Si son clásicos teatrales por excelencia quienes convirtieron a su recién nacida escena en bastidor donde tejer la tela de la entera vida con hilos de todas clases sobre la urdimbre de un ritmo bello, no hay duda entonces de que el teatro está alcanzando en nuestros días un nuevo clasicismo. Otra vez los autores, […]
Si son clásicos teatrales por excelencia quienes convirtieron a su recién nacida escena en bastidor donde tejer la tela de la entera vida con hilos de todas clases sobre la urdimbre de un ritmo bello, no hay duda entonces de que el teatro está alcanzando en nuestros días un nuevo clasicismo. Otra vez los autores, en la ruta ordinaria del teatro, llevan a su mirada por el panorama íntegro del vivir del hombre. Y sólo en rincones de palurdo aislamiento deja de manifestarse el fenómeno y sigue considerándose la obra dramática exclusivamente como traslado de una anécdota recortada sin más implicaciones que sus propios presupuestos, sin referencia esencial a un panorama que rebase con su amplia profundidad la doble limitación de lo local y lo intranscendente.
Manuel Sacristán (1950)
Pero si por razones propedéuticas o dialécticas se conviene en respetar la tal distinción, entonces es necesario cargar el acento sobre la estética y la poética del artista si realmente se quiere comprender su obra. Este principio, que me parece aplicable a toda crítica de arte, lo es máximamente a la teatral, y ello a consecuencia de la fundamental paradoja del arte dramático. El teatro es, por sus elementos materiales, la más impura y compleja de las artes: palabra, gesto, escenografía, luz, cuerpo de los actores, cuerpo, personalidades físicas que harán siempre irreductible el teatro a la literatura pura e invalidarán teatralmente tanto y tanto espúreo «teatro para leer». Pues bien, esos versos elementos sufren la constricción unificadora parcial y temporal más rigurosa que puede pensarse. Más enérgica, incluso, que la que enmarca a un cuadro. Pues el cuadro del pintor domina al tiempo y éste, en cambio, limita al «cuadro» teatral. En la férrea prisión del escenario y del instante […] se logra la unidad dramática, unidad rota en seguida, tan pronto como lograda, y luego buscada de nuevo y conseguida, hasta el definitivo ezaijnhz del telón final.
Ahora bien: no hay obra teatral perfecta, es decir: no hay teatro en sí, si no hay unidad estética de los diversos elementos que el espectador percibe. De aquí que lo auténticamente definidor de un drama sea su modo de lograr esa unidad, o, más radicalmente hablando, su doctrina (clarificada o no en teoría) de la unidad de los elementos teatrales y el logro de la misma en la obra concreta.
Manuel Sacristán (1952)
Los años de Laye iluminan también otra faceta del joven Sacristán: su saber y su amor por el teatro. Jaume Ferran [1] ha apuntado que sus críticas y recomendaciones fueron un claro referente en los ambientes «letraheridos» de la cultura barcelonesa en los años cincuenta. Wilder, O’Neill, Menotti, Delgado Benavente, Miller, fueron algunos de los autores comentados.
Así, en una de sus últimas crónicas, aparecida en el último número de Laye [2], comentaba Sacristán:
No mejor, pero acaso tan bueno, es el que consiste en representar obras «clásicas» próximas al hombre de hoy por alguna venturosa circunstancia: «Fuenteovejuna», por su tema social y revolucionario, «Prometeo encadenado», por retrato de una situación crítica del hombre, «El caballero de Olmedo», por su sentido tan «moderno» del misterio dramático, del «inefable» teatral; el desenlace previsto, profetizado, y, con todo, nebuloso e interesante, porque importa más su «cómo» que su «qué».
Obras ligeras de calidad formal y obras densas con proximidad a los estilos artísticos de hoy: tales son las obras clásicas cuya representación promete ser fructífera desde el punto de vista pedagógico: ellas pueden enseñar al público -que las respeta sólo por ser «clásicas»- a pensar, a sentir con finura y profundidad, y pueden acercarle así, poco a poco, al gran teatro de esta época nuestra, que probablemente será historiada como un período importante en el desarrollo del teatro.
Celos, aun del aire, matan y El caballero de Olmedo están en el buen camino que aviva la sensibilidad para lo viejo y para lo nuevo, y para todo lo fino y digno de ser percibido por lo que ello es. El jardín de Falerina está en el camino mortal de los fósiles, sólo digno de las excursiones de los arqueólogos y disecadores que a ellas estamos obligados, que nos interesamos por lo que las cosas «representan».
Igualmente, en «Un mes de Barcelona», una de sus secciones de Laye, esta de marzo de 1951 [3], comentaba:
Querido Barcelonés Ingenuo: Usted no lo entiende, ¿verdad?. Usted no entiende que se insulte a unos hombres, por hacernos ver maravillas como La piel de nuestros dientes (Teatro de Cámara), piezas tan exquisitas como Mi corazón está en las montañas (Teario Yorick), tan fundamentales para nosotros como La dama boba (T.E.U.), tan sabia y finalmente teatrales como El fuego mal avivado (Teatro Club). No entiende que se odie -no se puede insultar tan acremente sin odiar, porque Cristo ha supuesto que el que llama raca a su prójimo le odia- a quienes nos muestran lo que el teatro de verdad es hoy por el mundo, mientras cualquier revista en que lo inmoral se suma a lo antiestético y a lo oligofrénico permanece en cartel sin que nadie se meta con ella, realizando concienzudamente su doble trabajo de demolición del sentido estético y del sentido moral. Usted no entiende que se prohíba la representación de la Ardèle de Anouilh y que se permita a los efebos de los cabarets engañar a los extranjeros sobre lo que es el espíritu del pueblo español. ¿Verdad que no lo entiende usted? Pues yo tampoco, querido… Aunque, ahora que pienso…. ¿Ha oído usted hablar de los fariseos?
La piel de nuestros dientes [4] de Thornton Wilder fue una de las obras comentadas, una de las obras que recibió más elogios por su parte, cuyo comentario era recordado por Jaume Ferran:
No padece de esos dos vicios [lo local y lo intrascendente] La piel de nuestros dientes, de Thornton Wilder, la última obra que nos ha ofrecido el Teatro de Cámara. Thornton Wilder ha realizado en ella el mayor periplo de su carrera. Gran periplo inacabable, circunnavegación de un universo esférico infinito, a la vez físico y anímico: el nuestro.
Su viaje es antes que nada -al menos, en su apariencia escénica-, un recorrido histórico. Ante Thornton Wilder ha desfilado la inverosímil realidad de nuestra accidentada pervivencia. Él ha visto con escalofrío -un escalofrío que nos transmite después de haberlo depurado en la ironía, que es la catarsis de nuestra época- como salimos de cien, mil, cien mil coyunturas mortales en las que perecieron, porque les «abandonamos», enjambres de metafísicos compañeros…
Pero inmediatamente, como hombre que mira las cosas por dentro, Thornton Wilder ha observado un rasgo peculiar de nuestra pervivencia; resulta que unas veces hemos pervivido por esto y otras por lo otro; y que «Esto» y lo «Otro son virtualidades nuestras; y por último y para colmo, que «Esto» y «lo Otro» son cosas contradictorias.
Hemos pervivido a veces por la abierta osadía de una función emprendedora, que siempre mira al futuro, enamorada de las cosas tales cuales son, objetiva, olvidadiza de sí misma hasta el punto de ser incapaz de cerrarse, en un momento de peligro, para guardar conservadora y egoístamente lo adquirido. Esta función que nos salvó en el choque con otras especies inventándonos herramientas, esta virtualidad progresiva es mostrada en acción por Thornton Wilder en el primer acto de la obra y en ella construye su apología…
Ahora bien: no siempre ha sido así. Otras veces el peligro era de disgregación, fallaban los resortes que mantenían tensa nuestra columna, tensa y unida, codo con codo, en el largo camino. Por el contrario, un tórrido calor le oprimía, calor de exceso vital, de crecida omnipotencia, de crecida desbordada de pasión y apetito:Hybris, versión de aquel espíritu de empresa cuando cae. Entonces, otra función nos procuró la pervivencia: una función oscura, cálida, húmeda, terriblemente conservadora. Y táctil: función que no usa los ojos -y así se ahorra la noción de futuro- sino que marcha después de tomar contacto intuitivo con el nuevo metro de terreno. Esta función conservadora, que nos cerró sobre nosotros mismos en el momento en que íbamos a desintegrarnos, domina el segundo acto de La piel de nuestros días… En su aproximación a «El Cónsul, de Gian Carlo Menotti» [5], Sacristán caracterizaba el drama del modo siguiente:
Drama quiere decir acción: el hecho de que en una determinada manifestación artística actuaran personajes de carne y hueso, transformando el hecho narrado por la épica en actos representativos, fue motivo para dar ser y nombre a un nuevo género artístico, el drama. Pero la vocación del europeo hacia la meditación estética, impulso desatado por la Crítica del Juicio de las cadenas de un planteamiento inviable, ha realizado una ampliación prácticamente ilimitada del concepto de drama. Toda interacción de elementos artísticos es, en efecto, drama; puramente formal acaso, pero tan drama como el entrecruzamiento de personajes en el drama escénico, el drama por antonomasia,
El concepto de drama es uno de los poquísimos conceptos estéticos generales no suministrados a las demás artes por la música o la lírica -o por el complejo lírico-musical de las culturas antiguas. Pero músicos son, en cambio, los que más han hecho por aclarar el concepto. En esto juega un gran papel la perfección y limpieza formal de la música europea, que coloca a sus cultivadores en una posición privilegiada para el tratamiento de la estética general. Los músicos han hecho y los musicólogos han dicho cosas decisivas sobre el tema. Ejemplos de lo primero -de lo hecho- son las revoluciones dramáticas de Wagner y Debussy y la gran revolución de Falla en ese vaso de agua -poca, pero oceánica- que es El retablo de Maese Pedro. El alcance dramático de las obras de Wagner, Debussy, Falla, Britten, Prokofiev, etcétera, revela una conciencia clarísima y polémica de los problemas estéticos que plantea la corporeización del dramatismo interno de la música. Y a los músicos siguen equipos numerosos y eficientes de críticos y musicólogos que aclaran, valoran y formulan el significado dramático de sus obras.
«El drama -dice Edward Sackville-West- es inherente a la naturaleza de toda composición musical, pero el drama de una sinfonía es diferente, en grado y en cualidad, del drama de ciertas canciones o de la ópera». Acaso sea excesiva la afirmación del gran crítico inglés; en todo caso, es poco matizada; porque, incluso dentro del ámbito de la música orquestal sin voces, es indispensable señalar una gradación esencial del dramatismo, que va desde una monodia, por ejemplo, en la que la inevitable repetición de notas no llegara a determinar relaciones de antagonismo o complementación temática entre ellas, hasta una fuga polifónica o una sinfonía, dramática incluso en cuanto a las resonancias sentimentales. Es más: ¿seguiría siendo dramático un hipotético «perpetuum mobile» musical escrito con absoluta pureza melódica, sin adición alguna sinfónica o polifónica?… Su necrológica sobre Eugène Gladstone O’Neill [6] fue uno de sus últimos textos teatrales publicados. No era limitado el elogio que apuntaba en las primeras líneas de su nota::
Si cultiváramos la afición a encontrar «fechas decisivas», hitos históricos llamativos -la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América-, 1953 debería ser para nosotros el jalón final de un notable período en el que el teatro ha intentado una transformación de importancia. El año 1953 significaría tal final -con el consiguiente comienzo- por ser el de la muerte de O’Neill. O’Neill ha sido uno de los grandes dramaturgos que han decidido la suerte del teatro en nuestros días. Y acaso quepa decir que él ha cargado con el mayor peso de la lucha que ha impuesto de nuevo al teatro el tratamiento de los grandes temas universales como su asunto propio.
El mérito de O’Neill, uno de sus méritos, residía en la conceción del teatro que había logrado transmitir en sus obras: la resonancia pública del ser humano.
(…) O’Neill ha obligado -ésa es la palabra y en ella va implícito un gran mérito- ha obligado al público a admitir que la escena no es un aparato para divertir, sino el cajón de resonancia pública del hombre. Y cuando la escena es ese gran amplificador, los sonidos pobres o sin tono -las modas, las ñoñeces sentimentales, los enredos para distraer- quedan desechos o ridiculizados. Por eso la escena de O’Neill, liberada de mediocridad, se ve además limpia del estorbo que empequeñece todavía la obra de otros renovadores apreciables: la moda. O’Neill es el dramaturgo moderno de las grandes pasiones fundamentales -El deseo bajo los olmos-, los grandes problemas esenciales de la sociedad, es decir, no agotados por la explicación históricamente anecdótica -El mono velludo, Marco Millones-, la muerte, que es el tema del hombre-The iceman cometh-, la vida, que también es el tema humano -Lázaro reía-… Pero, además, de todos era sabido que O’Neill había sido también un gran revolucionario técnico:
[…] Por este camino se descubre la genialidad de O’Neill, que, a diferencia de sus precursores, no es más notable por sus técnicas que por sus temas, ni viceversa. Cuando la forma es auténtica nace con el llamado «fondo» siendo su columna vertebral; la adecuación entre ambos se produce con rigurosa coincidencia, mil veces mejor que cuando se busca a copia de recetas. Claro que las recetas condenarán una obra que dure, por ejemplo, tarde y noche con un solo descanso (Mourning becomes Electra [El luto favorece a Electra]), pero quien contemple esa obra sin los cristales negros de la rutina verá que tan desmesurada longitud no es fruto de la voluntad del autor, por así decirlo, sino que estaba ya exigida en aquel momento misterioso en que Electra cobró cuerpo artístico en la mente de O’Neill. La grandeza artística de O’Neill residía, para Sacristán, en la compenetración de forma y fondo:
Con su aportación material -los grandes temas- O’Neill nos trajo, inseparablemente, inevitablemente, un tesoro formal o técnico. Y la grandeza artística de su obra reside en la compenetración absoluta de los llamados «fondo» y «forma». Ello es tan cierto que puede ser mostrado de un modo general, es decir, señalando, no a la anécdota de tal o cual pieza, sino al esqueleto mismo de las técnicas más comúnmente usadas por O’Neill.
[…] Pues bien, la perfecta unidad de «fondo» y «forma» se manifiesta en el hecho de que las obras maestras de O’Neill, en las que impera esa «filosofa de la conciliación» o del «eterno retorno» está construidas según un ritmo que podríamos llamar de movimiento perpetuo, como una fuga cuyo acorde final fuera exactamente el mismo que el inicial, en timbre, tono, instrumentación, salvo en volumen. Una y otra vez, a lo largo de Electra o de El deseo bajo los olmos (su mejor pieza), los elementos temáticos desarrollan un juego de acordes y disonancias que indefectiblemente termina en una de éstas, la cual podría ser a su vez elemento de un nuevo acorde… y así indefinidamente. Como en Bach, la reiteración o insistencia es el procedimiento intensificador escogido: no nuevas situaciones, sino las mismas, aunque cada vez más ricas por la progresiva profundización del tema. En ese acercarse y rehuirse las fuerzas (las fuerzas encarnadas por los personajes, o las fuerzas internas a ellos, como en Extraño interludio o en El gran dios Brown), va repitiéndose incesantemente un intento de fusión, que es, traducido a la consideración del «fondo», intento de solucionar el problema argumental. Y el telón, que nunca sorprende a esos elementos polémicos en una quieta armonía, sino en un momento álgido de su incompatibilidad, cubre, al mismo tiempo que esa disonancia formal, la trágica irresolución del problema de «fondo». Esto podrá ser interpretado desde punto de vista ideológico como «filosofía de la conciliación» o del «eterno retorno» (en rigor, depende del tono sentimental que nimbe el desenlace de la obra). En todo caso, lo que no ofrece duda es que la forma, el drama puramente formal que juegan los elementos estructurales, es idéntico al drama temático.
Trayendo de nuevo los grandes temas, concluía Sacristán, O’Neill, que era un verdadero artista, un honrado artista, de los que sabían que «la forma no es una receta sino un ser íntimo», había regalado también al teatro técnicas consumadas. Por todo ello, «junto a la profundidad apreciable de su legado ideológico», el autor de El deseo bajo olmos había «dejado en la tierra una obra artística excelente». En 1954, el mismo año de la muerte de Laye y de su marcha a Alemania, al instituto de Münster, para cusar estudios de lógica, Sacristán publicó un artículo -«España: El teatro bajo la tutela del Régimen»- en la revista alemana Dokumente [7]. El siguiente texto es una carta de H. Ostertag, de la editorial Herder de Barcelona, fechada el 14 de agosto de 1954 y dirigida a Sacristán, agradeciéndole su colaboración y comentándole asuntos anexos a la edición:
Muy señor mío:
Me es muy grato enviarle dos ejemplares del número 4 de Dokumente (mes de agosto) que contiene su artículo sobre el teatro español.
Al hacer la traducción he introducido muy pocos cambios y puedo decirle que su artículo ha encontrado gran interés en la Redacción de la Revista y seguramente lo encontrará también entre sus lectores.
En cuanto a los honorarios, quedamos tal como habíamos dicho; es decir que he depositado en Alemania la cantidad de 50 (cincuenta) marcos -unas 500 pesetas- a disposición de Vd. para invertirla en la compra de los libros que desee. En cuanto me indique los títulos, yo me preocuparé de que lleguen a sus manos.
Le reitero mi agradecimiento por su colaboración y me ofrezco de Vd. afmo. amigo y s. s.».
Vale la pena dar cuenta de algunas de las aproximaciones de Sacristán (la traducción castellana es de Marisol Sacristán y Alejandro Pérez) a autores del teatro español.Así, sobre Alfonso Sastre, apuntaba el admirador del teatro de Brecht en 1954:
Por lo demás, muchos de esos autores figuran entre los «jóvenes» sólo por su edad, no por el estilo de sus obras. En todo caso es notable que numerosos dramaturgos jóvenes de provincias se presentaran a los premios convocados aún completamente a la sombra de García Lorca o incluso de los hermanos Álvarez Quintero. Pero mucho más numeroso es un grupo de autores de vanguardia que con sus obras quieren renovar a fondo el teatro de su país. Se han desligado definitivamente de García Lorca y su ruralismo y rechazan vigorosamente tanto la anticuada comedia social al estilo de Benavente cuanto las piezas insípidas, rutineras y tendenciosas de la mayoría de los representantes de la «generación inmediata». Buscan sus modelos entre los dramaturgos contemporáneos europeos y americanos.
En este último grupo se encuentra hoy la gran esperanza del nuevo teatro español: Alfonso Sastre, de menos de treinta años de edad, cuya obra más reciente, Escuadra hacia la muerte, fue estrenada en 1950 por el Teatro Popular Universitario de Madrid. Aún antes de que este brillante grupo pudiera comenzar su gira por provincias ya programada, la censura estatal prohibió todas las demás representaciones de la pieza. Como además se ha prohibido no sólo el estreno de sus obras anteriores, sino también su publicación, el nombre del autor apenas es conocido más allá de los reducidos círculos universitarios madrileños. Este joven escritor de gran talento, que ha fundado en Madrid el club de teatro «La vaca flaca», sigue siendo uno de los autores más prometedores de su generación. Escuadra hacia la muerte, una pieza de aguda crítica contemporánea, alcanzó en sus pocas representaciones ante un público en su mayor parte de estudiantes y críticos jóvenes un éxito resonante. La mirada sociológica de Sacristán sobre el teatro en la postguerra se concretaba en la siguiente reflexión:
Una mirada a las salas de los teatros españoles, a la composición sociológica del público teatral, puede contribuir a redondear el panorama que aquí se esboza. Hay que constatar en primer lugar un hecho importante: el obrero español ha dejado de ir al teatro. Los toros, el fútbol o el cine han suplantado en su horizonte el teatro, a pesar de que los precios de las entradas son comparativamente mucho más altos. El movimiento de un teatro popular, creado por García Lorca a finales de los años veinte para hacer llegar el teatro a la población de provincias por medio de teatros ambulantes, fue poco duradero y hoy está prácticamente olvidado. Así es que hoy en día en las ciudades queda como masa que va el teatro -junto a unos pocos representantes snobs de «la sociedad»- únicamente la pequeña burguesía, la cual, sin capacidad crítica propia, en general hace suya por completo la opinión de los críticos de la prensa. Quizá una excepción la constituyen aquí y allá quienes frecuentan los «Teatros de cámara», pequeños teatros privados que tienen que luchar con grandes dificultades económicas y también a menudo se ven limitados en su libre programación. Los más activos de estos teatros, el teatro del sindicato universitario de Madrid y el teatro de cámara de Barcelona, han estrenado junto a numerosas obras de autores extranjeros -O’Neill, Sartre, Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller- también, aunque más raramente, piezas poco representadas de autores clásicos y de escritores jóvenes españoles. Su público, insignificante en número y proporción respecto del restante público de teatro, tiene casi siempre un alto nivel intelectual, tiene capacidad de entusiasmo sin ser con ello snob, y también ayuda económicamente en forma discreta. Los restantes teatros españoles apenas se atreven a intentar presentar a sus espectadores el teatro moderno de otros países. Los teatros estatales y municipales consideran en general cumplida su misión educadora con representaciones de los clásicos, sin duda loables pero muy poco frecuentes.
De la obra de Antonio Buero Vallejo, de Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, apuntaba Sacristán:
Con sus dos obras Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad es Buero Vallejo el verdadero y único innovador del teatro español de estos últimos años. La primera, una obra de teatro social con fuertes efectos dramáticos, brillante escenificación y argumento acentuadamente sencillo, se concentra en la construcción psicológica de los personajes, que consigue ejemplarmente. Más profundidad de ideas ofrece la segunda obra de Buero, aunque desde el punto de vista teatral se halle muy por debajo de la Historia de una escalera. En la ardiente oscuridad es la historia de unos jóvenes ciegos que crecen en un asilo. Los directores de la institución consideran que su principal deber es despertar en sus pupilos el optimismo y la alegría de vivir. Procuran desembarazarse de todo lo que pudiera ser desagradable. Prohíben así a sus jóvenes toda conversación sobre los aspectos desagradables de la vida, sobre el crimen, la enfermedad y la muerte, y prohíben también bajo castigo pronunciar determinadas palabras, como por ejemplo «ceguera». Uno de los jóvenes que viven en el asilo, Ignacio, es demasiado sutil y firme de carácter para tomar parte en ese autoengaño decretando con la mejor intención. Llama a la resistencia contra las órdenes de la dirección y lucha por el reconocimiento de la desgracia en el mundo, desgracia que él considera que es la verdad de la vida. Su lucha infructuosa desemboca en un final trágico. Más tarde se hablará de la reacción en parte bastante significativa del público y de la prensa ante esta obra, llena de analogías con la situación política de España. Sacristán daba cuenta de las reacciones del público burgués barcelonés el día del estreno de En la ardiente oscuridad:
(…) La burguesía española va viviendo hoy en, por decirlo así, una voluntaria ignorancia de los principales problemas contemporáneos, incluso una y otra vez se tropieza uno con defensores enérgicos de esta forma de vida quietista, por ejemplo cuando un autor de teatro se atreve a atacarla. Así ocurrió durante el estreno barcelonés de la ya citada obra de Buero Vallejo En la ardiente oscuridad, lo que llevó a un escándalo teatral muy notable. Durante la representación los ciegos acogidos en un asilo municipal empezaron a protestar estrepitosamente con gritos como «ateos», «estafadores», «bolcheviques», e impidieron que el personaje de Ignacio siguiera hablando.
De La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, «prematuramente arrebatado a su pueblo en 1936 por su trágica muerte», apuntaba el joven Sacristán:
También García Lorca […] figura entre los «Viejos». Y eso no sólo por sus datos biográficos, sino también por el estilo de sus obras, tanto por el «ruralismo» de sus primeros años como, al final, por el puritanismo que aparece en la severa forma de sus piezas tardías. Su último drama, La casa de Bernarda Alba -nunca representada en España hasta 1952, en que se publicó como libro, no dada a conocer al público- es un ejemplo impresionante del más puro arte dramático, elaborado según normas formales que hoy nos parecen exageradamente severas. La influencia de García Lorca sobre los jóvenes dramaturgos españoles se ejerce de diversas maneras. Los autores de provincias y -en la medida en que permanecen fieles a las formas tradicionales- también los de la capital asumen el aliento cálido de su drama popular Yerma y sobre todo de Bodas de sangre. Pero la generación joven que se propone ser moderna, sigue más bien la estilización severa de personas y motivos que puede encontrarse en La casa de Bernarda Alba.
Sacristán se detenía finalmente en la crisis económica e intelectual del teatro español. Tres eran los ejes de la explicación apuntada: censura, gusto (deteriorado) del público y el comportamiento conservador y fuertemente crematístico del empresariado:
En la prensa española se lee mucho sobre la crisis económica e intelectual del teatro español. Las opiniones sobre las causas de esta crisis son a menudo muy dispares, sin atreverse los autores de tales artículos a hacer responsable de gran parte de las dificultades a la censura estatal, con su silenciamiento sistemático de los autores jóvenes. El autor del presente artículo no puede detenerse aquí en las causas económicas o sociológicas de que el teatro sea hoy un mal negocio. Pero cree saber por qué existen sólo pocos autores españoles de categoría y por qué apenas se estrenan nuevas obras. Tres factores principalmente son responsables de ello: la censura, el gusto deteriorado del público teatral a causa de la crítica de baja calidad y, por último, el comportamiento de los empresarios teatrales, que sacan sus consecuencias de todo ello y ya sólo estrenan lo que promete de antemano cajas llenas. Sólo un genio capaz de combinar armoniosamente el impulso creador con el cálculo sensato de todas las posibilidades económicas podrá conseguir volver a elevar a su grandeza de antaño el teatro, hundido en el polvo, de los Lope, Calderón o García Lorca.
Además de sus crónicas y artículos, Sacristán fue autor de un obra de teatro, de un solo acto, que publicó en Revista Española, una revista dirigida por Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio e ignacio Aldecoa.
Estos eran el escenario, los personales y la estética brechtiana de la estética de la obra [véase anexo]:
Escenario.- Fondo de una taberna. En la pared del fondo, una puerta cristalera (a la izquierda del espectador) da entrada a un pasillo, perpendicular a la línea del telón. En el pasillo hay: a la izquierda, un teléfono; al fondo, el W.C. Estas letras brillan en la oscuridad del pasillo. A la derecha, una puerta que comunica al pasillo con una habitación.
Esa habitación es visible porque la pared del fondo de la taberna tiene practicada una gran abertura irregular. A la derecha de esa abertura, y en la taberna, hay una mesa con un par de sillas. Más a la derecha, unos barrilitos. En la habitación interior dicha no hay más muebles que un catre junto a la pared del fondo de la habitación, un velador en medio de la misma y una silla de enea en mal estado.
Los personajes principales son: Luisa, de unos sesenta años, vestida de negro, y José de unos sesenta y cinco. Más joven es el tabernero. Todos son españoles, todos viven en Barcelona donde tiene lugar la acción. Y ella ocurre precisamente en una taberna del Ensanche y precisamente el año 1950: en la prensa de ese año apareció la noticia recogida en el desenlace. (También el episodio de la venta del trigo es histórico, aunque aparece aquí más elaborado que el otro hecho aludido. Este del trigo ocurrió en Valladolid hace más de 25 años, y esos monstruosos «señores banqueros» aludidos en la obra fueron entonces uno solo, hoy muerto en olor de patricia magnanimidad.)
Nota sobre la estética de esta pieza.- El pasillo está construido de acuerdo con la convicción de que, por más viva que sea su materia, el arte conlleva siempre, esencialmente, voluntad de artificio. La vida del arte es entonces diversa de la vida común: el arte vive por voluntad de los que con él comulgan -autor y contemplador- y la voluntad de vida artística pasa por encima (debe pasar por encima) de la falta de vida común, para conseguir, más allá de ella, una nueva alma y una nueva sangre. Por eso en El pasillo será subrayada la naturaleza artificial del arte, para que su contenido artístico cobre nueva naturaleza, más allá de la física, en el acuerdo de autor y contempladores. Ello se hará por el siguiente procedimiento.
Los actores, mientras no actuasen, apuntaba finalmente Sacristán, estarían sentados en la primera fila de butacas, «o a los lados del escenario». En todo caso, fuera del espacio dramático, que vendría «limitado por la línea del telón».
Fuera de ésta, los actores podrán incluso servir como traspuntes da la representación, a la vista del público según se acota en alguna escena. Mientras no atraviesan la línea del telón los actores no deben adoptar la actitud requerida por sus respectivos personajes.
Fuera de esa línea no se desarrollaba el drama. Por ello, podían estar amontonados también, «en el espacio no dramático», los utensilios que se necesitaran para la representación «y los cacharros con los que se produzca el ruido de cierre metálico que debe sonar cerca del desenlace».
El pasillo, la única obra teatral de Sacristán, no llegó nunca a representarse.
Notas:
[1] Declaraciones de Jaume Ferran para los documentales «Integral Sacristán» dirigidos por Xavier Juncosa (El Viejo Topo, Barcelona, 2006).
[2] M. Sacristán: «Teatro clásico en Barcelona»,Laye nº 24, p. 91 (no recogido en los volúmenes de Panfletos y Materiales).
[3] Laye núm 12, p. 61. Tampoco esta crónica fue incorporada a los volúmenes de Panfletos y materials.
[4] M. Sacristán, «El gran periplo de Thornton Wilder en La piel de nuestros dientes» , Lecturas, Icaria, Barcelona, 1985, pp. 7-12. La mayor parte de sus aproximaciones teatrales están recogidas en este volumen.
[5] Ibidem, pp. 39-41
[6] M. Sacristán «En la muerte de Eugenio O´Neill», Ibidem, pp. 59-63.
[7] Dokumente, Agosto de 1954, pp. 322-323 (traducción de Marisol Sacristán y Alejandro Pérez). Existe una copia de la edición alemana del artículo en Reserva de la BC de la UB, fondo Sacristán.
[8] Revista Española, enero-febrero de 1954, pp. 509-523. Mientras tanto reeditó la obra en el número espcial que publicó con ocasión del décimo aniversario del fallecimiento de Sacristán Anexo: El pasillo de Manuel Sacristán (la pieza, señalaba su autor, debía representarse a un ritmo muy lento.
(Al levantarse el telón, José y Luisa está parados en medio de la escena. Al momento se dirige a ellos el tabernero.)
TABERNERO. Buenas noches. ¿En qué puedo servir a los señores?
LUISA. (Tras pausa.) Buenas noches. (Otro silencio.)
TABERNERO. Les gusta esa mesa, ¿verdad? Es la más tranquila. (Se pone a limpiarla.) Aunque, la verdad sea dicha, toda mi casa es tranquila. En sábado por la noche no se puede pedir un ambiente más pacífico. ¿No se sientan?
LUISA. Numantino le dio a usted nuestro retrato…
TABERNERO. ¿Numantino… ?
JOSE: Una fotografía en la que estamos los dos.
LUISA. Eso es… Se la dio para que nos reconociera, en caso de…
TABERNERO. ¡Numantino… ! ¡Tantos años…!
LUISA: Fue en el frente del Ebro…
TABERNERO. No hace falta que me lo recuerde.
LUISA. Entonces…
(El tabernero tarda en contestar. Entra Julio, joven, bien vestido y algo bebido.)
TABERNERO. Don Julio, ¿desea usted algo?
JULIO. (Habla muy divertido, interrumpiéndose para reír). Trae otra botella. Con otra bastará ¡Las vamos a pasear! Las vamos a pasear y luego las plantaremos en el hotel. Oye: tú nos llamas. Al Augusta. Nos largaremos sin pagar. Ale. tráenos eso.(Deja al tabernero y vuelve hacia la taberna. Al atravesar la línea del telón, saliendo del espacio artístico, abandonará el actor la actitud de su personaje -en este caso, algo vacilante por la bebida-. Todos los actores harán esto a la vista del público.)
TABERNERO (Sigue, sonriente, a Julio con la mirada. Luego, coge una botella de donde los barrilitos, la deja fuera de la línea del telón y vuelve con los viejos.) Siéntense. Bueno: son ustedes los padres de Numantino. ¡Numantino! Siempre me pregunté por qué se llamaría así ¿Había algún Numantino en su familia?
JOSE. No; pero yo habría preferido llamarme algo así en vez de José.
TABERNERO. ¡José! Somos tocayos. Claro que yo no recuerdo que me hayan llamado nunca José. Yo soy Pepe para toda la vida. Bueno: van ustedes a tomar algo.
JOSE. Gracias. Ya hemos comido.
TABERNERO. ¡Pero no han bebido! No hay más que verlos. (Sale, toma un par de vasos que le da cualquiera de los demás actores que contemplan la acción fuera de la línea del telón. Vuelve con ellos, los llena de un barrilito y los pone en la mesa. Luisa pone los labios en su vaso y lo deja. José ni toca el suyo.)
LUISA. No nos pregunta usted por Numantino…
TABERNERO. ¡Claro que sí! Numantino era un gran compañero… Un gran chico…Numantino! Cuidado que se lo dije veces: «Chico, Numantino, hasta sargento está bien, porque te ahorras muchos malos ratos y el comisario te aprecia. Pero más… Ten cuidado: la tortilla da más vueltas que una noria.»Y él, como si nada.
LUISA. Numantino no ha muerto.
TABERNERO. ¡Claro! ¿Por qué tenía que morir?
JOSE. Pero tampoco sabemos donde está Quizá usted…
TABERNERO. ¡Yo! ¿Yo, dice usted?
]OSE. Usted le afilió cuando era chico. Usted le acompañó…
TABERNERO. Sí yo le acompañé a muchos sitios. Pero no querrá usted que sepa cómo se llamaba su primera novia, ¿verdad?
(José se incorpora excitado. Luisa le coge del brazo, obligándole a sentarse de nuevo.)
LUISA. José el señor tiene nuestra fotografía..
TABERNERO. En eso se equivoca. ¿Cómo quiere que guardara nada? Y, por cierto, ¿quién me dice que ustedes son los padres de Numantino? Además, Numantino, ya lo he dicho, era un buen chico, pero con muy mala cabeza. Yo estuve donde él, ¿no? Hice lo que él, ¿no? Pues mis padres no tendrían que ir a recoger fotografías a nadie, si vivieran.
LUISA. No venimos a recogerla. Estamos muy honrados con que la tenga usted.
TABERNERO. ¡A recogerla no! ¡Je! Ya lo suponía. Además, no la tengo ni sé quiénes son ustedes.
LUISA. Sí lo sabe… (José se levanta de nuevo. Luisa le pone la mano en el brazo, pero José no vuelve a sentarse.) Numantino le dio nuestro retrato y le dijo que si un día llegábamos, era que no podríamos más. Pero él vendrá a buscarnos. Sale del pasillo la tabernera, hacia la sala. Mira al grupo y sigue andando. Pero antes de llegar a la línea del telón la llama el tabernero.)
TABERNERO.¡Flora!
TABERNERA.¿Qué
TABERNERO. Ven.
TABERNERA.(Señalando a lo sala.) Y ahí ¿qué?
TABERNERO. Te digo que vengas. Dicen que son los padres de Numantino.
TABERNERA. (Se acerca.) Mucho gusto en conocerlos. Pero esta mesa está reservada a partir de las doce, y casi son ya.
JOSE. Necesito saber si pueden hospedarnos unos días. No tenemos dinero.
TABERNERA. Entonces es un poco difícil.
LUISA. Numantino no nos advirtió. Mientras José pudo trabajar, hemos vivido en cualquier sitio. Pero Numantino volverá y pagaremos. (Pausa.)
JOSE. Necesito saber si quieren albergarnos.
TABERNERA. Tienen que dejar esta mesa; en seguida vendrá el señor que la ha pedido.
JOSE. (Coge a Luisa del brazo. Ésta se levanta). Vamos, Luisa. (José ayuda a Luisa a ponerse una esclavina que lleva.)
TABERNERO. Sean ustedes francos. ¿Tienen o no dónde dormir? (José y Luisa empiezan a salir.) Flora; si duermen en la calle los recogerá la Policía.
FLORA. ¿ Y qué?
TABERNERO. ¡Eres imbécil! (Va hacia los viejos y los alcanza antes de que éstos atraviesen la línea del telón.) Por favor. Un momento. No se vayan todavía. (Los lleva de nuevo a la mesa y se pone a mirarlos fijamente.) No… No puede ser que mientan… Personas de aspecto tan honrado… Realmente, son los padres de Numantino… Ustedes comprenderán: yo perdí la fotografía… Pero no, no hay duda. Son ustedes los padres de Numantino, y él vendrá, seguro. Él sabe que aquí en casa de Pepe, hay siempre un hueco para él… Y para ustedes. Vengan. (Entran en el pasillo. La puerta de éste se cierra con ruido, impulsada por el muelle, y al momento se enciende la gran bombilla desnuda de la habitación, visible totalmente a través de la abertura de la pared del fondo de la taberna. Entran los tres en la habitación.) No es que sea muy cómodo, pero yo mismo duermo aquí los días de mucho trabajo. Desde hoy, sin embargo, en honor de ustedes, dormiré fuera, en la tienda.
(Mientras tanto, la tabernera va preparando la mesita en la taberna, poniendo en ella pollo y champaña, que algún actor le da fuera de la línea del telón).
LUISA. Muchas gracias.
TABERNERO. De nada. Ale, a descansar.
LUISA. (Deteniendo al tabernero.) No se enfade por lo que dice José; son diez años de sufrimientos.
TABERNERO. Enfadarme? ¡Ca! ¡Buenas noches!
(Sale el tabernero. En el mismo momento entra Don Roque, un viejo de sesenta años largos, con Any, de unos veinte. La tabernera les lleva a la mesa, y el tabernero sale a su encuentro, saliendo del pasillo. En la habitación del pasillo, Luisa se sienta en el camastro, con las manos entre las rodillas, y José se queda de pie.)
DON ROQUE. (Entrando.) La pobre Amelia está ya malísimamente. Ni dicción, Flora, ni dicción. Ni dicción, ¿verdad, Any? Pero, ¡qué buena y qué guapota está todavía, demonio!
ANY.¡Roque! ¡Mira que decir que está bien! ¡Si es un hipopótamo en mojama, hombre! ¡Que mal gusto tienes!
DON ROQUE. ¿Cómo voy a tener mal gusto si me gustas tú? (Ayudando a Any a sentarse.) ¿Qué te parece, Pepe? Aquí tienes a Any diciéndome que Amelia Gómez no está bien es guapota. Que no tiene ya ni dicción, bueno, de acuerdo. Pero que no está bien…¿Eh, Pepe, está bien o no?
TABERNERO. La señorita desconoce las delicias del jamón…
DON ROQUE. ¡Ah! Las delicias del jamón. Aprende, Any. (Le da un golpe en la rodilla y se sienta junto a ella.) Tú no sabes lo que son las delicias del jamón. Pepe: un día tendré que hacerte académico.
TABERNERO. Gracias, don Roque. (Se inclina y se va con la tabernera.)
DON ROQUE. ¡Qué gracia tiene este Pepe! Los hay así entre la gente del pueblo: espíritus alegres, afables. (Any empieza con el pollo.) Lo típico de la espiritualidad popular es la réplica rápida y salerosa. ¿Lo has notado, Any?
ANY.¿El qué?
DON ROQUE. Nada.
ANY ¡Ay, perdona, hijito! Estaba pensando en lo que me dijiste anoche.
DON ROQUE. (La coge del brazo.) ¿Qué te dije?
ANY.¡Ay, no sé! Estaba pensando, ¿no te basta?
DON ROQUE. (Soltándola, poco a poco.) Me basta… Claro que me basta… No hay que pedir peras al olmo. Bueno: no hay que pedir olmos a la perita en dulce. ¡Pepe! (Entra Pepe.) ¿Quieres descorchar?
(El tabernero descorcha y sirve. Cuando va a retirarse dan las doce, realizando el efecto no un traspunte, sino un actor de los que actúan en este momento fuera de la raya y a la vista del público. Al oír la hora, el tabernero recuerda y va al teléfono. Suena entonces la puerta del pasillo. Luisa se sobrecoge y José mira fijamente la puerta de su habitación.)
TABERNERO. (Al teléfono.) ¿Hotel Augusta?
LUISA. Es el dueño.
TABERNERO. Haga el favor de avisar a don Julio Puértolas y a don Andrés Rodríguez. Sí los señores que esperaban un recado. Es urgente. Gracias.
(El tabernero cuelga y sale. Don Roque y Any terminan de comer. Disminuye la luz de la batería; por contraste, queda más luminosa la habitación del pasillo. Don Roque abraza a Any; José se vuelve hacia Luisa. Don Roque se mueve; José va hacia Luisa y le pone las manos en la cabeza. Entra hasta la mesa de don Roque un violinista y toca una cadencias: Luisa llora. Don Roque da unas perras al violinista, y éste se va. Don Roque se levanta y entra en el pasillo, hacia el W.C. Luisa y José miran ansiosamente a la puerta.)
JOSE. (Al oír que se abre otra puerta distinta.) Es que van al lavabo. Échate. (Luisa se echa José la tapa con la colcha. Don Roque vuelve y se para ante Any mirándola; José mira a Luisa.)
DON ROQUE. Vamos.
(Any se levanta y se coge del brazo de don Roque. Salen. José sigue inquieto, mirando a Luisa. Entra el tabernero en el pasillo. José mira hacia la puerta de la habitación y aparta de ella la vista cuando oye hablar al tabernero.)
TABERNERO. (Al teléfono.) Oiga, ¿Lucas? Soy Pepe. Mañana me trae cinco cartones de Lucky, cinco de Chester y algo de inglés. Ni un céntimo más. Si en el puerto le piden más es cosa suya; haga como yo con usted: no dé. Bueno, antes de mediodía. Adiós.
(El tabernero cuelga. Duda un momento ante la puerta de los viejos, pero se va sin entrar. Se apaga toda la batería. Sólo la habitación queda iluminada.)
JOSE. Parece mentira que ese hombre fuera un compañero de Numantino. Luisa: mañana nos vamos de aquí
LUISA. Tenemos que quedarnos hasta que venga Numantino.
JOSE. ¿Quién sabe si le dejará entrar? Y nosotros no tenemos delante más que ese pasillo negro. Ni nos enteraremos si viene.
LUISA. Sólo puede llegar por ahí José
JOSE. Ojalá pudiera esperarle en la calle. Nos iremos de aquí. Esto es tener la vida pendiente de un hilo.
LUISA. ¿Y si la tenemos de verdad, José…? ¿Dónde vamos a ir que nos pueda encontrar?
JOSE. Quizá nos busque primero en Montjuic.
LUISA. No sabe que hayamos vivido allí
JOSE Pero puede ir a buscarnos por los barrios de barracas.
LUISA. Se incorpora angustiada.) ¡No podrá encontrarnos! José ten paciencia; ya sabes tú que sólo puede llegar por ese pasillo… (Pausa.)
JOSE. Sí perdona. Voy a apagar la luz.
LUISA. Y acuéstate. Hay sitio para los dos.
JOSE. Ya me acostaré Procura dormirte pronto; no pienses. (José apaga la luz. Se apaga toda luz. José se sienta ante el velador. Crece una luz morada, suave. José está sentado, y cabecea con la cabeza en las manos. Aumenta la luz morada. Un hombre entra en escena: la iluminación, a contraluz, le siluetea. El hombre va vestido a la moda de 1910 y lleva una gran cartera en la mano. Entra en la habitación por el boquete del tabique, o por la puerta del pasillo.)
VIAJANTE. Buenos días, don José. Le traigo la factura de los últimos abonos. (José levanta la cabeza: tiene ahora el pelo negro.)
JOSE. No tengo dinero para pagarla.
VIAJANTE. ¿No? Bueno; págueme una parte. Nuestra casa tiene confianza en usted, el único agricultor de la región que usa nuestros abonos científicos.
JOSE. No tengo nada de dinero; no puedo pagarle ninguna parte. (Se enciende más violeta, pero, ahora, desde la batería)
VIAJANTE. ¡No puede ser! ¡Si todo el pueblo se asombró de su cosecha!
JOSE. La cosecha fue buena, pero he tenido muchos gastos.
VIAJANTE. (Se adelanta y se apoya en el velador, al cual está acodado José) Don José, no es sólo opinión mía, lo dice todo el mundo. Usted está perdiendo el tiempo porque hace cosas innecesarias. Innecesarias, ésa es la palabra.
JOSE. No puedo pagarle nada.
VIAJANTE. Allá cada cual para hacer cosas raras, pero usted las hace raras y mal: no sirven para nada. Dio usted el huerto del álamo a Bernardo, que era un vicioso, sólo porque no tenía ningún trabajo, según decía usted; Bernardo vendió el huerto a la condesa y hoy sigue siendo un borrachín, sólo que en la ciudad. (Se inclina hacia José) Vendió usted barata la cosecha de trigo a los señores banqueros, porque la condesa quería vender cara la suya y el pan subiría este invierno. ¿Sabe usted lo que han hecho con la cosecha los señores banqueros?
JOSE. No.
VIAJANTE. Sí que lo sabe. Sí que lo sabe: los han deshecho; han deshecho a ustedes, los de Salamanca, y a todos los campesinos de Valladolid. Los señores banqueros empezaron a vender la cosecha de usted todavía más barata; perdieron un montón de duros, pero los demás campesinos, los hermanos de usted, don José acabaron casi regalándoles las cosechas, a cambio de un pan cocido y un vaso de vino. Y usted sabe también, don José, que la única persona que ha resistido la operación de los señores banqueros ha sido, precisamente. la condesa. (Se incorpora el viajante y pasea.) Usted hace muchas cosas inútiles, don José (Deteniéndose.) En fin, no quiero molestarle más; estoy autorizado para aceptarle cualquier forma de pago que usted proponga. En contrapartida, me permito aconsejarle que no haga usted más cosas… inútiles. La gente las llama locuras, don José. Usted lo pase bien.
(Se va. Al salir, por el boquete de la pared, se cruza con el administrador de la condesa, que entra en la habitación por el mismo sitio. Va vestido a la modas de 1920, elegante y con empaque)
ADMOR. Buenos días.
JOSE. No demasiado.
ADMOR. Buenos, a pesar de todo. Seguramente mejores de lo que a usted le corresponde. (Pausa.) Le traigo una proposición de la señora condesa.
JOSE. No tengo nada que ver con ella ni con usted.
ADMOR. Mucho más de lo que cree. Su situación es muy clara: está usted perdido y condenado.
JOSE. Yo no he hecho nada malo.
ADMOR. Según se considere. Mire usted: uno es criminal o no lo es, según lo que diga la ley y lo que diga el juez. Y la ley da mucha importancia a cosas en las que usted no para mientes: el tráfico mercantil, la fides comercial, las firmas que se ponen al pie de un pagaré… La ley piensa, y piensa muy bien, que un hombre como usted, que deja de pagar sus deudas Y que no reverencia a la autoridad social y moral, es más peligroso que un asesino. Un asesino, al fin y al cabo, sólo produce pequeños desarreglos: una muerte, dos, tres. Pero un hombre como usted desarregla toda la sociedad de arriba a abajo, y con intención, reconózcalo usted. La ley no le va a castigar, aparentemente, porque usted soliviante a pandillas de muertos de hambre con sus discursos y su falta de respeto para con la sociedad, sino sólo por no pagar sus deudas. Pero, créame, eso es sólo elegancia de la ley; aplastándole por no cumplir sus obligaciones, le hará pagar su furia contra el buen orden. (Pausa.) Le confieso que la misión que me ha encomendado la señora condesa me disgusta; sólo en la excesiva generosidad de la señora cabe una propuesta como la que le traigo. En resolución: la señora condesa sabe que mañana puede ejecutar en sus bienes, y que sus bienes no cubren lo que usted adeuda, pero, en un exceso de cristiana caridad, le ofrece el empleo de director de explotación de sus fincas, las suyas de siempre y las que desde mañana pasará a su propiedad. Si acepta usted, empleará noblemente su vida en hacer fructificar las tierras que aró y sembró desde niño.
JOSE. No acepto.
ADMOR Ya lo suponía. Ni su mujer ni su hijo pueden tanto como su orgullo rebelde, de pagano que no acepta que el poder y la nobleza vienen de Dios.
(Luisa se ha levantado, quedando en la cama un bulto de su apariencia. Luisa tiene ahora el pelo negro. Se acerca a José por la espalda y le pone las manos en los hombros.)
LUISA. No aceptamos.
ADMOR. (Yéndose.) El hijo no puede tanto como la ambición y la rebeldía.
LUISA. Ni como la esperanza.
(Se va el administrador. Pausa.) Ahora, José iremos a la ciudad, donde hay jardines y fuentes, cines y teatros… Los domingos saldremos todos juntos… Y, seguramente, allí encontrarás amigos, hombres que se te parezcan…
JOSE. (Se mira las manos.) Tengo buenas manos para trabajar, Luisa.
LUISA. Claro que las tienes!
JOSE. Si sé manejar un hacha y enderezar un arado, tengo que saber cualquier cosa.
LUISA. Claro que sí. Muchas más cosas de las que pueda hacer la gente de la ciudad. El niño estudiará
(Pausa. Luisa permanece en su posición, apoyada en los hombros de José. Éste, al cabo de un momento, se mira de nuevo las manos.)
JOSE. Luisa; tengo las manos cada vez más torpes.
LUISA. (Pasea.) Sí (Se para, está un momento quieta y luego vuelve a José como antes.) Sí; pronto Numantino te quitará el trabajo. (Le abraza. José repara en las manos de Luisa.)
JOSE. Y tú ya ni tienes manos. ¿Para quién has lavado hoy?
LUISA. ¡Ah! Muy buen trabajo. Mandan la ropa casi limpia. No tienes más que mojarla. Y perfumada. (Saca un pañuelo.)
JOSE. No es tuyo.
LUISA. Mañana se lo daré a la planchadora.
(Pausa. Luisa vuelve a colocarse a la espalda de José)
LUISA. José no te preocupes, el chico encontrará trabajo.
(Pausa. José se levanta.)
JOSE. Luisa; tengo las cien pesetas para el traspaso. Pero iremos de noche; luego lo verá al sol.
LUISA. ¡Qué tontería! ¡Si Montjuic es tan bonito! Se ve el mar. (Rompe a llorar. José la abraza y permanecen así)
JOSE. Luisa; Numantino hizo bien marchándose a la guerra, porque él creyó que hacía bien. No se lo reprocharemos.
LUISA. No.
JOSE. El día que venga se acabará todo esto. No irá más con el tabaco.
LUISA. Ni tú irás al puerto. O sí, iremos los tres. O a lo mejor cuatro, y luego, más…
JOSE. A lo mejor…
LUISA. Ale, que luego hay que madrugar…
(Se acuestan, mientras va apagándose la luz morada. Cuando se apaga por completo, empieza a encenderse la luz blanca. Aparece el tabernero y va al teléfono. Al ruido de la puerta los viejos se despiertan.)
JOSE. Buenos días, Luisa.
LUISA. Buenos días.
TABERNERO. (Al teléfono.) ¿Lucas? No se olvide de mi rubio. Bueno, antes de las doce (Cuelga. Mira a la puerta de los viejos, vacila y, por fin, sale. Al cabo de un momento entra violentamente un hombre en el pasillo. Los viejos se sobresaltan. El hombre marca un número en el teléfono.)
HOMBRE. (Al teléfono.) Todo bien. No puedo hablar. Los tres, sí La C. G. nada.
LUISA. ¡No puede hablar! ¡Abre!
(José abre precipitadamente la puerta.)
HOMBRE. (Asustado.) Ya se lo contaré luego.
(José cierra.)
JOSE No es. (El hombre se va. Pausa. José enciende la bombilla.). Luisa, ¿tú tienes miedo de que no vuelva?
LUISA. No, volverá
JOSE.¿Y si no vuelve? ¡Si no vuelve, Luisa! ¡Toda la vida trayéndote hasta aquí eso es todo lo que he hecho, desde nuestros veinte años!
LUISA. Volverá
JOSE. Volverá… (Pausa.)
LUISA. Y si no vuelve, tampoco será verdad eso que has dicho, José
JOSE. Si no vuelve, he dicho la realidad, Luisa. Es así. Todo lo hicimos siempre pensando en tener razón el día de mañana. Siempre vivimos así y fui yo quien lo decidí de esa manera. Y si no vuelve Numantino, ni siquiera habrá mañana, Luisa, yo no os habré dejado vivir ni un día.
LUISA. También era una manera de vivir nuestros días. Aunque no vuelva Numantino, igual habrá sido todo, José. Igual habremos hecho y dejado de hacer. Igual habrá hecho las buenas cosas que hiciste allá… Igual habremos estado aquella noche en la era.
JOSE. Entonces, Luisa, igual estamos aquí sin saber siquiera donde vamos a morirnos.
LUISA. Igual. (Pausa.) José has dicho aquí
(José se levanta y se sienta en la cama, al lado de Luisa. Está un momento en silencio. José nervioso; Luisa, tranquila.)
JOSE.¿En qué piensas?
LUISA. En nada.
JOSE. En algo pensará.
LUISA. En nada. Espero. (Pausa.)
JOSE.¿En qué esperas?
LUISA. José los dos esperamos lo mismo.
JOSE. No lo sé
LUISA. Nada… (Pausa.) ¿Por qué no apagas la luz?
(Se levanta José para apagar la luz. Pero antes de hacerlo se oye llamar a un cierre metálico.)
TABERNERO.(Fuera del espacio dramático, sin actitud dramática. A su lado está ya Numantino en la misma actitud. Hablan sin mirarse. Numantino lleva un mono caqui en harapos, que deja ver un vendaje sangriento por pecho y espalda. Lleva una pistola en la mano.) ¿Quién es?
NUMANTINO. ¡Soy Numantino, Pepe, soy Numantino! ¡Date prisa!
(Atraviesa la línea del telón.).
Están aquí ¿verdad? ¡Están aquí!
TABERNERO. (Luego de una vacilación.) ¡Ven!
(El tabernero lleva a Numantino a la habitación. Luisa y José le abrazan. Él se deja caer en la cama y la pistola cae al suelo.)
LUISA. ¡Hijo! ¿Qué tienes? ¡José!
NUMANTINO. ¡He matado a uno! Les he matado a uno. ¡Me encontrarán!
(Llamadas en el cierre.)
TABERNERO. iVete!
NUMANTINO. ¡Arrancadme la venda! Les he matado a uno…
LUISA. ¡No !
NUMANTINO. ¡Sí! Prefiero aquí. Será suave: no he comido hace mucho tiempo. (Más llamadas.)
¡Quitádmela!
(El tabernero sale. José se agacha y empieza a deshacer el vendaje. Luisa se arrodilla y se abraza llorando a la cabeza de Numantino. Se oye levantarse el cierre.)
NUMANTINO. Bueno…. bueno… Ya está.., será fácil… ¡Vienen!
(En un movimiento rápido, Numantino coge la pistola del suelo y vuelve a caer en la cama, disparándose un tiro. Luisa cae al suelo. José va a ella lentamente y la incorpora, llevándola hacia la silla.)
(Entran policías con el tabernero. Uno se lanza a la cama.)
POLICÍA. Está muerto.
(José sienta a Luisa, que empieza a llorar muy silenciosamente.)
JEFE. No lo toquen. Lo levantará el Juez. (A José) Documentación.
JOSE. No…
LUISA (Sin dejar de llorar.) José tu contrato de trabajo.
JEFE. ¿Dónde trabaja’?
JOSE. Entregando un papel.) Ya no.
JEFE.¿Domicilio?
JOSE. Tampoco.
JEFE. Tendrá que acompañarme. ¿La señora se encuentra mal?
(Se acerca a Luisa. La levantan entre él y José. Aparece el tabernero con vasos y una botella.)
TABERNERO. Los señores querrán refrescar…
JEFE. Gracias, nos vamos. García, usted se queda.
GARCÍA. (Cogiendo la botella.) Yo me quedo.
JOSE. Vamos, Luisa.
(Van saliendo. Al salir al pasillo, Luisa vacila. El Jefe y José la sostienen.)
JEFE. García, deme una copa. (Se la da, y la ofrece a Luisa.) Tenga, abuela, anímese.
LUISA. (Sin beber.) Gracias, ya se me pasa.
(Van saliendo. De repente José se para, angustiado.)
JOSE. Luisa, ¿es verdad ha sido todo igual?
LUISA. Todo; no importa. (Se apoya en José) Vamos.
Van saliendo en línea recta hacia la sala, tanto cuanto permita el
T E L Ó N
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