Miami y Miami Beach, aún cuando a veces se tome como tal, no son lo mismo. Jackelin lo supo pronto. Y despegó de sí la gritería y la discusión y el asere y el cafecito, para cruzar los puentes y enredarse en un aire más parecido al suyo. No era La Habana, la que llaman […]
Miami y Miami Beach, aún cuando a veces se tome como tal, no son lo mismo. Jackelin lo supo pronto. Y despegó de sí la gritería y la discusión y el asere y el cafecito, para cruzar los puentes y enredarse en un aire más parecido al suyo. No era La Habana, la que llaman Pequeña, ni la del Medio, aquella bodeguita donde estuvo; ni la Ocho, una calle donde la gente tuviera el pelo largo o le importara poco que pasara ella con su saya corta y su paso recto. Clara fue al instante porque su vida en nada concordaba con la de aquellos cuatro viejos hablando de no sé qué posi-bles ministerios futuros, en el periódico; o la vocecita chillona en la radio; o lo de tener que ir a misa los domingos para enterarse y que supieran y reencontrarse y merendar y estar de acuer-do en que se es un asesino de la peor especie si, alguna vez, se pensara en no tener el hijo que todos esperábamos.
Jackelin, a quien lo mismo daba bailar pegados que hacer el amor con otro, cada cosa sonó a fastidio desde la primera palabra. Y no se encontró a sus anchas, y no se vio en nadie y, rauda y veloz, como dicen que hacía la poetisa, removía el cabello, alzaba la mirada y, sobre el papel, co-mo una loba, demarcó territorios, deslindó posibles y, cruzando los puentes, en busca de un aire más parecido al suyo, trató de ubicarse en la región.
Jonathan se tiende en la cama. Ella recorre el cuerpo. De abajo a arriba. De arriba abajo. Aprieta, con suavidad, el pelo crespo, rasca la cabeza, y se empeña en que los chorongos rubios, sobre la frente, vayan, de una vez por todas, hacia atrás en gesto inútil. Es flaco él, alto; las cejas gruesas, muy unidas al centro, formando un arco llamativo por encima de los ojos. Boca amplia, labios medianamente carnosos; afilado y estrecho, todo encima del rostro parece pronunciarse como queriendo reventar, tener vida propia, esparcirse al menor contacto.
Le aprieta los hombros, luego. Desliza los pulgares. Por algún lugar, que no importa dónde, la rajadura en una de sus uñas provoca en la piel ajena, un escalofrío, el consabido resorte, el al-ma que se eriza. Una vela azulosa comienza a marcar relieve sobre cierta superficie y, con los ojos verdes bien abiertos, la mente a mil, alguien va preguntándose, entonces, por alguno de los rincones que aún quedan con tino, qué es lo que pudiera venir ahora.
Jonathan Bryant es inglés. Su familia es propietaria de muchos negocios : restaurantes, boutiques, tiendas de alta costura, joyería fina y hasta de la réplica, que en Londres existe, del mítico Floridita. Jonathan sabe quien es Omara-la Portuondo- y Chucho Valdés y, a su forma, admira en algo esa música y esos bailes que, por una isla en el Caribe, tres o cuatro se empeñan en hacer. Jonathan vive en Londres, y en Milán, y en New York, y en las playas de Miami. Y descubre a Jackelin. Y cree encontrar el cielo cada vez que se acerca.
En Miami Beach hay una calle famosa que se llama Collins, y otra Washington, y un boulevard donde los hombres van con hombres y las mujeres, como signo indiscutible de propiedad, ponen su mano por entre el cinto de la compañera que llevan al costado . Miami Beach que, aún cuando a veces se tome como tal, no es lo mismo que Miami, desborda en clubes y discotecas y fiestas y piscinas. Y hay hoteles muy altos, y condominios , y casas de los artistas, y saunas retiradas donde se cuece el morbo a las doce y tanto. Un panorama distinto es este otro más acá. Con la Alton Road y la Ocean Drive, y la patineta y el chancleteo, y el turista que viene de paso. Un panorama distinto en el que todo parece indicar al más puro entretenimiento y placer, al glamour de comillas, la prestancia, la ligereza, el convite entre renombrados y el descapotable que pita para que repares en quiénes son los que van dentro.
Miami Beach sufre su mar y los colores , muda bajo el toque mágico que parece hacer superfluo cualquier transcurrir cuando se está tan cerca de las aguas. Y la gente ríe; de lo mismo que ríe quien por su lado pasa, y dice » Oh! My God » y » Wao!».Y ya no distingues los matices cuando, en la disposición de los ensueños, todos van pareciéndose a casi todos los que pudieras conocer. En Miami Beach hay una calle famosa que se llama Collins y, otra, Washington y muchos que cada cinco segundos te piden el centavo o, al menos, lo que va quedando del cigarro que te fumas. Y la muchacha rubia te coge por el brazo, y te invita, y entra al baño del bar, y se lava y compone, y se junta, pero sin revolverse, a las que, como ella, han cogido otro brazo y entrado a otro baño y enjuagado una vida que parece ahora menos maltrecha.
En esas islas dispuestas a lo largo, con puentes y elevados, con rampas y canales y lagunas donde amarras el bote, cada persona es un mundo como en cualquier otro sitio. Como en cual-quier otro sitio cada persona cree que la razón le asiste, que es, el que lleva, el más válido de los métodos para que vayan bien las cosas. Y los hay doctores y abogados, y consejeros públicos, y quien es muy influyente, y quienes investigan. Y quien prepara algún forum, y el que enseña al muchacho cómo ha sido, hasta hoy, la historia de su pueblo. Y, puede que, detrás de cualquier puerta, pensando en lo que sea, haya también seis o siete , a los que nada interesan las sumas o los porcientos; que zafan su día de los días, y sueltan el remoto, y quieren no dar culto, ni crédito, ni tiempo, ni rendir pleitesías. Seis o siete que saben dónde está la cadena, y qué hay tras cada foto bella, y por qué se nos vuelve tan difícil pegar nuestra atención cuando es largo el discurso, cuando nada es prosaico , o falaz, o violento.
Miami Beach. Parque de diversiones. El patiecito cálido, soleado, venturoso ,de una casa muy fría. El destino perfecto para que cada tarde jueguen los niños.
De que Michael era Michael tuvo conocimiento Yackelin por casualidad. Él llamó, preguntando por alguien que ya no vivía allí y a las ocho y cuarto la recogió frente a su apartamento para comer algo juntos, para salir por ahí, para ver si algo resultaba de aquel encuentro fortuito con la muchacha de voz tan dulce.
Era corredor de bienes raíces , con una esposa en Boston que iba y venía. La esposa, sonriente, que Yackelin vio, luego, entre los muchos cuadros que por toda la casa colgaban cuando allí estuvo la primera vez. La esposa de hielo que para ella, pensó, no significaría el más mínimo obstáculo cuando, una vez en la cama, enseñara lo que una mujer hecha y derecha es capaz de lograr. Michael era corredor de bienes y era el que daba una parte del presupuesto para que pudiera hacerse en la ciudad el festival de cine que se organiza más o menos cerca del verano.. Era calvo y pequeño; vivaracho, locuaz; de proporciones justas y unas nalgas que, a Yackie parecieron demasiado femeninas para un hombre como ese, de caminar tan rápido. De que él era él tuvo conocimiento por casualidad. Que no podía dar un paso sin encender el vidrio, y llenarse de humo, y remover los ojos, fue testigo más tarde.
Cruza la rodilla por encima de ella. La afinca en la cama. Reajusta la otra, se inclina y, vuelto de revés, serpentea hasta quedar justo frente al sitio por el que, minutos antes, anduvo trastean-do con sus dedos. Gira en círculos la lengua, sin posarse en ninguna parte por mucho tiempo. Una gota de saliva se desprende, y la piel en la cara de Jackelin, por el movimiento involuntario que ha hecho, se estira a los lados tanto como pudiera concebirse.
La mirada pasea por el rosetón del techo, las cenefas, el grabado antiguo, la voluta superior en la cabecera de la cama…Mientras suspira siente los lenguetazos como si los estuviera recibiendo en el corazón mismo. Abandonan los latidos su sitio habitual para ir más abajo, allí donde Michael se empeña en meter toda su cara. Para estar mejor situado, él ha cruzado los brazos por debajo de ella. Para que nada escape. Para volcar su apetito entero en plena libertad; re-volverle el mundo sin que una fracción de segundo quede fuera.
Consciente o inconsciente, Yackelin descubre que su boca está libre. Acaricia una de las mejillas contra su propio hombro y, con el rabillo, observa las dos majestuosas montañas que tan próxi-mas se le antojan. Adivina lo que pide y, ayudada con las manos, se apresta, como quien sabe, a poner su granito de arena.
Es otro más acá. Un panorama distinto. Sin el letrero colgando de la marquesina que despelleja tus sentimientos y detiene el rumbo. Sin la pretensión al remedo de ciudad alguna. Sin bodegui-tas ni Mas Canosa Boulevard, Olga Guillot way, Felipe Valls street… Sin «grandes» ni «peque-ñas», ni «la verdadera» o » el más auténtico». O » los primeros en…» o » la única desde…» Ni juntas , ni ligas, ni fundaciones , ni hermandades. Más acá del puente, donde no se cree en las lágrimas, la casa es Versace y, the best entertainment adult club, Madonna. Y Ironwork, el nombre de cualquier gimnasio. Y hermoso, tu cuerpo. Y radiante, la estela que tu presencia deja cuando figuras y bailas y tomas el martini y zambulles los hombros por entre la corriente que atrás-delante-encima-al lado, va llevándote a quién sabe qué espacio.
El patiecito florido, la trastienda cálida en que se hace lo imposible para que todo encaje. Cúmplase la expectativa; dispuesto, sobre el tapete, esté lo que ha de ir. Porque tiene, también, la playa, su Distrito Art Deco, arregladito y bello, grandioso cuando hacen las luces la maravilla , y el visitante, pasa, y posa, y pisa, y se tira esa foto que, más tarde, guardará o enviará como constancia de que allí estuvo. Y un teatro adecuado, hay. Y un Wine and Food Festival, y un MTV Music Awards, y un encuentro de gays and lesbian films , y el Winter party y el show de los DJs. Y hay , además, el spring break, y la borrachera y los adolescentes que ya no quieren serlo y el abandono, lejos de la familia, a lo que, suponen, significa ser libre, abierto, propio; la entrada a la verdad desde el no compromiso y la ruptura plena.
Destino perfecto, cielito lindo, Miami Beach la emprende a bofetadas con el viejo pueblo que, firme en tierra, protege sus machismos y sus convenciones y su orgullo de haberse fabricado al margen del inglés, y de su cultura, y de sus leyes, y de su modo, un tanto más liberal, de ver lo que antes sus ojos pasa. Aún cuando a veces, como tal se tomen, en uno y otro punto del puente, no exhiben la misma ropa los maniquíes en la vidriera.
Jonathan viene sólo cada seis meses. Michael no dejará a su mujer. Marcos, Anthony, Rolland, Steve… pasaportes de ensueño que, al tiempo que su blusa, le abren las puertas a Jackelin . Y la posibilidad en el casting. Ese donde el fotografo la manosea; donde la manosea el asistente; el que se encarga de la luz; el que le escoge la ropa. Pero, desde una ventana, corriendo la cortina, ve despegar el sol, arrebujada y cómoda. Y, en la cena galante, a la que no todos, como quisieran, pueden asistir se ha hecho un lugar. Y, a veces es uno, y, a veces son tres y, a veces, muchos; pero no baila semiencueros como Mabel o Hellen, en el programa aquel donde el conductor escupe cuando habla. Ni odia, como Deborah los viernes; ni sirve lo que el cliente quiere; ni, por las noches, regresa con el pelo malpuesto y el sentido apestando al arroz y al ceviche. Porque no tiene que llenar ningún file. O meter algún dato. O cuestionarse si la que, por otros rumbos, mayor provecho sacaba, es la misma que, ahora, como cualquier mortal, se levanta corriendo, llega, cumple, se calla, se recondena y hace malabares para que, más o menos, la vida le fluya
Por entre aires más parecidos al suyo, Jackie, a quien bailar pegados le da lo mismo que hacer el amor con otro, aparta de sí la gritería. Y el asere. Y el cafecito. Y la vida común. Porque no vino ella para ser una más. Y los puentes cruza puesto que, cada frase, desde el primer momen-to, a fastidio le suena. Y remueve el cabello. Y alza la mirada. Y rauda y veloz, como dicen que hacía la poetisa, con trazo fino demarca el territorio. Por sobre la Collins, a través de la Washington, en medio de los que, como signo indiscutible de propiedad, pasan la mano por entre la trabilla de quien, al lado, llevan. No. No era, La Habana, la que llaman Pequeña. Ni La del Medio, aquella bodeguita en la que estuvo. Ni la Ocho, la calle por donde la gente tiene el pelo largo y ella podría pasar con la saya de siempre y el paso que la anima.
Son estas islas dispuestas a lo largo. En las que no se cree en las lágrimas. Y es hermoso tu cuerpo. Y radiante la estela que tu presencia deja. Y bailas, y figuras, y tomas el martíni, y zambulles los hombros por dentro de la corriente que atrás-encima- fuera, va llevándote a quién sabe – quién supiera- qué espacio.
Aramís Castañeda Pérez de Alejo es crítico santaclareño radicado en Miami ([email protected])