«C’est une dangereuse invention que celle des gehennes, et semble que ce soit plustost un essay de patience que de verité. Et celuy qui les peut souffrir, cache la verité, et celuy qui ne les peut souffrir. Car pourquoy la douleur me fera elle plustost confesser ce qui en est, qu’elle ne me forcera de […]
«C’est une dangereuse invention que celle des gehennes, et semble que ce soit plustost un essay de patience que de verité. Et celuy qui les peut souffrir, cache la verité, et celuy qui ne les peut souffrir. Car pourquoy la douleur me fera elle plustost confesser ce qui en est, qu’elle ne me forcera de dire ce qui n’est pas ?» Montaigne, Essais, II, V1
Dentro de la instrucción penal del antiguo régimen, la tortura constituía no sólo una práctica corriente, sino un elemento básico del procedimiento. El tormento no era en ningún modo un abuso o una anomalía, pues se inscribía en una lógica política y jurídica que lo hacía necesario. El delito era en efecto una ofensa hacia el cuerpo del rey, coextensivo con el reino entero en cuanto a su territorio y su población. Esta ofensa debía lavarse mediante el recurso al sufrimiento y al dolor aplicados en distintos grados. El tormento tenía una dimensión investigativa, pues con él se trataba de hacer declarar al acusado una verdad sobre el crimen, pero también tenía una dimensión aflictiva pues estaba destinado a castigar un pecado cual era la afrenta del súbdito a su señor natural. Expiación y extracción violenta de la verdad a partir del sufrimiento del cuerpo y la humillación del alma eran las dos caras de una misma moneda. La tortura se integraba en el procedimiento por partida doble: como elemento de averiguación de la autoría y las circunstancias del delito y como anticipación -según nuestra propia temporalidad penal- de la pena propiamente dicha. Este solapamiento resulta chocante en nuestros días a la conciencia jurídica pero era perfectamente aceptado en el antiguo régimen, con la misma naturalidad con que, hoy aceptamos la existencia de las cárceles o la aplicación de leyes de excepción a los delincuentes sexuales o a los terroristas.
Fueron necesarios siglos de lucha ideológica por parte de tan notables representantes del pensamiento europeo como Montaigne, Montesquieu, Beccaria o Voltaire y un importante cambio en las estructuras de la legitimidad política para que lo que antes parecía banal ingresara en el registro de lo inaceptable. El regreso generalizado de la tortura como práctica tolerada y aun banal al que hoy asistimos en el marco de la lucha antiterrorista es un importante revelador del cambio de régimen que está produciéndose al abandonar el capitalismo neoliberal las formas democráticas y garantistas en favor de un régimen explícito de excepción permanente. Que la tortura reaparezca como práctica tolerada e incluso legalizada, como ocurre en los Estados unidos, no es un mero indicio de la corrupción de los principios básicos de la democracia liberal, sino de un auténtico cambio de paradigma político.
I. La tortura en el antiguo régimen
Para comprender la actual situación es útil precisar el lugar que ocupaba la tortura en la práctica penal antes de la constitución generalizada de Estados modernos liberales en Europa, El ordenamiento penal liberal se erige contra la práctica de las monarquías feudales. Lo característico del orden feudal -el absolutismo supondrá una fase de transición entre este y el Estado liberal- es la consideración de las relaciones políticas como relaciones personales. La subordinación política es inseparable en este contexto de la subordinación social, y viceversa. La insubordinación frente a un soberano es así simultáneamente, una revuelta contra un amo. Por otra parte, el discurso ideológico que otorga coherencia al sistema es una teología política de la dependencia personal generalizada que va de Dios y sus ángeles al más humilde de los hombres, pasando por los reyes, el clero y la nobleza. La religión única y universal sanciona las relaciones de dependencia fundamentándolas en la primera de todas ellas, la de Dios con su creación. La insubordinación es también, por ello mismo, un pecado, una mácula en el cuerpo del rey, vicario de Dios, pues la articulación del cuerpo del rey con el de todos sus súbditos constituye un segundo cuerpo del monarca. Cualquier perturbación que se produzca en este cuerpo es en sí misma un pecado que hay que borrar en aras de la conservación del reino y por ende de la salvación de sus habitantes. El principio que debe aplicarse en tal circunstancia es el de que ningún pecado quede impune: nullum crimen sine poena. El rey debe velar por que todo pecado, toda irrupción de un mal que es a la vez político, social y religioso quede debidamente reparada.
En este régimen caracterizado por la generalización de las relaciones políticas y la invasión por parte de estas últimas de las relaciones sociales, cobra la práctica de la tortura su pleno sentido. La tortura no es, así, un mero elemento de la instrucción, un método bárbaro y epistemológicamente discutible de la práctica de pruebas, sino la principal garantía de que el delito nunca quede impune. Ciertamente constituye, como ya vieran Montaigne y posteriormente Montesquieu y Beccaria, un auxiliar poco adecuado de la justicia en su empeño por averiguar la verdad sobre un crimen. El torturado puede en efecto ser inocente o culpable y puede también mentir o decir la verdad sobre su culpabilidad o inocencia: el tormento no garantiza ninguna verdad. Como afirmaría siglos después de Montaigne en una entrevista de los años 80 a la cadena francesa TF1 el reconocido especialista de la tortura que fuera el general Augusto Pinochet Ugarte: «la tortura es un medio de obtener verdades o mentiras mediante la humillación y el dolor«.
Con la tortura ocurre como con las proposiciones falsas en lógica formal: de ellas puede derivarse tanto la verdad como la mentira. Quedan la humillación y el dolor. Y es que lo que sí pretende garantizar la tortura es una expiación singular y colectiva al eliminar mediante el dolor la mácula que constituye para el cuerpo del soberano el pecado que uno de sus miembros ha perpetrado. La tortura reafirma ante todo el poder del soberano.
Caracteriza la tortura su inscripción en la lógica de una lucha contra el mal cuyo modelo a mayor escala es la cruzada. Si la concepción medieval de la guerra consideraba a esta como una prueba judicial en la que el vencedor, como en una ordalía, hacía reconocer su razón y su derecho mediante el signo divino que era la propia victoria, el caso de la cruzada será particular. En la cruzada no se trataba de combatir a un enemigo considerado como legítimo, sino de castigar a un hereje o a un pecador. En consonancia con ese fin, el enemigo quedaba excluido de la condición humana y podía o incluso debía ser exterminado. En la cruzada contra los albigenses, la historia recuerda las palabras del legado papal Arnaud Amaury encargado de combatir por las armas y de erradicar la herejía cátara: «tuez-les tous, Dieu reconnaîtra les siens» (matadlos a todos, que Dios elegirá a los suyos). A diferencia de la guerra medieval la cruzada no es un juicio, sino directamente la aplicación de un castigo.
Por otra parte, como recuerda Michel Foucault, la acusación y la sospecha son ya elementos de la mácula y merecen algún castigo, en una lógica penal en la que no es necesaria una prueba completa de culpabilidad para ser castigado: a prueba parcial o incompleta, castigo parcial e incompleto. Lo único importante es que resplandezca el poder del soberano en su lucha contra el pecado. En la tortura de antiguo régimen se mezclan inextricablemente la investigación del delito destinada a obtener una confesión y su castigo en el marco de un procedimiento general de expiación. El torturado es en cierto modo también un chivo expiatorio. Poco importa al final que sea inocente o culpable, siempre que su suplicio contribuya a restablecer el orden teológico-político.
II. El paradigma penal liberal
La crítica ilustrada de la tortura se centró de manera sumamente significativa en el aspecto «epistemológico» de esta. De lo que se trata para Montesquieu, Voltaire o Beccaria es de mostrar, además de la indignación moral que les merece el trato bárbaro dado al cuerpo del detenido, la inutilidad de la tortura a la hora de descubrir la verdad sobre el delito. El descubrimiento de esa verdad que en el régimen teológico-político feudal era accesorio, se convierte, desde el punto de vista liberal en el aspecto fundamental del procedimiento penal. Lo importante es producir un saber sobre los hechos delictivos y sobre el delincuente con vistas al castigo del delito y a la reeducación y reinserción de quien lo perpetró. Es indispensable, en efecto, una prueba completa de culpabilidad para poder condenar, sin ella, se impone la absolución del acusado. De ahí, la necesidad de separar rigurosamente la instrucción de la pena en nombre de la presunción de inocencia: sólo la verdad sobre los hechos rigurosamente establecida en el transcurso de la instrucción puede conducir a un castigo. El sospechoso de un delito no es, así, un presunto monstruo, sino el posible autor de una infracción contra el orden social existente. Incluso si se lo considera culpable de un delito, se le aplicará una pena cuya dureza dependerá de baremos de delitos y castigos preestablecidos en las leyes penales. En este sentido, se le tratará como un sujeto libre, esto es como el sujeto capaz de intercambiar equivalentes en el mercado, poco importa que se trate de mercancías y de dinero o de actuaciones delictivas y las penas correspondientes. El naciente orden penal capitalista al igual que el mercantil se fundamenta en el cálculo de costes y beneficios.
La institución carcelaria ocupará un lugar privilegiado en el dispositivo penal de la burguesía, sustituyendo las penas basadas en el sufrimiento físico y con cada vez más frecuencia a la pena de muerte. Ello responde también a una lógica de poder en la cual la centralidad del individuo como sujeto del mercado y parte del nuevo soberano representativo, debe quedar preservada en nombre de la dignidad humana y de los derechos humanos. El cuerpo sólo puede verse privado de libertad en función de una pena prevista por la ley. El principio que rige esta práctica lo expresó en el siglo XVII Thomas Hobbes en el Leviatán, mucho antes de que lo formulara en un latín pseudoclásico el jurista alemán decimonónico Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach con la fórmula: «nullum crimen, nulla poena sine lege poenali» (ningún crimen, ninguna pena, sin ley penal). La idea de un Estado basado en el principio moderno de soberanía supone, por un lado, la identificación de la voluntad del soberano con la ley, único aspecto que suele recordarse del orden absolutista, aunque también éste implica que la voluntad del soberano sólo puede expresarse como ley. El soberano (absolutista o democrático) tiene según Jean Bodin la potestad de «hacer y deshacer la ley», pero su mando debe tener siempre forma de ley. Por ello mismo, sólo una ley preexistente que defina los delitos y las penas así como correspondencias precisas entre estos puede servir de base a una condena. Por esa misma razón, la instrucción, en la cual se determina la culpabilidad y la inocencia del presunto autor del delito, debe separarse rigurosamente de la pena por la que se castiga al delincuente una vez reconocido como tal. Existe entre el principio de soberanía y la separación de la instrucción y la pena una coherencia que manifiesta un relevante sentido político.
La abolición de la tortura judicial y la reducción tendencial de las penas aflictivas a penas de privación de libertad son expresiones de la centralidad del individuo en el régimen representativo. El soberano, en una sociedad basada en los individuos es el representante de estos y, al representarlos, los unifica como pueblo. El soberano es esencialmente representativo en el sentido de que su única fuente de legitimidad sólo puede ser la autoridad que los individuos le confieren para que actúe en su lugar. El soberano actúa en nombre del pueblo, pero el pueblo sólo existe en la medida en que el soberano lo representa. De ahí que a la autonomía del individuo de mercado deba corresponder la autonomía de un soberano que se expresa mediante la ley, expresión de la voluntad general, y no está sometido a la ley, pues es el único que puede cambiarla. A la autonomía e incolumidad del soberano corresponde la de un individuo que sólo permite al soberano que lo represente para conservar su libertad y su propiedad. Ambas se miran en espejo: al poder abstracto del soberano que no representa ninguna voluntad preconstituida, sino que constituye una voluntad general libre de trabas, corresponde la libertad abstracta del sujeto del mercado, libertad de establecer relaciones con los demás basadas en el principio del libre consentimiento. Absolutismo hobbesiano y liberalismo coinciden en la necesidad de preservar el elemento básico del orden burgués: la autonomía del individuo a la vez objeto (parcial) de la representación política y sujeto del mercado.
III. Guerra y justicia penal
Existe un paralelismo bastante evidente en el modo en que el Estado burgués trata la guerra y la figura del enemigo y su manera de abordar los delitos y las penas. Uno de los elementos que caracterizan al Estado soberano es el hecho de que no reconoce ninguna autoridad política, moral ni religiosa por encima de él. Tal es la base de su soberanía exterior caracterizada por una igualdad formal respecto de las demás potencias, pero también de su soberanía interior que se caracteriza por su monopolio de la función legislativa. Todo derecho válido debe estar reconocido por la ley del soberano. Ningún principio dogmático pretendidamente universal determina esta capacidad legislativa plenamente libre. Esto supone que ningún Estado soberano puede enjuiciar moralmente ni jurídicamente a otro, ni aún menos juzgarlo desde un punto de vista teológico, pues cada uno es el juez último de la legitimidad de sus actos. Esa inexistencia de códigos normativos universales impide que en caso de guerra se considere al enemigo como criminal o pecador. Se le combate dentro de ciertos límites, pero no se le extermina como a un monstruo. El enemigo de un Estado es un enemigo concreto y nunca un enemigo de la religión universal ni de la Humanidad. La guerra contra él no es nunca una guerra justa, pues para justificar una guerra habría que regresar a la existencia de una religión o un código normativo universal. La guerra justa medieval se ve sustituida en el régimen moderno de soberanía representativa la idea del «enemigo justo», que sólo puede ser otro Estado.
En el procedimiento penal ocurre algo bastante paralelo, pues el individuo delincuente no es un monstruo, ni un pecador, sino un individuo que ha perturbado el orden social. Castigarlo para restablecer este orden es establecer una equivalencia entre sus faltas y una serie de penas correspondientes: en principio, no se trata de enjuiciar moral ni teológicamente al delincuente, sino de aplicarle rigurosamente el ordenamiento jurídico en vigor. En este contexto, como hemos visto, la tortura sólo cabe como abuso o excepción -lo cual no significa que desaparezca- o, si no, como práctica bélica o de dominación en un marco colonial donde el enemigo al que se enfrentaba en Estado no era un «iustus hostis» o enemigo legítimo, es decir otro Estado soberano: la guerra de Argelia, pero antes de ella la barbarie desatada de los regímenes coloniales europeos en África o en la India son buenos indicios de la correlación entre práctica masiva de la tortura y no vigencia del orden «europeo» de igualdad entre Estados soberanos. Esta analogía no es casual, pues se basa en la relación especular entre el individuo y el soberano, que el derecho internacional clásico, el ius publicum europaeum considera como un sujeto individual. El soberano como persona que representa al pueblo es según Hobbes un hombre artificial cuyo poder deriva de la suma del de todos los individuos que contraen el pacto social. Asimismo, los Estados del sistema europeo se relacionan entre sí desde la paz de Westphalia como «magni homines«, grandes hombres. Al igual que los sujetos individuales, estos sujetos compuestos se caracterizan por su independencia, con la importante diferencia de que la independencia del Estado soberano es absoluta, mientras que la independencia del individuo en la sociedad civil sólo es efectiva respecto de los demás individuos de mismo rango, pues sólo puede ser garantizada por el soberano. El soberano establece la libertad individual de los súbditos en el plano del derecho privado negando a través de la representación su independencia política. El individuo humano singular sólo de manera muy relativa mantiene su independencia respecto del Estado, pues este es el único garante de su independencia respecto de cualquier poder de rango inferior. Para que exista independencia individual debe existir un dispositivo soberano que la tutele y la defienda en su caso mediante la fuerza. Lo que esto supone es un límite muy claro al poder del soberano, pues este sólo puede ejercerse en el marco del contrato que lo justifica. De ahí que incluso Hobbes reconociera como un derecho absoluto del individuo la facultad de ponerse a salvo de un soberano que, aun por un motivo justo, pretendiera quitarle la libertad o la vida. En un sistema representativo, la lógica misma del orden político excluye del ámbito legal y visible la práctica de la tortura. La tortura queda relegada a otros ámbitos: al ámbito colonial donde no se aplican las leyes de la metrópoli y a la esfera siempre legalmente opaca de la actuación policial. De la normalidad y la legalidad de la tortura en el ordenamiento feudal, se pasa a la tortura como excepción. No olvidemos, sin embargo, que la lógica de la soberanía de la que participa también el Estado liberal nunca descarta la posibilidad de que el soberano recurra a medidas de excepción en caso de «necesidad».
IV ¿Un nuevo paradigma?
De lo anterior se desprende que la banalización de la tortura que actualmente experimentamos apunta hacia un importante cambio de paradigma político. La tortura se enmarca hoy dentro de una serie de medidas de excepción justificadas prevalentemente por lo que se denomina «amenaza terrorista». Sin embargo, una excepción que se convierte en normalidad e incluso en norma -como en los Estados Unidos o en Israel- tiene una fuerte dimensión constituyente. La generalización del discurso antiterrorista normaliza la excepción multiplicando los espacios excepcionales. El terrorista ha sido tradicionalmente el personaje respecto del cual el escándalo moral de la tortura así como su incoherencia política con el régimen representativo podía gozar de una «lógica comprensión». Personajes como Jean-Marie Le Pen o el General Aussarès que practicaron la tortura durante la guerra colonial en Argelia afirmaron repetidamente que la tortura de un terrorista se justificaba si podía salvar vidas. Si pudiéramos evitar un atentado haciendo confesar a un terrorista y para ello hubiera que torturarlo, ¿qué haría usted? Dice Fernando Savater en un reciente artículo que los «destriparía con sus propias manos» y luego se entregaría él mismo a la policía. Afirmaciones que van en este mismo sentido se han oído en España por parte de destacados exponentes socialistas como José Bono quien, a propósito de los últimos casos de tortura en el País Vasco, afirmó que, «si tiene que haber bajas, que sean de su lado y no del nuestro». En nombre de la defensa de vidas «dignas» de policías o de ciudadanos inocentes, resulta lícito para Bono exponer la vida «infame» de un detenido sospechoso de terrorismo tolerando durante su detención e incomunicación una violencia extrema tras la cual se adivina la práctica de la tortura. La verdad obtenida es poco relevante: con una costilla clavada en un pulmón y un enfisema que le cubra toda la espalda cualquiera declararía lo más inverosímil. El caso de la navarra Ainara Gorostiaga, acusada en 2002 del asesinato del concejal de UPN José Javier Múgica por su propia declaración ante la policía y posteriormente puesta en libertad sin cargos tras pasar varios años en la cárcel es a este respecto ejemplar. Existen otros muchos ejemplos.
El regreso a formas medievales de procedimiento penal es cada vez más patente. La consideración del terrorista no ya como enemigo político del Estado sino como simple criminal enemigo del conjunto de la población, cuando no de toda la humanidad, permite restablecer en un espacio de excepción que se ha hecho permanente y normal el equivalente del marco teológico-político que justificaba la tortura en el régimen feudal. Ya no se trata de ofensas contra Dios a través de su vicario coronado, sino de ataques a la vida y a la humanidad a través del desafío al Estado de derecho. Algo muy parecido ocurre en ese otro gran laboratorio de la excepción penal y del desmonte del sistema de garantías que es la represión de los delitos sexuales. En este caso, la indignación moral de la sociedad exige en nombre de las víctimas reales o potenciales medidas que garanticen no ya el castigo de los delitos sino la definitiva neutralización del delincuente. Este objetivo sólo puede obtenerse mediante una rigurosa práctica de la analogía que cubra todos los aspectos del delito, incluidos sus distintos grados de tentativa o incluso la personalidad misma del delincuente considerada, con independencia de todo acto, como esencialmente peligrosa. Lo mismo se hace sistemáticamente en el caso del terrorismo, considerando actividad terrorista, por analogía cualquiera que concurra a los mismos objetivos que persiguen los terroristas. El problema es que esos objetivos son objetivos políticos que pueden perseguirse mediante medios pacíficos. Para aplicar correctamente este invasivo principio de analogía, debe naturalmente desmantelarse un ordenamiento penal basado en el principio de presunción de inocencia y de legalidad de las penas: «nullum crimen, nulla poena sine lege«, pero, en último término debe liquidarse la democracia pluralista en nombre de una solidaridad sin fallas con las víctimas de cualquier tipo de violencia no estatal.
1«Peligrosa invención es la de la tortura, y parece más bien ser una prueba de resistencia que de verdad; pues quien la puede sufrir oculta la verdad tanto como el que no la puede aguantar. Por qué motivo me obligaría el dolor más a confesar lo que es que a decir lo que no es?»