Rosa Luxemburg: «La cuestión de Reforma o Revolución se convierte en una cuestión de ser o no ser» Trump no está solo. Eso ya debería estar claro. Sus posturas misóginas, racistas, clasistas, homófonas, etc. son apoyadas por líderes y movimientos de derecha a largo del mundo. Él es el más poderoso, claro está, por lo […]
Trump no está solo. Eso ya debería estar claro. Sus posturas misóginas, racistas, clasistas, homófonas, etc. son apoyadas por líderes y movimientos de derecha a largo del mundo. Él es el más poderoso, claro está, por lo tanto, quien marca el compás, pero no se trata de un fenómeno exclusivo de los Estados Unidos.
En Alemania los nazis volvieron al Bundestag (Parlamento) después de 80 años, en Italia gobierna la extrema derecha, lo mismo que en Ucrania, Chequia y Hungría; en Noruega, Francia y en varios ex países del Este su avance parece imparable; en Filipinas su Presidente Duterte no tiene problemas en insultar al Papa, a las Naciones Unidas, a los homosexuales y a hacer llamados para que la ciudadanía haga justicia por sus propias manos. Y ahora el fenómeno avanza sobre América Latina, con Bolsonaro a la cabeza.
Según el estadounidense Bernie Sanders, quien enarbola las banderas del «socialismo democrático», estamos asistiendo al surgimiento de un nuevo eje autoritario. Este incluye también a gobiernos como el de Israel que recientemente – al estilo sudafricano- aprobó la «Nation State Law», que categoriza a ciudadanos de primera y segunda, de acuerdo a su origen; o a la monarquía de Arabia Saudita, la que hace poco concedió la nacionalidad saudí a un robot («Sofía» se llama), que tiene más derechos que las verdaderas mujeres saudís.
Slavoj Zizek piensa que más que concentrarnos en Trump, hay que analizar «el fracaso del establishment político estadounidense, que le abrió un espacio. El acontecimiento importante es el fracaso de lo que, en términos marxistas, llamábamos hegemonía ideológica. Se abrió una brecha de desconfianza del proceso político dominante en el pueblo y Trump llenó ese espacio»
(https://www.perfil.com/noticias/periodismopuro/zizek-trump-como-peron-mezcla-extremos.phtml)
Los discursos y programas de esta alianza mundial conservadora y neo-fascista comparten atributos esenciales: hostilidad hacia la democracia, hacia la diversidad (cualquiera que ésta sea) y, aún más, hacia la izquierda anticapitalista. También comparten, como dice Sander, «la creencia de que el gobierno debería beneficiar a sus propios intereses financieros egoístas. Estos líderes también están profundamente conectados a una red de oligarcas multimillonarios que ven al mundo como su juguete económico».
Estos movimientos autoritarios son parte de un frente común. No están solos, ni sus condiciones de posibilidad y despliegue hubiesen sido posibles, si es que lo estuviera. Son alianzas internacionales, están en estrecho contacto entre sí, comparten tácticas y, como en el caso de los movimientos de extrema derecha europeos y estadounidenses, incluso comparten algunos de los mismos financiadores. «El objetivo de este eje autoritario: derribar un orden mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial que, a su juicio, limita su acceso al poder y la riqueza», dice Sanders (https://www.theguardian.com/commentisfree/ng-interactive/2018/sep/13/bernie-sanders-international-progressive-front)
Crisis de legitimidad del neoliberalismo y crisis terminal de la socialdemocracia
El avance global de estas fuerzas políticas ha sorprendido a muchos, y, sobre todo, a cierta élite neoliberal. La noche de la victoria de Donald Trump el economista y Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, reconoció que «la gente como yo -y probablemente la mayoría de los lectores del New York Times o el Financial Times- no hemos entendido el país en el que vivimos». Pocos en la élite gringa apostaba por Trump. La «feminista liberal» Hillary Clinton era su favorita, también de las encuestas de opinión pública y de los medios de referencia.
También en Chile pocos pensaron que el pinochetista José Antonio Kast le ganaría a Marco Enríquez Ominami o a la candidata de la Democracia Cristiana en la presidenciales del 2017; y aún menos pensaban apenas un año atrás que un ex militar que alaba dictaduras, la tortura y la violación de mujeres, como lo hace Bolsonaro, llegue a ser el Presidente del más importante país de América Latina.
Pero sí ha habido voces que estaban alertando acerca de este fenómeno. Además de Sanders, otra de ellas es la feminista estadounidense, Nancy Fraser, para quien la elección de Donald Trump es una más de una serie de «insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan a un colapso de la hegemonía neoliberal»
(http://www.rebelion.org/noticia.php?id=221955)
Entre esas insubordinaciones, ella menciona el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las reformas de Renzi en Italia, el apoyo creciente al Frente Nacional en Francia, pero también agrega la campaña de Bernie Sanders para la nominación demócrata en los EE.UU.
Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización de las grandes corporaciones, el neoliberalismo y el establishment político que los respalda. Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que quedó expuesta por primera vez con el casi colapso del orden financiero global en 2008.
En este contexto, tal vez lo más sorprendente es el papel que la socialdemocracia y partidos progresistas afines jugaron durante este «proceso cleptocrático neoliberal» (como lo denomina Sanders). Su rol fue clave para lograr, por un lado, la subordinación de los movimientos sociales antisistémicos al capital financiero y, por otro, para aislar a la clase trabajadora de dichos movimientos.
Se trata, en opinión de Fraser, de una alianza entre fuerzas progresistas – fundamentalmente los partidos socialdemócratas como el PSOE, SPD alemán, PSOK griego, PPD y PS de Chile, AD venezolano, MNR boliviano, etc.- que se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente el de la financiarización.
Tal vez aun sin quererlo, lo cierto es que le han transferido su carisma al neoliberalismo, es decir, a la cleptocracia del capital. Ideales progres como la «diversidad» y el «empoderamiento», que en principio podrían servir a propósitos emancipadores, ahora visten de avance y modernidad a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y y para lo que antes era la clase media, y ni qué decir las clase popular.
Nancy Fraser le da a esta tendencia el nombre de «neoliberalismo progresista». Lo describe como una alianza entre las corrientes dominantes en los nuevos movimientos sociales (feminismo liberal, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQI), por un lado, y, por el otro, el más alto nivel de sectores de negocios «simbólicos» y de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood).
Como consecuencia, la noción liberal e individualista del «progreso» que sustenta el neoliberalismo, fue reemplazando gradualmente a la noción emancipadora, anticapitalista, abarcadora, anti-jerárquica, igualitaria y sensible al concepto de clase social que había florecido en los años 60 y 70. «Con la decadencia de la Nueva Izquierda se debilitó la crítica estructural de la sociedad capitalista, y el esquema mental liberal-individualista se reafirmó a sí mismo, al tiempo que se contraían las aspiraciones de los progresistas», explica Fraser.
Se trata de un triunfo ideológico del neoliberalismo sobre la izquierda que sólo fue posible gracias a la complicidad y alianza que la socialdemocracia hizo con el capital y que permitió, por ejemplo que dicho neoliberalismo progresista cubrieron el asalto a la seguridad social con un barniz de carisma emancipatorio, conteniendo, cooptando y frenando la rebeldía popular y separando a los movimientos sociales de la clase trabajadora.
El neoliberalismo progresista en América Latina: la deriva suicida de la socialdemocracia
El neoliberalismo progre ha gobernado buena parte de Sudamérica en la última década. El caso de Chile es emblemático. El Partido Socialista, partido originalmente marxista, antiimperialista, anticapitalista y latinoamericanista, elenista, partido de Salvador Allende, asumió en los últimos 25 años el lamentable rol de vanguardia política y cultural en la transferencia de legitimidad al neoliberalismo, gracias a gobernanzas de Presidentes socialistas como Ricardo Lagos y Michelle Bachelet que hicieron una gestión neoliberal en lo económico, reaccionaria en política exterior y progresista en lo valórico-cultural.
Pero también el PT brasileño, aún con Lula y Dilma a la cabeza, hace años que ya había abandonado su visión de clase, antiimperialista y emancipadora, reemplazándola por una versión light de progresismo que nunca tocó los intereses del gran capital.
El PT no hizo la prometida reforma agraria, pero sí estimuló la actividad agro-forestal que, a la par de enriquecer aún más a los empresarios de la soya y madereros, aumentaba la devastación de la selva amazónica. No se modificó un ápice el modelo económico, ni las ganancias del 1% más rico, antes bien, éstas aumentaron, y queda para el juicio de la historia el incumplimiento programático en lo económico y en lo socio-ambiental.
Es cierto que la pobreza se redujo, aunque fue sobre la base, por un lado, de una lógica asistencialista de frágil sostenimiento en épocas de recesión económica, como quedó claro después de la crisis del 2008 y, por otro, de una inevitable despolitización popular.
Como dice Stefanoni, «el propio PT hizo mucho por debilitar su épica originaria, su integridad moral y su proyecto de futuro. La lucha de clases soft que durante su gobierno mejoró la situación de los de abajo, sin quitarles a los de arriba terminó por ser considerada intolerable por la elite. La experiencia petista terminó exhibiendo relaciones demasiado estrechas entre el gobierno y la burguesía nacional que socavaron su proyecto de reforma ética de la política y terminaron de debilitar la moral de sus militantes» (http://nuso.org/articulo/antiprogresismo/).
La consiguiente desconfianza popular hacia el PT, azuzada intensa e intencionadamente por los medios, contribuyó a abrir la puerta al fascismo.
Lo complejo es que a pesar de que las relaciones capital-trabajo no se modifican bajo las gobernanzas del neoliberalismo progresista, antes bien, favorecen al primero, los partidos proges transfieren legitimidad porque a menudo acceden a los gobiernos como consecuencia de las luchas sociales de los pueblos.
En nuestro continente los pueblos originarios, los afros, los sectores populares, los trabajadores, los estudiantes resistieron la primera oleada neoliberal privatizadora y protagonizaron levantamientos, insurrecciones y amplias resistencias del más diverso tipo. Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela e incluso Chile son ejemplos de ello. La izquierda llega al poder, sobre todo en forma de socialdemocracia, con la promesa de mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, «pero cuando llegan al poder traicionan esas promesa y dicen al pueblo que es el mercado el que obliga a ir en una u otra dirección, cuando la gente no ha votado al mercado, sino a ellos para que apliquen políticas alternativas», aclara el senegalés Pierre Sané, ex director general de Amnistía Internacional
(https://www.publico.es/sociedad/entrevista-ex-director-general-amnistia-internacional-pierre-sane-izquierda-responsabilidad-ascenso-fascista-rendirse-mercado-gobierna.html).
Entonces, no es de sorprenderse que el pueblo que vive un aumento generalizado de sus condiciones de precariedad, que ven corrupción en partidos que tuvieron un capital ético y claudicación de sus banderas originarias, rechacen ya no el neoliberalismo sin más, sino, sobre todo, el neoliberalismo progresista. Ahí es por donde , como dice Zizek, «se abre la brecha de la desconfianza» y la ultra-derecha la llena.
Nos encontramos así en una situación en la cual observamos, por un lado, una crisis legitimidad del neoliberalismo y, por otro, una crisis terminal socialdemocracia. A la par, pueblos mirando con simpatía al neo-fascismo en el mundo entero.
Aunque duela, no debiera sorprendernos que los sectores populares que viven a diario las cada vez peores condiciones de vida, pérdida de derechos, incertidumbre y explotación del neoliberalismo, miren hacia la ultraderecha. Ésta les habla de sus temas: economía, seguridad, delincuencia, migración, y un futuro mejor. Zizek recuerda que «Marine Le Pen fue la única, entre los grandes partidos, que se dirigió directamente a la clase obrera.»
En cambio, ¿cuáles han sido los temas del neoliberalismo progresista? ¿qué tópicos debaten los partidos y movimientos progres con fruición? La feminista Nancy Fraser lo viene alertando hace tiempo: dado que este neoliberalismo progresista combina políticas económicas regresivas, liberalizantes, con políticas de reconocimiento identitario aparentemente progresistas, se prioriza una agenda pública con temas que, aunque legítimos, sólo sintonizan con una minoría ilustrada.
«Una izquierda moderna liberal» la llama Zizek, que se concentra tanto en temas como el multiculturalismo, «que ha perdido contacto con la gente común, y dejó espacio para que se impusiera esta derecha populista».
La izquierda soft, los liberales, los progres se las juegan por el multiculturalismo, el ambientalismo, el lenguaje inclusivo, los derechos LGBTQI, etc. temas que son enteramente compatibles con el neoliberalismo financiero y que, a su vez, permiten bloquear el igualitarismo social y la crítica capitalista. Así, el feminismo liberal, el anti-racismo liberal y el capitalismo verde son las únicas opciones críticas que el sistema legitíma, estimula y visibiliza a través de sus dispositivos comunicacionales, calificando toda otra resistencia o rebelión como populismo.
Se levantó así en los últimos 20 años una agenda en apariencia crítica, pero basada en temas micro-identitarios, que sintonizan con una audiencia hipersegmentada y redundan en una multi-fragmentación de la lucha social. El caso de las diversidades y disidencias sexuales es ilustrativo, en ese sentido.
Lo que comenzó como una sigla que todos podíamos recordar (y comprender) – «LGT» – hoy se ha transformado, a la luz de apasionados debates mediáticos, en «LGTBQI +»….Es decir, como a menudo recuerda Bernie Sander, «mientras el 1% superior de la población mundial posee la mitad de la riqueza del planeta, mientras que el 70% inferior de la población en edad de trabajar representa solo el 2,7% de la riqueza mundial», el progresismo pelea intensamente por asuntos como la normalidad queer, las masculinidades neo-ortodoxas o la descolonialidad hetero-normada..
Esta situación de hablar preferentemente acerca de reivindicaciones micro-identitarias, produjo una profunda desconexión identitaria entre las fuerzas progresistas y amplios sectores de la población que, mientras perciben que sus condiciones de vida socio-económicas empeoran y pocas esperanzas tienen que las de sus hijos e hijas sean mejores, ven que desde el progresismo se les habla de la lucha por el matrimonio gay, por la adopción homoparental, los derechos trans, el animalismo, la eutanasia, etc.
Son todos temas legítimos, sin duda, reivindicaciones justas, claro está, estamos con ellas. Pero ocurrió que el neoliberalismo, mediante sus dispositivos mediáticos hegemónicos, supo convertirlos en tópicos de desalojo ideológico y amansamiento político. Es decir, en discursos que desplazan y reemplazan la crítica social sistémica.
Ante esta pérdida de sustantivos críticos (como dice de Sousa Santos) a la ultra-derecha se le abrió de par en par un campo discursivo para responder con su lenguaje neo-fascista a las preguntas fuertes que los sectores populares hoy se hacen frente a la realidad precaria, compleja, desesperanzadora que les toca vivir.
Los tópicos micro-identitarios no sólo amansaron el discurso crítico de la izquierda y generaron un distanciamiento y desconexión abismal con el pueblo, también permitieron agrupar a la derecha y al conservadurismo, le dieron identidad y fueron hábiles en levantar referentes de opinión que dispararon contra lo que – metonímicamente- denominan «ideología de género», los cohesionó ideológicamente y les permitió pasar a la ofensiva política.
Efectivamente, ¡ha sido la ultraderecha la que mundialmente se ha levantado contra los discursos políticamente correctos que el neoliberalismo impuso tras la caída del Muro! Discursos que borraban toda marca de clases en el lenguaje, de antagonismo y diferencia social (ejemplo: el pobre no es «pobre», es una «persona en situación de vulnerabilidad») .
El fascismo ha sabido conectar con los sentimientos de desamparo, desprotección y abuso que experimentan los pueblos bajo el neoliberalismo, con eslóganes fáciles, demagogos, es cierto, pero que están enmarcados en temáticas que importan y permiten conectar. Trump lo dijo más de una vez, «no podemos preocuparnos ni darnos el lujo de ser políticamente correctos». Lo mismo el ultraderechista, Víctor Orban, primer ministro de Hungría, «debemos desechar la corrección política», o el ultra nacionalista holandés, Geert Wilders «es mi deber hablar acerca de los problemas, aun cuando la élite políticamente correcta prefiera no mencionarlos». Ni qué decir de Bolsonaro en Brasil.
El lugar estratégico de las prioridades
La izquierda vinculada a la socialdemocracia, a lo «progresista» ha cedido demasiado ante las posiciones de la clase media urbana pro-globalización, olvidándose de los perdedores, marginados, expulsados del sistema, a los que hay que recuperar defendiendo políticas redistributivas. Es imprescindible competir con la ultraderecha, pero con un proyecto político creíble para los votantes de clase trabajadora que han dejado de apoyar las alternativas progresistas. El enemigo de los obreros no son los inmigrantes, sino los poderosos.
Para evitar que las distintas fracciones de la clase trabajadora se enfrenten entre sí, es preciso reclamar más derechos, no menos. Lo que abarata la mano de obra no es el inmigrante, sino la falta de protección y legislación social, que los obliga a asumir trabajos en las peores condiciones. Algo que saben bien los que elaboran las leyes migratorias y las que las sufren, como las trabajadoras domésticas en Europa, la mayoría de ellas latinoamericanas, o los y las inmigrantes que trabajan en la agricultura.
El feminismo radical tiene un papel destacado y de avanzada en esta lucha, porque los derechos de las mujeres también están amenazados por la extrema derecha, y de manera prioritaria. La tarea pendiente de las fuerzas progresistas será defender y ampliar esos derechos de todos. Esa es la única disputa real con el fascismo.
Sin embargo, para ello la selección de temas, discursos y prioridades políticas no puede estar determinada por la agenda de las corporaciones mediáticas que premian con visibilidad y prestigio a los buenos críticos, como alguna vez hicieron con el buen salvaje. El neoliberalismo progresista confunde comunicación, marketing y estrategias políticas, abandonando su rol transformador, abandonando al pueblo, codeándose con la elite.
Al respecto, en abril de 1899, Rosa Luxemburgo, discutiendo las tesis de Bernstein, sostenía en su obra «Reforma o Revolución», que «la cuestión de Reforma/Revolución se convierte para la socialdemocracia en una cuestión de ser o no ser, lo que está en juego es la existencia misma del movimiento socialdemócrata».
A la luz de los hechos y si observamos quiénes hoy, ante la ofensiva reaccionaria están en pie y quiénes no, vemos que Venezuela, Bolivia y Cuba han sabido resistir. Son aquellos países donde la izquierda, con todos sus errores y limitaciones, optó por enfrentarse al capital y politizar al pueblo; dos factores esenciales que el neoliberalismo progresista detesta.
Entonces, ante el dilema planteado hace casi 120 años por la más bella rosa roja del socialismo, viendo lo realmente existente, ¿cabe aún alguna duda entre Revolución o Reforma?
* Pedro Santander es profesor de periodismo en la Universidad Católica de Valparaíso (Chile)