Un príncipe jamás podrá protegerse de un pueblo hostil, porque son demasiados quienes lo forman Maquiavelo, El Príncipe, IX 1. A lo largo del Príncipe, Maquiavelo repite varias veces el argumento: de nada le servirá a un gobernante odiado esconderse tras las murallas de su fortaleza. El deseo del pueblo, su voluntad de no ser […]
Un príncipe jamás podrá protegerse de un pueblo hostil,
porque son demasiados quienes lo forman
Maquiavelo, El Príncipe, IX
1. A lo largo del Príncipe, Maquiavelo repite varias veces el argumento: de nada le servirá a un gobernante odiado esconderse tras las murallas de su fortaleza. El deseo del pueblo, su voluntad de no ser oprimido y de luchar para salvaguardar su libertad, acabará antes o después por hacerlo caer. La razón es que el Príncipe de Maquiavelo no es una persona física, no es simplemente un ser entre otros que se distinga por haberse hecho de una forma u otra con el poder. El soberano es quien ha de mediar entre las dos disposiciones antagónicas que marcan el ritmo y la vida de toda ciudad: el deseo de los ricos, cuya última pulsión es incrementar su poder a costa de explotar y dominar a los demás, y el del pueblo, que consiste precisamente en resistir esa opresión, en levantarse y luchar por su libertad. Por eso las fortalezas, o el uso constante e indiscriminado de la represión, sólo sirven para crear la ilusión de que el Príncipe está a salvo, de que puede gobernar por la fuerza a un pueblo hostil. No puede hacerlo durante mucho tiempo.
2. El deseo de ser libres deshace las ficciones ideológicas de la soberanía, descubriendo en su lugar un escenario descarnado de relaciones de poder y acumulaciones de fuerza. Cuando el poder se desnuda, las contradicciones y los antagonismos rompen su equilibrio inestable y quedan por fin a la vista de todos. En un texto de sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci explica que las «situaciones de conflicto entre los representados y los representantes» suelen darse por una de dos razones principales. La primera es que la clase dirigente haya fracasado en alguna gran empresa política, por ejemplo una guerra, para la que hubiera solicitado u obtenido por la fuerza el consentimiento de las masas. La segunda consiste en que las masas hayan pasado de golpe «de un estado de pasividad política a una cierta actividad, y hayan presentado demandas que, en su conjunto, y aunque no estén formuladas orgánicamente, equivalen a una revolución». Podría decirse que esta es precisamente la situación en la que estamos: los dirigentes pidieron sacrificios al pueblo para ir a una guerra económica y social que sólo podía perder, porque es contra él, y las multitudes han respondido planteando demandas que, en su conjunto, equivalen a una revolución.
3. La contradicción entre la política de la fortaleza y el deseo de ser libres se hace cada vez más insoportable. Pero como recuerda siempre Maquiavelo, en la ciudad nunca hay nada decidido de antemano, nada que se desarrolle mecánicamente, pues todo empeño dependerá de cómo se sepa engarzar la fuerza con la inteligencia. Además, la voluntad tiene que contar con aquello que no controla, con la fortuna, ese margen de indefinición que siempre agujerea los programas y tiñe lo político de incertidumbre. En una situación así, orientarse es la tarea más importante, y para ello es necesario saber medir y utilizar todas las fuerzas de que se dispone. Esa es la otra «crítica de la fortaleza»: nada hay más peligroso que la euforia incapaz de ver sus propias debilidades, sus propios ángulos muertos. También hay algo no ya peligroso, pero sí bastante estéril: la actitud que enfrenta la realidad con el desdén y el reproche constante de no encajar con su teoría, o que concibe la lucha política según el esquema dramático de la tragedia. Todo buen boxeador sabe que conocer sus puntos débiles es la mayor medida de su fuerza. Pero a continuación se trata de asumir la iniciativa, o será él quien acabe llevándose los golpes.
4. Todo problema estratégico hunde sus raíces en ese paisaje dinámico de fuerzas opuestas y relaciones cambiantes. El auge de Syriza cara a las próximas elecciones griegas, por ejemplo, supone un desafío en ese sentido: la cuestión electoral toca la espina dorsal de movimientos como Occupy o el 15M, y seguro que no faltarán debates que se limiten a lanzar piedras de lado a lado de la calle (Sorel decía a propósito de la estrategia política: «todo plan pre-establecido es utópico y reaccionario»). Caer en esa trampa, sin embargo, sería un grave error de diagnóstico. Quizá uno de los grandes logros de los levantamientos de 2011 se haya dado precisamente en el ámbito de la gramática política: la representación de las multitudes que intentan retomar el control de sus propias vidas es en sí misma imposible, porque no hay principio de unidad, no hay centro capaz de condensary reducir esa multiplicidad de sujetos, de prácticas, de demandas y lógicas diferentes. Tampoco habría tolerancia ninguna al respecto, pues la insumisión a ese tipo de subordinación y de pasividad política es una conquista innegociable.
5. En el siglo XV, Nicolás de Cusa describió el universo como una esfera cuyo centro se encuentra en todas partes y su circunferencia en ninguna. Es es el mismo principio de fuerza de la resistencia democrática, que se rige por una lógica sencilla: cuanto más fuertes son las singularidades que la forman, más poderosas resultan las alianzas que surgen de sus encuentros y federaciones. Esos puntos de intersección delimitan el lugar donde opciones como Syriza podrían cobrar un sentido más allá de la representación, como ejes de condensación de fuerzas en torno a objetivos concretos, puntuales y ampliamente compartidos. Tampoco faltan ejemplos históricos de esas articulaciones, como los frentes antifascistas o el París de la Comuna, donde los proyectos de autogestión del trabajo, la cultura y los servicios comunes coexistían con estructuras de delegación ligadas por un mandato imperativo, revocabilidad en todo momento y retribución conforme al salario de un obrero. La cuestión no debería estar en elegir entre dos (o más) modelos estáticos y enfrentados a priori, sino en preguntarse si es posible multiplicar fuerzas en torno al cruce de sus trayectorias.
6. Syriza no debería aspirar a ser un Príncipe, sino un caballo de Troya. En otro texto, uno que comenta precisamente la obra de Maquiavelo, Gramsci afirma lo siguiente: «El príncipe moderno, el príncipe-mito, no puede ser una persona real, un individuo concreto. Sólo puede ser un organismo, un elemento complejo de la sociedad en el que una voluntad colectiva, que ya se ha reconocido a sí misma y se ha afirmado en cierto modo en la acción, empieza a tomar forma concreta». Que ese organismo complejo tenga no una sino muchas formas concretas, muchos cuerpos y cabezas que se encuentren en lugares comunes para crecer y reforzarse unos a otros, parece la mejor manera de oponer una fortaleza real al poder amurallado del soberano.
Fuente: http://madrilonia.org/2012/05/syriza-y-el-caballo-de-troya/