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Relato "verídico" de un hecho "real"

Tan cerca… ¡y tan lejos!

Fuentes: Rebelión

En Tarifa, provincia de Cádiz, en el atardecer de un caluroso día otoñal, contemplando de espaldas al sol el horizonte marino y más allá en lo que, más que ver, casi se adivinaba la franja terrestre marroquí entre brumas neblinosas, el sereno paisaje suscitaba en mi ánimo una extraña sensación de paz al propio tiempo que me embargaba una emoción de remembranza en recuerdo de los días felices y desenfadados en los que mi esposa y yo habíamos disfrutado de la empalagosa hospitalidad de nuestros transoceánicos vecinos del sur de todos los mapas.

Tánger siempre había suscitado en mi imaginación una suerte de fascinación y de misterio, propiciado todo ello por el conocimiento de los antecedentes históricos, de los días de internacionalidad y protectorado.

Así que cuando nos decidimos a emprender nuestra turística aventura, nuestras almas gemelas vibraban al unísono con las inquietudes anticipatorias de cada momento sucesivo de un viaje extasiado hacia lo exótico y paradójicamente cercano.

A nuestra llegada, una vez descansados y aterrizados en nuestro deslumbrante hotel, procedimos a la contratación de un guía-intérprete que nos auxiliara e ilustrara en nuestros recorridos por la fascinante ciudad.

Nuestro guía, un risueño y simpático joven con unas ganas de cachondeo que se adivinaban a tres leguas, nos propuso que, como principio, realizáramos una visita al zoco de la ciudad, en donde tendríamos oportunidad de empaparnos del bullicioso y pintoresco ambiente circundante al tiempo que, tras el inevitable regateo, podríamos alzarnos con apreciadas compras de baratijas de recuerdo inmarcesible.

Aceptamos, por supuesto, tan suculenta oferta y sin otra cosa que hacer de momento, nos encaminamos los tres, despacio y errabundos, aproximándonos paulatinamente a nuestro ansiada primera visita turística.

Una vez en el zoco todo estaba sucediendo conforme a lo previsto para satisfacción nuestra cuando, de improviso, una infernal algarabía -nunca mejor dicho- acaparó nuestra recelosa atención.

Nuestro guía, entre risotadas, nos dio a entender, medio en gestos y medio en entrecortadas palabras, que nada teníamos que temer, que él sabía de qué iba aquello, que nos lo explicaría adecuadamente y que podíamos acercarnos sin temor al corrillo de energúmenos que braceaban, gritaban y gesticulaban vigorosamente, al parecer inclinados ante lo que de lejos parecía ser una mediana mesa y un recipiente cilíndrico de madera con una cesta que se ajustaba en su interior, formada por un enrejado de anchas cintas de cuero, en disposición de malla rectangular, fijada a un aro de diámetro un pelín menor que el de la barrica de madera y sobre cuyo borde reposaba, por el impedimento que suponía un grueso y largo mango, que obligadamente habría de demandar el uso simultáneo de las dos manos para su eventual manejo, en lo que adivinaba que debiera de ser un peso nada desdeñable.

Con nuestras cámaras fotográficas ya preparadas para inmediatos disparos, al final nos atrevimos a acercarnos a fisgonear, entre hombros de chilabas en inmediata proximidad entre sí.

Nuestra sorpresa fue mayúscula, cuando pudimos contemplar y después fotografiar, en el centro de la mesa, un enorme montón de dentaduras postizas de una altura que no debía de bajar de sus buenos cuarenta centímetros, si no es que incluso más.

Nuestro guía nos explicó, entre enormes risas, ante nuestros ojos como huevos, que esas dentaduras postizas habían sido retiradas previamente, de los cadáveres de personas que previamente las habían llevado en vida y que eran retiradas para su posterior venta y eventual reutilización, porque al precio, aproximadamente equivalente a un actual euro por cada uno de sus dientes o muelas, estaba asegurado que terminarían encontrando comprador,  probándose de forma aislada cada pieza superior o inferior, desparejadas, porque una vez revueltas todas las que conformaban el montón de marras, no había forma humana de volverlas a emparejar.

Nuestro guía-intérprete se partía de risa ante nuestros remilgos, ante los gestos, muecas y mohines de asco que mi esposa -y yo también- al hilo de sus explicaciones íbamos exhibiendo.

Nos explicó que después de cada ensayo de acomodo de semi-dentadura que no evidenciaba un buen acomodo, la pieza regresada a los vendedores no era devuelta en restitución al montículo de origen, sino que se echaba al interior de la barrica de madera donde debía permanecer veinticuatro horas en una solución desinfectante que se renovaba con esa periodicidad, haciendo uso, para sacar las piezas dentarias, de la malla de cuero, para dejarlas secar antes del regreso al montículo en el que volvían a quedar todas juntas y revueltas.

El alboroto era como consecuencia de que los que formaban el corrillo no querían esperar a que se cumpliesen las veinticuatro horas de desinfección, porque consideraban que no iban a encontrar piezas de su adecuado acomodo masticatorio entre las que ya estaban depositadas en el montículo.

Querían, en suma, probar suerte con las que todavía no habían completado su ciclo de desinfección y los propietarios del negocio, por razones obvias de «higiene», se negaban a transigir con romper el protocolo de supuesta profilaxis.

A nuestro regreso al hotel y todavía con amagos de arqueadas de asco por parte de mi esposa, nos acompañó nuestro guía, sentándose con nosotros en el vestíbulo, en espera de que nuestra habitación doble llegara a estar lista de limpieza, renovación de sábanas y toallas, con reposición de consumibles necesarios para nuestra personal higiene.

El guía, con cara socarrona, nos dijo que para amenizar la espera entre tanto nos iba a narrar un suceso relacionado con las dentaduras postizas, el cual él, por su condición de colaborador del hotel, había tenido ocasión de conocer.

Nos dijo que en cierta ocasión en la que la demanda de plazas hoteleras se había desbordado, el hotel tuvo necesidad de pactar con sus clientes de la tanda entrante un acomodo provisional durante dos días en improvisadas camas distribuidas, todas juntas, en un salón no muy grande, con una única ventana que daba a un patio interior, que no lo era totalmente, porque mediante un pasadizo se comunicaba con el exterior, del que también participaba de la condición terriza del terreno.

La ventana habitualmente había de permanecer abierta por el sofocante calor imperante en el saloncito.

Entre los clientes así alojados provisionalmente durante esos dos días, había un ciego que portaba una dentadura postiza.

Al acostarse el ciego había echado en remojo, en un vaso de agua, las dos piezas de su dentadura postiza en espera de que al despertarse a la mañana siguiente las pudiera recuperar para volver a colocárselas.

Sin embargo, a media noche, a la luz de la luna y en medio de desconsiderados gritos, con signos evidentes de embriaguez, irrumpió un sujeto dando traspiés y ni corto ni perezoso se lanzó en tromba a beberse el agua del vaso en el que el ciego había dejado en remojo su dentadura postiza, con la consiguiente sorpresa y enfado del borracho, que con gesto airado tiró por la ventana abierta el vaso y las piezas dentarias artificiales, todo a la vez.

El ciego, por la mañana, se levantó encontrándose con la desagradable sorpresa de que el vaso y la dentadura postiza habían desaparecido.

Sus compasivos compañeros de provisional alojamiento le explicaron lo sucedido, porque ellos sí se habían llegado a despertar.

El ciego imploró que se le ayudara a tratar de recuperar su dentadura postiza, porque quizás ésta no se hubiera llegado a dañar.

Compadecidos de él acudieron a través del pasadizo al patio interior y para sorpresa de todos el vaso de cristal no se había llegado a romper pero de la dentadura postiza no quedaba el menor rastro, sin que jamás se volviera a saber nunca más nada de ella.

Nuestro guía, con cara de sorna, nos dijo que él se había ofrecido a acompañar al ciego al zoco, a ver si a través del tacto era capaz de llegar a identificar a sus dos piezas de la dentadura postiza, entre todas las depositadas en el desordenado montículo…