La sorpresa es general: ¿cómo puede ser que un tipo haya podido mantener en cautiverio en el sótano de su propia casa a varias personas durante tantos años sin que nadie de su entorno, familiar o vecinal, se apercibiera de que allí pasaba algo muy raro? Hay teorías diversas, algunas de las cuales apuntan a […]
La sorpresa es general: ¿cómo puede ser que un tipo haya podido mantener en cautiverio en el sótano de su propia casa a varias personas durante tantos años sin que nadie de su entorno, familiar o vecinal, se apercibiera de que allí pasaba algo muy raro?
Hay teorías diversas, algunas de las cuales apuntan a los traumas colectivos de los austríacos, heredados de su pasado pro-nazi. No sé qué parte de verdad habrá en ello, si es que la hay. Lo que doy por hecho es que habrá tenido bastante que ver la tendencia general, propia de nuestras sociedades actuales, a no querer saber.
Nos hemos vuelto la representación masiva y unificada de los tres monos místicos, ésos que se exhiben en el santuario de Nikko, en Japón, esculpidos en madera: el que se tapa los ojos, el que se tapa los oídos, el que se tapa la boca. Constituimos sociedades de individuos aislados -agrupados por familias, como mucho- que se protegen del conocimiento, movidos por la intuición subconsciente de que enterarse de lo que sucede alrededor sólo puede acarrear inconvenientes y disgustos.
Hacerse preguntas es un peligro. Imaginémonos que, en un rasgo de imprudencia, empezamos a pensar desde que nos levantamos. ¿Cómo se ha producido el café que vamos a tomarnos? ¿Cuántas horas de trabajo mal pagado nos vamos a beber? ¿Cómo se habrán fabricado las zapatillas que nos ponemos? ¿Y si son producto de la explotación del trabajo infantil, o de la miseria de inmigrantes chinas, encerradas (ellas también) en un sótano que nadie ve? ¿Quién y en qué condiciones ha fabricado en Taiwán o en Filipinas el transistor que encendemos para que nos cuente lo que va a ganar Zaplana en Telefónica?
Las preguntas pueden ir aún más lejos. O mucho más cerca. Junto a mi casa hay varias pensiones en las que se hacina gente, inmigrante o aborigen, de escasísimos recursos. No sé quiénes son, ni a qué se dedican, ni cómo se las arreglan, si es que se las arreglan.
Hace algunos meses se descubrió que había en uno de esos pisos, que veo desde mi ventana, una guardería clandestina. Se supo porque murió un niño.
Me enteré por los periódicos. Como si fuera Austria.
http://blogs.publico.es/eldedoenlallaga/211/todos-somos-austriacos/