Entre las múltiples presentaciones especiales que prestigiaron este festival, y potenciaron su inclinación a la memoria y a la revelación de valores a veces olvidados, se contaron la exhibición de varios memorables números del Noticiero ICAIC Latinoamericano, el estreno de Che, un hombre nuevo, el documental definitivo que nos entrega el argentino Tristán Bauer sobre […]
Entre las múltiples presentaciones especiales que prestigiaron este festival, y potenciaron su inclinación a la memoria y a la revelación de valores a veces olvidados, se contaron la exhibición de varios memorables números del Noticiero ICAIC Latinoamericano, el estreno de Che, un hombre nuevo, el documental definitivo que nos entrega el argentino Tristán Bauer sobre Ernesto Guevara, y la exhibición de la versión hispana del Drácula que a principios de los años 30 impuso Hollywood. A continuación, la glosa de estas películas. Noticiero de alumbres y memorias El mismo año en que se inscribió al Noticiero ICAIC Latinoamericano en el registro Memoria del Mundo, el festival les rinde especial homenaje a estos documentales, o reportajes, cuya dirección estuvo a cargo de Santiago Álvarez durante tres décadas. El reconocimiento internacional se fundamentó en tanto «se trata de documentos históricos únicos en su género, porque muestran las guerras de independencia de muchas colonias africanas y otros eventos internacionales de ese período (1960-1990) ilustrativos de la creciente bipolarización del mundo». Rendir homenaje a las cinco décadas del ICAIC entraña, por necesidad, reconocer el enorme aporte testimonial y artístico de Santiago y el Noticiero. Justo después de ser fundado, el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos reconoció que, en su voluntad por acrecentar el conocimiento, la cultura y la información de todos los cubanos, debería crear un noticiario que cumpliera con esos propósitos, y cuyos principios además coincidieran con la voluntad transformadora de la Revolución, a todos los niveles. En una primera etapa, el proyecto nutrió sus filas con los técnicos y creadores de los noticiarios republicanos precedentes, a los cuales se vincularon, de manera más o menos intermitente, Tomás Gutiérrez Alea, José Tabío, Jorge Herrera, Jorge Haydú e Iván Nápoles, entre otros. Todos ellos fundaron el ICAIC y le dieron forma a un Noticiero cuyo primer número se exhibió el 6 de junio de 1960. A partir de entonces, tuvo frecuencia semanal, duración aproximada de diez minutos (salvo algunos temas extraordinarios que requería mayor tiempo en pantalla) y primero fue dirigido por Alfredo Guevara, y muy pronto por Santiago Álvarez, quien en la etapa final conservó la dirección general, mientras el rodaje o la estructura de este o aquel reportaje quedaba a cargo de directores bisoños, en aquel entonces, como Daniel Díaz Torres, Fernando Pérez, Miguel Torres, Rolando Díaz y Manuel Pérez, entre otros. Luego, se incorporaron al staff de realizadores Lázaro Buría, Francisco Puñal y José Padrón. El Noticiero se estrenó, y no por casualidad, el mismo año en que el gobierno intervino la compañía productora Noticiario Noticolor, de Manuel Alonso, el mismo año en que aparecía el primer número de la revista Cine Cubano, (la más antigua en su perfil de Latinoamérica) y el primer cartel cinematográfico, diseñado por Eduardo Muñoz Bach, para el filme Historias de la Revolución, primer largometraje de ficción realizado por el ICAIC; el mismo año en que llegaron a nuestro país los célebres documentalistas Joris Ivens, de Holanda, y Román Karmen, de la URSS, con el fin de asesorar a los jóvenes directores del Instituto.
El primer gran momento del Noticiero ocurrió cuando todavía no había cumplido un año de creado. Varios cineastas del ICAIC filmaron como corresponsales de guerra algunos episodios vinculados a la invasión de Playa Girón. El material fue procesado en el Noticiero y se convirtió en el documental Muerte al invasor, firmado por Tomás Gutiérrez Alea y Santiago Álvarez. A partir de esta experiencia, no fueron excepcionales las ediciones que por su valor visual y artístico, su trascendencia política o cultural, sobrepasaban la categoría de noticiario coyuntural y se transformaban en excelentes cortometrajes documentales. Ese fue el origen también de Hanoi, martes 13 (1966) testimonio de Santiago Álvarez y el camarógrafo Iván Nápoles sobre un ataque aéreo a la ciudad vietnamita.
Ejemplo de periodismo cabal, comprometido con su tiempo y con su público, responsable e incisivo, crítico y solidario, el Noticiero ICAIC Latinoamericano, en sus muchas ediciones de los años 60, 70 y 80 lo mismo empleaba el tono emotivo de la crónica, que la ironía y el sarcasmo para burlarse de manquedades e ineficiencias, que la entrevista que contrapuntea puntos de vista diversos. Hubo muchas ediciones célebres, que hicieron llorar o reír a miles de cubanos. Tengo un amigo que vio mil veces una edición de los años 60 porque se escuchaba a los Beatles, en una etapa en que la radio nacional había decidido vetarlos. Son memorables ediciones problemáticas de la segunda mitad de los años 80, hechas con muy alta temperatura crítica, al calor del proceso de rectificación de errores, consagrados a la situación nefasta del Río Almendares, de los albergados o del transporte público. Los años 90 con su inmenso fardo de carestías, contracciones y escaseces, le pusieron fin a uno de los proyectos periodístico-culturales más notorios que ha tenido Cuba en toda su historia. Equívocamente, algunos consideraron que el Noticiero ICAIC Latinoamericano había cumplido su cometido, y que la prensa plana, la televisión y la radio sustituirían sus reportajes agudos, provocativos, vibrantes. Evidentemente no ocurrió de esa manera, y el vacío que ha dejado su ausencia se amplía por días, cada vez que se hace necesario reinventar el cotidiano bregar de nuestro ser nacional, recontarlo, exponerlo y mejorarlo. La fidelidad de Tristán Bauer Plural y en alud, la historia del cine está marcada por meditaciones personales, títulos poéticos, incluso abstractos y de vanguardia; pero el documental demanda, en mayoría, las consonancias con la realidad, el testimonio fidedigno y verosímil, los datos refrendados por la praxis, o, la exposición de un personaje cuyos periplos vitales le proporcione coherente urdimbre al relato, y esclarecedores paralelismos con primordiales figuraciones humanísticas. Un puente tendido entre repetición y diferencia, entre clasicismo y crisol de evolución, entre subjetividad y sedimento realista significa Che, un hombre nuevo, el documental «definitivo» que nos entrega el argentino Tristán Bauer sobre Ernesto Guevara, una de las figuras más inspiradoras para el documental latinoamericano de los últimos 30 años, e incluso para la ficción en fechas más recientes (recordar, por solo mencionar las más conocidas, las películas realizadas por el brasileño Walter Salles y el norteamericano Steven Soderbergh). Con experiencia como camarógrafo (para Miguel Littín y Estela Bravo, entre otros), en el cortometraje y la televisión, Tristán Bauer fundó grupo Cine Testimonio (que buscaba definir la imagen real del país mediante el documental) hasta que incursionó en la ficción -con alto contenido de legitimidad testimonial- en 1990 (Después de la tormenta) mediante el retrato filoneorrealista de una familia obrera ahogada por la crisis económica. Volvió a recrear el testimonio verista y la ficción bien enraizada en sucesos demostrables mediante Los libros y la noche (2000, yuxtaposición del documental de archivo con el filme de especulación poética para presentar fragmentos biográficos y la obra de uno de los mayores escritores de la lengua española: Jorge Luis Borges) e Iluminados por el fuego (2005) incursión en la épica antibelicista de sesgo verista y problematizador. En el medio, realizó dos documentales «puros»: Evita, una tumba sin paz (1997) y Cortázar (1994).
Bauer ha llegado al largometraje documental sobre Ernesto Guevara abriendo rendijas tanto en el documental, como en la ficción, por donde penetre el auténtico sentido de personas excepcionales, y con sutil sentido de observación y alto sentido dramático, traza el camino que va desde la introspección atormentada a la aceptación esencial de los hechos consumados. Uno de los grandes aciertos de su nueva obra consiste en que, desde el principio, ofrece la impresión de que estamos viendo y escuchando al protagonista relatando, «en off», su propia existencia, las meditaciones íntimas, el sentido de la vida y de los cosas más queridas. Cuando parecía imposible presentar algún pasaje desconocido, o inédito, en la biografía guevariana, Bauer encontró nuevas imágenes y hechos relevantes que ilustran al ser humano más allá o más acá de la epopeya: el niño compartiendo con la familia, el diplomático de viaje siempre ávido por conocer y entender, el poeta y narrador, el fotógrafo de mérito, en fin, que el documental intenta resumir una exaltada actitud creadora, al mismo tiempo que nos regala al Che más apacible e íntimo, el de los espacios privados y filiales. Alto grado de subjetividad y dramatismo le confiere al documental la presencia imponente de la voz que narra, reflexiona, o expresa simplemente su noción de la justicia o la igualdad, en contraposición con las imágenes insertas de un mundo actual todavía signado por la sinrazón de los poderosos y la inequidad por ellos impuesta. Comprometido con la fidelidad a la verdad y la coherencia política, que sigue siendo consecuencia estética y humanística, Tristán Bauer pudo hacer un monumento en imágenes y sonido a la memoria del Che. De hecho, construyó ese túmulo. Pero además su filme alcanza a expresar un legado vigente, trascendental, siempre nuevo, sobre la gran humanidad que dijo basta y echó a andar, con un paso de gigante indetenible cuyo rastro luminoso aparece, pertinaz, en muchos espacios de este documental. Al rescate de un vampiro hispanohablante En los albores del cine sonoro, a los grandes estudios norteamericanos apenas les quedaron soluciones para continuar predominando en los mercados latinoamericanos. Los públicos estaban ansiosos por verse, y por escuchar hablar su propio idioma. En fechas contemporáneas con la creación de una infraestructura para el subtitulaje (no demasiado viable debido a las altas tasas de analfabetismo y a las incomodidades que presentaba el fondo blanco), de que predominara el doblaje al español, y de que los artistas latinos realizaran películas en foros norteamericanos habladas en su idioma (como algunas de las más famosas que filmara y cantara Carlos Gardel), Hollywood ideó el versionado al calco, con artistas latinos, de algunos títulos que se sabían importantes, comerciales, con el propósito de atraer las audiencias populosas de Ciudad México, Buenos Aires, La Habana o Caracas. Así de espurio y venal fue el origen del Drácula dirigido por George Melford, en 1931. Por el día trabajaba el equipo de Tod Browning rodando el clásico homónimo del cine de terror para la Universal, con Bela Lugosi en el papel titular, y en los mismos sets, por la noche, entraba el elenco hispanohablante a replicar un guión casi idéntico, pero mucho más ampuloso, en la lengua de Cervantes.
Precisamente, el descontrol histriónico y la ampulosidad enfática de los diálogos es el peor defecto imputable a esta versión hispana que, por momentos, logra remontar el vuelo del erotismo y la imaginación macabra más allá de la versión original, aunque las dos se inspiraron en la novela (1897) de Bram Stoker, y en las adaptaciones teatrales homónimas de Hamilton Deane y John L. Balderston. No obstante, la versión latina se aparta en varios tópicos del «original» de Browning y crea, en algunos pasajes, sus propias soluciones dramáticas. En una época como la nuestra, cuando la originalidad y la autoría vienen a ser valores que perdieron hace tiempo su validez absoluta, ha sido rescatada en toda su plenitud esta rareza nacida del mimetismo, esta predecesora indiscutible de la inefable saga vampírica -bastante desconocida en Cuba y todavía vituperada por cierta prensa convencida, a estas alturas, de que el cine de autor es el único posible y valioso- que hizo furor en la cinematografía mexicana de los años 60 de la mano de directores como Fernando Méndez o Alfonso Corona Blake, y que predice y supera los delirios kitsch de Jesús Franco. Según se cuenta, la Drácula de segunda mano, la de Melford, fue concebida como vehículo de lucimiento para la mexicana Lupita Tovar por el productor Paul Kohner, quien convenció al dirigente de la Universal, Carl Laemmle Jr. para apuntarse al mercado de las producciones en español. El éxito de la actriz mexicana en este Drácula debería impedir el regreso a su país natal, que se consumó de todas formas al año siguiente, cuando rodaría el melodrama paradigmático del cine latinoamericano en los años 30: Santa, de 1932, dirigida por Antonio Moreno, sobre el original literario de Federico Gamboa. Pero antes de convertirse en una de las actrices hispanohablantes más populares del mundo, la Tovar dio vida a Eva (la Mina de Stoker), escoltada por el argentino Carlos Villarías, quien encarna rimbombantemente al conde transilvano, y Pablo Álvarez Rubio, que consigue uno de los mejores Renfields de la historia del cine. Artesano imparable que estuvo dirigiendo películas industrialmente desde 1911 hasta 1946, Melford es recordado hoy, cuando surge su nombre, gracias a este Drácula cuyos exagerados diálogos en español pertenecen a Baltasar Fernández Cué, en la misma línea de exageraciones y subrayados verbales que domina la versión anglosajona. Y si el Drácula hispano resiste perfectamente la comparación con el «original» de Browning (existían versiones previas del mito como una húngara, silente, de 1921, tal vez la primera vez que el cine versionó la novela de Stoker, y al año siguiente Friedrich Murnau realizó su inquietante Nosferatu, el vampiro), también permanece inconmovible ante las versiones de la productora británica Hamer, y es mucho más sencilla y morbosa que la intelectualizada aproximación de Werner Herzog y Klaus Kinski, o la romántica y recargada de Francis Ford Coppola y Gary Oldman. El itinerario del conde fantasmagórico, desde la muerte y en busca de su amada perdida, el recorrido asolador de Transilvania a Inglaterra, las numerosas estaciones que atraviesa esta historia inmortal, conocieron de laudable travesía en el Drácula, de George Melford, que habla en español y preparó una andanada de pasionales mordeduras. |
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