Cuando les comenté a unas amigas que tenía que escribir un artículo sobre la crisis, me miraron con gesto de desesperación: «estamos hartas de tanta crisis, sobre todo porque nosotras ya llevamos años viviendo en la crisis, somos precarias desde hace mucho. ¡Dejadnos en paz!». Ésa parece ser la convicción de mucha gente joven, que […]
Cuando les comenté a unas amigas que tenía que escribir un artículo sobre la crisis, me miraron con gesto de desesperación: «estamos hartas de tanta crisis, sobre todo porque nosotras ya llevamos años viviendo en la crisis, somos precarias desde hace mucho. ¡Dejadnos en paz!».
Ésa parece ser la convicción de mucha gente joven, que está viviendo con cotas de precariedad alta desde hace decenios. Para ellas el llamamiento al consumo suena como una burla, como engancharse de nuevo a un tipo de vida de la que debieron deshacerse hace ya tiempo.
Remedios
Porque uno de los remedios de la crisis, en boca de los políticos y economistas oficiales, es el aumento del consumo. Dado que el capitalismo contemporáneo no produce para vender, sino que re-produce lo que vende para seguir vendiendo, la caída del consumo conlleva el declive de la producción-reproducción y pone en entredicho la lógica de la acumulación. Si la rueda se para, los primeros perjudicados seréis los asalariados: estancamiento de las empresas, desempleo masivo… Las esperanzas en una «pronta recuperación» -es decir, que se recuperen altos niveles de consumo y por ende de producción- supone soldar de nuevo a todo el mundo a la rueda del consumo, relanzando el círculo venenoso de acumulación-inversión- (re)producción-venta-consumo.
Por el contrario la crisis ofrece, en mi opinión, una oportunidad para profundizar los cortes y las rupturas de ese ciclo infernal; para reorientar la producción, favoreciendo la satisfacción de las necesidades sociales antes que el desaforado consumo privado; para introducir aquellas perspectivas ecológicas y sociales que hasta ahora no han sido escuchadas. Transformar la crisis en oportunidad significa poner en primer término esas soluciones y obligar a los poderes públicos a suscribirlas y apoyarlas. Sobre todo porque el aumento del consumo privado de los últimos decenios ha ido acompañado de un fuerte endeudamiento, lo que en la jerga de los economistas se conoce como financiarización. ¿Cómo sostener altos niveles de consumo de masas en sistemas productivos con bajos salarios cuando una gran parte de las rentas proviene del salario? El acceso al crédito ha permitido comprar bienes que se van pagando cuota a cuota. Nadie paga nada al contado desde hace años y la población acumula una deuda sobre otra. Una deuda es eslabón de la siguiente en la esperanza, irrisoria, de que algún día acabaremos de pagar.
Sin olvidar que la inversión financiera en productos diversos, como acciones de Bolsa, fondos de inversión, pensiones, etc., ha elevado el nivel de renta, permitiendo suplir carencias en los salarios. La sustitución parcial de las jubilaciones por los fondos de pensiones que en su momento, hará ya más de diez años, se presentaron como el modo de que uno mismo se garantizara su pensión constituyendo su propio capital, han derivado en una gigantesca bolsa financiera con caídas sucesivas de rentabilidad. Mucha gente ha perdido su dinero en vez de asegurar su jubilación. Pero esas medidas nunca hubieran conocido tal éxito, si no hubieran contado con un fuerte apoyo por parte de los poderes públicos: las cotizaciones en los fondos de pensiones desgravan en el impuesto sobre la renta, de modo que son muchos los que prefieren acumular en dichos fondos a incrementar sus impuestos. A su vez, esta práctica ha aumentado exponencialmente los recursos disponibles para las entidades financieras, cuya tentación para los especuladores internacionales es difícil de evitar. Y al tiempo los fondos sociales se adelgazan. De modo que la privatización a ultranza de lo económico, es decir el potenciamiento de formas privadísimas de capitalización en sociedades con una producción extraordinariamente socializada, ha resultado ser un problema y no una solución.
Por eso tenemos que ser capaces de imponer formas adecuadas de gestión social. Especialmente cuando la crisis financiera, el colapso inmobiliario y la incipiente recesión amenazan todavía más el tejido social. ¿Porqué ha habido, hasta el momento, tan poca respuesta social? Algunas respuestas. Primero, me digo, porque la crisis sigue percibiéndose con escepticismo. A muchos trabajadores con empleos más o menos garantizados, la crisis sigue sonándoles como algo repetido incesantemente por los medios de comunicación pero con poca incidencia en su vida personal. Su respuesta es por ello temerosa y escéptica, con algún apunte crítico: ¿nos hablarán tanto de crisis para asustarnos?, ¿se tratará de crear temor como forma de gestión social?
¿Qué medidas adoptar ante eso desde una perspectiva anti-capitalista? Ésa es la pregunta más difícil, por lo que sólo esbozaré algunas respuestas: no deberíamos aceptar un apaciguamiento de la crisis con dinero público sino exigir responsabilidades. Hay que clarificar la situación de las empresas y entidades antes de darles dinero.
Debemos poner de manifiesto que «la crisis no la pagaremos nosotros/ as», no estamos dispuestos/as a aceptar recortes en ningún sector social. Hay que atender de forma prioritaria al mantenimiento de las personas, exijamos garantías para que todos los desempleados, del tipo que sean, puedan tener un seguro de desempleo y/o una renta social suficiente para mantenerse en tanto dure la crisis. El que las personas desempleadas puedan seguir viviendo en condiciones dignas es cosa de todos/as, eso es lo prioritario.
Hay que garantizar además que las personas desempleadas o con rentas muy bajas que tengan deudas hipotecarias no van a ver embargados sus bienes. Resulta inaceptable que las entidades reciban un dinero para mejorar sus cuentas de resultados y pagar a sus accionistas o inversores, y que a la vez embarguen a la gente que no puede pagar sus hipotecas y que no sólo no tienen salario ni renta alguna sino que tampoco reciben ayuda económica del Estado. Ése es el momento de poner en marcha proyectos autogestionados, apoyados con dinero público y que potencien actividades productivas solidarias y ecológicamente sostenibles.
A nivel discursivo debemos resistirnos al lenguaje de que todos/as debemos implicarnos en la salida de una crisis que se presenta como una ‘responsabilidad colectiva’, a no ser que haya un cambio radical de perspectiva y se tengan en cuenta nuestras soluciones. Lo contrario es reforzar la soga que nos ata a unos negocios en gran parte especulativos que no controlamos. A nivel social tenemos ya una experiencia acumulada que nos permite plantear alternativas, siempre que seamos capaces de poner en juego esas experiencias y enlazarlas unas con otras.
¿Y quién puede imponer todo eso? La crisis golpea, y con dureza, a sectores sociales ya precarizados, en especial a trabajadores migrantes y en la construcción, a trabajadoras de los servicios personales y en el servicio doméstico, a trabajadores a tiempo parcial, a temporeros, a obreros de pequeñas fábricas subsidiarias de las grandes corporaciones, a empresas de trabajo dependientes de los Ayuntamientos, a todos los sectores precarios que se han ido constituyendo en el ámbito del trabajo dependiente en los últimos años. Son estas fuerzas y sus incipientes organizaciones las que pueden transformar la crisis en una oportunidad para un cambio profundo de la realidad social.