Y no hay como asomarse a los grandes medios de comunicación para advertirlas, que nunca faltan a la cita, una detrás de otra, todos los días. Es así que uno se entera de que los banqueros, una vez persignados, predican contra el mal de la usura; los ricos amonestan la culpa del dinero, repudian los […]
Y no hay como asomarse a los grandes medios de comunicación para advertirlas, que nunca faltan a la cita, una detrás de otra, todos los días.
Es así que uno se entera de que los banqueros, una vez persignados, predican contra el mal de la usura; los ricos amonestan la culpa del dinero, repudian los patronos la codicia del lucro y renuncian los obreros al derecho a la huelga.
Los demócratas, debidamente homologados y perpetradas todas las condenas, hablan y negocian los riesgos de las urnas; los olvidos ponderan el fin de la memoria y exhortan los verdugos a evitar la tortura.
Los inversores soplan en la Bolsa la voz de los rumores; los evasores, desde su feliz anonimato, manifiestan su visceral rechazo a los delitos y paraísos fiscales; los impunes se quejan de las culpas sin cargos, los mafiosos denuncian la impúdica extorsión, y hasta los obscenos se erigen en censores de las siempre inmorales y ajenas conductas.
Son las sangrantes paradojas que la infame crónica diaria nos invita a conocer y reiterar hasta la náusea.
Los embozados policías promueven el respeto a los perdidos derechos; claman los militares contra el fin de las guerras y lo propio hacen los narcos previniendo la adicción; los jueces evacuan nacionales sentencias para que cuanto más indisoluble se torne la unidad de sus fallos más se diversifiquen los menguados estatutos que sancionan y sus bien retribuidas togas, y hasta son los demonios los primeros en denostar las llamas del infierno, como avisan los perros del miedo de la rabia y delatan los cuchillos el filo de sus hojas.
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