Conferencia pronunciada en los actos de inauguración de la sede de la Agencia Catalana de Protección de Datos
La tecnología es pródiga en promesas. A la democracia le ofrece instrumentos para combatir la eficiencia declinante y llega incluso a proponerle una regeneración. Abre un mundo donde cada bien o servicio se hace inmediatamente accesible. Propone seguridad contra toda amenaza interna e internacional. Presenta una sociedad de los saberes, una difusión sin límites del conocimiento, libre de los vínculos del tiempo y del espacio.
De esta forma, las tecnologías de la información y de la comunicación están rediseñando el mundo, las relaciones personales, sociales, políticas y económicas. Pero esta transformación tiene un precio. Vivimos en la sociedad de la información, y esto quiere decir que es justamente la información la que viene a constituir ahora la materia prima más importante y que, dentro de la información, los datos personales son especialmente preciados.
Podemos decir que nuestra propia vida está volviéndose hoy en día un intercambio continuo de informaciones, que vivimos en un flujo continuo de datos. Es ésta la razón por la cual la protección de datos asume una importancia creciente, que la conduce cada vez más hacia el centro del sistema político-institucional.
Esta evolución se ve claramente en la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, donde se hace una distinción entre el tradicional derecho «al respeto de la vida privada y familiar» (art. 7) y el «derecho a la protección de los datos de carácter persona» (art. 8), que se presenta de esta forma como un derecho fundamental nuevo y autónomo. La distinción no es sólo de apariencia. En el derecho al respeto de la vida privada y familiar se manifiesta sobre todo el momento individualista, el poder sustancialmente se limita excluir interferencias ajenas: la tutela es estática, negativa. Sin embargo, la protección de datos establece reglas sobre la forma de tratamiento de los datos, se concretiza en poderes de intervención: la tutela es dinámica, sigue los datos en circulación. Además, los poderes de control y de intervención no se atribuyen solamente a los interesados de forma directa, sino que vienen confiados también a una autoridad independiente (art. 8.3): la tutela ya no es individualista, sino que implica una específica responsabilidad pública. De este modo, nos encontramos al mismo tiempo frente a una redistribución de los poderes sociales y jurídicos. Se entiende aquí la meta de una larga evolución del concepto de privacidad, de su definición original como derecho a ser dejado solo hasta el derecho de mantener el control de la propia información y de determinar la forma de la construcción de la propia esfera privada. Así el derecho a la protección de los datos personales se presenta como un elemento esencial por el desarrollo libre de la personalidad en las sociedades democráticas.
No obstante, ¿bastará el refuerzo de las garantías institucionales para contrastar el impulso de las nuevas tecnologías hacia la creación de una sociedad de vigilancia y clasificación? ¿Puede sobrevivir la privacidad en la edad del terror? ¿Pueden ser efectivas las garantías jurídicas con la prepotencia de un sistema económico que produce incesantemente un fichaje y una clasificación de las personas con fines comerciales? ¿Cuáles son las zonas dónde cambia el paisaje tecnológico?
En la última fase se ha determinado una convergencia de intereses públicos y privados que ha acelerado la construcción de una sociedad de vigilancia, con controles cada vez más intensos en cada espacio, y de una sociedad de clasificación, con una transformación de cada espacio en un lugar donde impera la lógica comercial. Este nuevo contexto no evoca el «Gran Hermano» de George Orwell, pero el «Panopticon» de Jeremy Bentham, donde hay muchos sujetos públicos y privados que pueden ver todos sin ser vistos. Nace un controlke asimétrico que puede ser peligroso por los derechos de los ciudadanos.
De esta forma, asistimos a una creciente publificación de los espacios privados por razones de seguridad y a una igualmente intensa «disneyzación» por razones de mercado. Los usos comerciales de Internet superan actualmente todas sus demás utilizaciones, con efectos globales que pueden invertir el entero funcionamiento de la red, haciendo correr el riesgo de una «network society» identificada progresivamente con la dimensión comercial.
No ha sido sólo el espacio virtual el que se ha transformado. También lo han hacho el espacio real, los tradicionales sitios públicos -calles, plazas, parques, estaciones, aeropuertos – que se someten cada vez más a un estrecho control, escudriñados implacablemente, marcando de esta forma el paso de una vigilancia particular a una generalizada. Es la misma lógica que preside la conservación por períodos cada vez más largos de todos los datos que atañen el tráfico telefónico, el correo electrónico y la navegación en Internet.
Miremos a nuestro alrededor, alcemos la mirada mientras caminamos por la calle y enseguida descubriremos en cada sitio cámaras de televisión que nos vigilan. Esta imparable publicización de los espacios privados, esta continua exposición a miradas desconocidas e indeseables, incide en los comportamientos individuales y sociales. Saber que estamos escudriñados limita la espontaneidad y la libertad. Reduciéndose los espacios libres de control, se nos empuja a encerrarnos en casa y a defender con ferocidad este último espacio privado. Pero si libertad y espontaneidad se confinan a nuestros espacios rigurosamente privados, llegaremos a considerar lejano y hostil todo lo que se encuentre en el exterior. Aquí puede estar el germen de nuevos conflictos, y por tanto de una permanente y más radical inseguridad, que contradice el más fuerte argumento aducido para legitimar la vigilancia, precisamente su vocación de producir seguridad. Precisamente para contrastar esta peligrosa deriva, en los Estados Unidos ha nacido ahora desafiada de forma radical por las más recientes técnicas de localización, relacionadas sobre todo con la telefonía móvil y con las «etiquetas inteligentes» que, gracias a la tecnología de las radiofrecuencias, puede consentir seguir los desplazamientos de personas y productos.
La mutación social está precisamente aquí. La vigilancia se transfiere de lo excepcional a lo cotidiano, de las clases «peligrosas» a la generalidad de las personas. Nace una sociedad donde todos son «sospechosos».
Todo esto no ocurre solo fuera de nosotros. El cuerpo humano está en continua transformación. Desde hace tiempo ha perdido su unidad, se ha desarticulado en sus partes. Después ha conocido la crisis de su materialidad cuando se ha empezado a contraponer el cuerpo «electrónico» al «físico». Ha recuperado la importancia de lo físico cuando los datos biométricos se han manifestado como un instrumento indispensable para la definición y el reconocimiento de la identidad. De hecho, en la fase más reciente se ha vuelto a dirigir la atención a los componentes físicos, sobre todo porque la sola realidad desmaterializada corre el riesgo, en muchos casos, de no asegurar la certeza de la identificación de un sujeto que, por ejemplo, podría haber comunicado a otra persona la contraseña necesaria para el uso de un cajero automático.
Para superar estas dificultades, se vuelve a dar importancia al cuerpo, que pasa a ser fuente de nueva información, una mina de la cual se extraen datos ininterrumpidamente. El cuerpo en sí está transformándose en una contraseña, en un «password»: lo físico ocupa el puesto de las abstractas palabras clave. Huellas dactilares, geometría de la mano, de los dedos o de la oreja, iris, retina, rasgos de la cara, olores, voz, firma, forma de mecanografiar, forma de andar, ADN. Cada vez con más frecuencia se recurre a estos datos biométricos no sólo con fines de identificación o como llave para el acceso a los distintos servicios, sino también como elementos para clasificaciones permanentes, para nuevas formas de control.
La utilización de los datos biométricos necesita una atención particular, un análisis caso por caso de los costos y de los beneficios. No podemos presentar los datos biométricos como la tecnología que puede garantizar la certitud de todas las identificaciones y autenticaciones. La experiencia presenta muchos casos de falsos positivos y negativos; la utilización de los datos genéticos puede producir violaciones graves de los derechos del interesado y también de los otros miembros del mismo grupo biológico; el «robo de identidad», cuando pertenece a datos como las huellas o el ADN, puede producir efectos dramáticos de exclusión social.
El propio cuerpo puede ser tecnológicamente modificado, puede estar predispuesto para ser seguido y localizado permanentemente. El pasado año una sociedad estadounidense (Applied Digital Solutions) lanzó el servicio VeriChip, que consiste en inserir bajo la piel un chip, que contenga por ejemplo la información sobre la salud, o que pueda permitir en cada momento la localización de personas secuestradas o de criminales peligrosos o de detenidos en libertada condicional, o simplemente la identificación de una persona. Más tarde, esta sociedad presentó el servicio VeriPay, que consiste de igual modo en un chip bajo la piel que sustituiría a las comunes tarjetas de crédito, haciendo de esta forma más seguros y rápidos los pagos.
Puede pensarse que estas propuestas estén abocadas al fracaso. Sin embargo, empiezan a utilizarse a gran escala las etiquetas «inteligentes» que, aplicadas en un producto, gracias a la tecnología de las radiofrecuencias, permiten seguir a las personas de la tienda a casa y
señalar toda ulterior utilización del producto en cuestión. Estas etiquetas empiezan a ser usadas también en seres vivos, por ejemplo para contraseñar a los animales de un rebaño, y se propone su aplicación también en personas.
Así, la vigilancia social se confía a una especie de collar electrónico, llegando el cuerpo humano a asimilarse a un objeto cualquiera en movimiento, controlable a distancia con una tecnología de satélite. Las derivas tecnológicas adquieren de este modo rasgos especialmente inquietantes.
El cambio puede ser radical. El cuerpo de la persona está considerado como un lugar público, que los poderes privados y públicos pueden arreglar como los quieren. Y esto determina una redefinición del estatuto político e institucional de los ciudadanos frente al Estado. La «ciudadanía electrónica» riesga de producir vínculos, no en un acrecimiento de las libertades públicas y colectivas.
«No te pondremos la mano encima». Ésta era la promesa de la Carta Magna: respetar el cuerpo en su integridad. Esta promesa sobrevive a las mutaciones tecnológicas. Por consiguiente, todo tratamiento de cualquier dato biométrico ha de ser considerado como si se refiriera al cuerpo en su conjunto, a una persona que ha de ser respetada en su integridad física y psíquica. Lo dice explícitamente el art. 3 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Esta norma, junto con el ya mencionado reconocimiento de la protección de los datos personales como derecho fundamental autónomo, nos dice que hoy nos encontramos frente a una verdadera «constitucionalización de la persona».
Ha nacido una nueva concepción de la persona, a cuya proyección en el mundo corresponde el fuerte derecho de no perder nunca el poder de mantener el pleno control sobre un cuerpo que ya es, al mismo tiempo, «físico» y «electrónico». Precisamente de aquí nace la invocación de un «habeas data», indispensable desarrollo de aquel «habeas corpus» del cual se ha desarrollado históricamente la libertad personal. Y esto significa que no podemos poner la mano sobre los datos personales, sobre el cuerpo electrónico, si esta no es una medida compatible con los principios de una sociedad democrática, como dice el art. 8 del Convenio europeo sobre los derechos humanos, y si no está respetado el conjunto de garantías indicadas en las directivas europeas, que han construido un verdadero nuevo modelo de protección de los derechos de la persona. La misma lucha al terrorismo necesita que estos principios sean respetados. Si esta lucha nos obliga a cambiar la naturaleza de la democracia, esto podría ser una señal de victoria de los terroristas.
La descripción del nuevo paisaje tecnológico y de las transformaciones que conlleva se presenta así no como un discurso cerrado, sino como el camino que deber ser recorrido para alcanzar la plena comprensión de los efectos sociales de las tecnologías de la información y de la comunicación. El riesgo, lo sabemos, se asocia a la innovación: se ha dicho que la «invención» del naufragio acompaña al de la nave, y que el percance ferroviario sigue a la difución del tren. Pero no podemos considerar la protección de los datos y el trabajo de las autoridades independientes solo en la perspectiva de una reducción de riesgos y de posibles daños. Necesita siempre una iniciativa fuerte, coherente con el hecho que estamos sobre una nueva frontera, donde se encuentran principios básicos de una nueva dimensión constitucional.
Como se puede ver, la protección de los datos no se reduce a una noción de privacidad limitada al derecho de huir de las miradas indiscretas. Entorno a ella se organizan las nuevas e indispensables formas de garantía de derechos fundamentales -libertad de comunicación, asociación, manifestación del pensamiento, circulación. Podemos decir que la protección de los datos personales se presenta como un precondición por la actuación de estos derechos «viejos» y como elemento básico de los derechos «nuevos» en la edad de la tecnología.
Es restrictivo y peligroso decir que «nosotros somos nuestros datos». Pero es verdad que en la protección de datos se refleja ya una dimensión esencial de la libertad de los contemporáneos.
Fuente: http://reflexionesmarginales.com/3.0/2-tecnologia-y-derechos-fundamentales/