Leo a los principales comentaristas económicos de los grandes periódicos de Río y de São Paulo. Aprendo mucho de ellos porque vengo de otro campo del saber. Pero, en mi opinión, continúan aplicando la cartilla neoliberal, lo que les impide un pensamiento más crítico. Todavía manejan la interpretación clásica de los ciclos del capitalismo después […]
Leo a los principales comentaristas económicos de los grandes periódicos de Río y de São Paulo. Aprendo mucho de ellos porque vengo de otro campo del saber. Pero, en mi opinión, continúan aplicando la cartilla neoliberal, lo que les impide un pensamiento más crítico. Todavía manejan la interpretación clásica de los ciclos del capitalismo después de la abundancia, sin darse cuenta del cambio sustancial del estado de la Tierra ocurrido en los últimos tiempos. Por eso noto en ellos cierta ceguera al nivel profundo de su paradigma. Comentan la crisis que ha irrumpido en el centro del sistema y señalan el desmoronamiento de sus tesis maestras, pero siguen con la creencia ilusoria de que el modelo que nos ha traído la desgracia todavía nos puede sacar de ella.
Esta visión miope les impide tener en cuenta los límites de la Tierra, que imponen límites al proyecto del capital. Tales límites han sido sobrepasados en un 30%. La Tierra da claras señales de que no aguanta más. Es decir, la sostenibilidad ha entrado en un proceso de crisis planetaria. Crece cada vez más la convicción de que no basta hacer correcciones. Estamos obligados a cambiar de rumbo si es que queremos evitar lo peor, que sería ir hacia un colapso sistémico seguro.
El sistema en crisis, digamos su nombre, es, respecto al modo de producción, el capitalismo, y su expresión política es el neoliberalismo, y responde fundamentalmente a estas cuestiones: ¿cómo ganar más con el mínimo de inversión, en el menor tiempo posible, y aumentando todavía más su poder? El sistema da por supuesto el sometimiento total de la naturaleza y la desconsideración de las necesidades de las generaciones futuras. Ese pretendido desarrollo se ha mostrado insostenible, porque, allí donde se ha instalado, ha creado desigualdades sociales graves, ha devastado la naturaleza, y ha consumido sus recursos por encima de su reposición. En realidad, se trata de un crecimiento simplemente material, que se mide por beneficios económicos, no es un desarrollo integral.
Lo grave es que la lógica de este sistema se contrapone directamente a la lógica de la vida. La primera es lineal, se rige por la competición, tiende a la uniformización tecnológica, al monocultivo, y a la acumulación privada. La otra, la de la vida, es compleja, incentiva la diversidad, las interdependencias, las complementariedades y refuerza la cooperación en la búsqueda del bien de todos. Este modelo también produce, pero para servir a la vida, y no para servir en exclusiva al lucro, y tiene como objetivo el equilibrio con la naturaleza, la armonía con la comunidad de la vida, y la inclusión de todos los seres humanos. Opta por vivir mejor, con menos.
Paul Krugman, editorialista del New York Times, denunció valientemente (Jornal do Brasil, 20/12/08) que no hay diferencia básica entre los procedimientos de B. Madoff, que defraudó en 50 mil millones de dólares a muchas personas e instituciones, y los especuladores de Wall Street que engañaron a millares de inversores y pulverizaron también grandes fortunas. Concluye: «lo que estamos viendo ahora son las consecuencias de un mundo que se ha vuelto loco». ¿Esta locura es coyuntural o sistémica? Pienso que es sistémica, porque pertenece a la dinámica misma del capitalismo: para acumular, mantiene a gran parte de la humanidad en situación de esclavos «pro tempore», y pone en peligro la base que lo sostiene: la naturaleza con sus recursos y servicios.
Cabe la pregunta: ¿no hay ahí una pulsión suicida, inherente al capitalismo como proyecto civilizatorio, una pulsión que trata de explotar de forma ilimitada un planeta que sabemos que es limitado? Es como si toda la humanidad se sintiese empujada hacia dentro de una corriente violentísima, y ya no pudiese salir de ella. Seguramente, el destino seria la muerte. ¿Será el signo inscrito en nuestro actual ADN civilizatorio esbozado hace ya más de dos millones de años cuando surgió el homo habilis, aquella especie de humanos que, por primera vez, empezó a usar los instrumentos en su afán por dominar la naturaleza, se potenció con la revolución agraria en el neolítico, y culminó en el actual estadio de voluntad de dominación completa de la naturaleza y de la vida? ¿Si seguimos en este camino, a dónde vamos a llegar?
Como somos seres inteligentes y con un inmenso arsenal de medios de saber y de hacer, no es imposible que reorientemos nuestro curso civilizatorio y demos más centralidad a la vida que al lucro, al bien común que al beneficio individual. Entonces nos salvaríamos in extremis y tendríamos todavía por delante un futuro que vislumbrar.