Traducción: Carlos X. Blanco
La división entre trabajo manual e intelectual aparece, por lo que sabemos, con la transición de las sociedades de cazadores-recolectores a las sociedades sedentarias jerarquizadas, con los primeros estados. El Estado no es simplemente una banda de hombres armados, según la definición puramente polémica de Marx y Engels. Necesita escribas que lleven las cuentas, controlen la recaudación de impuestos y graben en piedra los decretos del poder, también necesita eruditos (por ejemplo, astrónomos que fijen los calendarios), sumos sacerdotes que organicen las liturgias que aseguren el «vínculo social». Pronto necesitará juristas: la historia del nacimiento del derecho en Roma, recogida en Ius, l’invenzione del diritto in Occidente, de Aldo Schiavone, es muy instructiva. Es evidente que las sociedades de cazadores-recolectores tenían conocimientos muy importantes en todos los campos, ya sea la biología, la astronomía o la medicina, pero estos conocimientos no estaban fijados en una casta específica. En efecto, la aparición de la división de la sociedad en clases y el correlativo nacimiento del Estado es la matriz de la división entre trabajo manual e intelectual.
Esta división es también la expresión de la monopolización del conocimiento por parte de las clases dominantes. Por supuesto, esta división es una «construcción histórica», ya que, salvo cuando se reduce a la pura defensa de la fuerza de trabajo, cuando se trata al hombre como un buey o una «herramienta animada» (Aristóteles), el trabajo humano es indisolublemente una actividad de la mente y de las manos. Fabricar una herramienta, aunque sea muy burda, es ante todo un trabajo de concepción que requiere una inteligencia de la que carecen incluso los grandes simios más inteligentes. En cuanto al trabajo intelectual puro, no existe. Su eficacia depende de la posesión de un cierto número de técnicas, como el habla, la escritura, etc. Ser músico o actor es poseer técnicas del mismo modo que un ebanista o un cantero. La geometría y la aritmética nacieron como auxiliares del albañil o del campesino. Con el desarrollo de las máquinas, la distinción manual/intelectual pierde parte de su realidad: un desarrollador de software es objetivamente un trabajador que fabrica máquinas lógicas. Su función no es muy diferente de la del artesano que construye autómatas.
Incluso la reflexión teórica no es una prerrogativa del filósofo. Gramsci lo dijo muy bien: «todos los hombres son filósofos». Los filósofos profesionales son sólo aquellos que poseen técnicas filosóficas, del mismo modo que cada uno es capaz de cuidar su salud, siendo el médico profesional el que posee las técnicas indispensables cuando las cosas se complican.
Las clases dominantes, que conocen el poder de la palabra y de las imágenes, siempre han tratado activamente de controlar a los «intelectuales», vigilándolos, atándolos a su servicio con mil «beneficios», pero también impidiendo que la educación se extienda demasiado hasta el punto de desafiar el aura de los portavoces oficiales. Pero los intelectuales siguen siendo una clase baja, aunque a menudo pretendan ser la sal de la tierra. Se les puede dejar libres para que jueguen en su propio jardincito intelectual, pero en cuanto se vuelven molestos pronto se les llama al orden, ya sea discretamente limitando su audiencia, o menos discretamente mediante la censura y la represión. Por lo demás, podemos distinguir tres categorías de intelectuales perfectamente dependientes: los intelectuales «técnicos», ingenieros, médicos e investigadores, que aportan una producción intelectual útil para el proceso de producción y de la que ninguna clase social puede prescindir; los intelectuales que están ahí para mantener en funcionamiento la máquina de sudar plusvalía, no muy diferentes del encargado de azotar a los galeotes que no trabajaban lo suficientemente rápido; y, por último, los productores de propaganda y, más en general, los que mantienen en funcionamiento la máquina de hacer ideología. Entre estas diversas categorías, hay un montón de intermediarios y seres bífidos.
Pero todos estos intelectuales no tienen «capital simbólico»: ¡saber resolver ecuaciones integrales no es más capital que saber reparar una caldera! De nuevo, siguen siendo clases subalternas. Los creadores sólo tienen derechos sobre sus obras desde aproximadamente el advenimiento de la burguesía, que fue codificando la propiedad intelectual, porque los productos de la actividad intelectual tienen un problema específico: son fácilmente compartibles sin que cuesten un solo euro. Cualquiera puede vender las ediciones y los libros de un autor sin pagarle nada… si el autor lleva 70 años muerto en Francia. Las patentes pasan a ser de dominio público después de 30 años. Incluso cuando está protegida, la propiedad intelectual no es capital, porque nunca puede circular como capital. Si queremos reducirlo a una categoría económica conocida, el alquiler sería lo más parecido a la propiedad intelectual.
En una sociedad socialista, la división entre el trabajo manual y el intelectual debería ser gradualmente, si no abolida, al menos considerablemente reducida. Un sistema de cooperativas permite que las bases participen en igualdad de condiciones en la labor de dirigir el proceso de producción y definir las orientaciones estratégicas. En segundo lugar, una educación politécnica, como la que pedía Marx, también permitiría reducir seriamente esta división. Enseñar filosofía a los futuros fontaneros sería tan indispensable como enseñar los rudimentos de la fontanería o la electricidad a los futuros filósofos. El maoísmo desacreditó la idea, pero la participación regular de los intelectuales en las actividades manuales sólo podía tener buenos efectos. Aunque sólo sea para recordar a los que lo han olvidado o para enseñar a los que no saben lo agotador y peligroso que puede ser el trabajo manual. Aunque sólo sea para mantener el contacto con la resistencia del mundo real que no se puede manipular con el teletrabajo.
Fuente original: https://la-sociale.online/spip.php?article599