Todo gobierno, siempre, mientras estemos en el capitalismo, gobierna en el aparato estatal burgués, que es propiedad del capital, y una herramienta fundamental de dominación del pueblo, una dictadura del capital, tanto en su forma democrático burguesa, como en la forma de dictaduras militares o fascistas más extremas. Al ser, de hecho, los gobiernos gerentes […]
Todo gobierno, siempre, mientras estemos en el capitalismo, gobierna en el aparato estatal burgués, que es propiedad del capital, y una herramienta fundamental de dominación del pueblo, una dictadura del capital, tanto en su forma democrático burguesa, como en la forma de dictaduras militares o fascistas más extremas.
Al ser, de hecho, los gobiernos gerentes de esas empresas capitalistas que son los Estados, por más buenas intenciones que tengan no es mucho lo que pueden hacer a favor del pueblo. No son todos iguales, aunque los resultados sean parecidos en muchos aspectos.
Ningún gobierno, por ejemplo, puede impedir la concentración y centralización del capital, porque es algo inherente al capitalismo, responde a su propia naturaleza. Para impedirlo habría que expropiarlo, y para expropiarlo se necesita la revolución social.
Acusar a un gobierno de todos los males que se producen durante su mandato es erróneo. Su responsabilidad es aceptar esta gerencia dentro del estado burgués. Un socialista, por ejemplo, sería traidor al socialismo si lo hiciera. Pero toda la pequeña burguesía cree que los gobiernos son responsables de todo lo que sucede, que tienen el poder suficiente para realizar cualquier modificación en la estructura social, la economía, los derechos humanos, etc. No es una característica exclusiva de los gobiernos populistas que han surgido en América Latina en la última década. Así ve las cosas el pequeño burgués, en todos los países, con las peculiaridades de cada uno de éstos.
Un gobierno como tal puede estar constituido por grandes burgueses, o pequeños burgueses acomodados que gobiernan deliberadamente para los grandes burgueses, o pequeños burgueses más o menos centristas, que se ilusionan con realizar tibias reformas progresistas sin entrar en conflicto con el gran capital. O, por último, pequeño burgueses que creen firmemente que el gobierno tiene el poder suficiente, aunque le lleve mucho tiempo, para realizar todas las reformas que se podrían resumir en el conocido «crecimiento con inclusión social». Estos últimos tienen buenas intenciones, pero no pueden impedir la inmensa mayoría de los males del capitalismo.
Tener en cuenta cuáles son las verdaderas intenciones de cada gobierno no es una desviación psicologista o idealista, sino pensar como socialistas científicos.
Tener intenciones sinceras de gobernar para el pueblo, aunque sobre bases totalmente erróneas, es distinto a tener la política deliberada de favorecer al gran capital en perjuicio del pueblo.
El hecho de que bajo cualquiera de los dos tipos de gobiernos burgueses se produzcan la mayoría de los males del capitalismo, no los hace iguales.
En la izquierda algunos pueden tener intenciones revolucionarias sinceras, pero ser reformistas en los hechos. Y se puede ser reformista en las intenciones y en las acciones.
Un revolucionario, por sus intenciones, puede o no dejar de ser reformista. Un reformista consolidado será siempre un reformista. Haciendo la salvedad que hay reformistas que están de ida y otros que están de vuelta. Los primeros despiertan a la vida política, comienzan impulsando reformas, pudiendo llegar a evolucionar hacia una estrategia revolucionaria. Los que están de vuelta fueron o intentaron ser revolucionarios, y a pesar de haber llegado a tener esta conciencia, traicionan la revolución, se acomodan a los regímenes burgueses, y se vuelven reformistas irreversibles.
Todas estas diferencias, por supuesto, tienen en la vida real infinidad de grises, de matices.
Por todo esto, es erróneo basarse exclusivamente en los desastres económicos, políticos, sociales, etc., que se producen en cada país para deducir de esto que quienes los generan son siempre e indefectiblemente los gobiernos. Siempre son generados por el capitalismo, que es el verdadero poder y, algunos gobiernos, no pueden impedirlos y otros colaboran o directamente gestionan la depredación capitalista. Y esto es así independientemente de que haya pocas o muchas diferencias en la destrucción del bienestar del pueblo en cada uno de esos gobiernos.
Por eso, cualquier análisis político que responda al socialismo científico, debe comenzar por tener en cuenta que quien genera los males del pueblo, siempre es el capital, de una u otra manera, principalmente el gran capital.
Ningún país es independiente del gran capital mundial. Su ingerencia en todos los países es cada vez mayor. A sangre y fuego, como en Medio Oriente, con golpes blandos, con sus campañas de desestabilización como en los países populistas que surgieron en América Latina en la década anterior, o como en Ucrania, etc. Y además, como siempre, la clásica penetración económica.
Gobiernos directos del gran capital o de sus representantes o colaboracionistas o de tibios reformistas o de pequeños burgueses que creen firmemente en algo así como «el crecimiento con inclusión social», todos gobiernan con la presencia dominante del gran capital mundial.
Juzgar un gobierno como si sólo tuviera que tener en cuenta al capital local, grande o pequeño, es profundamente erróneo. Sin considerar al gran capital mundial no se puede entender lo que pasa en cada país.
Es dentro de ese marco internacional, que hay que distinguir los gobiernos que tienen deliberada intención de trabajar a favor del gran capital, en contra del pueblo, de aquellos que intentan favorecer al pueblo, pero son incapaces de impedir los males que produce el capital. Con todas las variantes intermedias.
Analizar Venezuela, Brasil, Argentina o cualquier otro país desde otra perspectiva conduce inevitablemente, a caracterizaciones radicalmente equivocadas.
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