Se denominaba tumbeiros (ataúdes) a los navíos negreros que, entre los siglos XVI y XIX, trasladaron, hacinados y amarrados en las bodegas, a entre 12 y 20 millones de esclavos africanos al otro lado del Atlántico, para ser subastados ante los hacendados que necesitaban más mano de obra tras esquilmar gran parte de la población nativa.
Se estima que hasta un tercio pudo sucumbir durante la travesía, víctima de enfermedades, deshidratación y desnutrición. Aún y todo, el negocio esclavista seguía siendo rentable.
No puedo evitar visualizar la imagen de los tumbeiros cada vez que escucho lo de que estamos todos en el mismo barco, que debemos remar en la misma dirección para llegar a buen puerto, que de esto tenemos que salir todas juntas…
Desconocemos si los esclavistas europeos intentaban tranquilizar a la particular “mercancía” humana con la que compartían embarcación con eso de que estaban todos en el mismo barco, pero es más que probable que no estuvieran muy entusiasmados por llegar a buen puerto con sus captores. Aún menos si conocieran el futuro que les habían deparado. Su buen puerto no estaba en Brasil o el Caribe, sino justo en la dirección contraria.
El mensaje de la unidad frente a un reto común por encima de diferencias ideológicas y de clase social atraviesa nuestro cerebro de forma insistente, en un intento de conciliación permanente con aquellos que deciden sobre nuestros destinos. Es el mismo objetivo de alinear (alienar) al trabajador con la empresa para que comprometa su futuro con los objetivos de la misma, pero trasladado a un nivel macro, en el que la ciudadana asume las órdenes dictadas desde los órganos de poder en nombre del interés común.
Bajo el manido lema del “auzolana, bien común” siguen decidiendo por todas qué es lo que conviene a la población de las tres provincias occidentales de Euskal Herria. Cómo debe ser la Next Euskadi. Decidieron, entre otros, que nuestra prioridad era un tren de alta velocidad desvertebrador del territorio y con un brutal coste económico y medioambiental, o que el modelo energético debía pasar por el fracking y la extracción de gas (sin contemplar, ni por asomo, la posibilidad de disminuir nuestro consumo de energía). No se decantaron con igual decisión por reforzar suficientemente el sistema sanitario y de atención social y el sistema educativo público. Tampoco por impulsar empresas públicas en los sectores estratégicos de la economía en vez de privatizar servicios, transferir ingentes recursos a manos privadas y escamotear el control público de bancos. Ahora deciden que es imprescindible atestar las sierras alavesas de molinos eólicos y que es incuestionable el corredor vasco del hidrógeno, nuevo combustible para alimentar los intereses de grandes corporaciones disfrazadas de verde. Muchos de los proyectos para obtener fondos europeos (curioso procedimiento por el que se reparte el dinero de todos/as…) sabemos a qué prioridades e intereses responden. Quienes, desde sus despachos, deciden a qué se deben destinar los fondos representan lo que representan, y no se les puede pedir otra cosa. Pero que no vengan con mofas. El debate público y la capacidad del pueblo organizado para incidir sobre las decisiones clave siguen difuminadas en la realidad virtual del oasis vasco, sepultadas bajo toneladas de propaganda oficial, burocracia, opacidad y puertas giratorias. Y, por si fuera poco, adolece de una preocupante escasa capacidad de respuesta. Porque, efectivamente, el mensaje del barquito ha calado más o menos hondo en gran parte de la población y del espectro sociopolítico considerado de izquierda, sin entender hasta qué punto supone aceptar acríticamente el discurso de la élite económica.
La cantinela de estar en el mismo barco ha sido utilizada históricamente en innumerables ocasiones para intentar cohesionar colectivos y clases sociales con intereses divergentes y/o contrapuestos frente a un enemigo común (real o construido) para beneficio de la clase dominante. El ejemplo más evidente son las guerras imperialistas e interimperialistas en las que, como se suele indicar, se masacran entre sí personas que no se conocen para beneficio de personas que sí se conocen pero no se matan. Clases populares, trabajadores y campesinos, sacrificados a millones para defender los intereses espurios de las burguesías nacionales, como ya denunciara valientemente la izquierda zimmerwaldiana durante la Primera Guerra Mundial. Embarcar a los pueblos en guerras ha sido y sigue siendo un recurso imprescindible para seguir rapiñando recursos ajenos, alimentando el complejo militar industrial (con notable presencia también en Euskal Herria) y como vía de escape y distracción frente a crisis políticas y sociales. El patrioterismo como socorrida llamada de embarque.
Frente a un nuevo enemigo, ahora en forma de virus, se intensifican también las llamadas a cerrar filas y remar todas/os en la misma dirección. Eso sí, no están dispuestos a compartir el timón, ni las suites que ocupan en la mejor zona del barco. Sobra decir que, en caso de que éste vaya a pique, los yates salvavidas son para su exclusivo uso. Sus particulares auzolanas no llegan a tamaña generosidad. Se asemejan demasiado a la relajante música que sonaba mientras se hundía el Titanic.
No nos engañemos. El canto de sirena con que pretenden embelesarnos va mucho más allá de las medidas frente a una pandemia que no consiguen gestionar adecuadamente. Busca aprovechar el contexto para apuntalar la docilidad y obediencia a sus dictados, presentados como bien para la comunidad. Intenta hacer aún más hegemónico su discurso como clase, restringiendo libertades y apuntalando una paz social que salvaguarda su poder y privilegios. Pretende ocultar los intereses antagónicos entre la tripulación que hace avanzar al barco y los capitanes y oficiales que deciden su rumbo. En el acorazado Potemkin los marineros comprendieron esa cruda realidad y se atrevieron a dar un golpe de timón, pasando a gobernar el buque de otra forma y a dirigirlo a otro puerto.
También aquí y ahora, seamos conscientes de que el armónico barco interclasista que nos venden es tan ilusorio como el arca de Noé.