La revista Herria 2000 Eliza me ha enviado el siguiente temario sobre violencia y acción política: ¿Son legítimos todos los medios de lucha? ¿Quién legitima la violencia y los medios de lucha? ¿Existen conquistas políticas sin violencia? Empecemos por la delimitación del debate: ¿Por qué titularlo «violencia y acción política», en vez, por ejemplo, de […]
La revista Herria 2000 Eliza me ha enviado el siguiente temario sobre violencia y acción política: ¿Son legítimos todos los medios de lucha? ¿Quién legitima la violencia y los medios de lucha? ¿Existen conquistas políticas sin violencia? Empecemos por la delimitación del debate: ¿Por qué titularlo «violencia y acción política», en vez, por ejemplo, de «violencia y acción sindical», o «violencia y acción ecologista», o «violencia y acción antipatriarcal», o «violencia y acción humanitaria», etcétera? Hay dos respuestas posibles: una, porque se entienda correctamente que la «acción política» es la síntesis de todas las demás «acciones», que las subsume e integra, que las eleva a su pleno potencial y sentido, superando sus limitaciones concretas; y otra, que se crea, por el contrario, que la acción política no tiene nada que ver con el resto, o tan poco que no merece la pena reseñarlo, de modo que la política queda reducida a la simple «acción parlamentaria» e institucional siempre dentro de lo que se denominan «reglas del juego democrático». No hay duda de que esta segunda forma de entender la «acción política», totalmente restrictiva y descontextualizada, es la que interesa al poder dominante entre otras cosas porque imposibilita o reduce al máximo todo estudio riguroso y crítico de la violencia, empezando por la de la clase dominante, la violencia invisible de la explotación asalariada.
¿Por qué lo reduce mucho o impide del todo? Veamos un ejemplo: durante generaciones, el terrorismo machista ha estado asesinando mujeres sin apenas intervención de la política oficial excepto en el caso de las leyes que ya estaban dictadas al respecto para castigar los asesinatos; solamente cuando la acción concienciendora del feminismo, sus movilizaciones y protestas han llegado a un nivel que no se podía ocultar, sólo entonces la «acción política» en su sentido restrictivo ha intervenido tangencialmente y más en forma de propaganda electoral. Otro ejemplo, sólo cuando las luchas obreras contra el terrorismo laboral han llegado a un nivel alto y el malestar social empieza a crecer, la «acción política» se ha movido un poco. Estos y otros muchos ejemplos más muestran cómo la política oficial permanece sorda, muda y ciega ante las violencias concretas de los poderes explotadores y opresores concretos. Si los colectivos explotados no se movilizan en contra de las opresiones que sufren, llegando a o amenazando con formas de violencia defensiva en respuesta a la violencia ofensiva, fundante y estructural que padecen, si esto no ocurre, la «acción política» permanece dormida e indiferente, legitimando con su pasividad la omnipotencia legal o de facto de esos poderes concretos y, lo que es peor, justificando el empleo de la violencia represiva contra manifestaciones, marchas, huelgas, piquetes, etc. La excusa que pone la política oficial es que, en estos casos, no se trata ni puede tratarse de represión directamente política, sino de «mantener el orden público», de vigilar a «minorías alborotadoras», o a «delincuentes sociales».
Ahora bien ¿Cuándo aparece la represión directa y esencialmente política? Cuando cualquier lucha, la que fuere, avanza tanto que penetra en el secreto último de la explotación: la propiedad privada de las fuerzas productivas, y la fundamental fuerza productiva es el ser humano. Por tanto, cuando el ser humano-genérico se yergue contra el hecho de que él es simple propiedad privada del capital, entonces éste reacciona mandando a las instituciones políticas que repriman violentamente al ser humano emancipado, que vuelvan a deshumanizarlo como mera propiedad privada del capitalismo. Mientras que nos quedemos en la fase del análisis de las luchas aisladas, sólo veremos conflictos sectoriales, pero una vez que pasamos a la síntesis teórica, a lo que las relaciona internamente, veremos que las instituciones políticas, como instrumento del poder estatal, reaccionan muy duramente cuando su propiedad privada corre peligro. Los casos más criminales de violencia represiva son precisamente aquellos que van a la raíz de la propiedad: las contrarrevoluciones, las mal denominadas «guerras civiles», en las que la clase burguesa destroza sin compasión a las clases trabajadoras; las masacres de los pueblos oprimidos que luchan por su independencia y, los retrocesos dramáticos, cuando no trágicos, en las libertades de la mujer a manos de las contraofensivas del patriarcado. En los tres descubrimos en el momento de la síntesis teórica que la razón de la violencia esencialmente política no es otra que la recuperación de la propiedad privada por la burguesía, por el Estado nacionalmente opresor y por el patriarcado.
No hace falta decir que las tres llegan a su cúlmen más espeluznante durante las guerras de liberación nacional ya que, por un lado, el Estado invasor se cree propietario del pueblo invadido; a la vez, la clase burguesa de la nación ocupante se cree propietaria de las fuerzas productivas de la nación ocupada, de sus reservas energéticas y medioambientales, de su excedente social acumulado durante generaciones; y, simultáneamente, el sistema patriarco-burgués ocupante se cree propietario de las mujeres de la nación ocupada: las violaciones masivas de mujeres, su prostitución y las de niñas y niños, incluso las violaciones de hombres para feminizar simbólicamente al pueblo vencido y ocupado, estas y otras prácticas similares constantes en la historia de la ignominia humana, expresan en su quintaesencia la obsesión del poder invasor por asegurar para sí y gozar plenamente de la reducción de la nación ocupada a simple propiedad privada del ocupante. Aquí debemos hacer especial insistencia en la terrible carga referencial e imaginaria pero también crudamente material de las prácticas de tortura sexual contra las mujeres y los hombres que luchan por la independencia de su pueblo porque la tortura sexual fusiona en un solo acto absolutamente todos los componentes concretos de las opresiones, dominaciones y explotaciones del pueblo oprimido. Si a este panorama tan común le unimos el desprecio racista y cultural, y el uso del odio religioso como armas de destrucción y tortura psicopolítica, tendremos completo el cuadro de la violencia fundante.
Desde esta perspectiva, la pregunta sobre si son legítimos todos los medios de lucha puede resultar una trampa. La cuestión no radica tanto en la legitimidad, a la que luego volveremos, como en la efectividad de la interacción de esos medios. De hecho, esto es lo que hacen los poderes opresores mediante sus Estados, que son los centralizadores estratégicos de las diversas y múltiples tácticas represivas. De hecho esto es lo que hacen las y los oprimidos: pensar cómo utilizar los medios defensivos disponibles para reducir la explotación que sufren o acabar con ella. Incluso, con más frecuencia de lo que sospechamos, la interacción de los medios de lucha es practicada a nivel individual en la vida cotidiana. Centrándonos en la realidad de quienes sufren explotación, la efectividad de los medios defensivos empleados debe medirse en base a su capacidad concienciadora, de aglutinación de sectores menos concienciados, de aumento de las fuerzas emancipadoras, o al menos de no retroceso, no debilitamiento a lo largo de una larga lucha sostenida generacionalmente. Por lo general, este segundo criterio de valoración de la efectividad de la violencia defensiva, a saber, que no retroceda la decisión de resistencia colectiva, es sistemáticamente silenciado y negado. Pero no se entiende nada de muchas luchas de liberación si se olvida este segundo, o primero según las coyunturas y contextos, método de evaluación de la efectividad de la lucha.
En cuanto a la legitimidad en el sentido clásico, el que permite explicar por qué mucha gente oprimida comprende y acepta en silencio las formas de defensa violenta de otras explotadas, pero sin decirlo públicamente, callándose o mormurando en voz baja y siempre en los círculos de confianza, íntimos, siempre por miedo, por terror a la represión «si alguien se entera»; con respecto a esa legitimidad incuestionable y que desquicia y enfurece al poder, debemos antes que nada preguntarnos sobre qué memoria de sufrimiento y dolor, y qué presente de vigilancia y represión tienen que tener esas personas también explotadas como para no atreverse a dar el paso a la denuncia pública y a la solidaridad activa con quienes padecen persecución o están en riesgo de ello; y a continuación debemos preguntarnos por los mecanismos de alienación y subsunción inherentes al capitalismo y que logran, apenas sin tener que aplicar su violencia estructurante e injusta, que más o menos amplias franjas de las clases explotadas no tengan conciencia de su situación, crean ser lo que no son, «ciudadanos libres», y crean no ser lo que realmente son: simple fuerza de trabajo a la búsqueda desesperada de un patrón que les explote y exprima como a un limón. Las mismas preguntas debemos hacernos con respecto a las masas aculturizadas y desnacionalizadas de los pueblos oprimidos, que creen ser miembros «con todos los derechos» de la nación que les oprime, y a las mujeres que piensan como los hombres más machistas y reaccionarios.
Toda reflexión sobre la legitimidad de la violencia debe partir, por tanto, de estas preguntas previas, más aún, del interrogante sobre por qué tanta gente tiene tantos miedos para luchar por lo que intuye borrosamente que es justo, para sublevarse contra la opresión que padecen pero de la que sólo sienten sus efectos psicosomáticos no conscientes. Desde esta perspectiva, la siguiente pregunta es justo la contraria: ¿quién tiene derecho a decir a un pueblo aplastado, o a una clase trabajadora explotada, o a cualquier colectivo o incluso persona oprimida, que su resistencia es ilegítima? ¿Quién se siente con legitimidad para negar el derecho a la resistencia y a la rebelión? Solamente cabe una respuesta: quien defienda en la práctica un sistema social basado en la explotación, quien sepa que su bienestar, su lujo, sus vicios, su forma de vida basada en la riqueza y en la propiedad, están en peligro por la rebelión de las personas que él explota, que sostienen su despilfarro con su sudor y sus privaciones. Así, sin mayores e innecesarias precisiones, estamos respondiendo ya a la pregunta sobre ¿Quién legitima la violencia y los medios de lucha? Legitima la violencia quien la aplica primero e injustamente, y legitima los medios de lucha de las masas expropiadas quien, para quitarles hasta el aliento y el alma, desarrolla todos los medios de violencia material y simbólica, de terror e indefensión. Legitima la violencia del pobre el rico que le obliga a centrar sus esperanzas en la violencia de respuesta porque le ha cortado toda otra alternativa.
Por último, la pregunta de si ¿existen conquistas políticas sin violencia? es abstracta ya que, por un lado, hay que contextualizar la violencia justa según las fases de ascenso o descenso de las luchas sociales; si éstas crecen y se expanden, muy frecuentemente la burguesía negocia cambios sociopolíticos con el reformismo para evitar así que cambie algo más importante, y en estos casos, aparentemente, las reformas se «conquistan» mediante acciones «pacíficas» cuando en realidad, visto el proceso histórico en su conjunto, se trata de una «conquista» bajo la presión de más luchas violentas que se producirán si no se logran esos avances. Abundan tanto las experiencias al respecto, que no merece la pena repetirnos. Pero por otro lado, también debemos hacernos la pregunta contraria: ¿qué sucede cuando desciende o desaparece la «amenaza preventiva» de la violencia popular sobre la violencia burguesa? Muy sencillo, hay una especie de «ley histórica» –en el sentido tendencial– según la cual a menor presión obrera y popular más envalentonamiento reaccionario burgués, más restricciones de leyes democráticas, más retroceso y hasta anulación de conquistas sociopolíticas, nacionales, culturales, sexuales, etc. ¿Quién puede ser tan cínico y mentiroso –o ignorante– como para negar esta abrumadora e incuestionable lección de la historia humana?