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Incendio en Londres

«Tengo toda mi vida delante de mi…»

Fuentes: Rebelión

-¡No podemos salir, estamos bloqueados!, dijo Gloria aquella noche cuando, más temprano, la había despertado algún alboroto, quizás ruidos poco usuales a esa hora de la madrugada, quien sabe si el corre-corre de los vecinos, también inquietos, o el ulular de las sirenas, o un poco de humo que, subiendo desde pisos inferiores le advertían […]

-¡No podemos salir, estamos bloqueados!, dijo Gloria aquella noche cuando, más temprano, la había despertado algún alboroto, quizás ruidos poco usuales a esa hora de la madrugada, quien sabe si el corre-corre de los vecinos, también inquietos, o el ulular de las sirenas, o un poco de humo que, subiendo desde pisos inferiores le advertían de que algo estaba pasando, aunque no pudiera, en aquel momento, saber exactamente qué; pero no era lo que pensaban cuando, un par de horas antes, había llamado por primera vez a su casa en Italia, en Padua, si no me equivoco, para contar que había un incendio, al parecer en el tercer piso, pero que ya los bomberos habían llegado, que lo extinguirían antes de que el fuego llegara al piso 23, que era donde estaban, sin saber que mucho antes había empezado ese incendio que las aguas no podrían ahogar, que años después estallaría hasta transformar la Grenfel Tower en esa antorcha de la que no podemos apartar la vista, consumida por un incendio interminable, consecuencia de los errores escandalosos, tan escandalosos y fáciles de determinar que, según la prensa londinense, sería un escándalo si el gobierno, con evasivas, pretendiera promover largas investigaciones para descubrir qué ocurrió, cuando solo un sistema de aspersión de agua instalado en cada piso, cuyo costo se calcula en centavos, comparado con los cerca de diez millones de dólares invertidos en reformas orientadas más a cambiar el aspecto de un edificio que albergaba viviendas sociales en las orillas de un barrio elegante en la rica Londres, el más elegante, donde su aspecto relativamente modesto desentonaba, pero probablemente el único lugar donde esa joven arquitecta italiana podía vivir con las 1.800 libras que le pagaban, pero que multiplicaba casi por siete los 300 dólares que le habían ofrecido en Italia al concluir sus estudios, por lo que se la abrían las avenidas de la vida, al poder viajar a esas ciudad de Londres, interminable, hermosa y extraña, donde finalmente se había podido instalar sin saber que hacía mucho tiempo habían determinado que su futuro sería corto, del mismo modo que el de aquél estudiante de ingeniería que, huyendo del infierno sirio, había logrado refugio para sus sueños y mientras los dormía en la noche londinense los vio desaparecer entre la humareda por donde trataban de escapar con su hermano, al que ya no podía ver mientras buscaban la salida y todo se hizo opaco y desapareció, como las puntas de sus propios dedos, que tampoco podían ver, sin saber que allí se separaban para siempre, pero que su destino había sido escrito mucho antes de la guerra en Siria, cuando, como decía Patrick Cockburn en el Independent, se tomaron aquellas decisiones que lo molestaban, lo enojaban, cuando el gobierno decidió desregular la industria de la construcción y eliminar lo que consideraban una excesiva tramitología mientras, al mismo tiempo, estrangulaban a los débiles, pobres y más vulnerables con nuevas regulaciones solo para privarlos de los escasos beneficios que recibían del Estado, cosa que ni la arquitecta, ni el estudiante de ingeniería, podían saber, pues no vivían aquí, ni sabían de las normas que regían las viviendas sociales y quizás tampoco habían compartido la idea de que este desastre solo vendría a confirmar una sensación de que era todo el sistema político el que había ardido esa noche, atrapado en los 24 pisos de la Grenfall Tower, que ardía como una antorcha cuando, horas más tarde, Gloria Trevisan volvía a llamar a su casa, en Italia (creo que en Padua), un poco más nerviosa, para decir que ya los bomberos habían llegado, que todo estaba ok, sin saber que no era así, que el destino de ese edificio había sido sellado muchos años antes, cuando los valores de las propiedades en la zona rica de Kensington se había disparado, que solo a tiro de piedra de allí 1.399 propiedades acunaban libras no solo de noche, sino también de día, feriados y fines de semana, aunque vacías y cerradas por meses, como el milagro bíblico de la multiplicación de los peces, en Londres, la segunda ciudad donde el valor de las propiedades están más sobrevaloradas en el mundo, según la prensa británica, lo que sellaba el destino de aquel edificio de viviendas sociales donde más de cien familias había buscado refugio, sin saber que las casas vecinas, esas típicas construcciones inglesas de fachada corrida, valían cerca de cinco millones de dólares y que la ola especulativa terminaría por arrastrar en esa vorágine sus viviendas sociales, que los altos precios haría sus modestas moradas elegibles para la venta por un Consejo siempre necesitado de plata, que los misterios del mercado harían con que las caras casas vacías, como por arte de magia, tornaran inviables sus modestas residencias, como lo reconocían los planes en los que ya se preveía que, en Kensington, desaparecería el 97% de las viviendas sociales, como las suyas, en la que vivían sin saber que su destino ya había sido trazado y que ahora, transformados en ciudadanos sin casa, en no ciudadanos, tendrían que dormir en colchonetas, en lugares improvisados, o en hoteles, como Genet Shawo, que perdió su hijo de cinco años, Isaac, que necesita un lugar donde dormir y no un cuarto de hotel distinto cada noche, un lugar para estar y para vivir pese a su enojo, cuando recordaba como el fuego se había propagado con tal rapidez como si le hubieran echado gasolina, y eso era doloroso, por lo que la gente salió en protesta, exigiendo justicia, que hicieran algo, que les dieran respuestas, mientras marchaban con su ira por las calles de Londres, a Downing St, a la BBC, a la sede del consejo de Kensington, en busca de respuestas, como aquel hombre que, a gritos, le pedía a la reina que se acercara, que la quería ver, mientras la reina, que los había ido a acompañar, dudaba, hasta que se fue y solo quedó aquel cartel con la imagen del niño que el martes había ido a acostarse y que ahora nadie sabía donde estaba, como no se sabía aun de otros, más de 50, mientras poco a poco se iba apagando el fuego que en la madrugada del martes había estallado en el tercer piso sin que nadie supiera que subiría como si se le hubiese echado gasolina y que toda esperanza estaba perdida, como en aquella última llamada, ya muy de madrugada, cuando sus padres ya veían en su televisión aquella antorcha prendida, pasadas las cuatro de la mañana, en la que Gloria les decía, con tristeza, que ya no los volvería a abrazar, que tenía toda su vida por delante, que no quería morir, que se iba al paraíso, que los cuidaría desde allí, sin saber que hacía ya varios años que toda esperanza se había perdido en aquella carrera hacia el fondo, como dijo Alex Cobbam, también en el Independent, una carrera irresponsable a la cual los políticos ingleses habían arrastrado el mundo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.