruel con los sueños,
y las sombras que llegan no siempre se van.
Cuando el trueno de botas rompió la quietud,
sus juegos se detuvieron, sus risas callaron.

Hoy, las calles de Las Malvinas están en silencio,
pero aún se escuchan ecos de un balón,
la risa de Steven, la valentía de Ismael,
los goles de Nehemías, los cantos de Josué.

Juguemos mientras podamos, susurra el viento,
que los militares no están.
Que la memoria es más fuerte que el olvido,
y ellos viven en cada grito de justicia,
en cada niño que aún sueña y juega sin miedo.

Juguemos, aunque sea en la memoria,
que allí nadie puede matarnos,
que allí la pelota rueda libre
y el sol nunca deja de brillar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.