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Superelite y sistema

Fuentes: Rebelión

Una hipótesis de base que puede resultar gratuita —al menos para las inteligencias preclaras en nómina del sistema— es que una elite superior a todas las elites mediáticas conduce los destinos del mundo, y esta es la superelite del poder capitalista. Todo sistema está dirigido a una finalidad debidamente ordenada siguiendo unos principios que le imprimen carácter, con lo que la dirección en cualquiera de sus formas es imprescindible.

Por otro lado, si se tiene en cuenta algo fundamental como el principio que establece la necesidad de esa dirección superior, ya sea ley, inteligencia o fuerza que rige la marcha de las cosas, el asunto, si se quiere, puede quedar meridianamente claro. La dirección se ha venido entendiendo como competencia de la elite, pero no corresponde a cualquiera, y menos a las que pululan en el plano publicitario, que son personajes dedicados a crear capital o simplemente a enriquecerse a través de sus empresas, pero carentes de capacidad de dirección ni individualmente ni agrupados.

Toda elite debe disponer de un elemento soporte que le dé fuerza y le permita serlo, al punto de que esta pueda pasar a representar poder y se defina en términos de autoridad. La fuerza visible que domina el mundo es el dinero, reconocido por las masas como poder supremo, de manera que quien dispone de las claves del manejo del dinero tiene el poder sobre ellas, cualquier otra argumentación está destinada a convertirse en apariencia, dirigida a ocultar la realidad en cumplimiento de algún tipo de interés. El dinero, como objeto material que avala el ejercicio del poder dominante, se sitúa demasiado cercano a la realidad y obligaría a reflexionar a las masas, pero como quien se aprovecha de él es una minoría dirigente, a fin de conservar su poder, debe jugar a la ocultación. De ahí la apariencia que toma el entorno externo, haciendo del fondo un arcano, con lo que se trata de que el alto manejo de la producción del dinero pase a ser el secreto mejor guardado por la elite dominante. El secretismo es la base del negocio para evitar que se contamine y caiga en manos de las masas, por eso, la elite superior procura conservarlo a cualquier precio, para que quede reservado a unos pocos y poder manejarlo a su entera voluntad. Elite y apariencia son los principios del funcionamiento del sistema, entendido como ese orden de las cosas racionalmente dirigidas, aunque el principio de racionalidad aparezca contaminado por la voluntad personalista. La elite necesita de la apariencia, un blindaje para mantener su posición, lo que le permite seguir conservando la dirección del sistema; de manera que solo asoma a la luz lo que conviene al interés dirigente, no siempre coincidente con la realidad. En virtud de este principio, las cosas no son como se ven, a tal fin, hay todo un montaje de ocultación del fondo, para eso sirve el espectáculo.

Mientras el capitalismo se dedica a su negocio, siguiendo el principio apariencia, se nutre del espectáculo, que alimentan los medios de difusión, un instrumento efectivo para, aprovechando el entretenimiento, apropiarse del dinero que generan las masas. Como parásito social, el capitalismo precisa de un huésped en el que instalarse para poder sobrevivir, ya que —aunque resulte paradójico— por sí mismo es incapaz de producir dinero, que es la base de su poder. No sirve decir que invierte capital para generar más capital, porque el capitalista fundamentalmente invierte en información, influencia e ideas efectivas, derivadas ambas al terreno real buscando resultados óptimos en términos de negocio. La inversión del capitalista en capital productivo es un tópico, el capitalista no invierte, la inversión la realizan otros, él simplemente especula y se apropia de los resultados. Las masas con su trabajo se ocupan de generar mercancía valorada en dinero, pero pierden el control en favor del capitalista, y lo acentúan al dejarse arrastrar hacia el mercado, al que entregan buena parte de la retribución por el trabajo e incluso su propia existencia. Finalmente se quedan con las manos vacías, han sido engañadas por el sistema. Su esfuerzo productivo en el trabajo de transformación de bienes, objetos o intereses, hasta llegar al resultado de la mercancía final, ha sido aprovechado por las empresas, mientras que el remanente, en forma de salario, se destina obligadamente a dedicarlo a disfrutar del supuesto bienestar que concede el dinero. Al capitalista, a través de su empresa, le basta con apropiarse de ambos para continuar alimentándose. La actividad capitalista realizada a través de las empresas consiste en expoliar de manera continuada la doble producción de dinero, desde el trabajo y el consumo, efectuada por la labor de las masas para incrementar el valor capital, que progresivamente pasa a ser el soporte del superpoder dominante. Este sistema de doble explotación no puede quedar al descubierto, porque concluiría el negocio, a tal fin sirve la apariencia que se sirve del espectáculo de la desinformación con el que se nutre el mercado. Este último representa el negocio estable, basta con alentarlo permanentemente, y para ello está el marketing.

Puesto que el mundo no funciona a su aire, y mucho menos conducido por los jerarcas políticos que se presentan en el escenario —simples empleados de esa dirección superior—, hay que hablar de una minoría, definida como capitalista, que dirige estratégicamente todas las operaciones. No es otra que la superelite del poder económico, dedicada a manipular a su conveniencia el sistema global, sobre la base de la explotación de las masas, en defensa de sus particulares intereses.



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