Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y es verdad. Hace unos meses los ciudadanos del Estado español asistían conmocionados a un gravísimo accidente aéreo en el aeropuerto de Barajas. A los pocos días de aquello, una nueva tragedia asomaba a las puertas del Estado, aunque en este caso la conmoción de sus ciudadanos no […]
Dicen que las desgracias nunca vienen solas, y es verdad. Hace unos meses los ciudadanos del Estado español asistían conmocionados a un gravísimo accidente aéreo en el aeropuerto de Barajas. A los pocos días de aquello, una nueva tragedia asomaba a las puertas del Estado, aunque en este caso la conmoción de sus ciudadanos no fue para tanto. En ella, cerca de cuarenta inmigrantes perdían sus vidas a bordo de una patera cuando trataban de alcanzar las costas Malagueñas, según contaron a la policía los propios sobrevivientes de la embarcación siniestrada. Ya en aquel momento denuncié en un artículo publicado en Rebelión el doble rasero con el que los medios de comunicación estatales suelen tratar las tragedias humanas según éstas impliquen la muerte de unos u otros sujetos, según estos muertos sean de un país o de otro, según sean «españoles» o no. Ahora, por desgracia, esta actitud ha vuelto a quedar de manifiesto.
El pasado 14 de febrero nuevamente la población española se conmocionaba al conocerse la noticia de la muerte de la joven Marta del Castillo a manos de su ex-pareja. Nuevamente los medios de comunicación corrieron raudos a cubrir la noticia con todo tipo de lujos y detalles. Nuevamente los programas especiales, las portadas a toda página, los análisis y debates del suceso, volvían a cubrir horas y horas de información en todos los medios existentes, especialmente en la siempre dispuesta televisión. Nuevamente desde todos los rincones del Estado se hacían llegar condolencias a los familiares de la víctima. Nuevamente políticos y otros representantes públicos se solidarizaban con la familia de la afectada por el trágico acontecimiento. A día de hoy, casi dos semanas después de aquello, la búsqueda del cuerpo y todo lo concerniente a la investigación policial del asesinato sigue acaparando gran cantidad de espacio y tiempo en los medios de comunicación, especialmente en Andalucía, donde la televisión pública se está volcando día a día con todo cuanto tenga que ver con lo acontecido en el trágico suceso. Muy respetable todo, exceptuando, claro está, los programas que solo buscan carnaza y hacen de la tragedia un arma potencial no para dar información sino para aumentar sus índices de audiencia. No seré yo quien demuestre la más mínima indiferencia ante el cruel asesinato de esta chica, y menos al tratarse de un tema tan repugnante y vomitivo como es la violencia de género, una de las peores lacras que a día de hoy siguen asolando nuestra enferma sociedad.
Ahora bien, a diferencia de lo que parece ser la norma entre la inmensa mayoría de todos esos que sienten tanta pena, tristeza y desolación cuando se enteran de acontecimientos de esta calaña, que tanta capacidad de empatía demuestran con los familiares de la víctima, que llegan incluso a movilizarse para pedir la reinstauración de la cadena perpetua (como si alguna vez hubiera dejado de existir en España) y que gritan y claman desfondados contra la sangre fría del asesino, la lógica tristeza e irritación que me pueda producir este asesinato, no me cerrará los ojos ni me tapará la boca para seguir denunciando la hipocresía, la doble moral y el vergonzoso comportamiento que siguen demostrando los medios de comunicación, así como muchos de esos mismos ciudadanos que tanto se indignan y estremecen de puertas para afuera con estos hechos trágicos, según los muertos de los que estemos hablando, y en según qué tragedias, sean de una nacionalidad o de otra, mueran de una forma o de otra.
Digo esto porque, al igual que ocurriese cuando los acontecimientos de Barajas, tan sólo dos días después de conocerse oficialmente la muerte de Marta, otra tragedia de envergadura asomaba hasta las puertas de nuestros medios de comunicación: veintiuna personas morían a bordo de una patera que trataba de alcanzar las costa de Lanzarote, al menos quince de ellos niños de edades comprendidas entre los siete y los diecisiete años. Las imágenes que pudieron ser captadas del suceso eran verdaderamente escalofriantes, o al menos eso fue lo que me pareció a mí cuando desde la pantalla de mi televisor observaba como los cuerpos sin vida de los niños eran rescatados por las patrulleras de la Guardia Civil Española. Tremendo e impactante. Sin embargo, toda la cobertura mediática del acontecimiento se quedó nuevamente en eso: unas imágenes en los telediarios del día, algunas noticias en la prensa de esa jornada y de la siguiente, y su correspondiente difusión en los boletines informativos de las emisoras de radio también de ese mismo día. Nada más. Ni programas especiales, ni análisis, ni debates. Ni cobertura continuada de los hechos en los días sucesivos (¿habrán enterrado ya los cuerpos de los muertos? No podemos saberlo…), ni políticos dando sus condolencias a los familiares de los afectados, ni manifestaciones espontaneas de solidaridad generalizada de la población, ni nada de nada. La muerte de veintiuna personas en el mar a causa de la injusticia, entre ellas quince niños, parece no importarle a nadie, máxime si las comparamos (odiosas comparaciones) con la muerte, también a manos de la injusticia, de una adolescente estatal. Todas las lágrimas de los sufridos ciudadanos del Estado español parecieran haberse gastado llorando por la muerte de Marta. Todas las fuerzas para reclamar justicia en nombre de los muertos pareciesen haberse agotado gritando contra el asesino de Marta y sus cómplices. Lo que para Marta y sus familiares era todo llanto, rabia, dolor, solidaridad y condolencias, para los fallecidos en el mar era todo indiferencia, cruel indiferencia.
Claro, que el asesino de Marta tiene nombre y apellidos. Hemos podido ver su rostro y el de sus cómplices hasta la saciedad. Sabemos que tiene un DNI, una historia, un pasado, que está detenido, que tiene una mente fría y calculadora al punto de aguantar varias semanas sin confesar su crimen ante la policía, que la policía española tiene pruebas suficientes como para que no queden dudas de su autoría. También sabemos que será juzgado y probablemente condenado, de ahí que algunos aprovechen el dolor de una familia y sus legítimas pretensiones (como padres que son) para pedir que se endurezcan las penas, que se vuelva a reinstaurar la cadena perpetua, incluso la pena de muerte. Igual pasa con sus cómplices. En cambio, el asesino de los veintiún inmigrantes es mucho más confuso. No tiene DNI, no tiene nombre ni apellidos, no tiene un rostro definido. Lo tenemos tan cerca que no lo vemos, mejor dicho, que no lo queremos ver.
Aunque lo que sí tiene ese asesino es una historia y un pasado; una historia y un pasado con muchos antecedentes penales y mucha sangre derramada. Una historia y un pasado propios del más cruel asesino jamás existido en la historia de la humanidad. Porque el asesino de esa pobre gente no es otro que el Capitalismo. Sí, el Capitalismo. Ese sistema esclavista que condena a la inmensa mayoría de los pueblos del mundo a vivir en la miseria y que obliga a sus ciudadanos a tener que salir de sus países de origen a riesgo de sus propias vidas en las condiciones de seguridad más frágiles. Ese sistema que regula sus necesidades económicas según los recursos que puede expropiar a los pueblos empobrecidos y que a través de ello convierte a los seres humanos en ilegales, que convierte a los nativos de los pueblos empobrecidos en simple mano de obra a la que a veces interesa dejar una puerta abierta y otras veces no. Ese sistema que levanta muros para no permitir la entrada de los empobrecidos pero que, una vez los tiene dentro, aprovecha para explotarlos de la manera más vil siempre que le sean útiles o los persigue cual delincuentes cuando no sea el caso. Ese sistema donde unos pocos Estados lo tienen todo y donde los otros muchos Estados se tienen que conformar con no tener nada. Ese sistema que expolia a los pueblos empobrecidos y deja sin perspectivas de futuro a sus habitantes, obligados con ello a salir sí o sí de su país a la mínima que puedan. Ese sistema, en definitiva, en el que sólo unos pocos se benefician realmente pero del que todos somos cómplices, por activa o por pasiva, en eso que llaman Occidente. Es por eso que no interesa buscar culpables ni poner un nombre al asesino de esos pobres niños que viajaban en esa maltrecha patera, porque si lo hiciésemos descubriríamos con horror que los culpables somos nosotros mismos, porque el nombre común y sin rostro de ese cruel asesino sin escrúpulos se podrían llamar genéricamente Capitalismo, pero el de sus cómplices necesarios lleva el nombre y apellidos de cada uno de nosotros. ¡Que horror!
Y por eso es también que los medios de comunicación pasan de puntillas por la noticia, como si tal cosa fuese algo más de la cotidianeidad de cada día, como si no mereciese una especial cobertura ni un despliegue mediático fundamentado en análisis e investigaciones científicas algunas. Porque detrás de ese análisis y de esa cobertura se destaparía, como digo, la culpabilidad de cada uno de nosotros, y en especial la culpabilidad de ese sistema asesino que con tanto ímpetu nos envuelve por todos lados y del que con tanto agrado «disfrutamos». No, no verán ustedes a los medios de comunicación entrar en esas lides. Es normal. Los medios de comunicación están al servicio de la causa. Si todos somos cómplices de estas muertes, ellos lo son en mucho mayor grado que la mayoría de la ciudadanía, lo cual no exculpa de responsabilidad a ésta. Por eso tampoco verán reacciones masivas de la ciudadanía para decir ¡basta ya! No habrá indignación generalizada ni búsqueda incesante de culpables. No se pedirá que se haga justicia con la memoria de los muertos ni con la dignidad de sus familiares. Ni siquiera habrá un clamor popular para pedir que se ponga nombre y apellido a los muertos. No tienen nombre, ni deben tenerlo. Son muertos anónimos de tragedias anónimas, despersonalizadas, deshumanizadas.
Ellos son sólo inmigrantes; inmigrantes ilegales para más inri. Esos mismos inmigrantes ilegales que vienen a quitarnos el trabajo y que, según apuntan en las últimas fechas todas las encuestas sociológicas, no podemos permitir que entren más, porque no caben. Esos mismos inmigrantes que ahora, con la crisis, debemos expulsar del Estado aunque sea a base de crear cuotas policiales de mínimos para su detención y posterior expulsión. Esos mismos que durante años trabajaron en las obras de esos edificios en los que ahora tenemos nuestros pisos, que cuidaron de nuestros mayores y nuestros hijos, que recogieron los frutos de nuestros campos, esos mismos que precisamente por su misma condición de ilegales hacían todo esto por una miseria de salario y sin cobertura legal de ningún tipo. Esos mismos que ahora sobran porque, ya se sabe, los españoles primero.
Lo triste es que parece que los españoles van primero también para llorar sus muertes y para sentir empatía con sus tragedias, como queda una vez más de manifiesto. Cada tragedia de un ciudadano del Estado español tiene rostro, tiene nombre y apellidos. Nadie llora por un anónimo. Por eso, si esos muertos llegados por mar además de extranjeros e ilegales son anónimos, sin nombre, sin rostro, pues mucho mejor para todos. Lo contrario tal vez sí pudiera resultar demasiado duro para nuestras consciencias. O imagínese usted qué pasaría si cada pocos días, varias veces al mes, usted tuviera que hacer frente mientras come a una tragedia con rostro, con nombres, con apellidos, una tragedia, por ejemplo, como la que fue en su momento la de Barjas o en estos días la de Marta del Castillo, una tragedia en la cual, además, tiene usted parte de culpa por no hacer nada por acabar con el asesino, más aun, por ser su cómplice necesario al defenderlo desde su conformidad. Sería, para entendernos, como esos amigos del asesino de Marta que sabiendo que la había matado él no fueron capaces de denunciarlo para que se hiciera justicia con él. Igual, igual. El que calla también mata.