Para examinar la situación del trabajo en nuestros días es necesario ubicarlo dentro del sistema capitalista y luego detectar sus transformaciones dentro de él. Aunque toda sociedad establece una relación de intercambio metabólico con la naturaleza a través del trabajo para asegurar la subsistencia humana -por lo que es necesario que se organice la producción […]
Para examinar la situación del trabajo en nuestros días es necesario ubicarlo dentro del sistema capitalista y luego detectar sus transformaciones dentro de él.
Aunque toda sociedad establece una relación de intercambio metabólico con la naturaleza a través del trabajo para asegurar la subsistencia humana -por lo que es necesario que se organice la producción de satisfactores de necesidades-, en el capitalismo el trabajo se organiza con una estructura de mando vertical y jerárquica para asegurar la creciente producción de mercancías y la generación incesante de ganancias. Esto puede ser así porque existe una separación y enajenación entre el trabajador y los medios de producción, lo que permite que el Capital se imponga al trabajador como un Poder separado y ajeno que lo explota y domina. Esa potencia enajenada y enajenante parece funcionar por y para sí misma a través de sus personificaciones: la del capitalista, que consagra su vida a la expansión del capital, y la del trabajador: que se somete a ese dominio, aunque con la potencialidad de impugnarlo y modificarlo. Ese dominio del Capital sobre el trabajo se refuerza con un poder político (Estado) que asegura el mantenimiento de la propiedad privada y la reproducción social de la división jerárquica del trabajo.
Mientras más se desarrolle esta dinámica enajenada y enajenante, incontrolable, de productivismo delirante para la obtención de ganancias, «este sistema -señala Ricardo Antunes- asume cada vez más una lógica destructiva.» Y continúa diciendo:
«Esta lógica, que se acentúa en el capitalismo contemporáneo, dio origen a una de las tendencias más importantes del modo de producción capitalista, que Mészàros denomina tasa de utilidad decreciente del valor de uso de las cosas.» (1)
Eso significa que el Capital subordina el valor de uso (utilidad) al valor de cambio (ganancia) de varias formas: reduciendo la vida útil de las mercancías para acelerar su ciclo de reproducción (para que se gasten y se tengan que comprar nuevas), generando mercancías con poco valor de uso o mercancías dañinas para el ser humano y la naturaleza. Por consiguiente, el Capital profundiza cada vez más la separación de la producción para las necesidades (humanas) y la producción para la autovalorización (Capital), privilegiando a esta última. Como no le interesa satisfacer necesidades para la vida humana, el Capital tiende a ser más y más destructivo, fracturando la relación metabólica con la naturaleza al punto de impedir su reproducción, o bien sobreexplotando o excluyendo a la fuerza de trabajo hasta obstaculizar su reproducción social y fisiológica. Para el Capital no hay límites (naturales o humanos) en su producción de ganancias. Esto va explicar las tendencias que se han desarrollado en el mundo del trabajo estos últimos años.
Durante gran parte del siglo XX, la acumulación de Capital se apoyó en el fordismo (producción en cadena) y el taylorismo (acortando tiempos). Con estos métodos se logró una producción verticalizada más intensa, fragmentada y homogenizada mientras se extendía una producción centrada en la gran industria, con el obrero-masa industrial, concentrado en las grandes urbes y organizado en sindicatos de industria, cobijados por un Estado benefactor o populista y gozando un importante conjunto de derechos laborales.
Pese a las revoluciones y revueltas obreras de los primeros años del siglo XX contra el capitalismo y estos métodos de producción, después de la segunda guerra mundial y con un equilibrio de fuerzas entre una burguesía que había incubado al fascismo y un proletariado en pie de lucha que se había organizado en grandes partidos (sobre todo, socialdemócratas), se estableció cierto «compromiso histórico».
En este «compromiso histórico» se permitía la subsistencia de estos métodos productivos de explotación capitalista pero conviviendo con políticas keynesianas (de regulación económica estatal) y el levantamiento de un Estado benefactor.
«Puede decirse -dice Antunes- que, junto con el proceso del trabajo taylorista-fordista, se erigió, particularmente durante la posguerra, un sistema de ‘compromisos’ y ‘regulaciones’ que, limitado a una serie de países capitalistas avanzados, ofreció la ilusión de que el sistema de metabolismo social del capital podía ser regulado y controlado de manera efectiva, duradera y definitiva, apoyándose en un compromiso entre el capital y el trabajo mediado por el estado.» (2)
Ese «compromiso» significó para los partidos socialdemócratas el dejar de lado la cuestión de la explotación y el relegar el proyecto socialista a la indeterminación, promover el fetichismo del Estado y la subordinación de sindicatos y partidos al sistema. Se reafirmó así que esta tendencia política, que había nacido del proletariado para combatir al capitalismo, se asumió como cogestora del proceso global de reproducción del Capital.
Sin embargo, hay historia porque hay cambios y este modelo de acumulación capitalista, con su método fordista y taylorista de producción, fue sustituido por otro debido a dos causas fundamentales, a saber:
1º Por las luchas de los trabajadores de los años 60 y 70, cuando el obrero-masa desbordó el «compromiso histórico» de la socialdemocracia, cuestionó el dominio del Capital y pugnó por el control social de la producción sin capitalistas. Sus luchas partieron de la protesta contra el despotismo laboral y la enajenación, por la «actividad repetitiva y desprovista de sentido» de los métodos del fordismo-taylorismo. Sin embargo, esas luchas obreras nunca disputaron a fondo el poder político y el movimiento obrero fue derrotado en esa coyuntura específica.
«Con la derrota de la lucha obrera por el control social de la producción estaban dadas, entonces, las bases sociales e ideo-políticas para retomar el proceso de reestructuración del capital, en un nivel distinto de aquel efectuado por el taylorismo y el fordismo.» (3)
2º Por la dinámica de la propia acumulación capitalista que la llevó a una crisis compleja: por un lado, se manifiesta la caída tendencial de la tasa de ganancias debida a las luchas obreras; por otro lado, hay una fuerte retracción del consumo por la consolidación de un desempleo estructural. Existe asimismo una hipertrofia de la esfera financiera, que conquista cierta autonomía relativa frente al Capital productivo para dedicarse a la especulación; además, las fusiones del Capital, formando monopolios y oligopolios que tienden a internacionalizarse, limitaron los recursos fiscales del Estado benefactor, que realizó sus primeros ajustes de gastos.
Las tareas del Capital eran claras: había que imponer una nueva disciplina a la clase obrera y elevar la tasa de explotación, expandir internacionalmente al Capital, acumular enormes riquezas con la mera especulación y deshacerse del Estado benefactor. Todo apuntaba ya a la nueva política económica neoliberal, al nuevo imperialismo, a revelar la cara bárbara del capitalismo.
Porque, en el fondo, lo que se ponía de manifiesto era la incapacidad de intentar controlar «el sentido destructivo de la lógica del capital», de imponerle compromisos a su tendencia a obstruir la reproducción (ecológica) de la naturaleza y la reproducción (fisiológica y social) de los trabajadores.
El Capital, entonces, se reorganizó a nivel global como recolonización del mundo y como expansión por desposesión, acumulando por usura, renta o despojo. Pero para reactivar la producción se requería iniciar un «proceso de reestructuración de la producción y del trabajo» que en realidad significó una «ofensiva generalizada del capital y del Estado contra la clase trabajadora.» (4)
La lógica destructiva capitalista se lanzó contra la fuerza de trabajo y contra la naturaleza. La devastación de la naturaleza se aceleró como saqueo desmedido de recursos naturales (fracturando el metabolismo natural: impidiendo su regeneración) y el agravamiento de la contaminación (que afecta a los propios ecosistemas y genera damnificados ambientales). La destrucción de la fuerza de trabajo fue literal: el capitalismo excluyó de los procesos productivos a regiones enteras del planeta (de África, Asia y América Latina), propició un enorme crecimiento del desempleo (ya abiertamente estructural) así como la sobreexplotación y «la precarización, sin paragón en toda la era moderna, de la fuerza de trabajo» (Antunes), etc.
En el cuadro ya planteado de las reformas estructurales neoliberales, la situación del trabajo se modificó sustancialmente. Con la reducción del gasto público y la feroz competencia capitalista agudizada por la apertura desregulada del mercado, miles de trabajadores se quedaron sin empleo, presionando una baja generalizada de salarios. Este fue el primer paso para elevar la tasa de explotación, según lo explica Michel Husson:
«La característica principal del capitalismo mundializado es el descenso de la parte salarial, es decir, de la parte del PIB que absorben los asalariados. Esa tendencia equivale, en términos marxistas, a una elevación de la tasa de explotación. Se trata de un resultado sólidamente establecido sobre datos estadísticos indiscutibles y que se aplica a la mayoría de países, tanto del Norte como del Sur.» (5)
Ese fue un primer paso, pero hubo más en la reestructuración del proceso productivo. Aunque hubo cierta continuidad con los métodos del fordismo-taylorismo, también se dieron importantes discontinuidades: con el toyotismo se fomentó el trabajador multivalente, acabar con los tiempos muertos, eliminar puestos de trabajo, intensificar la producción con estímulos; paralelamente se alentaron las subcontrataciones, el desconocimiento y recorte de derechos laborales (pensión y jubilación, estabilidad, antigüedad, huelga, etc.), la destrucción de sindicatos de clase y su conversión en sindicatos dóciles, así como la llamada precarización laboral que implica trabajo temporal y/o parcial, condicionar el salario por la productividad, carencia de estabilidad, de seguridad social y de prestaciones, etc.
Al respecto, en abril de 2009 la OCDE admitió que «más de la mitad de la PEA mundial trabaja sin prestaciones». Eso es: más de mil 800 millones de personas tienen trabajo sin contrato ni prestaciones sociales, lo que es una cifra récord que provocará -afirmaba esta organización- un significativo aumento de la pobreza en los países dependientes y periféricos. De acuerdo a este estudio de la OCDE, se calcula que el trabajo precario aumentaría hasta abarcar «en 2020 a los dos tercios de la población activa», pero puede ser mucho mayor si la crisis financiera continúa.
Pero conforme avanza la contrarreforma neoliberal, los procesos productivos son fragmentados y mundializados, esto es: el Capital internacional empieza a «deslocalizarse» y trasladarse del centro a la periferia: de 1983 al 2000 el empleo se estanca en los países desarrollados (1.1%) y creció en los dependientes (59.3%), sobreexplotando mano de obra barata, sin regulaciones, impuestos, derechos laborales, etc., que maquila partes de un producto que se elabora en diversos territorios. Esta fábrica fragmentada e internacionalizada significó, asimismo, la atomización de los trabajadores y la pérdida o debilidad de su organización.
Al tiempo que se recrudecía la explotación salarial, resurgían y se fortalecían viejas formas de opresión y explotación, como las siguientes:
-La precarización del trabajo femenino: la reestructuración productiva y las políticas neoliberales han propiciado el aumento de la inserción de las mujeres en el trabajo; sin embargo, en esta esfera se vuelve a proyectar la tradición patriarcal que discrimina, inferioriza y somete a las mujeres con nuevas formas de desigualdades en la división sexual del trabajo, de modo que se tiende a disminuir su salario, a que el trabajo de tiempo parcial se reserve sobre todo a la mujer trabajadora, para que se dedique a la crianza de los hijos y las tareas domésticas, etc.
-La esclavitud del trabajo humano: en nuestros días se reconocen las siguientes formas de esclavitud: trabajo forzado y sin ningún derecho laboral, explotación sexual de menores, trata de blancas, etc. En pleno siglo XXI se calcula que más de 27 millones de personas, en su mayoría mujeres y niños, son esclavos sexuales.
-La vuelta del trabajo infantil: según la UNICEF, existen más de 346 millones de niños y niñas que trabajan y son explotados; el 70% de ese total son explotados en la agricultura; se calcula que tres cuartas partes de ellos (171 millones) son explotados en situaciones que ponen en riesgo su vida, violan sus derechos o atentan contra su dignidad.
-La exclusión social: en estas décadas se ha descubierto que el verdadero «horror económico» no es el ser explotado, incluso con un trabajo precario, sino el ser excluido y condenado a sobrevivir como desempleado. A nivel mundial, el desempleo aumenta por decenas de millones al año; en los países dependientes el desempleo es estructural y en los países «desarrollados» cada vez más aumenta el número de desocupados. Según datos de instituciones moderadas como la OIT, en estos últimos años el desempleo va en ascenso: de 190 millones de desempleados calculados en 2008 se pasó a 212 millones en 2009 y se calcula que alcance la cifra de 228 millones en 2010. La ONU admitió en junio de 2010 que el número de desempleados en el mundo llegó a su máximo nivel histórico y que la generación de puestos de trabajo ha estado estancada desde hace más de una década.
El neoliberalismo, entonces, nos ha revelado lo que el capitalismo es en el fondo: un proyecto despótico y excluyente, bárbaro, ritmado por los ciclos infernales de un Capital enajenado que sólo busca maximizar las ganancias y reducir los costos, arrasando con las vidas humanas y devastando a la naturaleza en su impulso productivista/consumista. Pero también nos muestra que este capitalismo bárbaro en realidad no pretende integrar, proletarizar o explotar a todos los seres humanos: sólo a aquellos de los que puede obtener beneficios inmediatos y mientras así sea. Por eso, el capitalismo integra y excluye: proletariza para forzar la venta de la fuerza de trabajo pero luego la despide; se apoya en el trabajo campesino para sostener la industrialización, pero luego prescinde de él y obliga a una migración masiva que, sin embargo, combate. Al tiempo que se cuadruplica la población asalariada en las últimas décadas (según el FMI), la exclusión laboral causa una migración masiva.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el número de migrantes internacionales es de 214 millones de personas, lo que representa el 3,1% de la población mundial. El 49% de estos migrantes son mujeres y de 20 a 30 millones de migrantes son ilegales.
En ese movimiento de inclusión-exclusión capitalista, que nunca había sido tan manifiesto, lo peor ya no es la «esclavitud asalariada» sino el desempleo, la exclusión. Por eso dice Armando Bartra: «Entonces no es sólo la ‘esclavitud asalariada lo que ofende sino también y sobre todo la ‘inestabilidad’, la constante amenaza de amanecer ‘superfluo’, redundante, maltusianamente prescindible.» (6)
Después de casi treinta años de ofensiva contra el trabajo, los datos son reveladores:
-El director general de la OIT, Juan Somavía, señaló «que los trabajadores pobres (que ganan apenas dos euros diarios) serán 1.400 millones, o sea el 45% de la población activa mundial.»
-El trabajo informal, que es sinónimo de ausencia de derechos, ingresos inseguros e inexistente protección social, también alcanza niveles nunca alcanzados: según la OCDE esta actividad «representa tres cuartos de los empleos en África Subsahariana, más de dos tercios en el sur y el sudeste de Asia, la mitad en América Latina, en Medio Oriente y en África del Norte y casi un cuarto en los países en transición».
-Un muy reciente informe (de junio 2010) reveló que en Estados Unidos 7,2 millones de personas perdieron sus trabajos con la actual recesión; la suma de desempleados en este período representa un 35,6% del total de desempleados de los Estados Unidos. Todo indica que en los Estados Unidos el desempleo se ha vuelto estructural.
-¿Esto significa el «adiós al proletariado»? ¿Esto es el «fin del trabajo»? ¿Desaparece la clase trabajadora con su potencial revolucionaria?
-Por supuesto que no, pero estas tendencias obligan a la izquierda radical a tener una noción ampliada de la clase trabajadora.
Para Ricardo Antunes se puede ampliar la noción sin traicionar su sentido más originario al caracterizarla como «la-clase-que-vive-del-trabajo», que al tiempo que enfatiza su forma de ser, «incluye a todos aquellos que venden su fuerza de trabajo, teniendo como núcleo central a los trabajadores productivos.» (7) Considerando a la totalidad del trabajo asalariado, sin olvidar su composición heterogénea y compleja, es posible distinguir las siguientes capas de trabajadores:
-Los trabajadores productivos, manuales y no manuales, cuyo corazón es el proletariado industrial; son considerados así porque son ellos los que producen directamente plusvalía; se consume su fuerza de trabajo como producción de valor de cambio y hay un decrecimiento tendencial de su número;
-Los trabajadores improductivos, que más que producir ofrecen servicios, ya sean públicos o privados (como maestros, doctores, técnicos, cajeros, secretarias, etc.); en su caso, se consume su fuerza de trabajo como producción de un valor de uso y hay una tendencia que apunta a su crecimiento numérico.
-Los trabajadores rurales que venden su fuerza de trabajo al Capital agrario.
-Los trabajadores precarizados o subproletariado, que trabaja por tiempo parcial, subcontratado, sin prestaciones. Este es el sector que más crece en el mundo actual.
-Los trabajadores asalariados de la economía informal, sobre todo aquellos que individualmente ofrecen sus servicios (reparaciones, limpieza, etc.).
-Los trabajadores desempleados: el enorme ejército de excluidos por el desempleo estructural.
Es necesario subrayar, también, que en estos últimos años se ha afirmado la tendencia al incremento del trabajo femenino. En algunos países industrializados llega a ser el 40%, pero gran parte de este porcentaje es inferiorizado y precarizado. En la gran mayoría de países donde las mujeres se han incorporado de manera significativa al trabajo extra-doméstico, se les imponen condiciones precarizadas de trabajo, se les paga salarios inferiores, se les discrimina si están casadas o están embarazadas, etc.
A esta situación se le debe agregar la doble jornada que la gran mayoría de mujeres cumple: además de trabajar en el espacio público (en la producción o los servicios), se ve obligada a trabajar en el ámbito privado, en la reproducción social de su esposo y de la familia. Ricardo Antunes no deja de mencionarlo y lo plantea así:
«Consecuentemente, la expansión del trabajo femenino ha sido verificado centralmente en los marcos del trabajo más precarizado, en los trabajos con régimen de part-time, marcados por una informalidad aún más fuerte, con desniveles salariales más acentuados en relación a los hombres, además de trabajar durante jornadas más prolongadas.» (8)
El número de trabajadores productivos disminuyó significativamente gracias a las políticas neoliberales que desindustrializaron a los países dependientes; aunque los trabajadores de servicios han crecido en su número, su situación también se vio afectada por las políticas de contracción del gasto público y la privatización de servicios públicos. De la noche a la mañana, miles de trabajadores de este sector se encontraron sin empleo. El sistema excluye a los que alguna vez integró en la producción y los servicios, pero excluye ferozmente a los jóvenes y a los viejos.
El desempleo en la esfera productiva y en la de servicios presionó para fortalecer la tendencia de precarizar a la totalidad del trabajo. Por eso, es este sector de trabajadores precarizados el que se ha expandido por todo el mundo: un trabajo a tiempo parcial y temporal, subcontratado y sin prestaciones, que, además, está fragmentado internacionalmente y condicionado por la migración del Capital a países con salarios más bajos y sin exigencias laborales, de modo que se desarrolla «una contradicción entre el capital social total y la totalidad del trabajo.» (9)
El panorama del trabajo en el mundo no sólo es heterogéneo y complejo, sino que está atravesado por divisiones y oposiciones que obstaculizan la unificación y organización de la totalidad de «la-clase-que-vive-del-trabajo»: los precarios envidian a los estables, las mujeres cuestionan a los hombres, los nacionales odian a los migrantes extranjeros, los jóvenes quieren desplazar a los viejos, etc. Esta división, estratificación y fragmentación del trabajo «se acentúa en función del proceso de internacionalización del capital.» (10)
Pero así como el Capital tiende a dividir y a oponer los diversos segmentos de la clase trabajadora, también promueve la unidad y convergencia de luchas y demandas comunes. Pero esto no es deseo o mera inferencia teórica, sino el registro de procesos que se están desarrollando ante nuestros ojos como los movimientos anti-globalización de hace unos años o las muy actuales luchas europeas contra los planes de austeridad que prácticamente han unificado a todos los sectores de la clase trabajadora. Esta unión, señala Daniel Bensaïd, no se debe al azar, se debe al Capital:
«No obstante, es el propio capital -la generalización de las relaciones mercantiles, la extensión de la ley del valor, su penetración impersonal en todos los poros de la vida social- el que hace posible las convergencias de las resistencias. Partiendo de quejas específicas, los movimientos sindicales, feministas, ecologistas y culturales más diversos pueden así coincidir en Seattle, Porto Alegre, Florencia o donde sea y unirse respecto a temas unificadores: ‘¡El mundo no está en venta! ¡El mundo no es una mercancía! ¡Otro mundo es posible!’. Su unión no debe nada al azar.» (11)
Pero esa unión de la clase trabajadora debe construirse en la búsqueda de convergencias a partir de la lucha «contra y más allá del Capital».
De hecho, los diversos movimientos sociales tienen demandas poco articuladas: algunas son muy generales, como la exigencia de la moratoria de la Deuda Externa y la defensa de la soberanía nacional, o la lucha por la defensa de los bienes, servicios y recursos públicos; otras, en cambio, son demandas sectoriales, como la defensa de los derechos laborales o los derechos agrarios, las exigencias de mejores salarios o apoyos a la producción agraria; los reclamos por un freno a la devastación ecológica y la instauración de un sistema energético alternativo, o por la efectiva igualdad laboral de las mujeres y la defensa de sus derechos reproductivos, etc. El hecho es que los movimientos sociales tienen pliegos de demandas que plantean a gobiernos que no tienen la menor intención de asumirlas o cumplirlas.
La gran mayoría de esas demandas nunca se van a cumplir con gobiernos subordinados a grupos oligárquicos que personifican a un capitalismo bárbaro. Por eso, los movimientos sociales deben plantearse la cuestión del poder político.
O, como hemos dicho antes: la amplia clase trabajadora de nuestros días y los diversos movimientos sociales que la expresan, debe plantearse la institución de Otro Poder político.
Para ello es necesaria la más amplia unidad de fuerzas, la articulación de demandas en un proyecto político de transformación radical, la construcción de una esfera pública alternativa desde la cual construir Otra Hegemonía, en principio anticapitalista. Se trata de no quedarse reclamando al Poder establecido lo que nunca va a conceder sino de disputar y conquistar el Poder, construyendo con anticipación y con la lenta impaciencia del viejo topo, Otro Poder popular, Otra Hegemonía.
«El concepto de hegemonía -señala Bensaïd- parece particularmente pertinente para concebir la unidad en la pluralidad de los movimientos sociales. Para Gramsci, implica la articulación de un bloque histórico en torno a las relaciones de clase, y no la simple adición indiferenciada de protestas sectoriales. Implica también la formulación de un proyecto político que responda a una crisis histórica de la nación y del conjunto de relaciones sociales. Dichas implicaciones tienden a desaparecer hoy de su uso posmoderno. Reconocerles todo su alcance estratégico, en cambio, invita a crear un forma política que tenga como objetivo la conquista del poder en un espacio político coherente.» (12)
NOTAS
(1) Antunes, Ricardo. Los sentidos del trabajo. Herramienta, Buenos Aires 2005, p.12
(2) Idem., p.24
(3) Idem., p.32
(4) Idem., p.18
(5) Husson, citado por Gilly y Roux en: «Capitales, tecnologías y mundos de la vida. El despojo de los cuatro elementos», Revista Herramienta No. 40, en:
http://www.herramienta.com.ar/foro-capitalismo-en-trance/capitales-tecnologias-y-mundos-de-la-vida-el-despojo-de-los-cuatro-elemen
(6) Bartra, Armando. El hombre de hierro. Ítaca, México 2008, p.138
(7) Antunes, op. cit., p.91
(8) Idem., p.98
(9) Idem., p.107
(10) Idem., p.107
(11) Bensaïd, Daniel. Elogio de la política profana. Península, Barcelona 2009, p.283
(12) Bensaïd, op. cit., p.339
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