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Cronopiando

¿Te rindes?

Fuentes: Rebelión

En el orfanato de curas en que purgué tres años de mi vida, uno de los momentos estelares del día lo constituía la hora de comer. Y no tanto por las excelencias de la ingesta que se nos proponía sino por el inenarrable goce de subir y bajar la quijada triturando unas curiosas albóndigas de […]

En el orfanato de curas en que purgué tres años de mi vida, uno de los momentos estelares del día lo constituía la hora de comer. Y no tanto por las excelencias de la ingesta que se nos proponía sino por el inenarrable goce de subir y bajar la quijada triturando unas curiosas albóndigas de carne sin carne a las que llamábamos pelotas, que a punto estuvieron de desencajar la mandíbula a más de un niño, aunque había quien responsabilizaba de los riesgos a unos rígidos macarrones que, hasta cocidos, nos permitían redoblar sobre la mesa convertida en improvisado tambor, o usarlos como cerbatanas para dispararnos granos de arroz. Lo mejor era el postre, unos pedazos de gelatina azucarada de vivos colores que sospecho fueron la causa del prematuro deterioro dental de todos.

Durante mis primeros días de orfanato, sin embargo, uno de los tres comensales con quienes compartía mesa, de apellido Froix y asturiano para más señas, decidió incautar mi postre sin más razones que su veteranía en el orfanato y los diez kilos de más que me llevaba. Impasible asistí al despojo de mi gelatina durante una semana sin que me quedara ni el consuelo de denunciar el caso al cura, para no acreditarme entonces como chivato y ser condenado al ostracismo general.

Y así fue hasta que un día decidí defender mi derecho a postre. Diez minutos más tarde, todavía Froix me aporreaba en el suelo rodeado de un coro de espectadores que jaleaba el pleito.

‑¿Te rindes? ‑preguntó Froix.

No necesitó preguntármelo dos veces. Al fin y al cabo, para qué quería la gelatina si me quedaba sin dientes.

El problema era que, para el día siguiente, yo ya me había olvidado del castigo y al reiterarse el decomiso de mi gelatina, reiniciaba la pelea en los mismos términos y resultados.

‑¿Te rindes?‑ y yo, por supuesto, me rendía.

Pasaron dos semanas de pleitos, resueltos siempre de la misma forma, aunque ya ni siquiera concitaban el interés del público, aburrido de asistir al mismo espectáculo todos los días.

‑¿Te rindes?‑ Y había que rendirse.

Como no se resolvía el dulce abuso que originaba el pleito, en cuanto se me olvidaba el castigo volvía a reiniciarse la pelea.

Hasta que, finalmente, fue el bueno de Froix el que se rindió. Tal vez se cansó de tirarme al suelo y pegarme, o quizás ya estaba harto de masticar tanta gelatina, o se sintió decepcionado ante la falta de expectación que ya despertaban sus musculosas exhibiciones. Lo cierto es que, un día, Froix dejó de arrebatarme mi postre.

El relato viene a cuento de ciertos conflictos políticos cuya violencia nos impacta y conduele, y que mientras no se resuelvan en sus causas, han de seguir provocando sus dolorosos efectos por más que aparezcan periodos de relativa calma que algunos aprovechan para anunciar alborozados el fin de la violencia.

Lamentablemente, mientras no se atiendan y solucionen los problemas por la manifiesta falta de voluntad de algunos de ir a las raíces del conflicto, la «paz» siempre será precaria y tendremos que seguir viviendo en el temor de que, cualquier día, el injuriado vuelva a reclamar su derecho al postre

No importa que una mayor violencia ahogue circunstancialmente las sentidas reivindicaciones, el día menos pensado, éstas volverán a manifestarse en toda su crudeza. Y es que nadie se rinde para siempre mientras la iniquidad no se repare.

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