Hace unos días leí un post sobre un libro publicado por una mujer australiana que había trabajado durante años cuidando enfermos a punto de morir. «Regrets of the Dying» recoge reflexiones sobre los cinco arrepentimientos más repetidos por las personas que ha acompañado en sus últimos días. La autora asegura que es habitual, sobretodo entre […]
Hace unos días leí un post sobre un libro publicado por una mujer australiana que había trabajado durante años cuidando enfermos a punto de morir. «Regrets of the Dying» recoge reflexiones sobre los cinco arrepentimientos más repetidos por las personas que ha acompañado en sus últimos días. La autora asegura que es habitual, sobretodo entre los hombres, lamentar haber trabajado tan duro y no haber podido pasar más tiempo con las personas queridas.
En estos tiempos en que las personas «laboralmente desempleadas» son tantas, y en que muchas de las que tienen la suerte de ser «ocupadas» trabajan muchas más horas de las que desearían en empleos precarios y alienadores, no hay que estar al final de la vida para sentir la frustración en la propia piel. Hemos aprendido muy bien la lección sin cuestionarnos su el contenido. El hombre postmoderno debe llevar el pan a casa en forma de salario y compartir las tareas del hogar con una mujer posmoderna que debe compaginar a la perfección su carrera profesional con la maternidad y la vida familiar. Todo ello para reunir poco más de un par de miles de euros al mes que deben permitir a la afortunada familia posmoderna pagar la hipoteca, tener un buen coche, llevar los niños a la escuela concertada, ir de compras los sábados por la tarde, y salir con los amigos y amigas pagando unA canguro. Las personas de bien tienen que trabajar duro para conseguir dinero, para disfrutar de reconocimiento social, para ser buenos y buenas profesionales y para dar todo lo necesario a sus hijos e hijas.
La contemporánea ética del trabajo no difiere mucho de la que se impuso a fuerza de insistencia y adoctrinamiento a las familias obreras y campesinas a lo largo de los siglos XVIII y XIX. La idea de la dignificación a través del trabajo es muy antigua pero toma total vigencia en el interior del sistema capitalista por la necesidad de dar sentido al trabajo derivado de la modernización de los modos de producción: una actividad que muchas veces se realiza sin que la trabajador sienta ninguna vinculación con el proceso ni con el resultado más allá de un premio salarial.
Pero todo el trabajo dignifica? La ética del trabajo capitalista sólo toma en consideración una pequeña parte del esfuerzo que llevan a cabo los seres humanos para que la sociedad sobreviva y se reproduzca. Para el entramado ideológico que sustenta el sistema, al igual que para los moribundos de «Regrets of the Dying» cuidar de las personas queridas, con toda la dedicación gratificante o no gratificante que supone, no es trabajo. Y aunque en momentos de reflexión pausada todas y todos somos capaces de identificar el trabajo más allá de las tareas remuneradas o mercantilizadas, el lenguaje cotidiano está impregnado de presupuestos patriarcales y capitalistas: «mi madre no trabaja», «dejó de trabajar en tener la segunda hija «,» me he quedado sin trabajo «,» no tengo tiempo para cocinar porque tengo mucho trabajo «…
El trabajo mercantilizado no sólo desplaza en importancia a las tareas de cuidado, sino que también desplaza las actividades cívicas, organizativas y comunitarias. En los últimos meses he conocido muchas personas que se sentían plenamente identificadas con la indignación que recorría plazas y calles pero que no podían y no pueden asistir a asambleas y reuniones porque no pueden sumar a su larga jornada laboral ya su vida familiar un compromiso con la comunidad. Y así, la delegación de la actividad pública en los profesionales de la política se vuelve algo totalmente natural e inevitable. ¿Qué espacio queda para la formación de opinión más allá de los titulares de los medios de desinformación masiva?
La aceptación de una vida dedicada al trabajo mercantil no sólo se explica por una ética capitalista hegemónica y por el individualismo derivado del consumismo y de la victoria del tener sobre el ser. Si bien es cierto que la inmersión en la sociedad del hiperconsumo hace que muchas familias no puedan llegar a plantear una reducción de ingresos, también es cierto que no son pocas las personas dispuestas a cobrar menos a cambio de trabajar menos. Pero la mayoría de los trabajos asalariados son un paquete de horas que debemos aceptar o rechazar en términos de «todo o nada», si es que tenemos opción de rechazar algo. La lucrativa paradoja está servida: personas «ocupadas» con agendas inhumanas conviven, a veces bajo el mismo techo, con personas ancladas en el paro.
El modelo de trabajo mercantilizado que se vislumbra no es nada esperanzador. La tendencia hacia una mayor vulnerabilidad de los puestos de trabajo asalariado es común en todo el planeta. La globalización ha extendido por todo el globo el modelo de trabajo capitalista y aquellos países donde se están generando nuevos empleos compiten entre ellos en una carrera sin final hacia la explotación y la precariedad. El modelo de relaciones productivas vinculado al capitalismo global nos lleva a depender de empresas e instituciones para las que realizamos un trabajo cada vez más precario y alienador y, en definitiva, para consumir productos fabricados por obreros, obreras, campesinos y campesinas que hacen jornadas laborales interminables en las cadenas de suministro de grandes empresas transnacionales como Inditex, Apple, Carrefour, HP o tantas otras.
La victoria más grande de este sistema es el efecto desmovilizador que ejerce el círculo vicioso del consumismo. No queremos sufrir la explotación, no queremos ser parte de la explotación de otras personas, pero creemos que necesitamos a los actores que generan esta explotación para disfrutar de un salario y para que nos proporcionen los bienes y los servicios de la vida cotidiana a unos precios cada vez más bajos «dadas las duras circunstancias». Esta desmovilización es aún más imponente cuando alguien pretende enfrentarse a la realidad en solitario y de un día para otro. ¿Cómo romper los lazos con el trabajo alienador y sobrevivir? ¿Cómo saber qué comprar y qué no comprar para no ser cómplice de la nueva esclavitud ni de la destrucción de ecosistemas? ¿Qué supone realmente la coherencia?
Aceptando que la coherencia en el consumo y el trabajo es un hito muy lejano, nuestra realidad diaria está llena de oportunidades para ejercer desde pequeñas rebeliones cotidianas e individuales a grandes acciones de insubordinación colectiva. A través de nuestro consumo podemos elegir premiar alternativas productivas en forma de negocios de escala humana haciendo posible una economía arraigada en el territorio. Podemos adquirir bienes y servicios a empresas cooperativas o personas o colectivos que buscan su propia supervivencia fuera del trabajo explotador dominado por las empresas transnacionales. Con la organización colectiva, a través de tejer redes de relación con nuestros vecinos y vecinas también cabe la posibilidad de sumarse a rebeliones más transformadoras que cambien nuestra relación con el consumo. Mercados y espacios de intercambio, comunidades de autoaprendizaje, bancos del tiempo o cooperativas de consumo que permitan el acercamiento entre productores de alimentos ecológicos y consumidores, son algunos ejemplos.
El ejercicio de estas rebeliones no debe significar un sacrificio porque la renuncia al supuesto placer que proporciona el consumo no es el motor para el cambio en las relaciones productivas. Se trata de disfrutar de las relaciones sociales y de iniciar caminos hacia otras formas de trabajo que nos realicen, que nos vinculen a la comunidad y al territorio y que reordenen las prioridades de la sociedad.
Fuente: http://albertsales.wordpress.com/2012/01/04/treball-consum-i-rebelions-quotidianes/
Albert Sales i Campos es profesor de Sociología en la UPF.