El griego clásico consideraba que si se sufre de algo, es necesario que exista un objeto para que ese sufrimiento exista. El sujeto de las sociedades posmodernas simplemente sufre, quizá porque él mismo ha internalizado que es el objeto verídico de su sufrimiento. Sufrimiento perpetuo y sin objeto, acompañado de depresión: una via regia al […]
La depresión resiste en nuestros días a las diferentes facetas del malestar íntimo. La depresión es una zona mórbida, reveladora de las mutaciones de la individualidad en la sociedad del posfordismo, privilegiada para comprender el sujeto o su crisis. La depresión es la tragedia de la insuficiencia, es la sombra familiar del hombre o la mujer sin guía, fatigado de emprender su marcha al futuro apoyado solamente en su egoísmo y tentado de sostenerse (si puede lograrlo) hasta la compulsión por los productos, la costumbre o los comportamientos. La figura del anti-sujeto tiene hoy dos caras en la cultura posmoderna de la intimidad: el drogadicto y el fracasado. La depresión, que ha absorbido a la angustia, es una enfermedad auténtica; su gravedad puede medirse no sólo por su costo social, sino también por la consecuencia lógica: el suicidio. «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación» sentenciaba el argelino Albert Camus en su ensayo «Le mythe de Sisyphe». Sísifo personificaba la vida vacía, sórdida, el largo delirio del trabajo esclavizado que se vivía como una vida miserable y sinsentido. Como síntoma social tiene sus lagunas, algunas ligadas al tabú ancestral sobre decidir la muerte de la propia vida. En muchos países es la primera causa de mortalidad prematura entre los jóvenes de 25 a 34 años, más grave que los accidentes de tráfico o los muertos indirectos por el consumo de drogas. En España la tasa de suicidios ha crecido un 70% en los últimos quince años. Detrás de cada suicida efectivo, explican los especialistas, se deben contabilizar diez potenciales. Y la cuestión más alarmante es que detrás del teatro suicida se esconde el fantasma de la depresión. En la época moderna su explicación tuvo poca suerte: el primero en abordarla científicamente fue el sociólogo Émile Durkheim, inspirado por Flaubert, en su monografía «Suicide», quién dedujo que el suicidio era un problema eminentemente sociológico, y como buen académico nos entregó una clasificación prolija. Habría suicidios altruistas, egoístas, anómicos y fatalistas. Durkheim no estaba interesado en el tema en sí, salvo como ilustración sociológica de la anomia de la sociedad (el subtítulo de su trabajo era Étude de sociologie) y el grado de integration del individuo. Su fetiche era la neurastenia, el concepto decimonónico bajo el que se pretendía explicar la depresión. Durkheim utilizaba al suicidio para su propia guerra intelectual académica contra Gabriel Tarde, la escuela opositora. Tarde, que también propuso una psicología de las masas inspirada en Le Bon, ya había tocado el tema del suicidio como manifestación de la decadencia de la religión o el alcoholismo, pero lo relacionaba con la imitation y el efecto contagio. Su idea, contra la de anomia, era que el suicidio generalmente expresaba una «surexcitation des désirs et des espérances». Sobreexcitación de deseos y esperanzas… Freud no le prestó mucha atención: apenas cinco menciones sobre el suicidio en su vasta opera omnia. Estaba atraído por el problema de la angustia en el hombre culpable, y el suicidio era un caso de fenómeno sociológico eminentemente psicológico (invirtiendo la perspectiva durkheimiana). La angustia estaría ligada íntimamente a un sentimiento de culpabilidad, que sería «el problema capital del desarrollo de la civilización». El suicidio sería el precio de mantener tenso el resorte del progreso humano. Inhumano, pero es falla y condición de la sociedad. León Binswanger encontró ya en 1896 un estrecho vínculo entre el suicidio y la vida moderna «la caza desenfrenada de dinero y de las posesiones materiales…», las exigencias del combate para la vida y para el lujo. El trastorno funcional permitía, tímidamente, abrir la vía a la idea de que la vida social burguesa puede enfermarnos y asesinarnos.
En 1846, dos años antes del «Manifiesto Comunista» y veintiún años antes de la aparición del primer tomo de «Das Kapital», un joven emigrée político de veintisiete años, casado, con una hija, publica en un revista socialista minoritaria, «Gesellschaftsspiegel» (Espejo de la Sociedad) un ensayo sobre el suicidio en las sociedades modernas titulado: «Peuchet: vom Selbstmord» (Zweiter Band, Heft VII, Elberfeld, Januar 1846). El motto de la revista era todo un programa político: «Órgano de las clases del Pueblo desposeídas y de esclarecimiento de la situación social del presente». El artículo está basado en las memorias de un tal Jacques Peuchet (1758-1830), un personaje político de segunda línea, que fue sucesivamente artista, economista, estadístico y archivero de la Policía ¡durante la Restauración! Participó de la Revolución Francesa, para luego ser parte del partido realista, luego simpatizante de Napoleón. Una vida à lá Chateaubriand. «Mémoires des archives de police de Paris pour servir à l’histoire de la morale et de la police depuis Louis XIV jusqu’à nos tours», fue publicado en 1838 por Alphonse Levavasseur, el editor de Balzac, en cuatro voluminosos tomos. No era nuevo el llevar estadísticas confiables y completas. Francia comenzó a recolectar información numérica sobre el suicidio tan temprano como en 1817; se perfeccionaron durante la Restauration cuando se constituyó un Compte général de l’administration de la justice criminelle (1827) y los Annales d’hygiène publique et de médecine légale (1829). En 1840 se creará un Bureau de Statistique Générale. Pero ya antes de Peuchet muchos statisticiens razonarán en términos de correlaciones sociológicas. Así en 1835 el belga Adolph Quetelet, padre de la estadística moderna, en su libro Essai de physique social trata al suicidio como un fait social y llama la atención sobre una horrorosa concordancia entre la regularidad del suicidio y un acto que parece sensiblemente vinculado a la voluntad del hombre: «debemos perder de vista al hombre tomado aisladamente, individualmente, y no considerarlo más que como una fracción de la especie».
Marx comienza su para-ensayo con una breve presentación, una sucinta Bio de Peuchet, para luego extractar y traducir al público de lengua alemana los resultados sociales del capitalismo triunfante en París. Básicamente ha tomado un capítulo de las memorias, el LVIII «Du suicide et de ses causes» (t. IV, pp. 116-82). Por supuesto, no es una traducción literal, sino una transliteración editada, donde se suprimen partes, se agregan pensamientos propios y se deducen conclusiones a las que Peuchet no llega o que están entre líneas. La elección no deja de sorprendernos: no es ni un historiador, ni un economista, ni un político, sino el jefe del archivo de policía. El texto son pequeñas historias, anécdotas con comentarios morales y un poco de piedad cristiana. El nudo del texto son sucesos trágicos de la vida privada. Como nos cuenta Benjamín en su texto sobre Baudelaire, el suicidio como passion particulière de la vie moderne estaba al orden del día entre las clases trabajadoras del París del Segundo Imperio: «Las resistencias que lo moderno opone al natural impulso productivo del hombre están en una mala relación para con sus fuerzas… Lo moderno tiene que estar en el signo del suicidio, sello de una voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es hostil. Ese suicidio no es renuncia, sino pasión heroica… Por ese tiempo se hizo habitual en las masas proletarias la representación del suicidio… Incluso un obrero llega a entrar en la casa de Eugène Sue y se ahorca en ella… El suicidio pudo muy bien aparecer a los ojos de Baudelaire como la única acción heroica que le quedaba en los tiempos de la reacción a las multitudes maladives de las ciudades».
El texto de Marx sobre el suicidio es curioso por muchas razones. Es la primera y última vez que tratará el tema de la opresión de género y la tiranía del pater y mater en la familia burguesa. Quizá una temática tangencial sea el artículo de 1858 «Die Einkerkerung der Lady Bulwer-Lytton» (publicado en el «New York Tribune» del 4 de agosto como: «Imprisonment of Lady Bulwer-Lytton», el caso de un conservador tory que interna a su mujer en un manicomio), pero no encontraremos algo parecido en toda su obra. Segundo, se observan importantes iluminaciones sobre el problema de género y la crítica a la alienación en el entonces «joven-joven» Marx. El texto se concentra sobre la opresión doble (económica y familiar) de la mujer en la Francia burguesa (de los cuatro casos de suicidio que considera, tres son protagonizados por mujeres). Tercero, es una prueba concreta del influjo en la propia evolución de Marx de los «jóvenes hegelianos», en especial del primer socialista alemán de la época, Moritz (Moses) Hess (el editor, junto con Engels, de la «Gesellschaftsspiele»). Cuarto, podemos ver finalmente la metamorfosis de Marx en el ambiente obrero y socialista de París en la década de 1840, es decir, nuevamente el papel de la emigración en la mutación radical de su pensamiento. Cinco y último, el texto en sí mismo es muy curioso, ya que se trata casi de un Memoranda, un montaje, en el cual Marx traduce y comenta a Peuchet. No puede hablarse de un artículo de Marx, sino de una presentación y traducción selectiva. Tiene la manufactura del trabajo sobre Spinoza de 1841, de las notas sobre el texto de Bakunin sobre Anarquía y Estado, Staatlichkeit und Anarchie (1874-75) o de los extractos y comentarios sobre Morgan en los «Cuadernos Etnológicos», Ethnologischen Exzerpthefte (1880-82). La diferencia es que el texto sobre el suicidio fue escrito y planificado para ser publicado. Y para ser leído por público obrero de la región natal de Engels, el Wuppertal (Renania). También es una prueba del «uso» de Marx de documentación anodina, de segunda categoría, materiales estadísticos del estado, de un Marx archivista, que utilizará en su madurez esta práctica con los informes fabriles, los «Blue Book» y Reports, para denunciar la condición social de las fábricas. Como la mayoría de los escritos de Marx, permaneció en el olvido hasta que el sabio y malogrado editor David Riazanov, lo publicó completo y con notas en la primera edición crítica de Marx y Engels, la Marx-Engels Gesammtasugabe (MEGA) en 1932. Actualmente no existe edición en español, apareciendo un extracto en la obra de Marx editada por Maximilien Rubel en Gallimard en 1982; una nueva edición en francés muy completa bilingüe de 1992 y una edición en inglés trilingüe (inglés, francés, alemán) del año 1999.
La obra de Jacques Peuchet tiene una anécdota exquisita: «Le Comte de Monte-Cristo» fue inspirado a Alexandre Dumas por el mismísimo Peuchet, factótum del escritor, que encontró en los archivos un suceso similar al de la trama de la novela, informó el actual jefe de los archivos de la prefectura, Claude Charlot, que realizó una investigación. Esta investigación fue publicada en el número de diciembre de 1998 de «Liaisons», boletín interno de la prefectura de policía de París. Charlot cuenta que Dumas recurría a «asistentes» (eufemismo de Nègre, como August Maquet, quien realizaba una primera copia con datos y conocimientos históricos-sociales la cual re-editaba Dumas) para reunir la masa de un primer original. No nos extrañe que a Dumas se lo llamase Fabrique de romans. Maison Alexandre Dumas et Cie. Peuchet escribió sus memorias a partir de esos archivos, que contienen la historia de la policía francesa desde Luis XIV hasta principios del siglo XIX. Escribió asimismo cuentos, uno de los cuales, según el actual archivista, cuenta la auténtica historia de un zapatero que fue condenado injustamente a trabajos forzados durante siete años, y que volvió del presidio enriquecido porque un sacerdote italiano, vecino de celda, le legó su fortuna. El zapatero pasó el resto de su vida vengándose. Peuchet también perteneció a los economistas franceses neosmithianos y creía en la economía política como savoir administratif. Es probable que Marx le conociera indirectamente por sus estudios sobre economía política que empezó en París. También Marx estaba preparando una historia de la Convención revolucionaria y conocía a la perfección los personajes de segunda y tercera línea. Lo cierto es que Peuchet, como Balzac o Hugo, le permitían, como lo señala en su introducción, radiografiar la pulsión más íntima de la vida bajo el capital. Pero la inspiración no es meramente intelectual: debemos explicar cómo la propia vida modifica los puntos de vista de un «joven hegeliano». Cómo el Scenario material (el ambiente comunista de los artesanos alemanes, París como capital revolucionaria) modifica y cambia para siempre la biografía de un liberal renano.
París en 1844 era la tierra prometida para todo revolucionario, desde el liberalismo hacia la izquierda. La capital francesa no era tan sólo el dominio del patético Luis Felipe y Guizot, sino también de Georg Sand y Musset, de Heine y Bakunin. Es una ciudad bohemia, suntuosa. Se construye por todas partes (como hoy en España). La burguesía, próspera y triunfadora, se pasea en llamativos carruajes. Victor Hugo rechaza la reforma de la ortografía aconsejada por al Academia Francesa y publica «Echec des Burgraves»; Balzac (amado por Marx) publica «Honorine et la Muse du département»; acaba de morir Stendhal. El futuro mediocre Charles Louis-Napoleón Bonaparte también edita su propio libro: «L’Extinction du paupérisme». Ledru-Rollin (campeón del sufragio universal) funda el periódico «La Réforme», tribuna desde la cual disparará sus invectivas el madrileño Louis Jean Joseph Charles Blanc. Frederic Chopin toca el piano en casa de la Condesa d’Agoult (quien tiene de amante a Liszt) para acariciar los oídos de Saint-Beuve e Ingres. Lujo y vanguardia son sinónimos parisinos; la miseria absoluta y el pauperismo también. París como climax de la libertad política; la marmita siempre en ebullición de las teorías más avanzadas; el laboratorio de las prácticas políticas de vanguardia. Aunque habían pasado muchas décadas desde que Francia fuera considerada la sede espiritual de la revolución, en los años cuarenta del siglo XIX la Europa continental era la democracia más real y avanzada. Era como Moscú en los años ’20 y ’30: un espantajo para los conservadores y monárquicos, una Mecca de los extremistas. Herzen, el escritor populista ruso, cuenta en sus memorias cómo conectaban sus contemporáneos «la palabra París con los grandes acontecimientos, las grandes masas, los grandes hombres de 1789 y 1793, recuerdos de una colosal lucha por una idea, por los derechos, por la dignidad humana… El nombre de París iba estrechamente unido a los más nobles entusiasmos de la humanidad contemporánea. Entré en París con reverencia, como se entra en Jerusalén y en Roma». Hacia 1845 vivían como inmigrantes en la capital unos 80.000 alemanes, que se dividían en dos grandes grupos socioeconómicos: de un lado escritores y artistas, del otro los artesanos y trabajadores profesionales. Algunos oficios eran típicamente alemanes, como el de zapatero: «allemand» en la jerga parisina llegó a ser sinónimo de cordonnier. Los alemanes, como todos los emigrantes pobres actuales y pasados, hacían bajar en su desesperación los salarios medios de los franceses, por lo que eran muy comunes conflictos y campañas xenófobas. La puntillosa policía parisina registra que las primeras asociaciones secretas socialistas y comunistas alemanas datan de 1835. Marx llega expulsado de Alemania a mediados de octubre de 1843, se instala y comienza a trabajar en la edición del primer número de los Deutsch-französische Jährbucher, «Anales Franco-Alemanes». Estas primeras asociaciones se componían de intelectuales y obreros autodidactas, como la luego famosa «Liga de los Justos» fundada por un médico (y compañero luego de Marx) August Hermann Ewerbeck (traductor al francés de Feuerbach). Fue él quién introdujo a Marx en las asociaciones revolucionarias alemanas y francesas de París. Según sus propias palabras «en las asociaciones de artesanos comunistas la fraternité no es una vana palabra, sino una realidad, y toda la nobleza de la humanidad resplandece en estos hombres endurecidos por el trabajo». Marx se encuentra con Bakunin, ese antiguo y gigantesco oficial de la guardia imperial discutiendo y blandiendo siempre un cigarrillo. Visita los salones de los ricos rusos de tendencia liberal, como Annenkov y Tolstoi. Conoce a Proudhon. Agentes secretos prusianos ya andaban tras la pista de sus pasos: «En París comienza a surgir una nueva clase de escritores, artistas y obreros alemanes, la cual está decidida a provocar el derrocamiento por el camino de las reformas sociales. Al frente de dicho partido se encuentran los representantes de la doctrina hegeliana: Ruge, Marx… Resulta verdaderamente lamentable ver de qué forma algunos intrigantes engañan a los pobres obreros alemanes. Pero no sólo intentan arrastrar al comunismo a los obreros, sino también a jóvenes comerciantes, dependientes… Los comunistas alemanes se reúnen cada domingo ante la Barriere du Trône, en la sala de un tabernero en la carretera…Se reúnen normalmente 30, muchas veces 100 0 200 comunistas. Tienen alquilada la sala. Allí pronuncian discursos en los cuales se predica abiertamente la muerte del rey, la abolición de todos los bienes, la eliminación de los ricos, etc. En resumen: la más horrenda e inaudita locura. Le escribo a toda prisa, con el fin de que esos Marx, Hess… no continúen arrojando a la gente joven a la desgracia». El espía prusiano no estaba alejado de la mutación que se estaba produciendo: el surgimiento de un nuevo tipo de escritor. Y es que el exilio político acarrea un doble corte: de un lado re-establece una libertad y una posibilidad de expresión imposible en Alemania; del otro una muerte simbólica de todo el pasado in toto. París es la fase de ruptura, de renovación práctica de la teoría, donde la exterioridad del exilio se transforma en objetivación de la filosofía bajo la Kritik al idealismo, preámbulo de la Kritik a la ideología. A fines de agosto de 1844 se produce un encuentro histórico: Engels pasaba por París desde Manchester de vuelta a Barmen y toma unas cervezas con Marx en el monumental «Café de la Régence», uno de los más famosos cafés de París (muchos dicen que allí se inició la Revolución Francesa, entre sus clientes se contaron Voltaire, Diderot, Rousseau, Grimm, Musset). Allí, según palabras del propio Engels: «nuestro completo acuerdo en todos los campos teóricos se hizo claro y nuestro trabajo conjunto data de aquellos días». En una mesa del café, Marx se comprometió a colaborar en una revista socialista que Engels editaba junto con el «rabino rojo», o sea: Moritz Hess. Hess, primer socialista alemán, quién convirtió al owenista Engels al comunismo; creador del Sionismo y siempre cercano a Marx.
Marx escribe el texto sobre el suicidio en la segunda mitad de 1845. Ha sido expulsado de París en enero de 1845, junto con varios redactores del diario «Vörwarts!», Bakunin y ¡un agente doble prusiano por equivocación!; parece que el rey exclamó: «¡Hay que purgar París de filósofos alemanes!». Le dan veinticuatro horas para abandonar Francia. Vive en Bruselas, aunque no le gusta. Ciudad provinciana, capital de un pequeño país independizado hacía poco tiempo, con un gobierno católico-conservador, un fondeadero de emigrantes políticos de paso y con una gran libertad de expresión, la única satisfacción. Se le prohíbe escribir sobre política. Acompañado por un amigo había llegado, vía Lieja, el 9º de febrero de 1845 y se alojó en una taberna en la rue du Bois-Sauvage, cerca de la majestuosa St. Michael. Llevaba una nota de instrucciones que le había dado su mujer, Jenny: conseguir alquilar una vivienda de cuatro habitaciones, que tuviera calefacción, el cuarto de estudio y el de los niños debía estar amueblado muy sencillamente, la cocina no importaba, ni si los dormitorios tenían colchones y sábanas, y concluía: «mi único deseo es que prestes atención a los armarios; juegan un papel muy importante en la vida de un ama de casa y son objetos realmente valiosos, que no hay que dejar a un lado. ¿Cómo disponer mejor de los libros?». Alquilará una casa barata en los suburbios del este de la ciudad donde se habla flamenco, en St. Louvain. Residirá tres años, vivirá hasta que estallen las revoluciones de 1848. Allí nacerá su segunda hija, Laura. Subsiste con donaciones y préstamos. Vive al borde de la mendicidad. Le ataca el asma. En el interregno de su situación precaria intenta conseguir una visa para los Estados Unidos. Aunque vive en la pobre Bélgica, lo que vuelca en el ensayo es un emergente de su trabajo público publicista y privado en la temporada parisina. En especial se condensan las conclusiones teóricas de los manuscritos de 1844, los Ökonomisch-philosophischen Manuskripte von 1844 y Die Heilige Familie, «La Sagrada Familia», primer trabajo conjunto del tandem Engels&Marx escrito a fines de 1844 y recién editada en 1845 (sin mucho éxito de lectores). En los Manuskripte, Marx ya había definido cómo «la propiedad privada se desprende, pues, mediante el análisis del concepto del trabajo alienado, es decir, del hombre alienado, del trabajo enajenado, de la vida enajenada, del hombre enajenado«. Y el concepto del trabajo alienado (de la vida alienada) «lo hemos obtenido en la economía política como resultado del movimiento de la propiedad privada«. Por primera vez conceptualiza la Entmfredung de los trabajadores bajo el capital. El trabajo bajo las relaciones sociales modernas «produce maravillas para los ricos, pero produce miseria y desamparo para el trabajador. Produce palacios, pero también tugurios para los que trabajan. Produce belleza, pero también invalidez y deformación para el trabajador. Sustituye el trabajo por máquinas, pero obliga a una parte de los obreros a retornar a los trabajos de la barbarie y convierte a otros en máquinas. Produce espíritu, pero produce también estupidez y cretinidad para el trabajador». El trabajador vive esta objetivación (la realización de un trabajo por un salario) como una desrealización: «la objetivación se manifiesta como pérdida y servidumbre del objeto, la apropiación como enajenación, como alienación«. El obrero no es más hombre, sino una marchandise más, pero una mercancía «de las más desdichadas cualidades». En el tercer manuscrito parisino, el capítulo «Privateigentum und Kommunismus», Marx introduce en el antagonismo fundamental otros heredados y subsumidos, en especial la opresión de género, la dominación entre sexos (un pasaje subrayado por Simone de Beauvior y Raya Dunayevskaya): «En el comportamiento hacia la mujer, botín y esclava de la voluptuosidad común, se manifiesta la infinita degradación en que el hombre existe para sí mismo… Del carácter de esta relación se desprende en qué medida el hombre ha llegado a ser y se concibe como ser genérico, como ser humano: la relación entre hombre y mujer es la más natural de las relaciones entre uno y otro ser humano». La opresión de la mujer, su estado y situación social, es una ratio infalible, tanto como las divisiones en clases, para medir el desarrollo humano de una sociedad.
Es en este novísimo framework que critica la alienada objetivación burguesa en el cual Marx rescatará las memorias de Peuchet. En «La Sagrada Familia», el texto inmediatamente anterior al del suicidio, en el capítulo IV (escrito por Engels), «Die kritische Kritik» als die Ruhe des Erkennens oder die «kritische Kritik» als Herr Edgar». Allí se realiza una defensa a toda la línea de la feminista comunista Flore Celestine Therèse Henriette Tristán Moscoso Laisney (¡otra emigrée!) y su libro «Union Ouvrière» (1843), impreso en la misma imprenta donde Marx y sus compañeros editaban sus periódicos. Flora era criticada por los jóvenes hegelianos, antiguos aliados, como una «dogmática femenil». Allí, la autora, sentenciaba que el mejoramiento de la situación de miseria e ignorancia de los trabajadores es fundamental, porque «todas las desgracias del mundo provienen del olvido y el desprecio que hasta hoy se ha hecho de los derechos naturales e imprescriptibles del ser mujer». Ella rehusaba mantener la emancipación de los trabajadores separada de las de las mujeres: «el hombre más oprimido puede oprimir a otro ser, que es su mujer. La mujer es la proletaria del mismo proletario». Tristán había muerto a los 41 años, víctima de tifus, y antes de que Marx (o Engels) pudieran conocerla. Mártir de la opresión de género, maltrato marital y violencia doméstica (su esposo intentó asesinarla a tiros: tuvo una bala sin extraer en su pecho hasta su muerte). Otra reivindicación novedosa, y que cruza análisis de género con crítica de clase, es a las prostitutas. En el capítulo VIII, capítulo II, «Enthüllung des Geheimnisses der kritischen Religion oder Fleur de Marie», se defiende la cosmovisión de un personaje del novelista republicano de izquierda Eugène Sue, la puta Fleur de Marie en el roman-feuilleton «Les Mystères de Paris« (1843). La novela se incluía dentro de un género de crítica social-literaria, llamada mystères urbains, incluso historias de misterios de fábricas. Se describían aventuras y desgracias en los arrabales de las grandes ciudades, y en especial el modus vivendi de los obreros y desclasados. El capítulo lo escribe Marx : » Encontramos a Marie, como mujer de la vida, en medio de delincuentes, como sierva de la patrona en la taberna que frecuentan los maleantes. Pero, aunque sumida en ese envilecimiento, conserva una humana nobleza de alma, una naturalidad humana y una belleza humana que se imponen al ambiente que la rodea… sus cualidades sólo se pueden explicar por el despliegue de su condición humana en medio de la situación deshumanizada en que se halla… Fleur no considera la situación en que se encuentra como una creación libre, como una expresión de sí misma, sino como un destino que ella no se ha merecido… Mide sus situación vital con arreglo a su propia individualidad, a su esencia natural, y no al ideal del bien «. Y al final a Fleur de Marie, como pecadora arrepentida, sólo le queda el camino de la muerte. Recordemos que Tristán también había escrito y criticado la situación de la prostitución.
Marx comienza su artículo sobre el suicidio con unas palabras de Peuchet en las cuales el suicidio debe ser considerado el symptôme de un vicio constitutivo de la sociedad moderna. Se subraya que la más grande proporción de los suicidios se deben principalmente a la misère, aunque es un fenómeno multiclasista. Los defectos son constitutivos a la forma en que se organiza la sociedad. Marx no sólo traduce, sino que lo hace muy libremente. Destaca en itálicas que el suicidio, como cualquier otra manifestación social, difiere mucho de una sociedad a otra: » Toutes les societés n’ont donc pas les mêmes produits «. Cada sociedad produce sus propios monstruos. Nuestra sociedad, dice Peuchet citando a Rousseau, es un desierto poblado de bestias feroces. ¿De dónde puede surgir este deseo de vengarse de sí mismo? Marx-Peuchet nos lo aclaran: «La revolución [francesa] no ha derribado todas las tiranías; los poderes arbitrarios siguen subsistiendo en las familias; ellos causan crisis análogas a aquellas que provocan las revoluciones». El suicido como tragedia de la vida íntima no es más que la medida y el síntoma de una lucha social, siempre flagrante, donde muchos combatientes se retiran cansados porque se saben siempre víctimas y porque se rebelan contra el sólo pensamiento de «prendre un grade au milieu des borreaux». Marx toma cuatro casos detallados de los relatados por Peuchet. Tres son jóvenes mujeres; el otro un hombre ex-guardia real. Primer caso: es suscitado por la presión familiar, tanto materna como paterna, por perder la virginidad. Ella se suicida ahogándose en el Sena. El segundo caso implica abuso conyugal, tiranía marital y etnicidad, una joven originaria de La Martinica que sufre los celos sin límites que la llevan a arrojarse al Sena. Marx compara el maltrato de su marido comparándolo con la esclavitud, protegida por el Code civil y los derechos de propiedad. El tercer caso trata de los derechos de aborto: una joven de dieciocho años queda preñada del tío de su marido y se presenta a un médico para que le quite el embarazo bajo el juramento que se matará. También se ahoga en el Sena. El caso masculino es un hombre de edad mediana, ex-soldado, que ha perdido su trabajo, no consigue ninguno y su familia entra en la habitual espiral de pobreza, exclusión y marginalidad. No soporta la carga moral. Se ahorca. Peuchet cierra su relato diciendo que la clasificación de las diversas causas de suicidio podría ser la clasificación misma de los vicios de una sociedad. Al final del artículo Marx reproduce unas tablas estadísticas que analizan los suicidios en el año 1824 en París y la Banlieue. Los números fríos dejan ver cómo los suicidios femeninos son los más comunes. En el futuro Marx volverá sobre el tema del género y la crítica radical a la familia burguesa, en la «Deutsche Ideologie», hablando de la división del trabajo entre sexos como la forma más original y primitiva y, por supuesto, en el «Manifiesto Comunista», donde llama, no sin razón, a la superación-abolición, la Aufhebung, de la familia bourgeois, agregando : «La familia burguesa existe sólo plenamente para la burguesía y encuentra su obligado complemento en la carencia forzosa de familia de parte de los proletarios y en la prostitución pública… las declamaciones burguesas sobre la familia y la educación, sobre la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, resultan tanto más repugnantes cuanto más la gran industria desgarra todos los lazos familiares para los proletarios y convierte a los hijos en simple objetos del comercio e instrumentos de trabajo… El burgués ve en su esposa simplemente un instrumento de producción. Y al oír que los instrumentos de producción deben ser explotados en común, no pueden por menos de pensar, naturalmente, que también a las mujeres les tocará la misma suerte. No entienden que de lo que precisamente se trata es de acabar con la posición de la mujer como simple instrumento de producción».
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